CAPÍTULO
VEINTIOCHO

Cuando empieza a quedarse dormido, mantiene sus brazos a mi alrededor con actitud feroz, como si me aprisionara para mantenerme a salvo. Sin embargo, espero (me mantiene despierta pensar en cuerpos que se estrellan contra el pavimento) hasta que su abrazo se afloja un poco y su respiración se vuelve acompasada.

No permitiré que Tobias vaya a Erudición cuando esto suceda de nuevo, cuando muera otra persona. No lo permitiré.

Salgo con cuidado de la cama y me pongo una de sus sudaderas para llevarme su olor conmigo. Me meto los zapatos y no me llevo ni armas ni recuerdos.

Me detengo junto a la puerta y lo miro, medio enterrado en la colcha, en paz, fuerte.

—Te quiero —digo en voz baja, probando cómo suenan las palabras.

Dejo que la puerta se cierre cuando salgo.

Ha llegado el momento de ponerlo todo en orden.

Me voy al cuarto en el que antes dormían los iniciados de Osadía. La habitación no se distingue del dormitorio de los iniciados procedentes de otras facciones: es larga y estrecha, con literas a ambos lados, y una pizarra en una pared. Gracias a una lucecita azul colocada en la esquina compruebo que nadie se molestó en borrar la clasificación de la pizarra; el nombre de Uriah sigue el primero.

Christina duerme en una litera, debajo de Lynn. No quiero asustarla, pero no hay forma de despertarla de otro modo, así que le tapo la boca con la mano. Se despierta de golpe, mirando aterrada a su alrededor, hasta que me ve. Me llevo un dedo a los labios y le pido que me siga.

Camino hasta el final del pasillo y doblo una esquina. El pasillo lo ilumina una lámpara de emergencia manchada de pintura que cuelga sobre una de las salidas. Christina no lleva zapatos, así que dobla los dedos de los pies para protegerlos del frío.

—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Vas a alguna parte?

—Sí, voy… —empiezo, pero tengo que mentir si no quiero que me detenga—. Voy a ver a mi hermano, está con los abnegados, ¿recuerdas? —explico, y ella entorna los ojos—. Siento haberte despertado, pero necesito que hagas una cosa. Es muy importante.

—Vale. Tris, te comportas de una forma muy rara, ¿seguro que no…?

—Seguro. Escúchame. El momento en el que se llevó a cabo el ataque de la simulación no fue aleatorio. La razón de que se programara cuando se hizo fue que los abnegados estaban a punto de hacer algo… No sé qué era, pero tiene que ver con una información importante, y ahora Jeanine tiene esa información…

—¿Qué? —pregunta, frunciendo el ceño—. ¿No sabes lo que van a hacer? ¿No sabes qué información es?

—No —respondo; debo de parecer una loca—. La verdad es que no he sido capaz de averiguar mucho porque Marcus Eaton es la única persona que lo sabe todo y él no me lo quiere contar. Es que… es el motivo por el que nos atacaron. Es el motivo. Y tenemos que descubrir de qué se trata.

No sé qué más decir, aunque Christina ya está asintiendo.

—La razón por la que Jeanine nos obligó a atacar a personas inocentes —comenta en tono amargo—. Sí, claro que necesitamos descubrirlo.

Casi se me había olvidado que ella había estado metida en la simulación. ¿A cuántos abnegados mataría guiada por ella? ¿Cómo se sentiría al despertar de aquel sueño y saberse una asesina? Nunca se lo he preguntado y nunca se lo preguntaré.

—Necesito tu ayuda, y pronto. Necesito a alguien que convenza a Marcus para que coopere, y creo que tú puedes hacerlo.

Ella ladea la cabeza y se me queda mirando unos segundos.

—Tris, no cometas ninguna estupidez.

—¿Por qué me dice eso todo el mundo? —pregunto, forzando una sonrisa.

—No estoy de coña —responde, y me agarra por el brazo.

—Ya te he dicho que voy a ver a Caleb. Volveré dentro de unos días, y entonces diseñaremos una estrategia. Es que me ha parecido buena idea que alguien más lo supiera antes de marcharme. Por si acaso, ¿vale?

Ella me retiene unos segundos y después me suelta.

—Vale.

Me voy hacia la salida. Me contengo hasta llegar al otro lado y, entonces, dejo que lleguen las lágrimas.

Mi última conversación con ella ha tenido que ser una sarta de mentiras.

Una vez fuera, me subo la capucha de la sudadera de Tobias. Cuando llego al final de la calle, miro arriba y abajo en busca de señales de vida. Nada.

El aire frío hace que me piquen los pulmones al entrar y se despliega en una nube de vapor al salir. El invierno llegará pronto. Me pregunto si Erudición y Osadía seguirán en tablas entonces, esperando a que un grupo destruya al otro. Me alegra saber que no estaré aquí para verlo.

Antes de elegir Osadía nunca se me habían pasado por la cabeza ese tipo de cosas. Una de las pocas cosas de las que estaba segura era de que viviría mucho tiempo. Ahora no hay nada seguro, salvo que voy a donde voy porque así lo he elegido.

Camino a la sombra de los edificios y espero que mis pisadas no llamen la atención. En esta zona no hay luces, pero la luna brilla tanto que no me cuesta demasiado andar.

Camino bajo las vías elevadas, que se estremecen con el movimiento del tren que se acerca. Tengo que ir deprisa si quiero llegar allí antes de que alguien se percate de mi ausencia. Esquivo una gran grieta del suelo y salto por encima de una farola caída.

Al salir, no pensé en la distancia, y el cansancio de la caminata, unido a la precaución de volver la vista atrás de vez en cuando y de esquivar los obstáculos de la carretera, hacen que empiece a sentir calor. Mantengo el ritmo, medio andando, medio corriendo.

Al poco rato llego a una parte de la ciudad que reconozco; aquí las calles están mejor cuidadas, limpias, con menos agujeros. A lo lejos veo el resplandor de la sede de Erudición, sus luces violan nuestras leyes de conservación de energía. No sé qué haré cuando llegue, ¿exigir ver a Jeanine? ¿O quedarme allí hasta que alguien se percate de mi presencia?

Rozo con las puntas de los dedos una de las ventanas del edificio que tengo al lado. Ahora que estoy tan cerca, me pongo a temblar y me cuesta avanzar. Tampoco me resulta fácil respirar; dejo de intentar no hacer ruido, y permito que el aire entre y salga de mis pulmones entre resuellos. ¿Qué harán conmigo cuando llegue? ¿Qué planes me tendrán reservados hasta que ya no les resulte útil y me maten? No me cabe duda de que me matarán en algún momento. Me concentro en seguir adelante, en mover las piernas de manera regular, aunque no parezcan dispuestas a soportar mi peso.

Entonces me encuentro de pie frente a la sede de Erudición.

En el interior, grupos de personas de camisa azul se sientan alrededor de mesas, escribiendo en ordenadores, inclinados sobre libros o pasando páginas adelante y atrás. Algunos son personas decentes que no entienden lo que ha hecho su facción, pero, si todo el edificio se derrumbara sobre ellos ante mis ojos, quizá ni siquiera me inspiraran lástima.

Es la última oportunidad para volver. El aire frío me pincha las mejillas y las manos mientras vacilo. Ahora podría marcharme, refugiarme en el complejo de Osadía, esperar, rezar y desear que nadie más muera por culpa de mi egoísmo.

Sin embargo, no puedo alejarme si no quiero que la culpa, que el peso de la vida de Will, de la vida de mis padres y, ahora, de la vida de Marlene me aplaste y me rompa los huesos, me impida respirar.

Camino despacio hacia el edificio y abro las puertas.

Es la única forma de no ahogarme.

Durante un segundo, cuando mis pies tocan el suelo de madera, frente al gigantesco retrato de Jeanine Matthews colgado en la pared, nadie me presta atención, ni siquiera los dos traidores osados que vigilan la entrada. Me acerco a la recepción, donde un hombre de mediana edad con una calva en la coronilla hojea un montón de papeles. Pongo las manos en el escritorio.

—Perdone.

—Deme un momento —me responde sin mirar.

—No.

Eso sí que hace que levante la vista, con las gafas torcidas, y frunza el ceño como si estuviese a punto de regañarme. Fuese lo que fuese lo que pensaba decirme, se le atraganta. Me mira con la boca abierta, pasando la mirada de mi rostro a la sudadera negra que llevo puesta.

Como estoy aterrada, su expresión me hace gracia. Esbozo una sonrisita y oculto las manos, que tiemblan.

—Creo que Jeanine Matthews quería verme —le digo—, así que le agradecería que la avisara.

Él hace señas a los traidores osados que hay junto a la puerta, pero no hace falta, ellos por fin se han dado cuenta. Soldados osados de otras partes de la sala también se acercan, rodeándome, aunque no me tocan ni me hablan. Examino sus caras intentando parecer lo más tranquila posible.

—¿Divergente? —pregunta al fin uno de ellos, mientras el hombre de recepción levanta el auricular del sistema de comunicaciones del edificio.

Si cierro los puños, no tiemblo. Asiento.

Miro hacia los osados que salen del ascensor que está a la izquierda de la sala, y los músculos de la cara se me sueltan: Peter viene hacia nosotros.

De repente se me ocurren mil reacciones potenciales, desde lanzarme a su cuello para estrangularlo hasta hacer algún tipo de chiste. No consigo decidirme por una, así que me quedo quieta y lo observo. Jeanine debía de saber que vendría yo, debe de haber elegido a Peter a posta para recogerme, seguro.

—Nos han dado órdenes de llevarte arriba —dice Peter.

Quiero decir algo agudo o despreocupado, pero el único sonido que me sale es un ruidito de conformidad, ahogado en el nudo de mi garganta. Peter inicia la marcha hacia los ascensores, y yo lo sigo.

Recorremos una serie de pasillos. A pesar de que subimos varios tramos de escaleras, todavía me siento como si descendiera a las profundidades de la tierra.

Creía que me llevarían a ver a Jeanine, cosa que no hacen. Se detienen en un corto pasillo con varias puertas metálicas a cada lado, y Peter introduce un código para abrir una de las puertas. A continuación, los traidores osados que me rodean, codo con codo, forman un estrecho túnel por el que entrar a la habitación.

El cuarto es pequeño, puede que metro ochenta de largo por metro ochenta de ancho. El suelo, las paredes y el techo tienen los mismos paneles claros, ahora oscurecidos, que iluminaban la sala de la prueba de aptitud. En cada esquina hay una diminuta cámara negra.

Por fin me dejo llevar por el pánico.

Miro de una esquina a otra, a las cámaras, y reprimo el grito que se me forma en el estómago, en el pecho y en la garganta, el grito que me llena por completo. De nuevo siento la culpa y la pena desgarrarme por dentro, luchar entre ellas por la supremacía, pero el terror es más fuerte que ambas cosas. Inspiro, pero no espiro. Mi padre me dijo una vez que era una cura para el hipo. Le pregunté si podría morir por aguantar la respiración. «No —respondió—, tu instinto se hará cargo de la situación y te obligará a respirar».

Una pena, la verdad, ya que no me vendría mal una salida. La idea me da ganas de reír; y de gritar.

Me acurruco de modo que pueda apretar la cara contra las rodillas. Tengo que pensar en un plan. Si consigo elaborar un plan, no tendré tanto miedo.

Sin embargo, no hay plan, no hay escapatoria de las profundidades de la sede de Erudición, no hay escapatoria de Jeanine y no hay otra forma de escapar de lo que he hecho.