—Vale, ¿qué haces aquí? —exige saber una voz.
Estoy sentada en un colchón, en uno de los pasillos. He venido a hacer algo, pero perdí el hilo de mis pensamientos al llegar, así que me he sentado y ya está. Levanto la vista: Lynn (a quien conocí cuando me pisó en un ascensor del edificio Hancock) está de pie frente a mí con las cejas arqueadas. Empieza a crecerle el pelo; sigue corto, aunque ya no le veo el cuero cabelludo.
—Estoy sentada, ¿por qué?
—Estás ridícula, eso es lo que estás —responde, suspirando—. Recoge tus cosas. Eres de Osadía, y ya va siendo hora de que actúes como tal. Nos estás dando mala fama entre los veraces.
—¿Y cómo lo hago, exactamente?
—Actuando como si no nos conocieras.
—Le hago un favor a Christina.
—Christina —repite Lynn, resoplando— es una cachorrita herida. La gente muere, es lo que ocurre en la guerra. Al final se dará cuenta.
—Sí, la gente muere, pero no siempre la mata tu mejor amiga.
—Lo que tú digas —dice Lynn con un suspiro de impaciencia—. Vamos.
No veo ninguna razón para negarme, así que me levanto y la sigo por una serie de pasillos. Se mueve a paso ligero y me resulta difícil seguirle el ritmo.
—¿Dónde está tu espeluznante novio? —pregunta.
Frunzo los labios como si acabara de probar algo ácido.
—No es espeluznante.
—Claro que no —asegura, sonriendo.
—No sé dónde está.
—Bueno, puedes elegirle una litera —dice, encogiéndose de hombros—. Estamos intentando olvidar a esos hijos bastardos de osados y eruditos. Recuperarnos.
—Hijos bastardos de osados y eruditos, ¿eh? —comento, riéndome.
Ella abre una puerta de un empujón y entramos a una gran sala abierta que me recuerda al vestíbulo del edificio. Como cabría esperar, los suelos son negros con un enorme símbolo blanco en el centro del cuarto, aunque la mayor parte de su superficie está cubierta de camas. Hay hombres, mujeres y niños osados por todas partes, y ni un solo veraz a la vista.
Lynn me conduce a la izquierda, entre las filas de literas. Mira a un chico que está sentado en la parte de abajo de una de ellas; es unos cuantos años menor que nosotras e intenta deshacer un nudo del lazo de los zapatos.
—Hec, búscate otra cama —le ordena Lynn.
—¿Qué? Ni de coña —responde sin levantar la cabeza—. No pienso volver a cambiar de sitio solo porque tú quieras cotorrear por la noche con uno de tus estúpidos amigos.
—No es mi amiga —suelta Lynn, y yo casi me río—. Hec, esta es Tris. Tris, este es mi hermano pequeño, Hector.
Al oír mi nombre, el chico levanta la cabeza de golpe y se me queda mirando con la boca abierta.
—Encantada de conocerte —lo saludo.
—Eres divergente. Mi madre me dijo que me mantuviese alejado de vosotros por si sois peligrosos.
—Sí, es una aterradora divergente que hará que te estalle la cabeza con sus ondas cerebrales —le dice Lynn mientras le da unos golpecitos con el índice entre los ojos—. No me digas que de verdad te crees todas esas chorradas de críos sobre los divergentes.
Se le pone la cara de color rojo chillón y recoge algunas de sus cosas de una pila que hay junto a la cama. Me siento mal por obligarlo a mudarse, pero después veo que tira sus cosas en una litera que hay un poco más allá. No ha tenido que irse muy lejos.
—Eso podría haberlo hecho yo —comento—. Dormir allí, me refiero.
—Sí, lo sé —responde ella con una sonrisa—. Se lo merece, le dijo a Uriah a la cara que Zeke era un traidor. No es que sea mentira, pero eso no es excusa para portarse como un imbécil. Me parece que Verdad le está afectando. Es como si creyera que puede decir cualquier cosa que se le ocurra. ¡Hola, Mar!
Marlene, que está en otra litera, asoma la cabeza y sonríe enseñando los dientes.
—¡Hola, Tris! —me saluda—. Bienvenida. ¿Qué pasa, Lynn?
—¿Puedes pedir a las chicas más menuditas que te den algo de ropa? No solo camisetas, ¿eh? También vaqueros, ropa interior y puede que unos zapatos.
—Claro —responde Marlene.
Dejo mi navaja al lado de la cama de abajo.
—¿Qué querías decir con eso de «chorradas de críos»? —pregunto.
—Los divergentes. ¿Gente con poderes mentales? Venga ya —añade, encogiéndose de hombros—. Sé que tú te lo crees, pero yo no.
—Entonces, ¿cómo explicas que estuviera despierta durante las simulaciones? ¿O que me resistiera a una?
—Creo que los líderes escogieron a la gente al azar y cambiaron las simulaciones para ellos.
—¿Y por qué iban a hacerlo?
—Distracción —responde, agitando una mano delante de mi cara—. Estáis tan preocupados por los divergentes (como le pasa a mi madre) que se os olvida preocuparos por lo que hacen los líderes. Es otra clase de control mental.
Sus ojos pasan de refilón sobre los míos, y le da una patada al suelo de mármol con la punta del zapato. Me pregunto si recuerda la última vez que la sometieron a un control mental. Durante la simulación del ataque.
He estado tan concentrada en lo que pasó en Abnegación que casi se me olvida lo que pasó en Osadía. Al despertar, cientos de osados se encontraron con la negra mancha del asesinato sobre sus conciencias sin tan siquiera haberlo elegido.
Decido no discutir con ella. Si prefiere creer en una conspiración gubernamental, no podré disuadirla. Tendría que experimentarlo por sí misma.
—Vengo cargada de ropajes —dice Marlene, poniéndose delante de nuestra litera; lleva una pila de ropa del tamaño de su torso, y me la ofrece con cara de orgullo—. Hasta he conseguido chantajear psicológicamente a tu hermana para que me dé un vestido, Lynn. Se había traído tres.
—¿Tienes una hermana? —pregunto a Lynn.
—Sí, tiene dieciocho años, estaba en la clase de iniciación de Cuatro.
—¿Cómo se llama?
—Shauna —responde, mirando a Marlene—. Le dije que no íbamos a necesitar vestidos en el futuro próximo, pero no me hizo caso, como siempre.
Recuerdo a Shauna. Era una de las personas que me recogió cuando la tirolina.
—Creo que sería más sencillo luchar con vestido —afirma Marlene, dándose unos golpecitos en la mandíbula—. Así las piernas tendrían más libertad de movimiento. ¿Y a quién le importa que le enseñes las bragas a alguien, siempre que le pegues una buena paliza?
Lynn se calla, como si le pareciese una idea genial, pero no quisiera reconocerlo.
—¿Qué es eso de enseñar las bragas? —pregunta Uriah, esquivando una litera—. Sea lo que sea, me apunto.
Marlene le da un puñetazo en el brazo.
—Unos cuantos vamos al edificio Hancock esta noche —sigue diciendo Uriah—. Deberíais venir todas. Nos vamos a las diez.
—¿Tirolina? —pregunta Lynn.
—No, vigilancia. Hemos oído que los eruditos dejan las luces encendidas toda la noche, así que será fácil asomarnos a sus ventanas y ver qué hacen.
—Yo voy —respondo.
—Y yo —dice Lynn.
—¿Qué? Ah, yo también —dice Marlene, sonriendo a Uriah—. Voy a por comida, ¿te vienes?
—Claro —responde él.
Marlene camina zigzagueando. Antes caminaba con energía, como si avanzara a saltitos. Ahora sus pasos son más tranquilos, puede que más elegantes, pero sin esa alegría infantil que asocio con ella. Me pregunto qué haría cuando estaba en la simulación.
Lynn frunce los labios.
—¿Qué? —pregunto.
—Nada —me suelta, y sacude la cabeza—. Últimamente pasan mucho tiempo juntos.
—Me parece que cuantos más amigos tenga ahora, mejor —respondo—. Con lo de Zeke y eso.
—Ya. Fue una pesadilla. Un día lo teníamos aquí, y al siguiente… —se detiene y suspira—. Da igual el tiempo que te pases enseñando a alguien a ser valiente, nunca sabes si lo es hasta que no sucede algo real.
Me mira a los ojos. No me había dado cuenta antes de lo extraños que son los suyos, de un castaño dorado. Y ahora que el pelo le ha crecido un poco y no me fijo solo en la calva, también me doy cuenta de su delicada nariz, sus labios carnosos… Es despampanante sin pretenderlo. La envidio durante un momento, pero entonces se me ocurre que seguro que lo odia y por eso se rapó la cabeza.
—Eres valiente —me dice—. No hace falta que te lo diga porque tú ya lo sabes, pero quiero que sepas que lo sé.
Es un cumplido, aunque me siento como si me hubiera golpeado con algo.
Después añade:
—No la cagues.
Unas horas más tarde, después de comer y echar una siesta, me siento al borde de la cama para cambiarme la venda del hombro. Me quito la camiseta y me dejo puesta una camiseta sin mangas; hay muchos osados cerca, reunidos en torno a las literas, contando chistes y riéndose. Justo cuando acabo de extenderme la pomada oigo que alguien chilla entre risas y veo que Uriah sale corriendo por el pasillo entre las literas con Marlene sobre su hombro, como si fuera un saco. La chica me saluda con la mano al pasar, roja como un tomate. Lynn, que está sentada en la litera de al lado, resopla.
—No sé cómo puede tontear ese chico, con todo lo que está pasando.
—¿Se supone que debe ir por ahí arrastrando los pies y frunciendo el ceño? —pregunto mientras me llevo la mano al hombro para apretarme la venda—. A lo mejor aprendes algo de él.
—Mira quién habla, siempre deprimida. Deberíamos empezar a llamarte Beatrice Prior, reina de la tragedia.
Me levanto y le doy un puñetazo en el brazo más fuerte que de broma y menos fuerte que en serio.
—Cierra la boca.
Sin mirarme, me empuja en el hombro hacia la litera.
—No acepto órdenes de estiradas.
Distingo un ligero movimiento en su labio, y yo también reprimo la sonrisa.
—¿Lista para salir? —pregunta Lynn.
—¿Adónde vamos? —dice Tobias, que se acaba de meter entre su litera y la mía para salir al pasillo con nosotras. Tengo la boca seca; no he hablado con él en todo el día, y no sé bien qué esperar. ¿Será incómodo o volveremos a la normalidad?
—A lo alto del edificio Hancock, a espiar a los eruditos —responde Lynn—. ¿Te vienes?
—No, tengo que encargarme de unas cuantas cosas por aquí —dice Tobias, y me echa una miradita—. Pero tened cuidado.
Asiento. Sé por qué no quiere venir: Tobias procura evitar las alturas, si es posible. Me toca el brazo para retenerme un segundo. Yo me tenso, ya que no me ha tocado desde nuestra pelea, y él me suelta.
—Nos vemos después —murmura—. No cometas ninguna estupidez.
—Gracias por el voto de confianza —respondo, frunciendo el ceño.
—No quería decir eso. Quiero decir que no dejes que nadie cometa una estupidez. Te escucharán.
Se inclina hacia mí como si pretendiera besarme, pero después parece pensárselo mejor y se echa atrás, mordiéndose el labio. Aunque es un acto sin importancia, me sabe a rechazo, así que evito mirarlo a los ojos y salgo corriendo detrás de Lynn.
Lynn y yo recorremos el pasillo de camino a los ascensores. Algunos osados han empezado a marcar las paredes con cuadrados de colores. La sede de Verdad es como un laberinto para ellos, y quieren ser capaces de orientarse. Yo solo sé cómo llegar a los lugares más básicos: la zona de dormitorio, la cafetería, el vestíbulo y la sala de interrogatorios.
—¿Por qué se fueron todos de la sede de Osadía? —pregunto—. Los traidores no están allí, ¿no?
—No, están en Erudición. Nos fuimos porque la sede de Osadía es la que cuenta con más cámaras de vigilancia de toda la ciudad. Sabíamos que los eruditos seguramente podrían acceder a las grabaciones, y que tardaríamos un siglo en encontrar todas las cámaras, así que pensamos que lo mejor era marcharnos.
—Muy listos.
—Tenemos nuestros momentos.
Lynn aprieta el botón de la planta baja. Me quedo mirando nuestro reflejo en las puertas. Es unos cuantos centímetros más alta que yo y, a pesar de que intenta ocultarlo con camisetas y pantalones anchos, está claro que su cuerpo tienes las curvas y redondeces apropiadas.
—¿Qué? —me suelta, frunciendo el ceño.
—¿Por qué te afeitaste la cabeza?
—Iniciación. Me encanta Osadía, pero los chicos osados no ven a las chicas osadas como una amenaza durante la iniciación. Me harté. Supuse que si no parecía una chica, dejarían de mirarme así.
—Creo que podrías haber aprovechado la situación.
—Sí, ¿y qué? ¿Ponerme en plan frágil cada vez que pasaba algo? —pregunta, y pone los ojos en blanco—. ¿Crees que no tengo dignidad o qué?
—Creo que uno de los errores de Osadía es negarse a ser astutos. No siempre hay que pegar a la gente en la cara para demostrar lo fuerte que eres.
—A lo mejor deberías empezar a vestirte de azul, si es que piensas hablar como una erudita. Además, tú haces lo mismo, salvo que sin afeitarte la cabeza.
Salgo del ascensor antes de decir algo de lo que me arrepienta. Lynn perdona deprisa, pero también salta deprisa, como casi todos los osados. Como yo, salvo por lo de perdonar deprisa.
Como siempre, unos cuantos osados con grandes armas marchan delante de la puerta por si aparecen intrusos. Justo delante de ellos hay un grupito de osados más jóvenes, entre los que están Uriah, Marlene, la hermana de Lynn (Shauna), y Lauren, que enseñaba a los iniciados nacidos en Osadía, igual que Cuatro enseñaba a los trasladados. Su oreja refleja la luz al mover la cabeza: está agujereada de una punta a la otra.
Lynn se para de golpe y me tropiezo con ella. Suelta una palabrota.
—Eres un encanto —dice Shauna, sonriéndole; no se parecen mucho, salvo por el color del pelo, que es castaño medio, aunque a Shauna le llega hasta la barbilla, como a mí.
—Sí, ese es mi objetivo en la vida, ser encantadora —contesta Lynn.
Shauna le echa un brazo sobre los hombros. Me resulta raro ver a Lynn con una hermana…, en realidad, ver a Lynn estableciendo una conexión con alguien, en general. Shauna me mira y desaparece su sonrisa; parece cautelosa.
—Hola —la saludo, porque no hay nada más que decir.
—Hola.
—Dios mío, mamá también te ha comido la olla, ¿verdad? —pregunta Lynn, tapándose la cara con una mano—. Shauna…
—Lynn, cierra la boca por una vez —la corta Shauna, sin dejar de mirarme; parece tensa, como si pensara que la voy a atacar en cualquier momento… con mis poderes mentales especiales.
—¡Ah! —exclama Uriah, al rescate—. Tris, ¿conoces a Lauren?
—Sí —dice ella antes de que yo pueda responder; su voz es brusca y clara, como si lo regañara, aunque me da la impresión de que es su tono de voz natural—. Pasó por mi paisaje del miedo durante la iniciación, así que seguramente me conoce mejor de lo que debería.
—¿De verdad? Creía que los trasladados pasarían por el paisaje de Cuatro —dice Uriah.
—Como si fuese a permitírselo a alguien —resopla Lauren.
Algo dentro de mí se ablanda. A mí sí me lo permitió.
Veo un relámpago azul por encima del hombro de Lauren y me asomo para ver mejor.
Entonces empiezan los disparos.
Las puertas de cristal estallan en pedazos. En el exterior hay soldados de Osadía con brazaletes de tela azul, y llevan unas armas que no había visto nunca, pistolas con unos estrechos rayos de luz azul saliéndoles por encima de los cañones.
—¡Traidores! —grita alguien.
Los osados sacan las armas casi al unísono. Yo no tengo ninguna, así que me agacho detrás de la pared de osados leales que tengo delante mientras aplasto con los zapatos los trocitos de cristal y saco la navaja del bolsillo trasero.
A mi alrededor, la gente cae al suelo, mis compañeros de facción, mis mejores amigos. Todos caen (deben de estar muertos o moribundos) mientras el ruido de las balas me destroza los tímpanos.
Entonces me quedo paralizada: tengo uno de los rayos azules apuntándome al pecho. Me lanzo a un lado para salir de la línea de fuego, pero no soy lo bastante rápida.
El arma dispara y yo caigo.