CAPÍTULO
TRECE

Me levanto del asiento. No estoy tan mareada como hace un instante, el suero ya empieza a perder efecto. Es como si la multitud se balancease. Busco una puerta. Normalmente no huyo de nada, pero de esto sí que huiría.

Todos se dirigen a la salida, salvo Christina, que se queda donde la he dejado, abriendo los puños tras haberlos cerrado. Me mira a los ojos, pero sin mirarme de verdad; los tiene llenos de lágrimas, aunque no está llorando.

—Christina —digo, pero las únicas palabras que se me ocurren, «lo siento», suenan más a insulto que a disculpa. Lo sientes cuando le das un codazo a alguien sin querer, cuando interrumpes a alguien. En mi caso, se queda corto—. Tenía una pistola, estaba a punto de dispararme. La simulación lo controlaba.

—Lo mataste —responde ella; las palabras suenan más grandes que las palabras normales, como si se expandieran en su boca antes de pronunciarlas.

Durante unos segundos, me mira como si no me reconociera. Después, se vuelve para marcharse.

Una chica más joven con el mismo color de piel y la misma altura que ella le da la mano: la hermana pequeña de Christina. La vi el Día de Visita, hace mil años. El suero de la verdad hace que su imagen flote delante de mí, o quizá sea por las lágrimas que se me acumulan en los ojos.

—¿Estás bien? —pregunta Uriah, que sale de entre la gente para tocarme el hombro; no lo había visto desde antes de la simulación del ataque, pero no encuentro las fuerzas suficientes para saludarlo.

—Sí.

—Eh, hiciste lo que tenías que hacer, ¿vale? —me asegura, apretándome el hombro—. Para salvarnos de ser esclavos de los eruditos. Al final se dará cuenta, cuando se le pase un poco la pena.

No consigo afirmar con la cabeza. Uriah me sonríe y se aleja. Algunos osados se rozan conmigo y mascullan palabras que suenan a gratitud, cumplidos o consuelo. Otros me esquivan ampliamente, y me miran con ojos entrecerrados y expresiones suspicaces.

Delante de mí, los cuerpos de negro se convierten en un manchurrón. Estoy vacía, me han dejado seca.

Tobias se pone a mi lado, me preparo para su reacción.

—He recuperado nuestras armas —dice, ofreciéndome la navaja.

Me la meto en el bolsillo de atrás sin mirarlo a los ojos.

—Podemos hablar del tema mañana —añade en voz baja; en Tobias, la voz baja es peligrosa.

—Vale.

Me pasa un brazo por los hombros, mi mano encuentra su cadera y lo acerca más a mí.

Me agarro con fuerza de camino al ascensor.

Tobias encuentra dos catres al final de un pasillo, y nos tumbamos con las cabezas a pocos centímetros de distancia, sin hablar.

Cuando estoy segura de que ya duerme, salgo de las mantas y recorro el pasillo, dejando atrás a una docena de osados dormidos. Llego a la puerta que conduce a las escaleras.

Mientras subo escalón a escalón, con los músculos ardiendo y los pulmones luchando por respirar, me siento aliviada por primera vez en muchos días.

Puede que sea buena corriendo sobre terreno llano, pero subir escaleras es otro tema. Me masajeo un calambre en el tendón cuando dejo atrás la planta doce, e intento recuperar parte del aliento perdido. Sonrío al notar el fuego de las piernas, del pecho. Usar el dolor para aliviar el dolor no tiene mucho sentido.

Cuando llego a la planta dieciocho, tengo las piernas que parecen líquidas. Arrastro los pies hacia la habitación en la que me interrogaron. Ahora está vacía, pero las gradas del anfiteatro siguen ahí, al igual que la silla donde me sentaron. La luna brilla detrás de una bruma de nubes.

Pongo las manos sobre el respaldo de la silla. Es sencilla, de madera, cruje un poco. Qué raro que algo tan simple pueda haber resultado esencial en mi decisión de arruinar una de las relaciones más importantes de mi vida y deteriorar la otra.

Por si no fuera lo bastante malo haber matado a Will y no haber pensado con la rapidez suficiente para dar con otra solución, ahora tengo que vivir con los juicios de los demás, sumados a los míos, y con el hecho de que nada (ni siquiera yo) será lo mismo de nuevo.

En Verdad ensalzan las virtudes de la sinceridad, pero nunca te hablan del coste.

El borde del respaldo se me clava en las manos, lo estaba apretando con más fuerza de la que creía. Me quedo mirándolo un segundo antes de levantar la silla, apoyando las patas en mi hombro bueno. Busco en el borde de la sala una escalera de algún tipo que me ayude a subir, pero solo veo las gradas del anfiteatro, que suben hacia el techo.

Me acerco a la más alta y levanto la silla por encima de mi cabeza. Apenas toca el antepecho de uno de los huecos de las ventanas. Salto, empujando la silla hacia delante, y se desliza por el antepecho. Me duele el hombro (en realidad, no debería usar el brazo), pero tengo otras cosas en la cabeza.

Salto de nuevo, me agarro al antepecho y me impulso con brazos temblorosos. Primero subo la pierna al saliente y después arrastro el resto de mi cuerpo. Una vez arriba, me quedo tumbada un momento, respirando entrecortadamente.

Me pongo de pie en el antepecho, bajo el arco de lo que antes era una ventana, y me quedo mirando la ciudad. El río muerto rodea el edificio y desaparece. El puente, con su pintura roja descascarillada, se extiende sobre la mugre. Al otro lado hay edificios, casi todos vacíos. Cuesta creer que alguna vez hubiera gente suficiente en la ciudad para llenarlos todos.

Durante un segundo me permito revivir el recuerdo del interrogatorio: la falta de expresión de Tobias; su rabia después, reprimida por el bien de mi cordura; la mirada vacía de Christina; los susurros de «gracias por tu sinceridad». Resulta fácil decirlo cuando lo que hice no les afecta.

Agarro la silla y la lanzo por la ventana, dejando escapar un débil grito. El grito crece y se convierte en un chillido que, a su vez, se transforma en alarido, y aquí estoy, en el antepecho del Mercado del Martirio, gritando mientras la silla vuela hacia el suelo, gritando hasta que me arde la garganta. Entonces, la silla se estrella y se rompe como un frágil esqueleto. Me siento en el saliente, apoyándome en el lateral del marco de la ventana, y cierro los ojos.

Y pienso en Al.

Me pregunto cuánto tiempo pasaría en el borde antes de saltar al Pozo de Osadía.

Debió de pasar bastante tiempo haciendo una lista de todas las cosas horribles que había hecho (estar a punto de matarme, por ejemplo) y otra lista de todas las cosas buenas, heroicas y valientes que no había hecho, y después seguramente decidiera que estaba cansado. Cansado no solo de vivir, sino de existir. Cansado de ser Al.

Abro los ojos y me quedo mirando los trozos de la silla que puedo vislumbrar en el pavimento. Por primera vez creo que entiendo a Al. Estoy cansada de ser Tris. He hecho cosas malas que no puedo deshacer y que forman parte de mí. La mayor parte del tiempo, parecen ser lo único que llevo dentro.

Me inclino hacia delante, en el aire, agarrándome al lateral de la ventana con una mano. Unos centímetros más y mi peso me lanzaría contra el suelo, no podría evitarlo.

Sin embargo, no soy capaz de hacerlo. Mis padres dieron la vida porque me querían. Perder la mía sin una buena razón sería una forma terrible de pagarles el sacrificio, por muy malo que sea lo que haya hecho.

«Que la culpa te enseñe a comportarte mejor la próxima vez», diría mi padre.

«Te quiero, pase lo que pase», diría mi madre.

Parte de mí desea extirpármelos de la cabeza para no tener que seguir lamentando su muerte, pero el resto de mí teme en qué me convertiría sin ellos.

Las lágrimas me nublan los ojos; bajo de nuevo a la sala del interrogatorio.

Regreso a mi catre a primera hora de la mañana, y Tobias ya está despierto. Se vuelve y se dirige a los ascensores, y yo lo sigo porque sé lo que quiere. Estamos en el ascensor, codo con codo. Oigo un pitido en los oídos.

El ascensor baja a la segunda planta, y empiezo a temblar. Empieza en las manos, pero sigue extendiéndose por los brazos y el pecho hasta que las sacudidas me recorren el cuerpo y no puedo detenerlas. Estamos entre los ascensores, justo encima de otro símbolo de Verdad, la balanza desequilibrada. El símbolo que también está dibujado en el centro de su columna vertebral.

Se pasa un buen rato sin mirarme. Permanece de pie, con los brazos cruzados y la cabeza gacha, hasta que no lo soporto más, hasta que temo ponerme a gritar. Debería decirle algo, pero no sé qué. No puedo disculparme, ya que solo he contado la verdad y la verdad no se puede transformar en mentira. No puedo poner excusas.

—No me lo contaste —dice—. ¿Por qué?

—Porque no… —empiezo, pero sacudo la cabeza—. No sabía cómo hacerlo.

—Es bastante fácil, Tris… —responde, frunciendo el ceño.

—Ah, sí —afirmo, asintiendo—, es facilísimo. Solo tengo que acercarme y decirte: «Por cierto, le pegué un tiro a Will y ahora la culpa me está haciendo pedazos. En fin, ¿qué hay para desayunar?». ¿No? ¿No? —insisto; de repente, es demasiado, no puedo reprimirlo más; las lágrimas me llenan los ojos y chillo—: ¿Por qué no pruebas a matar a uno de tus mejores amigos y después te enfrentas a las consecuencias?

Me tapo la cara con las manos, no quiero que me vea llorar otra vez. Él me toca el hombro.

—Tris —dice, esta vez en tono amable—, lo siento, no debería fingir que lo entiendo. Lo que quería decir es que… —Hace una pausa, como buscando las palabras—. Ojalá confiaras en mí lo suficiente como para contarme esas cosas.

«Confío en ti» es lo que quiero decir, pero no es verdad. No confiaba en que me quisiera a pesar de las atrocidades que yo había cometido. No confío en que nadie lo haga, pero eso no es problema suyo, es mío.

—Quiero decir que he tenido que enterarme por Caleb de que estuviste a punto de ahogarte en un tanque de agua. ¿No te parece un poco raro?

Vaya, justo cuando iba a disculparme.

Me seco con rabia las mejillas, usando la punta de los dedos, y me quedo mirándolo.

—Hay cosas más raras —respondo, intentando parecer despreocupada—. Como no saber que la madre de tu novio, supuestamente muerta, sigue viva… hasta verla en persona. U oír por casualidad los planes de tu novio para aliarse con los abandonados, aunque no te los haya contado él mismo. Eso me parece un poco raro. —Me quita la mano del hombro—. No finjas que el problema es solo mío —añado—. Puede que yo no confíe en ti, pero tú tampoco confías en mí.

—Creía que lo hablaríamos llegado el momento —responde—. ¿Tengo que contártelo todo en cuanto pasa?

Me siento tan frustrada que soy incapaz de hablar durante unos segundos. Las mejillas me arden.

—¡Por Dios, Cuatro! —exclamo—. ¿Tú no tienes por qué contarme las cosas en cuanto pasan, pero yo sí? ¿No ves que es una estupidez?

—En primer lugar, no utilices ese nombre como un arma contra mí —dice, señalándome con un dedo—. En segundo, no estaba planeando aliarme con los abandonados, solo me lo pensaba. Si hubiera tomado una decisión, te lo habría dicho. Y en tercero, la cosa cambiaría si de verdad hubieras tenido intención de contarme lo de Will en algún momento, pero está claro que no es así.

—¡Te conté lo de Will! No fue el suero de la verdad, lo dije porque quise hacerlo.

—¿De qué me hablas?

—Estaba consciente. Con el suero. Podría haber mentido; podría habértelo ocultado. Pero no lo hice porque pensé que te merecías saber la verdad.

—¡Pues vaya forma de contármela! —exclama, frunciendo el ceño—. ¡Delante de cien personas! ¡Muy íntimo!

—Ah, así que ahora no vale con contarlo, ¿también tiene que ser en el escenario correcto? —pregunto, arqueando las cejas—. La próxima vez debería preparar un té y asegurarme de contar con la iluminación adecuada, ¿no?

Tobias deja escapar un suspiro de frustración, me da la espalda y se aleja unos pasos. Cuando regresa, le veo unas manchas en las mejillas. Que yo recuerde, jamás le había cambiado de color la cara.

—A veces no es fácil estar contigo, Tris —dice en voz baja, y aparta la mirada.

Quiero decirle que sé que no es fácil, pero que no habría sobrevivido a la última semana sin él. Sin embargo, me limito a mirarlo mientras noto los latidos del corazón en las orejas.

No puedo decirle que lo necesito, no puedo necesitarlo, punto… O, en realidad, no podemos necesitarnos, porque ¿quién sabe cuánto duraremos en esta guerra?

—Lo siento —respondo, evaporado el enfado—. Debería haber sido sincera contigo.

—¿Ya está? ¿Es lo único que tienes que decir? —pregunta con el ceño fruncido.

—¿Qué más quieres que diga?

—Nada, Tris —responde, sacudiendo la cabeza—. Nada.

Lo observo alejarse y me siento como si se hubiese abierto un vacío en mi interior, un vacío que se extiende tan deprisa que acabará rompiéndome en pedazos.