Tobias me cuenta su historia:
Cuando los eruditos llegaron a las escaleras del vestíbulo, uno de ellos no subió a la segunda planta, sino que corrió a una de las plantas más altas del edificio. Allí evacuó a un grupo de osados leales (Tobias incluido) hasta una salida de incendios que los traidores no habían sellado. Estos osados leales se reunieron en el vestíbulo, y se dividieron en cuatro grupos que subieron a la vez las escaleras y rodearon a los traidores, que se habían reunido alrededor de los ascensores.
Los traidores no estaban preparados para tanta resistencia, creían que todos, salvo los divergentes, estaban inconscientes, así que huyeron.
La erudita era Cara, la hermana mayor de Will.
Con un suspiro, dejo que la chaqueta me resbale de los brazos y me examino el hombro. Un disco metálico del tamaño de mi meñique está apretado contra mi piel. Alrededor hay una zona de hilos azules, como si alguien me hubiese inyectado tinte azul en las diminutas venas que están justo debajo de la piel. Frunzo el ceño e intento quitarme el disco del brazo, pero noto un dolor intenso.
Aprieto los dientes y meto la hoja de la navaja bajo el disco para obligarlo a salir. Grito entre dientes cuando el dolor me recorre, haciendo que todo se vuelva negro durante un segundo. Sin embargo, sigo empujando con todas mis fuerzas hasta que el disco se levanta lo bastante como para agarrarlo con los dedos. Hay una aguja unida a la otra cara del disco.
Me dan náuseas, pero sujeto el disco con las puntas de los dedos y tiro una última vez. Esta vez, la aguja se suelta. Es tan larga como mi meñique y está manchada de sangre, de mi sangre. Sin hacer caso de la sangre que me baja por el brazo, acerco el disco y la aguja a la luz que hay encima del lavabo.
A juzgar por el tinte azul del brazo y la aguja, deben de habernos inyectado algo, pero ¿qué? ¿Veneno? ¿Un explosivo?
Sacudo la cabeza, porque, de haber querido matarnos, la mayoría ya estábamos inconscientes, así que solo tenían que dispararnos. Sea lo que sea lo que nos inyectaron, no era para matarnos.
Alguien llama a la puerta. No sé por qué; total, estoy en un baño público.
—Tris, ¿estás ahí? —pregunta Uriah desde el otro lado de la puerta.
—Sí.
Tiene mejor aspecto que hace una hora; se ha lavado la sangre de la boca y ha recuperado parte del color de la cara. De repente, me doy cuenta de lo guapo que es: todos sus rasgos son proporcionados, tiene unos ojos oscuros y alegres, y su piel es marrón bronce. Y probablemente siempre ha sido igual de guapo; solo los chicos que han sido guapos desde críos tienen esa sonrisa tan arrogante.
No como Tobias, que casi resulta tímido cuando sonríe, como si le sorprendiera que te molestases en mirarlo.
Noto un nudo en la garganta. Dejo la aguja y el disco en el borde del lavabo.
Uriah me mira, mira la aguja y mira el reguero de sangre que me baja del hombro a la muñeca.
—Qué asco —dice.
—No estaba prestando atención —respondo mientras cojo una toalla de papel para secarme la sangre del brazo—. ¿Cómo están los demás?
—Marlene está contando chistes, como siempre —responde, y su sonrisa se ensancha tanto que le sale un hoyuelo en la mejilla—. Lynn gruñe. Espera, ¿te has arrancado eso de tu propio brazo? —pregunta, señalando la aguja—. Dios, Tris, ¿es que no tienes terminaciones nerviosas o qué?
—Creo que necesito una venda.
—¿Tú crees? —repite, sacudiendo la cabeza—. También deberías ponerte hielo en la cara. En fin, todos se están despertando. Lo de ahí fuera es una casa de locos.
Me toco la mandíbula; duele donde Eric me pegó… Me pondré una pomada curativa para que no salga moretón.
—¿Está muerto Eric? —pregunto, y no sé si quiero oír que sí o que no.
—No. Algunos veraces decidieron atenderlo —responde Uriah, mirando el lavabo con el ceño fruncido—. Algo sobre tratar con honor a los prisioneros. Kang lo está interrogando en privado ahora mismo. No nos quiere por allí, perturbando la paz o lo que sea. —Resoplo—. Sí. En fin, que nadie lo entiende —añade, sentándose en el lavabo de al lado—. ¿Por qué entrar al asalto y dispararnos esas cosas para dejarnos inconscientes? ¿Por qué no nos han matado?
—Ni idea. El único sentido que le veo es que los ha ayudado a averiguar quién es divergente y quién no. Pero no puede ser la única razón.
—No sé por qué la han tomado con nosotros. Quiero decir, cuando estaban intentando controlar mentalmente un ejército, claro, pero ¿ahora? No parece muy útil.
Frunzo el ceño mientras aprieto una toalla de papel limpia contra el hombro para que deje de sangrar. Tiene razón, Jeanine ya tiene un ejército. Entonces, ¿por qué matar a los divergentes ahora?
—Jeanine no quiere matar a todo el mundo —digo despacio—. Sabe que sería ilógico. Sin todas las facciones, la sociedad no funcionaría, porque cada facción entrena a sus miembros para unos trabajos concretos. Lo que ella quiere es el control.
Miro mi reflejo: tengo la mandíbula hinchada y marcas de uñas en los brazos. Asqueroso.
—Debe de estar planeando otra simulación —añado—, lo mismo de antes, aunque, esta vez, quiere asegurarse de que todos estén dentro o muertos.
—Pero la simulación solo dura un tiempo. No resulta útil si no pretendes algo específico.
—Cierto —respondo, suspirando—. No lo sé, no lo entiendo —digo, levantando la aguja—. Y tampoco entiendo para qué es esta cosa. Si fuera como las otras inyecciones para inducir una simulación, sería de un solo uso. Entonces, ¿por qué dispararlas solo para dejarnos inconscientes? No tiene ningún sentido.
—No sé, Tris, pero ahora mismo tenemos que enfrentarnos a un edificio lleno de gente aterrada. Vamos a que te venden —dice; entonces hace una pausa y añade—: ¿Me haces un favor?
—¿El qué?
—No le cuentes a nadie que soy divergente —responde, mordiéndose el labio—. Shauna es mi amiga, y no quiero que, de repente, me tenga miedo.
—Claro —le aseguro, obligándome a sonreír—. No diré nada.
Me paso despierta toda la noche, sacando agujas de los brazos de la gente. Al cabo de unas cuantas horas, dejo de intentar tener cuidado y tiro con todas mis fuerzas.
Descubro que el chico veraz al que Eric ha disparado en la cabeza se llamaba Bobby, que Eric está estable y que de los cientos de personas del Mercado del Martirio solo ochenta se han librado de las agujas clavadas en la carne. Setenta de ellas son osados, y una de ellas es Christina. Me paso la noche cavilando sobre agujas, sueros y simulaciones, intentando introducirme en la mente de mis enemigos.
Por la mañana me quedo sin agujas que extraer y voy a la cafetería, restregándome los ojos. Jack Kang ha anunciado que habrá una reunión a las doce, así que puede que tenga tiempo para una siesta larga después de comer.
Sin embargo, cuando entro en la cafetería veo a Caleb, y él corre hacia mí y me abraza con cuidado. Suspiro aliviada. Creía que había llegado a un punto en el que ya no necesitaba a mi hermano, pero creo que ese punto, en realidad, no existe. Me relajo entre sus brazos un momento y capto la mirada de Tobias detrás de Caleb.
—¿Estás bien? —me pregunta mi hermano, apartándose—. Tienes la mandíbula…
—No es nada, solo está hinchada.
—He oído que atraparon a unos cuantos divergentes y empezaron a dispararles. Gracias a Dios que no te encontraron.
—La verdad es que sí me encontraron, pero solo mataron a uno —respondo, y me pellizco el puente de la nariz para aliviar la presión de la cabeza—. Estoy bien, tranquilo. ¿Cuándo has llegado?
—Hace como diez minutos. He venido con Marcus. Como nuestro único líder político legal, creyó que su obligación era estar aquí. No nos enteramos del ataque hasta hace una hora. Uno de los abandonados vio a los osados entrar en el edificio, y las noticias tardan un poco en llegar a todos los abandonados.
—¿Marcus está vivo? —pregunto.
En realidad, no lo vimos morir cuando escapamos del complejo de Cordialidad, aunque yo había supuesto que eso era lo que había pasado. No sé bien cómo me siento. ¿Decepcionada, porque lo odio por cómo trató a Tobias? ¿O aliviada, porque el último líder de Abnegación sigue vivo? ¿Es posible sentir las dos cosas?
—Peter y él escaparon, y fueron a pie hasta la ciudad —dice Caleb.
Descubrir que Peter sigue vivo no me produce tanto alivio.
—¿Y dónde está Peter?
—Donde cabría esperar —contesta.
—Con Erudición —digo, sacudiendo la cabeza—. Qué…
Ni siquiera se me ocurre una palabra lo bastante fuerte para describirlo. Al parecer, necesito ampliar mi vocabulario.
La cara de Caleb se contrae durante un momento; después asiente con la cabeza y me toca el hombro.
—¿Tienes hambre? ¿Quieres que te traiga algo?
—Sí, por favor. Vuelve dentro de un momento, ¿vale? Tengo que hablar con Tobias.
—De acuerdo —responde Caleb, y me aprieta el brazo antes de alejarse, seguramente camino de la cola de la cafetería, que mide varios kilómetros.
Tobias y yo nos quedamos a unos metros de distancia durante varios segundos. Después, él se acerca lentamente.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—A lo mejor vomito si tengo que volver a responder a esa pregunta. No tengo una bala en la cabeza, ¿no? Pues estoy bien.
—Tienes la mandíbula tan hinchada que parece que llevas una bola de algodón metida en la boca y acabas de apuñalar a Eric —responde, frunciendo el ceño—, ¿y no se me permite preguntarte si estás bien?
Suspiro. Debería decirle lo de Marcus, pero no quiero hacerlo aquí, con tanta gente alrededor.
—Sí, estoy bien.
Se le mueve el brazo como si hubiese pensado en tocarme y, al final, decidiera que no es buena idea. Entonces se lo vuelve a pensar y me pasa un brazo por encima para empujarme hacia él.
De repente, creo que quizá sea mejor dejar que otro se arriesgue, que mejor empiezo a ser un poco egoísta para poder quedarme cerca de Tobias sin hacerle daño. Solo me apetece enterrar la cara en su cuello y olvidarme de que existe todo lo demás.
—Siento haber tardado tanto en ir a por ti —me susurra en el pelo.
Suspiro y le toco la espalda con las puntas de los dedos. Aunque podría quedarme aquí hasta caer inconsciente por el agotamiento, no puedo hacerlo.
—Tengo que hablar contigo —respondo, apartándome un poco—. ¿Vamos a un lugar tranquilo?
Él asiente, y salimos de la cafetería. Uno de los osados nos grita al pasar:
—¡Eh, mira! ¡Tobias Eaton!
Casi se me había olvidado el interrogatorio y el nombre que desveló a toda Osadía.
Otro grita:
—¡Hace un rato he visto a tu padre, Eaton! ¿Te vas a esconder?
Tobias se pone derecho y rígido, como si alguien lo estuviera apuntando con una pistola en vez de burlándose de él.
—Sí, ¿te vas a esconder, cobarde?
Unas cuantas personas se ríen. Me agarro del brazo de Tobias y lo dirijo a los ascensores antes de que reaccione. Tenía cara de querer pegar a alguien. O algo peor.
—Te lo iba a decir, ha venido con Caleb. Peter y él escaparon de Cordialidad…
—¿Y a qué estabas esperando? —pregunta, aunque sin enfado; es como si su voz no le perteneciera, como si flotara entre los dos.
—No es una noticia que se pueda dar en la cafetería.
—Me parece justo.
Esperamos en silencio a que llegue el ascensor mientras Tobias se muerde el labio y mira al infinito. Lo hace durante todo el camino hasta la planta dieciocho, que está vacía. Allí, el silencio me envuelve como el abrazo de Caleb y me calma. Me siento en uno de los bancos del borde de la sala de interrogatorios, y Tobias acerca la silla de Niles para sentarse frente a mí.
—¿No había dos? —pregunta, frunciendo el ceño.
—Sí. Es que yo… La tiraron por la ventana.
—Qué raro —comenta antes de sentarse—. Vale, ¿de qué querías hablar? ¿O era lo de Marcus?
—No, no era eso. ¿Estás… bien? —pregunto con cautela.
—No tengo una bala en la cabeza, ¿no? —dice, mirándose las manos—. Así que estoy bien. Me gustaría hablar de otra cosa.
—Quiero hablar de simulaciones —respondo—. Pero, primero, hay otra cosa: tu madre creía que Jeanine iría a por los abandonados. Está claro que se equivocaba…, y no sé bien por qué. Tampoco es que Verdad esté dispuesta para la batalla, ni nada de eso.
—Bueno, piénsalo. Piénsalo bien, como los eruditos —me pide, y le echo una mirada—. ¿Qué? Si tú no eres capaz, no hay esperanza para el resto de nosotros.
—Vale. Hmmm…, ha tenido que ser porque Osadía y Verdad eran los objetivos más lógicos. Porque… los abandonados están más repartidos, mientras que nosotros estamos todos en el mismo sitio.
—Bien. Además, cuando Jeanine atacó Abnegación, obtuvo todos los datos de los abnegados. Mi madre me contó que Abnegación tenía documentada la población de divergentes sin facción, así que Jeanine tiene que haber descubierto que la proporción de divergentes entre los abandonados es mayor que entre los veraces. Eso los convierte en un objetivo poco lógico.
—Vale. Pues cuéntame otra vez lo del suero —le pido—. Tiene unas cuantas partes, ¿no?
—Dos —responde, asintiendo—. El transmisor y el líquido que induce la simulación. El transmisor comunica información al cerebro desde el ordenador y viceversa, y el líquido altera el cerebro para ponerlo en modo simulación.
—Y el transmisor solo sirve para una simulación, ¿verdad? —pregunto, asintiendo—. ¿Qué le pasa después?
—Se disuelve. Por lo que sé, los eruditos no han sido capaces de desarrollar un transmisor que dure más de una simulación, aunque la simulación del ataque duró mucho más que cualquier otra que haya visto.
Las palabras «por lo que sé» se me quedan grabadas. Jeanine se ha pasado casi toda su vida adulta desarrollando los sueros. Si sigue persiguiendo a los divergentes es porque seguramente sigue obsesionada con crear versiones más avanzadas de esa tecnología.
—¿De qué va esto, Tris?
—¿Has visto esto ya? —pregunto, señalando la venda que me tapa el hombro.
—No de cerca. Uriah y yo nos hemos pasado toda la mañana trasladando eruditos heridos a la cuarta planta.
Levanto el borde de la venda y dejo al descubierto la herida del pinchazo (que, por suerte, ya no sangra) y la mancha de tinte azul que no quiere desaparecer. Después, me meto la mano en el bolsillo y saco la aguja que tenía clavada en el brazo.
—Cuando atacaron, no intentaban matarnos. Nos disparaban con esto —le explico.
Su mano toca la piel teñida de la herida. Antes no me di cuenta, porque estaba pasando ante mis narices, pero Tobias ha cambiado desde la iniciación. Ha dejado que el pelo facial le crezca un poco, y lleva el pelo más largo que antes, lo bastante para ver que es castaño y no negro.
Coge la aguja y le da unos golpecitos al disco de metal de la punta.
—Seguramente está hueco. Debía de contener esa cosa azul que tienes en el brazo. ¿Qué pasó después de que te dispararan?
—Lanzaron por la habitación unos cilindros que escupían gas y todos cayeron inconscientes. Bueno, todos menos Uriah, yo y los demás divergentes. —Tobias no parece sorprendido—. ¿Sabías que Uriah era divergente? —pregunto, entrecerrando los ojos.
—Claro. También dirigía sus simulaciones.
—¿Y no me lo contaste?
—Información privilegiada. Información peligrosa.
Me pongo furiosa (¿cuántas cosas pretende ocultarme?) e intento calmarme. Claro que no me contó que Uriah era divergente, estaba respetando su intimidad. Tiene sentido.
—Nos has salvado la vida, ¿sabes? —digo tras aclararme la garganta—. Eric intentaba acabar con nosotros.
—Creía que ya no llevábamos la cuenta de las veces que uno había salvado al otro —responde, y se me queda mirando durante unos largos segundos.
—En fin —digo, para romper el silencio—. Cuando averiguamos que todos estaban dormidos, Uriah corrió escaleras arriba para avisar a la gente que estaba allí, y yo fui a la segunda planta para ver qué pasaba. Eric tenía a todos los divergentes junto a los ascensores e intentaba decidir a quién llevarse. Nos dijo que tenía permiso para llevarse a dos. No sé para qué los querrían.
—Qué raro.
—¿Alguna idea?
—Diría que la aguja inyectó un transmisor y que el gas era una versión en aerosol del líquido que altera el cerebro. Pero ¿por qué? —se pregunta, y veo aparecer una arruga entre sus cejas—. Ah. Durmió a todos para averiguar quiénes eran los divergentes.
—¿Crees que es la única razón por la que nos disparó los transmisores?
Sacude la cabeza y me mira a los ojos. Los suyos son de un azul tan oscuro y familiar que es como si pudieran tragarme entera. Durante un instante deseo que lo hagan para escapar de este lugar y de todo lo sucedido.
—Creo que ya lo has adivinado —me dice—, pero quieres que te contradiga. Y no pienso hacerlo.
—Han desarrollado un transmisor más duradero —respondo, y él asiente—. Así que ahora estamos todos conectados para pasar por varias simulaciones. Puede que tantas como Jeanine desee.
Vuelve a asentir.
Cuando vuelvo a espirar, mi aliento tiembla en el aire.
—Esto no es nada bueno, Tobias.
En el pasillo, tras salir de la sala de interrogatorios, se detiene y se apoya en la pared.
—Así que atacaste a Eric. ¿Fue durante la invasión? ¿O cuando estabas junto a los ascensores?
—Junto a los ascensores.
—Lo que no entiendo es que estabas abajo. Podrías haber huido. Sin embargo, decidiste meterte tú sola en medio de un enorme grupo de osados armados. Y me apuesto lo que quieras a que no llevabas una pistola —dice, y yo aprieto los labios—. ¿Acierto?
—¿Qué te hace pensar que no la llevaba? —pregunto, frunciendo el ceño.
—No has sido capaz de tocar una pistola desde el ataque —responde—. Entiendo el porqué, con todo lo de Will y eso, pero…
—No tiene nada que ver con eso.
—¿No? —pregunta, arqueando las cejas.
—Hice lo que tenía que hacer.
—Sí, pero ya deberías haber acabado —responde, apartándose de la pared para ponerse frente a mí. Los pasillos de Verdad son anchos, lo bastante para todo el espacio que quiero dejar entre nosotros—. Tendrías que haberte quedado en Cordialidad. Tendrías que haberte mantenido lejos de todo esto.
—No, no es verdad. ¿Crees que sabes lo que es mejor para mí? No tienes ni idea. Me estaba volviendo loca en Cordialidad. Aquí por fin me siento… cuerda de nuevo.
—Lo que es raro, teniendo en cuenta que actúas como una psicópata. Elegir la posición en la que te encontraste ayer no es ser valiente, es peor que ser estúpida…, es ser una suicida. ¿Te importa algo tu vida?
—¡Claro que sí! —respondo—. ¡Intentaba hacer algo útil!
Se limita a mirarme durante unos segundos.
—Eres más que una osada —dice en voz baja—. Pero, si quieres ser igual que ellos, meterte de cabeza en situaciones ridículas sin razón y vengarte de tus enemigos sin pensar en lo que es ético, adelante. Creía que eras mejor, ¡aunque quizá me equivocaba!
Aprieto las manos y después, la mandíbula.
—No deberías insultar a Osadía —respondo—. Te aceptaron cuando no tenías a donde ir. Te confiaron un buen trabajo. Te dieron amigos.
Me apoyo en la pared con la mirada clavada en el suelo. Las baldosas del Mercado del Martirio son siempre blancas y negras, y aquí están colocadas a cuadros. Si desenfoco la mirada, veo justo aquello en lo que no creen los veraces: el gris. A lo mejor Tobias y yo tampoco creemos en él, en el fondo.
Peso demasiado, más de lo que soporta mi constitución, tanto que debería atravesar el suelo.
—Tris.
Sigo mirando las baldosas.
—Tris.
Al final, lo miro.
—Es que no quiero perderte —me dice.
Nos quedamos así durante unos minutos. No quiero decir lo que pienso, que es que puede que esté en lo cierto: parte de mí desea perderse, lucha por unirse a mis padres y a Will para no tener que seguir sufriendo por ellos. Parte de mí desea ver lo que hay después.
—Entonces, ¿tú eres su hermano? —pregunta Lynn—. Supongo que ahora sabemos quién se ha llevado los genes de calidad.
Me río al ver la expresión de Caleb, que tiene los labios un poco fruncidos y los ojos muy abiertos.
—¿Cuándo tienes que volver? —le pregunto, dándole un codazo.
Le doy un bocado al sándwich que Caleb me ha traído de la cola de la cafetería. Me pone nerviosa que esté aquí, de modo que se mezclen los tristes restos de mi familia con los tristes restos de mi vida osada. ¿Qué pensará de mis amigos, de mi facción? ¿Qué pensará mi facción de él?
—Pronto —responde—. No quiero que nadie se preocupe.
—No sabía que Susan se hubiese cambiado el nombre por Nadie —comento, arqueando una ceja.
—Ja, ja —dice, haciendo una mueca.
Las bromas entre hermanos deberían resultarme familiares, pero, para nosotros, no lo son. En Abnegación se veía con malos ojos cualquier cosa que pusiera a alguien incómodo, incluidas las bromas.
Noto lo cautelosos que somos entre nosotros mientras descubrimos esta nueva forma de relacionarnos desde la perspectiva de nuestras nuevas facciones y de la muerte de nuestros padres. Cada vez que lo miro me doy cuenta de que es la única familia que me queda, y me entra la ansiedad, ansiedad por tenerlo cerca, ansiedad por reducir la distancia que nos separa.
—¿Susan es otra desertora de Erudición? —pregunta Lynn mientras atraviesa una judía verde con el tenedor; Uriah y Tobias siguen en la cola, esperando detrás de las dos docenas de veraces que están demasiado ocupados discutiendo como para recoger su comida.
—No, era nuestra vecina cuando éramos pequeños. Es de Abnegación —respondo.
—¿Y tienes una relación con ella? —pregunta a Caleb—. ¿No te parece una idea un poco estúpida? Quiero decir, cuando acabe todo esto estaréis en facciones distintas, viviréis en sitios completamente distintos…
—Lynn —dice Marlene, tocándole el hombro—, cállate, ¿vale?
Al otro lado de la sala, algo azul llama mi atención: Cara acaba de entrar. Pierdo el apetito, así que dejo el sándwich y la miro con la cabeza gacha. Ella se dirige al otro extremo de la cafetería, donde hay unas cuantas mesas con refugiados de Erudición. La mayoría ha abandonado su ropa azul para ponerse ropa negra y blanca, aunque todavía llevan las gafas. Intento concentrarme en Caleb…, pero Caleb también los está mirando.
—Tengo las mismas posibilidades de volver a Erudición que ellos —dice—. Cuando esto acabe, no tendré facción.
Por primera vez me doy cuenta de lo triste que parece cuando habla de Erudición. No me había percatado de lo difícil que tiene que haber sido para él la decisión de abandonarlos.
—Podrías sentarte con ellos —sugiero, señalándolos con la cabeza.
—No los conozco —responde, y se encoge de hombros—. Solo estuve allí un mes, ¿no te acuerdas?
Uriah suelta su bandeja en la mesa, con el ceño fruncido.
—He oído a alguien hablar en la cola sobre el interrogatorio de Eric. Al parecer, no sabía casi nada del plan de Jeanine.
—¿Qué? —exclama Lynn, dejando de golpe el tenedor en la mesa—. ¿Cómo es posible?
Uriah se encoge de hombros y se sienta.
—A mí no me sorprende —comenta Caleb, y todos los miran—. ¿Qué pasa? —pregunta, ruborizado—. Sería una estupidez confiarle todo tu plan a una única persona. Es muchísimo más inteligente contar una pequeña parte a cada persona que trabaja contigo. Así, si alguien te traiciona, la pérdida no es demasiado importante.
—Ah —responde Uriah.
Lynn recoge el tenedor y sigue comiendo.
—He oído que los veraces han hecho helado —dice Marlene, girando la cabeza para mirar la cola—. Ya sabéis, en plan: «Es un asco que nos hayan atacado, pero al menos tenemos postre».
—Me siento mejor con tan solo pensarlo —comenta Lynn con ironía.
—Seguro que no está tan bueno como la tarta de Osadía —dice Marlene en tono lastimero; suspira, y un mechón de pelo castaño desvaído le cae sobre los ojos.
—Teníamos una tarta muy buena —le explico a Caleb.
—Y nosotros teníamos bebidas con burbujas —responde Caleb.
—Ah, pero ¿teníais un saliente que daba a un río subterráneo? —pregunta Marlene, moviendo las cejas—. ¿Y una habitación en la que te enfrentabas a todas tus pesadillas juntas?
—No, y, si te digo la verdad, casi que lo prefiero.
—Ga-lli-na —le canturrea Marlene.
—¿Todas tus pesadillas? —pregunta Caleb, y se le iluminan los ojos—. ¿Cómo funciona eso? Quiero decir, ¿las pesadillas las produce el ordenador o tu cerebro?
—Oh, no, ya estamos —comenta Lynn, dejando caer la cabeza entre las manos.
Marlene se lanza a describir las simulaciones, y yo dejo que su voz y la de Caleb me pasen por encima mientras termino el sándwich. Después, a pesar del tintineo de los tenedores y el rugido de cientos de conversaciones, apoyo la cabeza en la mesa y me quedo dormida.