Ni diez segundos después de elegir a nuestros nuevos líderes, suena un timbre: un timbrazo largo y dos cortos. Me muevo hacia el sonido, coloco la oreja derecha contra la pared y descubro un altavoz colgado del techo. Hay otro en el otro extremo de la habitación.
Entonces, la voz de Jack Kang resuena a nuestro alrededor:
—Atención, ocupantes de la sede de Verdad. Hace unas horas me reuní con un representante de Jeanine Matthews. Me recordó que nos encontramos en una posición de inferioridad, ya que dependemos de Erudición para nuestra supervivencia, y me dijo que, si pretendía salvaguardar la libertad de mi facción debía acceder a unas cuantas demandas.
Me quedo mirando el altavoz, pasmada. No debería sorprenderme que el líder de Verdad sea tan directo, pero no esperaba un anuncio público.
—Para satisfacer dichas demandas, todo el mundo debe presentarse en el Lugar de Reunión para informar sobre si tienen o no un implante —sigue diciendo—. Los eruditos también han ordenado que entreguemos a todos los divergentes a Erudición. Desconozco con qué propósito.
Suena apático, derrotado. «Bueno, lo han derrotado —pienso—, porque es demasiado débil para defenderse».
Osadía sabe algo que Verdad desconoce: cómo luchar incluso cuando la lucha parece inútil.
A veces me siento como si fuera recogiendo las lecciones que me enseña cada facción y las guardara en mi cabeza como una guía para moverme por el mundo. Siempre hay algo que aprender, siempre se aprende algo importante.
El anuncio de Jack Kang termina con los mismos timbrazos con los que empezó. Los osados corren por la habitación metiendo sus cosas en bolsas. Unos cuantos osados jóvenes cortan la sábana de la puerta mientras gritan algo sobre Eric. El codo de alguien me pega contra la pared, y me quedo mirando cómo se intensifica el pandemónium.
Por otro lado, si hay algo que saben hacer los veraces y no los osados es no dejarse llevar por las emociones.
Los osados estamos en semicírculo alrededor de la silla de interrogatorios, en la que se sienta Eric. Parece más muerto que vivo, caído sobre la silla y con la pálida frente brillante de sudor. Se queda mirando a Tobias con la cabeza inclinada, de modo que las pestañas se le funden con las cejas. Intento mantener la vista fija en él, pero su sonrisa (cómo se abren los agujeros de los pendientes cuando estira los labios) es tan horrible que cuesta soportarla.
—¿Quieres que recite tus crímenes? —pregunta Tori—. ¿O prefieres hacerlo tú mismo?
La lluvia cae sobre el lateral del edificio y baja por las paredes. Estamos en la sala de interrogatorios, en la planta más alta del Mercado del Martirio. Aquí se oye con más fuerza la tormenta de la tarde. Cada trueno y cada relámpago hace que se me ponga de punta el vello de la nuca, como si me bailara electricidad por la piel.
Me gusta el olor a pavimento mojado. Tan arriba no se nota mucho, aunque, cuando terminemos, todos los osados bajaremos en tropel las escaleras, dejaremos atrás el Mercado, y el pavimento húmedo será lo único que pueda oler.
Vamos cargados con nuestras bolsas. La mía es un saco hecho con una sábana y una cuerda. Dentro está mi ropa y unos zapatos de repuesto. Llevo puesta la chaqueta que robé al traidor osado; quiero que Eric la vea si me mira.
Eric examina al grupo durante unos segundos hasta que sus ojos se detienen en mí. Entrelaza los dedos y los deja, con mucho cuidado, sobre el estómago.
—Me gustaría que me los recitara ella. Como es la que me apuñaló, seguramente estará familiarizada con ellos.
No sé a qué juega ni qué motivo tiene para ponerme nerviosa, sobre todo ahora, antes de su ejecución. Parece arrogante, aunque noto que le tiemblan los dedos al moverlos. Hasta a Eric debe de darle miedo morir.
—No la metas a ella —dice Tobias.
—¿Por qué? ¿Porque te la tiras? —pregunta Eric, esbozando una sonrisita—. Ah, no, espera, que los estirados no hacéis esas cosas. Solo os atáis mutuamente los cordones de los zapatos y os cortáis el pelo el uno al otro.
La expresión de Tobias no se altera. Creo que ahora lo comprendo: en realidad no le importo a Eric, pero sabe muy bien dónde golpear a Tobias y con qué fuerza hacerlo. Y uno de los puntos más débiles de Tobias soy yo.
Esto es lo que quería evitar a toda costa: que mis triunfos y derrotas se convirtieran en los triunfos y derrotas de Tobias. Por eso no puedo permitirle que salga ahora en mi defensa.
—Quiero que los diga ella —repite Eric.
Así que lo hago, procurando mantener la voz firme:
—Conspiraste con Erudición. Eres responsable de la muerte de cientos de abnegados. —Cuanto más hablo, más me cuesta mantener la voz firme; empiezo a escupir las palabras como si fuesen veneno—. Traicionaste a Osadía. Disparaste a un niño en la cabeza. Eres un ridículo juguete de Jeanine Matthews.
Pierde la sonrisa.
—¿Y merezco morir? —pregunta.
Tobias abre la boca para interrumpirme, pero respondo antes de que logre hacerlo.
—Sí.
—Me parece justo —asegura; sus ojos oscuros son como pozos vacíos, como noches sin estrellas—. Pero, ¿tienes tú derecho a decidirlo, Beatrice Prior? ¿Igual que decidiste el destino de aquel otro chico…? ¿Cómo se llamaba? ¿Will?
No respondo, sino que vuelvo a oír la pregunta de mi padre cuando intentábamos entrar en la sala de control de la sede de Osadía: «¿Qué te hace pensar que tienes derecho a disparar a alguien?». Me dijo que había una forma correcta de hacer las cosas y que tenía que averiguar cuál era. Noto algo en la garganta, como una bola de cera tan gorda que apenas puedo tragar, apenas puedo respirar.
—Has cometido todos los delitos que se castigan con la muerte en Osadía —dice Tobias—. La facción tiene derecho a ejecutarte, según sus leyes.
Se agacha junto a las tres pistolas que hay en el suelo, a los pies de Eric. Una a una, les saca las balas, que hacen una especie de tintineo al caer al suelo y después ruedan hasta dar contra las puntas de los zapatos de Tobias. Tobias coge la pistola del centro y mete una bala en el primer hueco.
Después da vueltas y más vueltas a las tres armas hasta que mis ojos ya no saben cuál de ellas es la del centro. Pierdo el rastro de la pistola cargada. Entonces levanta las pistolas, ofrece una a Tori y otra a Harrison.
Intento pensar en la simulación del ataque y en lo que supuso para Abnegación. Todos aquellos inocentes vestidos de gris muertos por las calles. No quedaban suficientes abnegados para recoger los cadáveres, así que, seguramente, la mayoría sigue allí. Y todo eso no habría sido posible sin Eric.
Pienso en el niño veraz al que disparó sin vacilar, en lo rígido que estaba al caer al suelo a mi lado.
Puede que no seamos los que deciden si Eric vive o muere, puede que él lo haya decidido solito al cometer esas atrocidades.
Aun así, me cuesta respirar.
Lo miro sin malicia, sin odio y sin miedo. Le brillan los anillos de la cara y un mechón de pelo sucio le cae sobre los ojos.
—Espera —dice—, tengo una petición.
—No aceptamos peticiones de criminales —responde Tori.
Está de pie, apoyada en una pierna, y así lleva unos minutos. Suena como si estuviera cansada, seguramente quiere terminar de una vez para volver a sentarse. Para ella, esta ejecución no es más que una molestia.
—Soy líder de Osadía —dice Eric—. Y solo quiero que sea Cuatro el que dispare esa bala.
—¿Por qué? —pregunta Tobias.
—Para que tengas que vivir con la culpa. Con la culpa de saber que usurpaste mi puesto y me disparaste en la cabeza.
Creo que lo entiendo: quiere ver cómo se desmoronan los demás, siempre ha sido así, desde que colocó la cámara en la sala de mi ejecución cuando estuve a punto de ahogarme y, seguramente, mucho antes de eso. Y cree que si Tobias lo mata, lo verá desmoronarse antes de morir.
Enfermizo.
—No habrá culpa alguna —asegura Tobias.
—Entonces no te supondrá ningún problema hacerlo —responde Eric, sonriendo.
Tobias recoge una de las balas.
—Aclárame una duda que siempre he tenido —le dice Eric—: ¿es tu papi el que sale en todos los paisajes del miedo por los que has pasado?
Tobias mete la bala en la recámara vacía sin levantar la mirada.
—¿No te ha gustado la pregunta? —insiste Eric—. ¿Qué, te da miedo que los osados cambien de opinión sobre ti? ¿Que se den cuenta de que, aunque solo tienes cuatro miedos, no dejas de ser un cobarde?
Se endereza en la silla y pone las manos en los reposabrazos.
Tobias levanta la pistola, apartándola del hombro izquierdo.
—Eric, sé valiente —le dice, y aprieta el gatillo.
Cierro los ojos.