CAPÍTULO
DIEZ

Me paso la mano por la nuca para alisarme el pelo, que se me ha puesto de punta. Me duele todo el cuerpo, sobre todo las piernas, que me arden de ácido láctico, incluso cuando no me muevo. Y tampoco huelo demasiado bien, necesito una ducha.

Deambulo por el pasillo y me meto en el baño. No soy la única persona que tiene en mente darse una ducha: hay un grupo de mujeres junto a los lavabos, la mitad desnudas, la otra mitad sin inmutarse por ello. Encuentro un lavabo libre en la esquina y meto la cabeza bajo el grifo, dejando que el agua fría me caiga por las orejas.

—Hola —me saluda Susan.

Vuelvo la cabeza hacia ella, y el agua me cae por la mejilla y se me mete en la nariz. Veo que lleva dos toallas: una blanca y una gris, las dos con los bordes deshilachados.

—Hola —respondo.

—Tengo una idea —me dice.

Me da la espalda y levanta una toalla para taparme del resto del baño. Suspiro de alivio: intimidad…, o toda la intimidad posible.

Me desnudo a toda prisa y cojo la pastilla de jabón que hay al lado del lavabo.

—¿Cómo estás? —me pregunta.

—Bien —respondo, ya que sé que solo pregunta porque las normas de la facción dictan que lo haga; ojalá hablara conmigo sin cortapisas—. ¿Y cómo estás tú, Susan?

—Mejor. Therese me dijo que hay un grupo grande de Abnegación en uno de los refugios de los abandonados —responde mientras me enjabono el pelo.

—¿Ah, sí? —comento antes de volver a meter la cabeza bajo el grifo, esta vez masajeándome el cuero cabelludo con la mano izquierda para enjuagar el jabón—. ¿Piensas ir?

—Sí, a no ser que necesites mi ayuda.

—Gracias por la oferta, pero creo que tu facción te necesita más —respondo, y cierro el grifo.

Ojalá no tuviera que vestirme, hace demasiado calor para los vaqueros. Sin embargo, cojo del suelo la otra toalla y me seco rápidamente.

Me pongo la camisa roja que llevaba antes. No quiero ponerme algo tan sucio, pero no tengo alternativa.

—Sospecho que algunas de las mujeres sin facción tienen ropa de repuesto —comenta Susan.

—Seguramente tienes razón. Vale, te toca.

Me pongo con la toalla de cortina mientras Susan se lava. Me empiezan a doler los brazos al cabo de un rato, pero ella no hizo caso del dolor por mí, así que haré lo mismo por ella. El agua me salpica los tobillos cuando se lava el pelo.

—Jamás se me habría ocurrido que acabaríamos las dos en esta situación —digo al cabo de un rato—: bañándonos en el lavabo de un edificio abandonado mientras huimos de los eruditos.

—Yo creía que seríamos vecinas —comenta Susan—. Que iríamos a los acontecimientos sociales juntas y que nuestros hijos esperarían juntos en la parada del autobús.

Me muerdo el labio. Es culpa mía que eso nunca fuera posible, claro, porque elegí otra facción.

—Lo siento, no pretendía sacar el tema —dice—. Es que lamento no haberte prestado más atención. De haberlo hecho, puede que hubiese sabido por lo que estabas pasando. Actué de manera egoísta.

—Susan —respondo, riéndome un poco—, tu forma de actuar no tuvo nada de malo.

—He terminado, ¿me pasas esa toalla?

Cierro los ojos y me vuelvo para que pueda coger la toalla que tengo en las manos. Cuando Therese entra en el baño, trenzándose el pelo, Susan le pregunta si tienen ropa de repuesto.

Cuando salimos del baño, yo llevo vaqueros y una camiseta negra que me queda tan grande por arriba que se me resbala de los hombros, y Susan lleva vaqueros anchos y una camisa blanca de Candor, que se abotona hasta el cuello. Los abnegados son modestos hasta la incomodidad.

Al entrar de nuevo en la habitación grande, algunos de los abandonados salen a la calle con cubos de pintura y brochas. Los observo hasta que se cierra la puerta.

—Van a escribir un mensaje a los otros refugios —me explica Evelyn, que está detrás de mí—. En una de las vallas publicitarias. Los códigos se componen de información personal: el color favorito de alguien, la mascota de otro…

No entiendo por qué ha decidido hablarme a mí sobre los códigos de los abandonados hasta que me vuelvo y veo una expresión familiar en su rostro: es la misma de Jeanine cuando le dijo a Tobias que había desarrollado un nuevo suero que podía controlarlo; es una expresión de orgullo.

—Muy ingenioso. ¿Idea tuya? —le pregunto.

—Pues, de hecho, sí —responde, encogiéndose de hombros con indiferencia, aunque no me engaña; de indiferente, nada de nada—. Antes de abnegada era erudita.

—Ah. Supongo que no podías seguirle el ritmo al mundo académico, ¿no?

—Algo así, sí —responde, sin picar el anzuelo; hace una pausa—. Supongo que tu padre se iría por lo mismo.

Casi le doy la espalda para acabar con la conversación, pero sus palabras ejercen una presión sobre mi cabeza, como si me apretase el cerebro entre las manos. Me quedo mirándola.

—¿No lo sabías? —pregunta, frunciendo el ceño—. Lo siento, se me olvidó que los miembros de las facciones rara vez hablan sobre su procedencia.

—¿Qué? —pregunto, y se me rompe la voz.

—Tu padre nació en Erudición —explica—. Sus padres eran amigos de los de Jeanine Matthews, antes de que murieran. Jeanine y tu padre jugaban juntos de pequeños. Yo los veía intercambiar libros en el colegio.

Me imagino a mi padre, un hombre adulto, sentado al lado de Jeanine, una mujer adulta, en el comedor de mi antigua cafetería, con un libro entre ellos. La idea es tan ridícula que suelto una mezcla de carcajada y resoplido. No puede ser cierto.

Salvo que…

Salvo que él nunca hablaba de su familia ni de su niñez.

Salvo que no demostraba el típico comportamiento tranquilo de alguien nacido en Abnegación.

Salvo que su odio por Erudición era tan vehemente que tenía que haber sido personal.

—Lo siento, Beatrice —dice Evelyn—, no quería reabrir antiguas heridas.

—Sí, sí querías —la contradigo, frunciendo el ceño.

—¿Qué quieres decir…?

—Escucha con atención —la interrumpo, bajando la voz.

Vuelvo la vista atrás por si aparece Tobias, para asegurarme de que no esté escuchando. Solo veo a Caleb y a Susan en el suelo, en una esquina, pasándose una lata de mantequilla de cacahuete. Ni rastro de Tobias.

—No soy estúpida —sigo—. Sé que intentas usarlo. Y se lo diré, si es que él no lo ha averiguado ya.

—Querida niña, yo soy su familia. Soy permanente. Tú eres temporal.

—Sí, su madre lo abandonó y su padre lo molió a palos. ¿Cómo no iba a ser leal a su sangre con una familia así?

Me alejo con las manos temblorosas y me siento al lado de Caleb en el suelo. Susan está ahora en el otro extremo de la sala, ayudando a uno de los abandonados a limpiar. Mi hermano me pasa la mantequilla de cacahuete. Recuerdo las filas de plantas de cacahuete en los invernaderos de Cordialidad. Los cultivan porque tienen muchas proteínas y grasas, cosa especialmente importante para los abandonados. Saco un poco de mantequilla con los dedos y me la como.

¿Debería contarle lo que acaba de decirme Evelyn? No quiero que piense que tiene sangre de Erudición en las venas. No quiero darle ninguna razón para regresar con ellos.

Decido guardármelo, por ahora.

—Quería hablar contigo de una cosa —me dice Caleb.

Asiento mientras me despego con la lengua la mantequilla de cacahuete del paladar.

—Susan quiere ir a ver a los abnegados —sigue—. Y yo también. Además, quiero asegurarme de que no le ocurra nada, pero no quiero dejarte sola.

—No pasa nada.

—¿Por qué no vienes con nosotros? Abnegación te admitiría otra vez, estoy seguro.

Y yo también; los abnegados no son rencorosos. Pero estoy de puntillas al borde de la pena y, si regreso a la facción de mis padres, la pena me tragará entera.

—Tengo que ir a la sede de Verdad y averiguar qué está pasando —respondo, sacudiendo la cabeza—. La incertidumbre me va a volver loca —añado, fingiendo una sonrisa—. Pero tú sí deberías ir, Susan te necesita. Aunque parece que está mejor, todavía te necesita.

—Vale. Bueno, intentaré reunirme contigo pronto. Ten cuidado.

—¿No lo tengo siempre?

—No, creo que la palabra que te suele describir mejor es «imprudente».

Caleb me da un leve apretón en el hombro bueno. Me como otra puntita de mantequilla de cacahuete.

Tobias sale del baño de hombres unos minutos después; ha cambiado su camisa roja de Cordialidad por una camiseta negra, y el agua hace que le brille el pelo. Nos miramos a los ojos desde puntos opuestos de la sala, y sé que ha llegado el momento de marcharse.

La sede de Verdad es lo bastante grande como para que quepa dentro el mundo entero. O eso me parece.

Es un ancho edificio de cemento con vistas a lo que antes era el río. El cartel dice «MERC MART»; antes decía «MERCHANDISE MART», pero casi todos lo llaman el Mercado del Martirio, porque los veraces son despiadados en sus comentarios. Y ellos parecen haber adoptado el nombre. No sé qué esperar, ya que no he estado nunca dentro. Tobias y yo nos detenemos frente a las puertas y nos miramos.

—Aquí estamos —dice.

No veo nada más allá de mi reflejo en las puertas de cristal: parezco cansada y sucia. Por primera vez, se me ocurre que no tengo que hacer nada, que podríamos escondernos entre los sin facción y dejar que los demás arreglen este lío. Podríamos ser dos personas sin importancia y estar a salvo, juntos.

Todavía no me ha contado nada sobre la conversación de anoche con su madre, y no creo que vaya a hacerlo. Parece tan decidido a llegar a la sede de Verdad que me pregunto si planea algo sin mí.

No sé por qué atravieso las puertas. Puede que haya decidido que, ya que hemos llegado tan lejos, lo mejor será ver qué está pasando. Sin embargo, sospecho que es más porque sé qué es cierto y qué no. Soy divergente, así que no puedo ser alguien sin importancia, no existe ningún lugar seguro y tengo otras cosas en la cabeza, aparte de jugar a las casitas con Tobias. Y, por lo visto, lo mismo le ocurre a él.

El vestíbulo es grande y está bien iluminado, con suelos de mármol negro que llegan hasta una zona de ascensores. En el centro hay un anillo de losetas de mármol blanco que forma el símbolo de Verdad: una balanza desequilibrada, que significa que la verdad tiene más peso que la mentira. La sala está llena a rebosar de osados armados.

Una soldado osada con un brazo en cabestrillo se nos acerca, pistola en alto, apuntando a Tobias.

—Identificaos —dice; es joven, aunque no lo bastante como para conocer a Tobias.

Los otros se arremolinan detrás de ella. Algunos nos miran con aire suspicaz, el resto con curiosidad, pero lo más extraño es la luz que veo en algunos de sus ojos: nos reconocen. Puede que conozcan a Tobias, pero ¿cómo podrían reconocerme a mí?

—Cuatro —dice, y asiente hacia mí—. Y esta es Tris, los dos somos osados.

Los ojos de la soldado se abren mucho, aunque no baja la pistola.

—¿Me ayuda alguien? —pregunta; algunos de los osados dan un paso adelante, pero con precaución, como si fuésemos peligrosos.

—¿Hay algún problema? —inquiere Tobias.

—¿Estáis armados?

—Claro que estoy armado, soy osado, ¿no?

—Poned las manos detrás de la cabeza —ordena ella con mucho énfasis, como si esperara que nos negásemos; miro a Tobias: ¿por qué todos actúan como si pretendiéramos atacarlos?

—Hemos entrado por la puerta —digo, despacio—. ¿Crees que lo habríamos hecho si hubiésemos venido a haceros daño?

Tobias no me mira, se limita a llevarse los dedos detrás de la cabeza. Tras un segundo, hago lo mismo. Los soldados nos rodean, y uno de ellos cachea las piernas de Tobias, mientras otro le quita la pistola de la cintura. Un tercero, un chico de cara redonda con mejillas sonrosadas, me mira como si se disculpara.

—Llevo una navaja en el bolsillo de atrás —le digo—. Si me pones las manos encima, te arrepentirás.

Él masculla una especie de disculpa y sus dedos cogen el mango de la navaja como si fueran pinzas, procurando no rozarme.

—¿Qué está pasando? —pregunta Tobias.

La primera soldado intercambia algunas miradas con los demás.

—Lo siento —dice—, pero se nos ordenó que os detuviéramos en cuanto llegarais.