Alguien me sacude para despertarme.
—¡Tris! ¡Despierta!
Un grito. No lo cuestiono, bajo las piernas de la cama y dejo que una mano me lleve hacia la puerta. Voy descalza, y aquí el suelo es irregular, me araña los dedos y los bordes de los talones. Entrecierro los ojos para ver lo que tengo delante y averiguar quién me arrastra. Christina. Casi me arranca el brazo izquierdo del hombro.
—¿Qué ha pasado? —pregunto—. ¿Qué ocurre?
—¡Cállate y corre!
Corremos al Pozo, y el rugido del río me sigue por los caminos. La última vez que Christina me sacó de la cama fue para ver cómo subían del abismo el cadáver de Al. No puede haber pasado de nuevo. No es posible.
Entre jadeos (ella corre más deprisa que yo) recorremos el suelo de cristal de la Espira. Christina golpea con la palma de la mano el botón de un ascensor y se mete dentro antes de que las puertas terminen de abrirse, arrastrándome con ella. Después aprieta el botón de cierre de puertas y el de la planta superior.
—Simulación —dice—. Hay una simulación. No son todos, solo… unos cuantos. —Se pone las manos en las rodillas y respira hondo—. Uno de ellos dijo algo sobre los divergentes.
—¿El qué? —pregunto—. ¿Estaba dentro de la simulación?
—Marlene —responde, asintiendo—, pero no sonaba con ella, la voz era demasiado… monótona.
Se abren las puertas y la sigo por el pasillo hacia la puerta que pone: «Acceso al tejado».
—Christina, ¿por qué vamos al tejado?
No me responde. Las escaleras de subida huelen a pintura vieja y hay grafitis osados garabateados con pintura negra en las paredes de bloques de cemento: el símbolo de Osadía; iniciales unidas con signos de suma (RG + NT, BR + FH). Parejas que ya, seguramente, serán viejas o puede que estén rotas. Me toco el pecho para ver si noto el latido del corazón; va muy deprisa, es un milagro que siga respirando.
El aire nocturno es fresco, me pone de gallina la piel de los brazos. Ya se me han acostumbrado los ojos a la oscuridad, así que veo a tres figuras de pie junto al borde, al otro lado del tejado, mirándome. Una es Marlene, otra es Hector y la otra no la reconozco, es una osada más joven, de apenas ocho años, con un mechón verde en el cabello.
Están de pie en el borde, aunque el viento sopla con fuerza y les pone el pelo en los ojos, en la boca y en la frente. También les azota la ropa, pero ellos siguen sin moverse.
—Bajad ya de la cornisa —dice Christina—. No hagáis ninguna estupidez. Venga, vamos…
—No pueden oírte —la interrumpo en voz baja mientras me acerco a ellos—. Ni verte.
—Deberíamos saltar sobre ellos a la vez, yo me encargo de Hec, tú…
—Nos arriesgaríamos a empujarlos por el borde. Ponte al lado de la niña, por si acaso.
«Es demasiado pequeña para esto», pienso, aunque no tengo valor para decirlo en voz alta, ya que eso quiere decir que Marlene sí lo es.
Me quedo mirando a Marlene, cuyos ojos están tan vacíos como piedras pintadas, como esferas de cristal. Es como si esas piedras me bajaran por la garganta y me cayeran en el estómago, empujándome hacia el suelo. No hay forma de sacarla de esa cornisa.
Por fin, abre la boca y habla.
—Tengo un mensaje para los divergentes —dice en tono monocorde; la simulación usa sus cuerdas vocales, pero les roba la inflexión natural de las emociones humanas.
Miro a Marlene y después a Hector. Hector, que me tenía mucho miedo por lo que le había contado su madre. Seguro que Lynn sigue junto a la cama de Shauna, esperando que pueda mover las piernas cuando despierte. Lynn no debe perder a Hector.
Doy un paso adelante para recibir el mensaje.
—Esto no es una negociación, sino una advertencia —dice la simulación a través de Marlene, moviéndole los labios y vibrándole en la garganta—. Esto volverá a suceder cada dos días, hasta que uno de vosotros se entregue en la sede de Osadía.
Esto.
Marlene da un paso atrás, y yo me lanzo adelante, pero no para atraparla a ella. No a Marlene, la que una vez se puso una magdalena en la cabeza para que Uriah disparara contra ella. La que reunió un montón de ropa para dármela. La que siempre, siempre me recibía con una sonrisa. No, no a Marlene.
Cuando Marlene y la otra niña osada saltan del tejado, me abalanzo sobre Hector.
Me aferro a las manos que encuentro, un brazo, un trozo de camiseta. El basto suelo del tejado me araña las rodillas cuando su peso me arrastra hacia delante. No soy lo bastante fuerte para levantarlo.
—Ayuda —susurro—, porque no soy capaz de hablar más alto.
Christina ya está junto a mi hombro; me ayuda a subir el cuerpo inerte de Hector, que tiene los brazos caídos, sin vida. Unos cuantos metros más allá, la niña está tumbada de espaldas sobre el tejado.
Entonces, la simulación termina. Hector abre los ojos, y ya no están vacíos.
—Ay —dice—, ¿qué está pasando?
La niña gime, y Christina se acerca a ella para murmurar algo en tono tranquilizador.
Me pongo de pie, me tiembla todo el cuerpo. Me acerco poco a poco al borde y me quedo mirando el pavimento. La calle de abajo no está demasiado iluminada, aunque veo perfectamente la tenue silueta de Marlene.
Respirar…, ¿a quién le importa?
Me aparto y noto cómo el corazón me palpita en los oídos. Christina mueve la boca, pero no le hago caso, me voy hacia la puerta, bajo las escaleras, recorro el pasillo y me meto en el ascensor.
Las puertas se cierran y, mientras desciendo hacia el suelo, justo como Marlene cuando decidí no salvarla, grito y me tiro de la ropa. Al cabo de unos segundos tengo la garganta destrozada y arañazos en los brazos, en los puntos donde no he dado con tela, pero sigo gritando.
Al detenerse el ascensor, suena una campanilla. Las puertas se abren.
Me aliso la camiseta y el pelo, y salgo.
«Tengo un mensaje para los divergentes».
Yo soy divergente.
«Esto no es una negociación».
No, no lo es.
«Sino una advertencia».
Lo entiendo.
«Esto volverá a suceder cada dos días…».
No volverá a pasar
«Hasta que uno de vosotros se entregue en la sede de Erudición».
Yo lo haré.