El dolor remite hasta quedar reducido a un pinchazo. Me meto la mano por debajo de la chaqueta y me palpo la herida.
No sangro, aunque la fuerza del disparo me derribó, así que han tenido que darme con algo. Me paso los dedos por el hombro y noto un bulto duro donde antes la piel era lisa.
Oigo un crujido en el suelo, al lado de la cara, y un cilindro metálico del tamaño de mi mano rueda por el suelo y se para junto a mi cabeza. Antes de poder moverlo, un humo blanco sale disparado de ambos extremos el objeto. Toso y lo alejo de mí, lanzándolo hacia el fondo del vestíbulo. Sin embargo, no es el único cilindro…, están por todas partes, llenando la habitación de un humo que no quema ni pica. De hecho, solo sirve para entorpecerme la visión durante unos segundos antes de evaporarse por completo.
«¿Por qué han hecho eso?».
En el suelo, tumbados a mi alrededor con los ojos cerrados, están los soldados de Osadía. Frunzo el ceño mientras observo a Uriah de arriba abajo: no parece sangrar, no veo ninguna herida cerca de sus órganos vitales, lo que significa que no está muerto. Entonces, ¿qué lo ha dejado inconsciente? Vuelvo la vista para examinar a Lynn, que está tirada en el suelo en una posición extraña, medio encogida; y también inconsciente.
Los traidores osados entran en el vestíbulo con las armas en alto. Decido hacer lo que siempre hago cuando no estoy segura de lo que pasa: actuar como los demás. Dejo caer la cabeza y cierro los ojos. El corazón está a punto de estallarme en el pecho cuando las pisadas de los soldados se acercan, chirriando sobre el suelo de mármol. Uno de ellos me pisa la mano y tengo que morderme la lengua para reprimir un grito de dolor.
—No sé por qué no podemos meterles un tiro en la cabeza —comenta uno—. Sin ejército, ganamos.
—Venga, Bob, no podemos matarlos a todos —responde una voz fría.
El pelo de la nuca se me pone de punta; reconocería esa voz en cualquier parte: es Eric, el líder de Osadía.
—Si no hay gente, no quedará nadie que trabaje por la prosperidad —sigue diciendo—. De todos modos, tu misión no es hacer preguntas —añade, alzando la voz—. ¡La mitad, en los ascensores, la otra mitad, por las escaleras, izquierda y derecha! ¡Moveos!
Hay una pistola a pocos centímetros a mi izquierda. Si abriera los ojos podría cogerla y dispararle antes de que se entere de lo que ha pasado. Sin embargo, no tengo ninguna garantía de ser capaz de tocarla sin volver a caer presa del pánico.
Espero hasta oír la última pisada desaparecer detrás de la puerta de un ascensor o por unas escaleras antes de abrir los ojos. En el vestíbulo, todos parecen inconscientes. Sea lo que sea el gas que han usado, inducirá una simulación, si no, no sería la única que está despierta. No tiene ningún sentido, no sigue las reglas de las simulaciones a las que estoy acostumbrada, pero no tengo tiempo de meditarlo.
Agarro mi navaja y me levanto intentando no hacer caso del dolor del hombro. Corro hasta una de las traidoras osadas muertas que está cerca de la salida. Era una mujer de mediana edad, le veo algunas canas grises en el pelo oscuro. Procuro no mirar el agujero de bala que tiene en la cabeza, aunque la tenue luz del vestíbulo se refleja en algo que parece hueso, y me dan arcadas.
«Piensa». Me da igual quien fuera, cómo se llamara o la edad que tuviera. Solo me importa su brazalete de tela azul. Tengo que concentrarme en eso. Intento meter el dedo bajo la tela para tirar, pero no se suelta. Al parecer, está cosido a su chaqueta negra. Tendré que llevármela también.
Me bajo la cremallera de la mía y se la echo sobre la cara para no tener que mirarla. Después le bajo la suya y tiro, primero del brazo izquierdo y después, del derecho, con los dientes apretados, hasta que consigo deslizarla por debajo de su pesado cuerpo.
—¡Tris! —me llama alguien, y me doy la vuelta con la chaqueta en una mano y la navaja en la otra; escondo la navaja, ya que los invasores no las llevaban y no quiero destacar.
Uriah está de pie, detrás de mí.
—¿Divergente? —le pregunto, no hay tiempo para sorprenderse.
—Sí.
—Coge una chaqueta.
Uriah se agacha al lado de otro de los osados traidores, uno joven, ni siquiera lo bastante mayor como para ser miembro de la facción. Me encojo al ver su rostro blanco como el papel. Una persona tan joven no debería estar muerta; ni siquiera debería estar aquí, para empezar.
Roja de rabia, me coloco la chaqueta de la mujer, y Uriah se pone la suya mientras aprieta los labios.
—Solo han muerto los suyos —dice en voz baja—. ¿No te parece raro?
—Debían de saber que dispararíamos, pero vinieron de todos modos. Las preguntas, después. Tenemos que subir ahí.
—¿Subir? ¿Por qué? Deberíamos salir de aquí.
—¿Quieres huir antes de saber lo que pasa? —pregunto, frunciendo el ceño—. ¿Antes de que los osados de arriba sepan lo que se les viene encima?
—¿Y si nos reconoce alguien?
—Esperemos que no —respondo, encogiéndome de hombros.
Corro hacia las escaleras y él me sigue. En cuanto mis pies tocan el primer escalón, me pregunto qué pretendo hacer. Seguro que habrá más divergentes en el edificio, pero ¿sabrán que lo son? ¿Sabrán que tienen que esconderse? ¿Y qué espero conseguir metiéndome en medio de un ejército de traidores osados?
En el fondo conozco la respuesta: estoy siendo imprudente. Es probable que no me sirva de nada, es probable que muera, pero lo más inquietante es que… no me importa mucho.
—Irán de abajo arriba —digo entre jadeos—, así que deberías… ir a la tercera planta. Diles que… evacúen. En silencio.
—¿Y adónde vas tú?
—A la segunda —respondo mientras empujo la puerta de la segunda planta con el hombro. Sé qué hacer aquí: buscar a los divergentes.
Mientras avanzo por el pasillo pisando gente inconsciente vestida de negro y blanco, pienso en uno de los versos de la canción que los niños veraces cantaban cuando creían que no los oía nadie: «Osadía es la más cruel de los cinco, se destrozan entre sí…».
Nunca me ha parecido tan acertada como en estos momentos, viendo cómo los traidores osados inducen al sueño mediante una simulación que no difiere tanto de la que los obligó a matar a los miembros de Abnegación hace menos de un mes.
Somos la única facción capaz de dividirse así. Cordialidad no permitiría un cisma; en Abnegación no hay nadie tan egoísta; en Verdad lo debatirían hasta dar con una solución común; y ni siquiera Erudición haría algo tan ilógico. Sin duda, somos la facción más cruel.
Piso un brazo doblado y a una mujer con la boca abierta, y canturreo entre dientes el inicio del siguiente verso: «Erudición es la más fría de las cinco, el saber tiene su precio…».
Me pregunto cuándo se dio cuenta Jeanine de que Erudición y Osadía serían una combinación letal. Al parecer, la lógica fría y despiadada puede conseguir cualquier cosa, incluso dormir a una facción y media.
Examino cuerpos y caras al pasar, en busca de alientos irregulares, movimientos de párpados o cualquier cosa que indique que las personas del suelo fingen estar inconscientes. Hasta ahora, la respiración es acompasada y todos los párpados permanecen inmóviles. Puede que no haya ningún veraz divergente.
—¡Eric! —oigo a alguien gritar más abajo.
Contengo el aliento cuando se acerca e intento no moverme. Si me muevo, me mirará y me reconocerá, lo sé. Bajo la cabeza y me tenso tanto que tiemblo. «No me mires, no me mires…».
Eric pasa junto a mí y se mete por el pasillo que hay a mi izquierda. Debería seguir buscando lo más deprisa posible, pero la curiosidad me impulsa a seguir adelante, hacia la persona que ha llamado a Eric. El grito parecía urgente.
Cuando levanto la mirada, veo a un soldado de Osadía de pie frente a una mujer arrodillada. La mujer lleva una blusa blanca y una falda negra, y tiene las manos detrás de la cabeza. La sonrisa de Eric parece ávida, incluso de perfil.
—Divergente —dice—. Bien hecho. Llévala a los ascensores. Después decidiremos a quién matar y a quién llevarnos.
El soldado de Osadía agarra a la mujer por la coleta y camina hacia los ascensores arrastrándola tras él. Ella chilla y se pone de pie como puede, doblada. Aunque intento tragar saliva, es como si tuviera una bola de algodón en la garganta.
Eric sigue avanzando por el pasillo, alejándose de mí, y yo intento no quedarme mirando a la veraz cuando pasa por mi lado dando trompicones, con el pelo todavía atrapado en el puño del soldado. A estas alturas, sé bien cómo funciona el terror: dejo que me controle durante unos segundos y después me obligo a actuar.
«Uno…, dos…, tres…».
Empiezo a caminar con energía renovada. Observar a todos los caídos para ver si están despiertos me estaba llevando mucho tiempo, así que, cuando llego hasta la siguiente persona inconsciente, le piso con fuerza el meñique. No hay reacción, ni siquiera un temblor. Paso por encima y busco el dedo de la siguiente para pisarlo con la punta del zapato. Sin respuesta.
—¡Tengo a uno! —oigo gritar a alguien desde un pasillo cercano, y empiezo a desesperarme. Salto encima de hombres y mujeres, de niños, adolescentes y ancianos, pisando dedos, estómagos y tobillos en busca de signos de dolor. Apenas les veo las caras al cabo de un rato, aunque sigo sin encontrar reacciones. Juego al escondite con los divergentes, aunque no soy la única que «la lleva».
Y entonces ocurre: piso el meñique de una chica veraz y se le tuerce el rostro. Solo un poquito (un impresionante intento de ocultar el dolor), pero basta para llamarme la atención.
Vuelvo la vista atrás por si hay alguien cerca y compruebo que todos han salido de este pasillo principal. Busco las escaleras más cercanas, hay una a tan solo tres metros, por un pasillo lateral a mi derecha. Me agacho al lado de la cabeza de la chica.
—Hola, chica —le digo lo más bajo que puedo—. No pasa nada, no soy uno de ellos.
Abre los ojos un poquito.
—Hay unas escaleras a unos tres metros. Te avisaré cuando no mire nadie y tendrás que correr, ¿entendido?
Ella asiente.
Me vuelvo y doy un giro completo, despacio. A mi izquierda, un traidor empuja con el pie a un osado inconsciente. Detrás de mí, dos traidores se ríen de algo. Delante de mí, uno avanza en mi dirección, pero entonces levanta la cabeza y vuelve a alejarse por el pasillo.
—Ahora —digo.
La chica se levanta y corre hacia la puerta de las escaleras. La observo hasta que oigo el clic, y miro mi reflejo en una de las ventanas. Sin embargo, no estoy de pie sola en un pasillo lleno de gente dormida, como creía. Eric está justo detrás de mí.
Miro su reflejo y él me mira a mí. Podría salir corriendo. Si soy lo bastante rápida, quizá no reaccione a tiempo de agarrarme. Sin embargo, en el instante en que se me ocurre, sé que no seré capaz de ganar, ni tampoco de dispararle, porque no tengo pistola.
Me vuelvo y levanto el codo mientras lo hago para estrellarlo contra su cara. Le da en la parte baja de la barbilla, pero no con la fuerza necesaria para causar algún daño. Eric me sujeta el brazo izquierdo con una mano y me pone el cañón de una pistola en la frente con la otra, sonriendo.
—No llevas pistola —me dice—. No entiendo cómo puedes ser tan estúpida como para subir sin un arma.
—Bueno, soy lo bastante lista como para hacer esto —respondo, dándole un buen pisotón en el pie en el que le disparé hace menos de un mes.
Eric grita, se le contrae el gesto y me golpea en la cara con la culata de la pistola. Aprieto los dientes para no gruñir. Me cae sangre por el cuello; me ha rasgado la piel.
Durante toda la escena, no me ha soltado el brazo ni un momento, pero el hecho de que no me haya pegado un tiro en la cabeza me dice algo: todavía no tiene permiso para matarme.
—Me sorprendió descubrir que seguías viva —dice—. Teniendo en cuenta que fui yo el que pidió a Jeanine que te construyera aquel tanque de agua.
Intento pensar en algo lo bastante doloroso como para que me suelte. Justo cuando me he decidido por una patada en la entrepierna, se coloca detrás de mí, me sujeta los dos brazos y se aprieta tanto contra mi cuerpo que apenas puedo mover los pies. Se me clavan sus uñas en la piel y aprieto los dientes tanto por el dolor como por la nauseabunda sensación de tener su pecho pegado a mi espalda.
—Se le ocurrió que sería fascinante estudiar la reacción de un divergente a la versión real de una simulación —comenta, y me empuja para que camine; su aliento me hace cosquillas en el pelo—. Y me pareció bien. Verás, el ingenio, una de las cualidades que más valoramos en Erudición, requiere creatividad.
Retuerce las manos de modo que sus callos me arañan los brazos. Me muevo un poco a la izquierda mientras camino para intentar colocar uno de los pies entre los suyos. Noto un feroz placer al darme cuenta de que cojea.
—A veces, la creatividad parece un despilfarro, ilógica…, a no ser que sirva para un objetivo más importante. En este caso, la acumulación de conocimientos.
Dejo de caminar un segundo para subir el talón con fuerza, entre sus piernas. Consigue detener un grito agudo antes de que empiece de verdad, y se le atasca en la garganta; las manos se le quedan flojas durante un instante. En ese momento, me retuerzo como puedo y me suelto. No sé adónde correr, pero tengo que hacerlo, tengo…
Me coge del codo, tira de mí hacia atrás y me mete el pulgar en la herida del hombro, hurgando hasta que el dolor me nubla la visión por los bordes y grito a todo pulmón.
—Me pareció recordar de la grabación del tanque que te dispararon en ese hombro —me dice—. Me alegra no haberme equivocado.
Se me doblan las rodillas, y él me coge del cuello de la chaqueta como si nada y me arrastra por el suelo hacia los ascensores. La tela se me clava en la garganta, me ahoga, y doy traspiés tras él. El cuerpo me palpita de dolor.
Cuando llegamos a los ascensores, me obliga a ponerme de rodillas al lado de la veraz que había visto antes. Ella y cuatro más están sentados entre las dos filas de ascensores, inmovilizados por osados con pistolas.
—Quiero que alguien mantenga una pistola pegada a ella en todo momento —ordena Eric—. No solo apuntándola, sino pegada a ella.
Un osado me pone el cañón de una pistola contra la nuca, y noto un círculo frío en la piel. Alzo la vista hacia Eric, que tiene la cara roja y los ojos llorosos.
—¿Qué te pasa, Eric? —pregunto, arqueando las cejas—. ¿Te da miedo una niñita?
—No soy estúpido —responde, metiéndose las manos en el pelo—. Puede que te haya funcionado antes el teatro de la niñita, pero ya no. Eres el mejor perro de ataque que tienen —añade, acercándose más—. Y por eso estoy seguro de que no tardaré en sacrificarte.
Se abren las puertas de uno de los ascensores, y un soldado empuja a Uriah (que tiene los labios manchados de sangre) hacia la corta fila de los divergentes. Uriah me mira, pero no sé descifrar bien su expresión, así que desconozco si ha tenido éxito o ha fracasado. Si está aquí, seguramente habrá fracasado. Ahora encontrarán a todos los divergentes del edificio, y la mayoría moriremos.
Debería tener miedo, pero, en vez de eso, una risa histérica crece dentro de mí, porque he recordado algo: puede que no sea capaz de llevar una pistola, pero tengo una navaja escondida en el bolsillo de atrás.