Abro los ojos, aterrada, aferrada a las sábanas. Pero no estoy corriendo por las calles de la ciudad ni por los pasillos de la sede de Osadía, sino que me encuentro en una cama de la sede de Cordialidad y el aire huele a serrín.
Me muevo y hago una mueca cuando algo se me clava en la espalda. Me llevo la mano a la espalda y rodeo la culata de la pistola con los dedos.
Veo a Will frente a mí durante un segundo, veo nuestras armas entre nosotros (la mano, podría haberle disparado en la mano, ¿por qué no lo hice, por qué?) y estoy a punto de gritar su nombre.
Entonces, desaparece.
Salgo de la cama, levanto el colchón con una mano y me lo apoyo en una rodilla para mantenerlo ahí. Después meto la pistola debajo y dejo que el colchón la oculte. Una vez fuera de mi vista y lejos de mi piel, pienso con mayor claridad.
Como ya no cuento con el subidón de adrenalina de ayer y el efecto del líquido para dormir ya ha pasado, el hombro me duele mucho y me da pinchazos. Llevo la misma ropa que anoche. El pico del disco duro asoma bajo mi almohada, donde lo metí justo antes de dormirme. En él se encuentran los datos de la simulación que controló a Osadía, así como la grabación de lo que hicieron los eruditos. Es tan importante que ni siquiera me atrevo a tocarlo, aunque tampoco puedo dejarlo ahí, así que lo saco y lo meto entre el tocador y la pared. Parte de mí piensa que sería buena idea destruirlo, pero sé que contiene la única grabación de la muerte de mis padres, así que me conformaré con mantenerlo escondido.
Alguien llama a la puerta. Me siento en el borde de la cama e intento peinarme con las manos.
—Adelante —digo.
La puerta se abre, y Tobias entra a medias, dejando medio cuerpo fuera. Lleva los mismos vaqueros que ayer, aunque con una camiseta rojo oscuro, en vez de negra; seguramente se la ha prestado un cordial. En él resulta un color extraño, demasiado brillante, pero, cuando echa la cabeza atrás para apoyarla en el marco de la puerta, veo que así el azul de sus ojos parece más claro.
—Cordialidad se reúne dentro de media hora —anuncia, arqueando las cejas mientras añade, con una pizca de melodrama—: Para decidir cuál será nuestro destino.
—Jamás habría pensado que mi destino estaría en manos de un puñado de cordiales.
—Ni yo. Ah, te he traído una cosa —dice, y desenrosca el tapón de una botellita para sacar un cuentagotas lleno de líquido transparente—. Es para el dolor. Tómate el contenido de un cuentagotas cada seis horas.
—Gracias.
Aprieto el cuentagotas y el líquido me cae en el fondo de la garganta. La medicina sabe a limón rancio.
—¿Cómo te encuentras, Beatrice? —pregunta tras meter el pulgar en la presilla del cinturón.
—¿Me acabas de llamar Beatrice?
—Se me ha ocurrido probar —responde, sonriendo—. ¿No te parece bien?
—Puede que en ocasiones especiales. En los días de la Iniciación, los días de la Elección…
Hago una pausa; estaba a punto de añadir unas cuantas fiestas más, pero solo las celebran los abnegados. Supongo que los osados tienen sus propias fiestas, pero no las conozco y, de todos modos, la idea de celebrar algo en estos momentos resulta tan ridícula que no sigo hablando.
—Trato hecho —responde, y pierde la sonrisa—. ¿Cómo te encuentras, Tris?
No es una pregunta extraña, teniendo en cuenta lo que hemos pasado, pero me tenso cuando me la hace, temiendo que me lea los pensamientos de algún modo. Todavía no le he contado lo de Will. Aunque quiero hacerlo, no sé cómo. El mero hecho de pensar en decirlo en voz alta hace que me hunda tanto como para atravesar los tablones del suelo.
—Estoy… —empiezo, y sacudo la cabeza unas cuantas veces—. No lo sé, Cuatro, estoy despierta. Estoy…
Sigo sacudiendo la cabeza. Él me acaricia la mejilla y ancla un dedo tras mi oreja. Después se agacha y me besa, consiguiendo que un dolor cálido me recorra el cuerpo. Le rodeo el brazo con las manos para mantenerlo junto a mí el mayor tiempo posible. Cuando me toca, no noto tanto el vacío en el pecho y en el estómago.
No tengo que decírselo, puedo limitarme a intentar olvidarlo…, él me ayudará a olvidar.
—Lo sé —me responde—. Lo siento, no debería haber preguntado.
Por un instante solo puedo pensar: «¿Y cómo vas a saberlo tú?». Sin embargo, algo en su rostro me recuerda que sí que sabe algo sobre la pérdida. Perdió a su madre de niño. No recuerdo cómo murió, pero sí que asistimos al funeral.
De repente lo recuerdo agarrado a las cortinas de su salón, con unos nueve años, vestido de gris y con los ojos cerrados. La imagen es efímera y podría estar inventándomela en vez de recordándola.
Me suelta.
—Te dejo sola para que te prepares.
El baño de mujeres está dos puertas más allá. El suelo es de baldosas marrón oscuro, y todas las duchas tienen paredes de madera y unas cortinas de plástico que las separan del pasillo principal. Un cartel en la pared de atrás dice: «RECORDAD: PARA CONSERVAR NUESTROS RECURSOS, LAS DUCHAS SOLO FUNCIONAN DURANTE CINCO MINUTOS SEGUIDOS».
El chorro de agua es tan frío que no querría cinco minutos más, aunque los tuviera. Me lavo rápidamente con la mano izquierda y dejo la derecha colgando. La medicina contra el dolor que me dio Tobias me ha hecho efecto muy deprisa: el hombro ya solo me da algún que otro pinchazo.
Cuando salgo de la ducha veo que me han dejado una pila de ropa en la cama. Hay prendas amarillas y rojas, de Cordialidad, y algunas grises, de Abnegación, colores que no suelo ver juntos. A decir verdad, diría que me las ha traído uno de los abnegados. Es la clase de cosas que se les suelen ocurrir.
Me pongo unos pantalones rojo oscuro de tela vaquera (tan largos que tengo que darles tres vueltas) y una camisa gris de Abnegación que me queda demasiado grande. Las mangas me llegan hasta las puntas de los dedos, así que también me las remango. Me duele cuando muevo la mano derecha, por lo que mis movimientos son pequeños y lentos.
Alguien llama a la puerta.
—¿Beatrice? —pregunta la suave voz de Susan.
Le abro la puerta. Me deja en la cama la bandeja de comida que lleva. Busco en su expresión una señal de lo que ha perdido (su padre, un líder de Abnegación, no sobrevivió al ataque), pero solo veo la plácida determinación que caracteriza a los abnegados.
—Siento que la ropa no te sirva —comenta—. Seguro que podemos encontrarte algo mejor si los cordiales permiten que nos quedemos.
—Están bien, gracias.
—He oído que te dispararon. ¿Necesitas ayuda con el pelo? ¿Con los zapatos?
Estoy a punto de negarme, pero lo cierto es que necesito ayuda.
—Sí, gracias.
Me siento en un taburete frente al espejo, y ella se coloca detrás de mí con la vista fija en la tarea entre manos y no en su reflejo. No levanta la mirada ni un instante mientras me peina, y no pregunta por mi hombro, ni por cómo me dispararon, ni qué pasó cuando salí del refugio de Abnegación para detener la simulación. Me da la impresión de que si pudiera pelarla capa a capa, descubriría que es abnegada hasta la médula.
—¿Has visto ya a Robert? —pregunto; su hermano, Robert, eligió Cordialidad cuando yo escogí Osadía, así que debe de estar en algún lugar de este complejo. Me pregunto si su reencuentro será como el de Caleb y yo.
—Brevemente, anoche —responde—. Lo dejé para que llorara su pena con los suyos mientras yo lo hago con los nuestros. Aunque ha sido agradable volver a verlo.
Su tono es tan irrevocable que me deja claro que el tema está cerrado.
—Es una pena que esto haya pasado ahora —comenta—. Nuestros líderes estaban a punto de hacer algo maravilloso.
—¿Ah, sí? ¿El qué?
—No lo sé —responde Susan, ruborizándose—. Solo sé que estaba pasando algo. No pretendía ser curiosa; es que me daba cuenta de algunas cosas.
—No te culparía por ser curiosa, ni siquiera aunque fuese cierto.
Ella asiente con la cabeza y sigue peinando. Me pregunto qué estaban haciendo los líderes abnegados, mi padre incluido, y me maravilla la hipótesis de Susan de que, fuera lo que fuese, sería maravilloso. Ojalá yo volviera a creer así en los demás.
Si es que lo he hecho alguna vez.
—Los osados lo llevan suelto, ¿no? —pregunta.
—A veces, ¿sabes trenzarlo?
Así que sus hábiles dedos recogen mis mechones en una trenza que me hace cosquillas en la espalda. Me quedo mirando fijamente mi reflejo hasta que termina. Le doy las gracias, y ella se va con una diminuta sonrisa en los labios y cierra la puerta al salir.
Me quedo mirando el reflejo, pero ya no me veo. Todavía noto sus dedos en la nuca, tan parecidos a los de mi madre en la última mañana que pasé con ella. Con los ojos llenos de lágrimas, me balanceo en el taburete, adelante y atrás, intentando quitarme el recuerdo de la cabeza. Si empiezo a llorar, temo no ser capaz de parar nunca y acabar reseca como una pasa.
Veo un costurero sobre el tocador; dentro hay hilo de dos colores, rojo y amarillo, y unas tijeras.
Me deshago la trenza tranquilamente y me vuelvo a peinar. Después divido la melena por la mitad y me aseguro de que esté lisa y plana. Me corto el pelo a la altura de la barbilla.
¿Cómo voy a parecer la misma si ella ya no está y todo es distinto? No puedo.
Lo corto lo más recto posible, guiándome por la mandíbula. Lo más complicado es la parte de atrás, ya que no la veo muy bien, así que hago lo que puedo al tacto. Los mechones rubios forman un semicírculo en el suelo, a mi alrededor.
Salgo del dormitorio sin volver a mirarme en el espejo.
Más tarde, cuando Tobias y Caleb van a buscarme, se me quedan mirando como si no fuese la misma persona de ayer.
—Te has cortado el pelo —dice Caleb, arqueando las cejas.
Es muy erudito por su parte ceñirse a los hechos en plena conmoción. Lleva el pelo de punta por un lado, el que estaba apoyado en la almohada, y tiene los ojos inyectados en sangre.
—Sí —respondo—. Hace demasiado… calor para llevar el pelo largo.
—Me parece bien.
Recorremos juntos el pasillo. Los tablones del suelo crujen bajo nosotros, y echo de menos el eco de mis pisadas en el complejo de Osadía; echo de menos el fresco aire subterráneo; pero, sobre todo, echo de menos los temores de las últimas semanas, que se quedan pequeños comparados con mis temores actuales.
Salimos del edificio. El aire del exterior me oprime como una almohada, me ahoga; huele a verde, igual que una hoja cuando la partes por la mitad.
—¿Todo el mundo sabe que eres hijo de Marcus? —pregunta Caleb—. En Abnegación, me refiero.
—No, que yo sepa —responde Tobias, mirándolo—. Y te agradecería que no lo mencionaras.
—No hace falta que lo mencione, cualquiera con ojos se dará cuenta —dice Caleb, frunciendo el ceño—. ¿Cuántos años tienes, por cierto?
—Dieciocho.
—¿Y no te parece que eres demasiado mayor para estar con mi hermana pequeña?
—No es tu «pequeña» nada —dice Tobias tras soltar una carcajada.
—Dejadlo los dos —los regaño.
Una multitud vestida de amarillo camina delante de nosotros hacia un edificio chato y ancho de cristal. La luz del sol se refleja en las paredes y me hace daño en los ojos, así que me protejo la cara con la mano y sigo caminando.
Las puertas del edificio están abiertas de par en par. Por todo el borde del invernadero circular crecen las plantas y los árboles en artesas con agua o pequeños estanques. Las docenas de ventiladores colocados por la sala solo sirven para mover el aire caliente de un lado a otro, y yo ya estoy sudando. Sin embargo, se me olvida cuando se dispersa un poco la multitud que tengo delante y veo el resto de la sala.
En el centro crece un árbol enorme. Sus ramas se extienden por encima de casi todo el invernadero, y las raíces salen del suelo formando una densa red de corteza. En los espacios entre las raíces no veo tierra, sino agua, y barras de metal que las mantienen en su sitio. No debería sorprenderme: los cordiales dedican sus vidas a lograr proezas agrícolas como esta con la ayuda de la tecnología de Erudición.
De pie en un grupo de raíces está Johanna Reyes, con el pelo sobre la mitad marcada de su rostro. En Historia de las Facciones aprendí que los cordiales no reconocen a ningún líder oficial, sino que lo votan todo y el resultado suele ser prácticamente unánime. Son como varias partes de una sola mente, y Johanna es su portavoz.
Los cordiales se sientan en el suelo, casi todos con las piernas cruzadas, formando grupitos que me recuerdan vagamente a las raíces del árbol. Los abnegados se sientan en apretadas filas a unos cuantos metros a mi izquierda. Los examino durante unos segundos hasta que me doy cuenta de lo que busco: a mis padres.
Trago saliva como puedo e intento olvidar. Tobias me pone la mano en la parte baja de la espalda para guiarme al borde del espacio de reunión, detrás de los abnegados. Antes de sentarnos, me pone los labios cerca de la oreja y dice:
—Me gusta tu pelo nuevo.
Consigo esbozar una sonrisita para él y me apoyo en su cuerpo cuando me siento, con un brazo contra el suyo.
Johanna levanta una mano e inclina la cabeza. Las conversaciones cesan en un abrir y cerrar de ojos. Todos los cordiales que me rodean guardan silencio, algunos con los ojos cerrados, otros moviendo los labios para formar palabras que no oigo y otros con la vista fija en un punto lejano.
Cada segundo me desgasta. Cuando Johanna por fin levanta la cabeza, estoy deshecha.
—Hoy tenemos ante nosotros una pregunta urgente —dice—, y es: como personas que persiguen la paz, ¿cómo nos comportaremos en esta época de conflicto?
Todos los cordiales de la sala se vuelven hacia la persona que tienen al lado y empiezan a hablar.
—Pero ¿así cómo van a hacer nada? —pregunto al ver que pasan los minutos de cháchara.
—No les preocupa la eficiencia —dice Tobias—. Les preocupa el consenso. Mira.
Dos mujeres con vestidos amarillos que están sentadas cerca de mí, se levantan y se unen a un trío de hombres. Un joven se mueve para que su circulito se convierta en un gran círculo, uniéndolo al grupo que tiene al lado. Por todas partes, los grupos pequeños crecen y se amplían, y cada vez se oyen menos voces en la sala, hasta que solo quedan tres o cuatro. Solo me llegan fragmentos de conversaciones: «Paz», «Osadía», «Erudición», «refugio», «implicación»…
—Esto es muy raro —comento.
—A mí me parece precioso —responde él, y le echo una mirada—. ¿Qué? —pregunta, riéndose un poco—. Todos participan por igual en su gobierno; todos se sienten igual de responsables. Y eso hace que se preocupen, que sean amables. Creo que es precioso.
—A mí me parece insostenible. Sí, funciona en Cordialidad, pero ¿qué pasa si no todo el mundo quiere tocar el banjo y cultivar? ¿Y si alguien hace algo terrible y no se soluciona hablando?
—Supongo que estamos a punto de averiguarlo —responde, encogiéndose de hombros.
Al final, una persona de cada uno de los grupos se levanta y se acerca a Johanna, caminando con cuidado entre las raíces del gran árbol. Aunque esperaba que se dirigieran al resto de nosotros, lo que hacen es formar un círculo con Johanna y los demás portavoces, y ponerse a hablar en voz baja. Empieza a darme la sensación de que nunca me enteraré de lo que están diciendo.
—No nos van a permitir discutirlo con ellos, ¿verdad?
—Lo dudo —responde Tobias.
Estamos acabados.
Una vez que todos han informado, se sientan de nuevo y dejan a Johanna sola en el centro de la sala. Se vuelve hacia nosotros y cruza las manos delante de ella. ¿Adónde iremos cuando nos echen? ¿De vuelta a la ciudad, donde nadie está a salvo?
—Nuestra facción ha mantenido una relación muy estrecha con Erudición desde que tenemos memoria. Nos necesitamos la una a la otra para sobrevivir y siempre hemos cooperado —dice Johanna—. Sin embargo, también hemos mantenido estrechos vínculos con Abnegación, y no nos parece bien retirar la mano tendida desde hace tanto tiempo.
Su voz es dulce como la miel y también se mueve como la miel, lentamente y con cuidado. Me seco el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Creemos que la única forma de conservar nuestras relaciones con ambas facciones es ser imparciales y no involucrarnos —sigue explicando—. Por tanto, aunque seáis bienvenidos, vuestra presencia aquí complica la situación.
«Allá vamos», pienso.
—Hemos llegado a la conclusión de que convertiremos nuestra sede en un refugio para miembros de todas las facciones, con una serie de condiciones. La primera es que no se permitirá ningún tipo de arma dentro del complejo. La segunda es que si surge algún conflicto serio, ya sea verbal o físico, se invitará a todas las partes implicadas a marcharse. La tercera es que no se podrá hablar del conflicto, ni siquiera en privado, dentro de los confines del complejo. Y la cuarta es que todo aquel que se quede debe contribuir con su trabajo al bienestar de este entorno. Informaremos de todo esto a Erudición, Verdad y Osadía en cuanto podamos —concluye; entonces clava la mirada en Tobias y en mí—. Podéis quedaros si y solo si cumplís nuestras normas. La decisión es vuestra.
Pienso en la pistola que escondo bajo el colchón, y en la tensión entre Peter y yo, y entre Tobias y Marcus, y se me seca la boca. No se me da bien evitar los conflictos.
—No podremos quedarnos mucho tiempo —le digo a Tobias entre dientes.
Hace un momento seguía sonriendo débilmente, pero ha pasado de la sonrisa al ceño fruncido.
—No, es verdad.