Alguien saquea la cocina osada y calienta los productos no perecederos que encuentra, así que nos encontramos con una cena caliente. Me siento en la misma mesa que antes compartía con Christina, Al y Will. En cuanto me siento, noto un nudo en la garganta: ¿cómo es posible que solo quedemos la mitad?
Me siento responsable de eso. Mi perdón podría haber salvado a Al, pero no se lo di. De haber pensado con claridad, podría haber salvado a Will, pero no lo logré.
Antes de hundirme demasiado en la miseria, aparece Uriah y suelta su bandeja a mi lado. Está cargada de estofado de ternera y tarta de chocolate. Me quedo mirando la pila de tarta.
—¿Había tarta? —pregunto, mirando mi plato, que tiene una ración más sensata que la de Uriah.
—Sí, alguien acaba de sacarla. Han encontrado un par de bolsas con la mezcla al fondo y la han horneado. Puedes coger un poquito de la mía.
—¿Un poquito? ¿Es que piensas comerte esa montaña de tarta tú solo?
—Sí, ¿por qué? —pregunta, desconcertado.
—Da igual.
Christina se sienta enfrente, aunque lo más lejos de mí que puede. Zeke pone la bandeja al lado de la suya. Pronto se nos unen Lynn, Hector y Marlene. Veo un movimiento veloz bajo la mesa, y me doy cuenta de que la mano de Marlene se une a la de Uriah sobre la rodilla de él. Entrelazan los dedos. Está claro que los dos intentan comportarse como si nada, pero no hacen más que lanzarse miraditas.
A la izquierda de Marlene, Lynn pone cara de haber mordido un limón. Se mete la comida en la boca a lo bruto.
—¿Dónde está el incendio? —le pregunta Uriah—. Vas a potar si sigues comiendo tan deprisa.
—Voy a potar de todos modos si seguís con las miraditas —responde Lynn, frunciendo el ceño.
—¿De qué hablas? —dice Uriah; se le han puesto rojas las orejas.
—No soy idiota, ni tampoco los demás. Así que, ¿por qué no te enrollas con ella y se acabó?
Uriah parece sorprendido. Sin embargo, Marlene lanza una mirada asesina a Lynn, se inclina sobre Uriah y le da un buen beso en la boca mientras le desliza los dedos por el cuello, bajo la camisa. Me doy cuenta de que se me han caído los guisantes del tenedor, que iba camino de mi boca.
Lynn levanta su bandeja y se aleja hecha una furia.
—¿De qué iba eso? —pregunta Zeke.
—A mí no me lo preguntes —dice Hector—. Siempre está enfadada por algo, así que ya ni me molesto.
Los rostros de Uriah y Marlene siguen muy cerca el uno del otro, y siguen sonriendo.
Me obligo a mirar a mi plato. Es muy extraño ver juntas a dos personas que has conocido por separado, aunque ya lo he visto antes. Oigo un ruido muy desagradable: Christina está arañando su plato con el tenedor.
—¡Cuatro! —exclama Zeke con cara de alivio—. Ven aquí, tenemos sitio.
Tobias me pone la mano en el hombro bueno, y veo que tiene algunos nudillos desgarrados y que la sangre parece fresca.
—Lo siento, no puedo quedarme. ¿Te importa venir un momento? —añade, inclinándose a mi lado.
Me levanto, me despido con la mano de los comensales que me prestan atención (básicamente, de Zeke, porque Christina y Hector tienen la vista fija en sus platos, y Uriah y Marlene hablan en voz baja). Salgo de la cafetería con Tobias.
—¿Adónde vamos?
—Al tren —responde—. Tengo una reunión y quiero que me ayudes a interpretar la situación.
Subimos por uno de los caminos que recorren las paredes del Pozo hacia las escaleras que dan a la Espira.
—¿Por qué me necesitas para…?
—Porque se te da mejor que a mí.
No tengo respuesta para eso. Subimos las escaleras y cruzamos el suelo de cristal. De camino al exterior, atravesamos la habitación húmeda y fría en la que me enfrenté a mi paisaje del miedo. A juzgar por la jeringa del suelo, alguien ha estado aquí hace poco.
—¿Has recorrido hoy tu paisaje del miedo? —pregunto.
—¿Por qué lo dices? —responde, mirándome a los ojos; empuja la puerta para abrirla, y el aire veraniego me rodea, sin viento.
—Tienes cortes en los nudillos y alguien ha usado esta habitación.
—¿Ves? A eso me refería. Eres más perspicaz que la mayoría —comenta, y mira la hora en su reloj—. Me dijeron que cogiera el que sale a las 8:05. Vamos.
Noto una chispa de esperanza, puede que esta vez no discutamos, puede que por fin las cosas mejoren entre los dos.
Caminamos hacia las vías. La última vez que lo hicimos, él quería enseñarme que las luces estaban encendidas en la sede de Erudición, quería contarme que los eruditos planeaban atacar Abnegación. Ahora me da la sensación de que vamos a reunirnos con los abandonados.
—Lo bastante perspicaz como para notar que evitas la pregunta.
—Sí —responde, suspirando—, he atravesado mi paisaje del miedo. Quería ver si había cambiado.
—Y ha cambiado, ¿verdad?
Se aparta de la cara un mechón de pelo suelto y evita mirarme a los ojos. No sabía que tuviera tanto pelo; resultaba difícil darse cuenta cuando se lo rapaba estilo Abnegación, pero ahora ya tiene cinco centímetros de largo y casi le cuelga sobre la frente. Le da un aspecto menos amenazador, más como la persona que he llegado a conocer en privado.
—Sí —responde—, pero el número no varía.
Oigo la bocina del tren a mi izquierda, aunque la luz del primer vagón no está encendida. Se desliza por las vías como una criatura oculta y sigilosa.
—¡El quinto por detrás! —grita.
Los dos salimos corriendo. Encuentro el quinto vagón, me agarro al asidero del lateral con la mano izquierda y tiro de mi cuerpo con todas mis fuerzas. Intento meter las piernas dentro, pero no lo consigo del todo; están peligrosamente cerca de las ruedas… Chillo y me araño la rodilla contra el suelo cuando por fin me lanzo al interior.
Tobias sube detrás de mí y se agacha a mi lado. Me agarro la rodilla y aprieto los dientes.
—Ven, deja que te lo mire —me dice, y me sube los vaqueros por encima de la rodilla. Sus dedos me dejan un rastro frío en la piel, invisible al ojo humano, y se me pasa por la cabeza envolverme su camiseta en el puño y tirar de él para que me bese; se me pasa por la cabeza apretarme contra él, pero no puedo, ya que todos nuestros secretos seguirían abriendo un hueco entre los dos.
—Es poco profundo —dice mientras me examina la rodilla, que está manchada de sangre—. Se te curará deprisa.
Asiento con la cabeza y noto que empieza a dolerme menos. Tobias me enrolla bien los pantalones para que no se me bajen, y yo me tumbo y miro el techo.
—Entonces, ¿sigue en tu paisaje del miedo? —pregunto.
—Sí —responde, y es como si alguien hubiese encendido una cerilla detrás de sus ojos—, aunque no del mismo modo.
Una vez me contó que su paisaje del miedo no había cambiado desde que pasó por él la primera vez, durante su iniciación. Así que, si ha cambiado, aunque sea en un detalle pequeño, ya es algo.
—Pero sales tú —añade, mirándose las manos con el ceño fruncido—. En vez de tener que disparar a esa mujer, como antes, tengo que verte morir. Y no hay nada que pueda hacer para evitarlo.
Le tiemblan las manos. Intento pensar en un comentario útil, como «no voy a morir», pero mentiría, porque no lo sé. Vivimos en un mundo peligroso, y yo no le tengo tanto apego a la vida como para ser capaz de cualquier cosa con tal de sobrevivir. No tengo forma de tranquilizarlo.
—Llegarán en cualquier momento —comenta, mirando el reloj.
Me levanto, y veo a Evelyn y a Edward junto a las vías. Corren antes de que los deje atrás el tren y saltan con casi la misma facilidad que Tobias. Deben de haber estado practicando.
Edward me dedica una sonrisita; hoy lleva una gran equis azul bordada en el parche.
—Hola —saluda Evelyn; solo mira a Tobias al decirlo, como si yo ni siquiera estuviera aquí.
—Bonito lugar de reunión —responde Tobias.
Ya casi es de noche, así que solo veo las sombras de los edificios contra el cielo azul oscuro y unas cuantas luces cerca del lago, seguramente en la sede de Erudición.
El tren gira en un punto en el que no suele girar y se dirige a la izquierda, lejos de las luces de Erudición, hacia la parte abandonada de la ciudad. Sé que frenamos porque se reduce el ruido dentro del vagón.
—Nos pareció lo más seguro —dice Evelyn—. Bueno, querías verme, ¿no?
—Sí, me gustaría acordar una alianza.
—Una alianza —repite Edward—. ¿Y quién te ha dado autoridad para eso?
—Es uno de los líderes de Osadía —respondo—. Tiene autoridad.
Edward arquea una ceja, impresionado. Evelyn por fin me mira, aunque solo durante un segundo, antes de volver a sonreír a Tobias.
—Interesante —comenta—. ¿Y ella también es líder?
—No, ha venido para ayudarme a decidir si confío en ti o no.
Evelyn frunce los labios. Parte de mí desea carcajearse y exclamar: «¡Ja!». Sin embargo, me contento con una sonrisita.
—Por supuesto, accederemos a una alianza… si se cumplen una serie de condiciones —dice Evelyn—. Que se comparta con nosotros, a partes iguales, el Gobierno que se forme después de la destrucción de los eruditos, y queremos un control completo sobre los datos de Erudición después del ataque. Está claro que…
—¿Qué vais a hacer con los datos de Erudición? —pregunto, interrumpiéndola.
—Obviamente, destruirlos. La única forma de privar a Erudición de su poder es privarlos del conocimiento.
Mi primer instinto es decirle que es idiota, pero algo me detiene. Sin la tecnología de la simulación, sin los datos sobre todas las facciones, sin su fijación por el progreso tecnológico, no habrían atacado a Abnegación. Mis padres seguirían con vida.
Aunque consigamos matar a Jeanine, ¿podríamos confiar en que los eruditos no intentaran volver a atacarnos y controlarnos? No estoy convencida.
—¿Y qué recibiríamos a cambio de esas condiciones? —pregunta Tobias.
—Nuestros recursos humanos, que tanto necesitáis, para haceros con la sede de Erudición, y compartir el gobierno con nosotros.
—Estoy seguro de que Tori también exigiría el derecho a librar al mundo de Jeanine Matthews —dice Tobias en voz baja.
Arqueo las cejas, no sabía que los sentimientos de Tori fueran de dominio público…, o puede que no lo sean. Él debe de saber cosas que los demás no saben, ahora que Tori y él son líderes.
—Seguro que podemos arreglarlo —contesta Evelyn—. Me da igual quién la mate, con tal de que muera.
Tobias me mira de reojo. Ojalá pudiera decirle por qué estoy tan confundida…, explicarle por qué yo, precisamente, tengo mis reservas sobre quemar Erudición hasta los cimientos, por así decirlo. Sin embargo, no sabría cómo expresarlo, aunque tuviera tiempo para hacerlo.
—Entonces, estamos de acuerdo —dice, volviéndose hacia Evelyn.
Le ofrece la mano, y ella la acepta.
—Deberíamos reunirnos dentro de una semana —propone ella—. En territorio neutral. Casi todos los abnegados nos han permitido quedarnos en su sector de la ciudad para realizar nuestros preparativos mientras ellos limpian los destrozos del ataque.
—La mayoría —repite Tobias.
—Me temo que muchos son todavía leales a tu padre —responde Evelyn, inexpresiva—, y él les aconsejó que nos evitaran cuando vino de visita, hace unos días. Y ellos lo aceptaron —añadió, esbozando una sonrisa amarga—, igual que cuando los convenció para que me desterraran.
—¿Te desterraron? —pregunta Tobias—. Creía que te habías marchado.
—No, los abnegados tienden al perdón y la reconciliación, como cabría esperar, pero tu padre ejerce una gran influencia sobre ellos, como siempre. Decidí marcharme en vez de enfrentarme a la humillación de ser desterrada delante de todos.
Tobias parece pasmado.
Edward, que llevaba unos segundos asomado al exterior, dice:
—¡Ahora!
Cuando el tren baja hasta la altura de la calle, Edward salta. Unos segundos después, lo sigue Evelyn. Tobias y yo nos quedamos dentro, oyendo el susurro de las ruedas sobre las vías, callados.
—¿Para qué me has traído si ibas a cerrar la alianza de todos modos? —pregunto sin más.
—No me has detenido.
—¿Y qué iba a hacer, agitar los brazos? —pregunto, frunciendo el ceño—. No me gusta.
—Tenía que hacerse.
—No lo creo. Tiene que haber otra forma de…
—¿Qué otra forma? —me interrumpe, cruzándose de brazos—. El problema es que no te gusta Evelyn. No te ha gustado desde que la conociste.
—¡Pues claro que no! ¡Te abandonó!
—La desterraron. Y si yo decido perdonarla, ¡será mejor que tú también lo intentes! Me abandonó a mí, no a ti.
—No es solo eso. No confío en ella. Creo que intenta utilizarte.
—Bueno, eso no lo decides tú.
—Entonces, repito, ¿para qué me has traído? —insisto, e imito sus brazos cruzados—. Ah, sí, para que interprete la situación por ti. Bueno, pues ya lo he hecho, y solo porque no te guste lo que he decidido, no quiere decir que…
—Se me olvidó que tus prejuicios siempre te impiden ser imparcial. De haberlo recordado, no te habría traído.
—Mis prejuicios. ¿Y los tuyos? ¿Y eso de pensar que cualquier persona que odie a tu padre tanto como tú tiene que ser un aliado?
—¡Esto no tiene nada que ver con él!
—¡Claro que sí! Él sabe cosas, Tobias, y deberíamos averiguar de qué se trata.
—¿Otra vez lo mismo? Creía que lo habíamos resuelto: es un mentiroso, Tris.
—¿Ah, sí? —pregunto, arqueando las cejas—. Bueno, pues tu madre también. ¿De verdad te crees que los abnegados desterrarían a alguien? Porque yo no me lo trago.
—No hables así de mi madre.
Veo luces delante, son las de la Espira.
—Vale —respondo, acercándome a la puerta del vagón—. No lo haré.
Salto y corro unos pasos para mantener el equilibrio. Tobias salta detrás de mí, pero, en vez de darle la oportunidad de alcanzarme, voy directa al edificio, bajo las escaleras y regreso al Pozo para buscar un sitio en el que dormir.