Se me olvidó el reloj.
Minutos u horas después, cuando se me pasa el ataque de pánico, eso es de lo que más me arrepiento. No de venir aquí (era una opción obvia), sino de mis muñecas desnudas, que me impiden saber cuánto tiempo llevo sentada en este cuarto. Me duele la espalda, lo que debería indicarme algo, aunque nada lo bastante definitivo.
Al cabo de un rato, me levanto y me pongo a dar vueltas, estirando los brazos sobre la cabeza. No me gusta hacer nada delante de las cámaras, pero tampoco van a averiguar nada viendo cómo me toco los pies.
Aunque esa idea hace que me tiemblen las manos, no intento apartarla, sino que me digo que soy osada y que el miedo no me resulta ajeno. Moriré en este lugar, puede que pronto. Esos son los hechos.
Sin embargo, hay otras formas de pensar en ello. Pronto honraré a mis padres muriendo como ellos, y si todo lo que creían sobre la muerte es cierto, pronto me reuniré con ellos en lo que haya después.
Sacudo las manos mientras doy vueltas por la habitación. Me siguen temblando. Quiero saber qué hora es. Llegué poco después de la medianoche y ya debe de ser por la mañana temprano, quizá las 4:00 o las 5:00. O a lo mejor no ha pasado tanto tiempo y solo me lo parece porque no he estado haciendo nada.
La puerta se abre y, por fin, me encuentro cara a cara con mi enemiga y sus guardias osados.
—Hola, Beatrice —me saluda Jeanine; va de azul erudito, lleva gafas eruditas y en su rostro se refleja esa superioridad erudita que mi padre me enseñó a odiar—. Suponía que vendrías tú.
Pero no siento odio cuando la miro, no siento nada de nada, a pesar de saber que es la responsable de incontables muertes, incluida la de Marlene. Esas muertes existen en mi mente como una cadena de ecuaciones incomprensibles, y me quedo helada, incapaz de resolverlas.
—Hola, Jeanine —respondo, porque es lo único que se me ocurre.
Aparto la mirada de los ojos gris pálido de Jeanine para observar a los osados que la flanquean. Peter está a su derecha y una mujer con arrugas en las comisuras de los labios está a su izquierda. Detrás hay un hombre calvo de cráneo anguloso. Frunzo el ceño.
¿Cómo ha conseguido Peter encontrarse en esta posición tan prestigiosa, la de guardaespaldas de Jeanine? ¿Qué lógica tiene?
—Me gustaría saber qué hora es —digo.
—¿Ah, sí? Qué interesante —responde ella.
Debería haber sabido que no me lo diría. Cada dato que recibe cuenta para su estrategia, y no me dirá la hora que es, a no ser que decida que proporcionarme la información le resulta más útil que negármela.
—Seguro que es una decepción para mis compañeros osados que todavía no hayas intentado arrancarme los ojos —comenta.
—Sería una estupidez.
—Cierto, pero encajaría en tu pauta de comportamiento de «actuar primero y pensar después».
—Tengo dieciséis años —respondo, frunciendo los labios—. Cambio.
—Qué refrescante —dice ella; deja sin entonación incluso las frases que deberían tenerla—. Vamos a hacer un pequeño recorrido turístico, ¿de acuerdo?
Da un paso atrás y señala la puerta. Lo que menos me apetece en estos momentos es salir del cuarto hacia un destino incierto, pero no vacilo. Salgo, con la mujer de aspecto severo delante de mí. Peter me sigue poco después.
El pasillo es largo y pálido. Doblamos una esquina y caminamos por un segundo pasillo que es exactamente igual que el primero.
Después recorremos dos pasillos más. Estoy tan desorientada que jamás lograría encontrar el camino de vuelta. Sin embargo, justo entonces, el aspecto del entorno cambia: el túnel blanco se abre a una gran sala en la que hombres y mujeres de Erudición, vestidos con largas chaquetas azules, se encuentran detrás de sus mesas, algunos con herramientas, otros mezclando líquidos de colores y otros más mirando pantallas de ordenador. Diría que están preparando el suero de la simulación, pero tampoco querría limitar el trabajo erudito a las simulaciones.
La mayoría se detiene para observarnos cuando pasamos por el pasillo central. Bueno, mejor dicho, para observarme. Algunos susurran, aunque casi todos guardan silencio. Aquí dentro nadie hace ruido.
Sigo a la traidora osada por una puerta y me detengo de una manera tan repentina que Peter se choca conmigo.
Esta habitación es tan grande como la anterior, pero solo hay una cosa dentro: una larga mesa metálica con una máquina al lado. Una máquina que, vagamente, reconozco como un monitor cardiaco. Y, colgando encima, una cámara. Me estremezco sin querer porque sé dónde estoy.
—Me alegro mucho de que seas tú, en concreto, la que esté aquí —dice Jeanine.
Pasa junto a mí y se sienta en el filo de la mesa, agarrándose a él con los dedos.
—Me alegro, por supuesto, por los resultados de tu prueba de aptitud —añade; su pelo rubio, que lleva muy tirante sobre el cráneo, refleja la luz y me llama la atención—. Incluso entre los divergentes, eres una especie de rareza, ya que demostraste aptitud para tres facciones: Abnegación, Osadía y Erudición.
—¿Cómo…? —empiezo, pero se me rompe la voz; me obligo a completar la pregunta—. ¿Cómo lo sabes?
—Todo a su debido tiempo —responde—. A partir de los resultados, he determinado que eres uno de los divergentes más fuertes, cosa que no digo para adularte, sino para explicar mi objetivo. Si pretendo desarrollar una simulación que no pueda contrarrestar la mente divergente, debo estudiar la mente divergente más potente de todas para apuntalar las deficiencias de la tecnología. ¿Lo entiendes? —No respondo, sigo mirando el monitor cardiaco que hay junto a la mesa—. Por lo tanto, mis compañeros científicos y yo misma te estudiaremos durante todo el tiempo que nos sea posible —sigue diciendo, y sonríe un poco—. Y después, cuando concluya el estudio, te ejecutaremos.
Eso ya lo sabía. Lo sabía, así que ¿por qué noto débiles las rodillas? ¿Por qué se me retuercen las tripas? ¿Por qué?
—La ejecución tendrá lugar aquí —añade, pasando los dedos por encima de la mesa en la que está sentada—. En esta mesa. Me ha parecido interesante enseñártela.
Quiere estudiar mi reacción. Apenas respiro. Antes pensaba que la malicia era condición necesaria para la crueldad, pero no es cierto. Jeanine no tiene razón alguna para actuar por malicia. Sin embargo, es cruel porque es capaz de cualquier cosa, siempre que la fascine. Para ella soy como un rompecabezas o una máquina rota que quiere arreglar. Me abrirá el cráneo solo para ver cómo me funciona el cerebro; moriré aquí, y la muerte llegará a ser un alivio.
—Cuando vine, ya sabía lo que pasaría —respondo—. No es más que una mesa, y me gustaría volver ya a mi cuarto.
No comprendo bien el paso del tiempo, al menos, no como antes, cuando me quedaba tiempo de sobra. Así que, cuando la puerta se abre de nuevo y Peter entra en la celda, no sé cuánto tiempo ha pasado, solo que estoy agotada.
—Vamos, estirada —dice.
—No soy de Abnegación —respondo, alargando los brazos por encima de la cabeza para que rocen la pared—. Y ahora que eres lacayo de Erudición, no puedes llamarme estirada. Es inexacto.
—He dicho que vamos.
—¿Cómo? ¿Sin ningún comentario sarcástico? —pregunto, y lo miro fingiendo sorpresa—. ¿Nada de «Eres una idiota por haber venido; tienes el cerebro defectuoso, además de divergente»?
—Eso no hace falta ni decirlo, ¿no? O te levantas o te arrastro por el pasillo. Tú decides.
Estoy más calmada. Peter siempre ha sido cruel conmigo; esto me resulta familiar.
Me levanto y salgo de la habitación. Me doy cuenta de que el brazo de Peter, el que recibió mi disparo, ya no va en cabestrillo.
—¿Te arreglaron la herida de bala?
—Sí, ahora tendrás que encontrar otro punto débil. Qué pena que ya no me quede ninguno —responde; me agarra por el brazo y se pone a caminar más deprisa, tirando de mí—. Llegamos tarde.
A pesar de lo largo y vacío del pasillo, nuestras pisadas no tienen mucho eco. Es como si alguien me hubiese tapado las orejas y acabara de darme cuenta. Intento prestar atención a los pasillos que recorremos, pero pierdo la cuenta al cabo de un rato. Llegamos al final de uno y torcemos a la izquierda para entrar en una habitación en penumbra que me recuerda a un acuario. Una de las paredes es de espejo espía: espejo por mi lado, pero seguro que transparente por detrás.
Al otro lado hay una gran máquina con una bandeja de tamaño natural que sale de ella. La reconozco por mi libro de texto de Historia de las Facciones, en el capítulo sobre Erudición y la medicina: una máquina de resonancia magnética. Sacará fotos de mi cerebro.
Una chispa se enciende dentro de mí, y hace tanto tiempo que no la sentía que apenas la reconozco. Es curiosidad.
Una voz (la de Jeanine) me habla por un intercomunicador.
—Túmbate, Beatrice.
Miro la bandeja tamaño natural que me meterá en el interior de la máquina.
—No.
—Si no lo haces tú misma, tenemos formas de obligarte —responde ella, suspirando.
Peter está detrás de mí. Incluso con el brazo herido, era más fuerte que yo. Imagino que me pone las manos encima, me arrastra hacia el aparato, me empuja contra el metal y me aprieta demasiado las correas que cuelgan de la bandeja.
—Hagamos un trato —propongo—: si coopero, me dejaréis ver las imágenes del escáner.
—Cooperarás quieras o no.
—Eso no es verdad —respondo, levantando un dedo.
Miro el espejo, no me cuesta tanto fingir que hablo con Jeanine si miro mi reflejo mientras hablo: mi pelo es rubio, como el suyo; las dos somos pálidas y serias. La idea me inquieta tanto que pierdo el hilo de mis pensamientos durante unos segundos y me quedo con el dedo en el aire, callada.
Soy pálida de piel, pálida de pelo y fría. Siento curiosidad por las fotos de mi cerebro. Soy como Jeanine. Y eso es algo que puedo despreciar, atacar, erradicar… o usar.
—Eso no es verdad —repito—. Por muchas correas que uses, no me mantendrás lo bastante quieta como para que las imágenes salgan nítidas —explico, y me aclaro la garganta—. Quiero verlas. De todos modos me vas a matar, así que ¿de verdad importa lo mucho que sepa sobre mi cerebro antes de que lo hagas?
Silencio.
—¿Por qué tienes tantas ganas de verlas? —pregunta.
—Seguro que tú, precisamente, lo comprendes. Al fin y al cabo, tengo aptitud para Erudición en la misma medida que la tengo para Osadía y Abnegación.
—De acuerdo, puedes verlas. Túmbate.
Camino hasta la bandeja y me tumbo. El metal parece hielo. La bandeja se desliza hacia atrás y me encuentro dentro de la máquina. Me quedo mirando la superficie blanca. Cuando era pequeña, creía que así sería el cielo, todo luz blanca y nada más. Ahora sé que no es cierto, porque la luz blanca es amenazadora.
Oigo golpes y cierro los ojos mientras recuerdo los obstáculos de mi paisaje del miedo, los puños que aporreaban mis ventanas y los hombres ciegos que intentaban secuestrarme. Finjo que los golpes son el latido de un corazón, el ritmo de un tambor. El río que se estrella contra las paredes del abismo del complejo de Osadía. Pies que patalean el suelo en la ceremonia del final de la iniciación. Pies que corren por las escaleras después de la Ceremonia de la Elección.
Cuando se hace el silencio y la bandeja se desliza hacia el exterior, no sabría decir el tiempo que ha transcurrido. Me siento y me restriego el cuello con las puntas de los dedos.
La puerta se abre, y veo que Peter está en el pasillo.
—Vamos —me llama—. Ya puedes ver las imágenes.
Bajo de un salto de la bandeja y voy hacia él. Cuando estamos en el pasillo, sacude la cabeza.
—¿Qué? —pregunto.
—No sé cómo lo haces para conseguir siempre lo que quieres.
—Sí, porque quería acabar en una celda de la sede de Erudición. Quería que me ejecutaran.
Hablo con displicencia, como si me enfrentara a ejecuciones todos los días. Sin embargo, al mover los labios para formar la palabra «ejecutaran», me estremezco. Me aprieto los brazos para fingir que tengo frío.
—¿Y no es así? —pregunta—. Quiero decir, has venido por voluntad propia. No parece un instinto de supervivencia muy sano.
Introduce una serie de números en el teclado que hay junto a la siguiente puerta y la abre. Me meto en la sala del otro lado del espejo, que está llena de pantallas y de una luz que se refleja en los cristales de las gafas de los eruditos. Al otro lado de la habitación se cierra una puerta. Hay una silla vacía detrás de una de las pantallas, y todavía se mueve: alguien acaba de irse.
Peter se coloca demasiado cerca de mí, listo para sujetarme si decido atacar a alguien. Pero no atacaré a nadie, ¿adónde iba a ir después? ¿Tendría que seguir por este pasillo y luego recorrer otro? Y ahí me perdería. No lograría salir de aquí ni librándome de los guardias.
—Ponlas ahí —dice Jeanine, señalando la gran pantalla de la pared de la izquierda.
Uno de los científicos eruditos pulsa en su pantalla, y una imagen aparece en la pared de la izquierda. Una imagen de mi cerebro.
No sé qué estoy viendo exactamente. Sé el aspecto que tiene un cerebro y, en general, lo que hace cada región, pero no sé cómo es el mío comparado con los demás. Jeanine se da unos golpecitos en la barbilla y se queda mirando la imagen durante un rato que se me antoja muy largo.
Al final, dice:
—Que alguien explique a la señorita Prior lo que hace la corteza prefrontal.
—Es la región del cerebro que se encuentra detrás de la frente, por así decirlo —responde una de las científicas; no parece mucho mayor que yo y lleva unas enormes gafas redondas que le agrandan los ojos—. Es la responsable de organizar tus pensamientos y acciones para lograr tus objetivos.
—Correcto —dice Jeanine—. Bien, que alguien me cuente lo que observa en la corteza prefrontal lateral de la señorita Prior.
—Es grande —responde otro científico, esta vez un hombre que se está quedando calvo.
—Más específico —dice Jeanine, como si lo regañara.
Me doy cuenta de que estoy en una clase, puesto que una habitación con más de un erudito dentro es una clase. Y, para ellos, Jeanine es la profesora más valorada. Todos la miran con los ojos como platos y la boca abierta, deseando impresionarla.
—Su tamaño está muy por encima de la media —se corrige el hombre medio calvo.
—Mejor —responde Jeanine, ladeando la cabeza—. De hecho, es una de las cortezas prefrontales laterales más grandes que he visto. Sin embargo, la corteza orbitofrontal es notablemente pequeña. ¿Qué indican estos dos factores?
—La corteza orbitofrontal es el centro cerebral encargado de las recompensas. Los que exhiben un comportamiento orientado a la consecución de recompensas tienen una corteza orbitofrontal de gran tamaño —explica alguien—. Eso significa que el comportamiento de la señorita Prior no suele caracterizarse por la búsqueda de recompensas.
—No solo eso —añade Jeanine, sonriendo un poco; la luz azul de las pantallas hace que le brillen más los pómulos y la frente, aunque le proyecta sombras sobre los ojos—. No es una mera indicación sobre su comportamiento, sino también sobre sus deseos. No la motivan las recompensas. Sin embargo, disfruta de una excepcional capacidad para orientar sus acciones y pensamientos hacia los objetivos que persigue. Eso explica tanto su tendencia al comportamiento pernicioso, pero altruista, como, quizá su habilidad para zafarse de las simulaciones. ¿Cómo cambia esto nuestro enfoque con respecto al nuevo suero de simulación?
—Debería suprimir parte, aunque no toda, la actividad de la corteza prefrontal —dice la científica de gafas redondas.
—Justamente —responde Jeanine, que por fin me mira, con ojos relucientes de alegría—. Entonces, así procederemos. ¿Puedo dar por satisfecha mi parte de nuestro acuerdo, señorita Prior?
Tengo la boca seca, así que me cuesta tragar.
¿Y qué pasa si suprimen la actividad de mi corteza prefrontal, si deterioran mi capacidad para tomar decisiones? ¿Y si este suero funciona y me convierto en esclava de las simulaciones, como todos los demás? ¿Y si olvido por completo la realidad?
No sabía que toda mi personalidad, todo mi ser pudiera descartarse como un subproducto de mi anatomía. ¿Y si de verdad no soy nada más que una persona con una corteza prefrontal muy grande…, y punto?
—Sí —respondo.
Peter y yo regresamos en silencio a mi cuarto. Giramos a la izquierda, y veo a un grupo de personas al final del pasillo. Es el pasillo más largo de los que hemos recorrido, pero la distancia se acorta al verlo a él.
Dos osados traidores le sujetan los brazos, uno a cada lado, y alguien le apunta con una pistola a la nuca.
Tobias, con media cara ensangrentada y la camisa blanca manchada de rojo; Tobias, compañero divergente, de pie en la boca del horno en el que arderé.
Las manos de Peter me agarran los hombros para retenerme.
—Tobias —digo, y suena como un grito ahogado.
El traidor de la pistola empuja a Tobias para que avance hacia mí. Peter intenta también empujarme para que camine, pero mis pies permanecen clavados en el suelo. Vine aquí para que no muriera nadie. Vine aquí para proteger a toda la gente posible. Y vine aquí, sobre todo, por mantener a salvo a Tobias. Entonces, si él está aquí, ¿para qué lo estoy yo? ¿De qué sirve?
—¿Qué has hecho? —mascullo.
Está a pocos pasos de mí ya, aunque no lo suficiente como para oírme. Al pasar a mi lado, estira la mano, me coge la mía y la aprieta. La aprieta y la suelta. Tiene los ojos inyectados en sangre; está pálido.
—¿Qué has hecho? —repito, y, esta vez, la pregunta me sale de la garganta como si fuera un gruñido.
Me lanzo hacia él, intento librarme de las manos de Peter, pero solo consigo rozaduras.
—¿Qué has hecho? —le grito.
—Si tú mueres, yo muero —responde Tobias, volviendo la vista hacia mí—. Te pedí que no lo hicieras, y tú tomaste tu decisión. Estas son las repercusiones.
Desaparece al doblar la esquina. Lo último que veo de él y de los traidores osados que se lo llevan es el brillo del cañón y la sangre de la parte de atrás de su lóbulo, de una herida que no le había visto.
La energía se me escapa en cuanto él se va. Dejo de resistirme y permito que las manos de Peter me empujen hacia mi celda. Al llegar, me derrumbo en el suelo nada más entrar y espero a que se cierre la puerta para saber que se ha ido Peter, pero no se cierra.
—¿Por qué ha venido? —me pregunta.
—Porque es idiota —respondo, mirándolo.
—Bueno, ya —comenta, y yo apoyo la cabeza en la pared—. ¿Creía que podría rescatarte? —pregunta, riéndose un poco—. Suena a algo que haría un estirado.
—No lo creo —respondo; si Tobias pretendiera rescatarme, habría meditado la situación, habría traído a más gente; no habría entrado en la sede de Erudición él solo.
Los ojos se me llenan de lágrimas y no intento parpadear para apartarlas, sino que miro a través de ellas y veo cómo lo que me rodea se funde en un mismo borrón. Hace unos cuantos días jamás habría llorado delante de Peter, pero ya no me importa. Él es el menor de mis enemigos.
—Creo que ha venido a morir conmigo —respondo.
Me tapo la boca con la mano para ahogar un sollozo. Si consigo seguir respirando, podré dejar de llorar. No necesitaba ni quería que muriera conmigo, quería mantenerlo a salvo. «Qué idiota», pienso, aunque sin mucho entusiasmo.
—Eso es ridículo —comenta Peter—. No es lógico. Tiene dieciocho años, encontrará a otra novia cuando mueras. Y, si no se ha dado cuenta, es que es un estúpido.
Las lágrimas me caen por las mejillas, calientes al principio y frías después. Cierro los ojos.
—Si es así como crees que funcionan las cosas… —empiezo, tragándome otro sollozo—, el estúpido eres tú.
—Sí, lo que tú digas.
Le chirrían los zapatos al volverse, está a punto de marcharse.
—¡Espera! —lo llamo, y levanto la cabeza hacia su borrosa figura, incapaz de distinguirle la cara—. ¿Qué van a hacer con él? ¿Lo mismo que me hacen a mí?
—No lo sé.
—¿Podrías averiguarlo? —pregunto, limpiándome las lágrimas con la parte carnosa de la palma de la mano, frustrada—. ¿Podrías, por lo menos, averiguar si está bien?
—¿Y por qué iba a hacerlo? —responde—. ¿Por qué iba a hacer algo por ti?
Un segundo después oigo que se cierra la puerta.