Despierto con su nombre en los labios.
Will.
Antes de abrir los ojos, lo veo derrumbarse de nuevo sobre la acera. Muerto.
Obra mía.
Tobias está agachado frente a mí, con una mano apoyada sobre mi hombro izquierdo. El tren salta sobre los raíles, y Marcus, Peter y Caleb se encuentran junto a la puerta. Respiro profundamente y contengo el aliento para intentar liberar parte de la presión que se me acumula en el pecho.
Hace una hora, nada de lo ocurrido me parecía real. Ahora, sí.
Dejo escapar el aire, aunque la presión sigue ahí.
—Tris, vamos —dice Tobias, buscando mi mirada—, tenemos que saltar.
La oscuridad nos impide ver dónde nos encontramos, pero, si nos bajamos, será porque estaremos cerca de la valla. Tobias me ayuda a ponerme en pie y me guía a la puerta.
Los otros saltan de uno en uno: primero Peter, después Marcus y después Caleb. Le doy la mano a Tobias. Se levanta más viento cuando nos ponemos al borde del tren, como si una mano me empujara hacia el interior, hacia la seguridad.
Sin embargo, nos lanzamos a la oscuridad y nos damos un buen golpe al aterrizar en el suelo. Noto el impacto en la herida de bala del hombro y me muerdo el labio para no gritar mientras busco con la mirada a mi hermano.
—¿Bien? —pregunto cuando lo veo sentado en la hierba, a pocos metros de mí, restregándose la rodilla.
Él asiente con la cabeza, aunque lo oigo sorberse los mocos, como si intentara reprimir las lágrimas, y no me queda más remedio que mirar hacia otro lado.
Hemos aterrizado en la hierba cercana a la valla, a varios metros del desgastado camino que recorren los camiones de Cordialidad para repartir comida a la ciudad y de la puerta que los deja salir…, la puerta que está cerrada en estos momentos, impidiéndonos entrar. La valla se yergue ante nosotros, demasiado alta y flexible para treparla, demasiado resistente para derribarla.
—Se supone que debería haber guardias de Osadía —comenta Marcus—. ¿Dónde están?
—Seguramente estaban en la simulación —dice Tobias—. Y ahora están… —empieza, pero hace una pausa—. Quién sabe dónde haciendo quién sabe qué.
Detuvimos la simulación (me lo recuerda el peso del disco duro que llevo en el bolsillo de atrás), pero no nos paramos a ver los resultados. ¿Qué ha pasado con nuestros amigos, nuestros colegas, nuestros líderes y nuestras facciones? No hay forma de saberlo.
Tobias se acerca a una cajita metálica situada en el lateral de la puerta, la abre y deja al descubierto un teclado numérico.
—Esperemos que a los eruditos no se les ocurriera cambiar la configuración —dice mientras teclea una serie de números; se detiene en el octavo, y la puerta se abre.
—¿Cómo sabías eso? —pregunta Caleb; se le nota tal emoción en la voz que me sorprende que no se ahogue al decirlo.
—Trabajaba en la sala de control de Osadía, supervisando el sistema de seguridad. Solo cambiamos los códigos dos veces al año —explica Tobias.
—Qué suerte —dice Caleb, mirándolo con recelo.
—La suerte no tiene nada que ver con esto. Solo trabajaba allí porque quería asegurarme de poder salir.
Me estremezco. Habla de salir como si pensara que estábamos atrapados. Nunca se me había ocurrido analizarlo desde ese punto de vista, y ahora me siento tonta.
Caminamos muy juntos, Peter con el brazo ensangrentado pegado al pecho (el brazo en el que le pegué un tiro) y Marcus con la mano en el hombro de Peter para ayudarlo a mantener el equilibrio. Caleb se seca las mejillas cada pocos segundos, y sé que está llorando, aunque no sé cómo consolarlo; ni siquiera sé si yo también lloro.
En vez de acercarme a él, lidero la marcha con Tobias a mi lado, y, aunque no me toca, su presencia me mantiene firme.
Los primeros indicios de que nos acercamos a la sede de Cordialidad son unos puntitos de luz. Después se transforman en cuadrados de luz que, a su vez, pasan a ser ventanas iluminadas: un grupo de edificios de madera y cristal.
Antes de llegar, tenemos que atravesar un huerto. Se me hunden los pies en el suelo, y las ramas se montan unas sobre otras formando una especie de túnel por encima de mi cabeza. Unos frutos oscuros cuelgan entre las hojas, listos para caer. El olor acre y dulce de las manzanas pasadas se mezcla con el aroma de la tierra mojada.
Cuando nos acercamos, Marcus se aparta de Peter y se pone delante.
—Sé adónde ir —afirma.
Dejamos atrás el primer edificio y vamos hacia el segundo por la izquierda. Todos los edificios, salvo los invernaderos, están construidos con la misma madera oscura sin pintar, basta. Oigo risas a través de una ventana abierta. El contraste entre las risas y el silencio pétreo de mi interior es inmenso.
Marcus abre una de las puertas. Me habría sorprendido la falta de seguridad de no encontrarnos en la sede de Cordialidad; a menudo cruzan la línea entre la confianza y la estupidez.
En este edificio está todo en silencio, salvo los chirridos de nuestros zapatos. Ya no oigo llorar a Caleb, pero tampoco es que antes hiciera mucho ruido.
Marcus se detiene delante de un cuarto abierto, donde Johanna Reyes, representante de Cordialidad, está sentada, mirando por la ventana. La reconozco porque es difícil olvidar su cara, ya la hayas visto una o mil veces. Una gruesa cicatriz le recorre la cara desde encima de la ceja derecha hasta los labios; por culpa de ella está ciega de un ojo y cecea un poco al hablar. Solo la he oído hacerlo una vez, pero me acuerdo. Habría sido una mujer preciosa, de no ser por la cicatriz.
—Oh, gracias a Dios —dice cuando ve a Marcus; camina hacia él con los brazos abiertos, pero, en vez de abrazarlo, le toca los hombros, como si recordara que los abnegados no aprecian mucho el contacto físico—. Los otros miembros de vuestro grupo llegaron hace unas horas, pero no sabían si lo habríais conseguido —explica.
Se refiere al grupo de Abnegación que estaba con mi padre y Marcus en el refugio. Ni siquiera se me había ocurrido preocuparme por ellos.
Johanna mira más allá de Marcus, primero a Tobias y a Caleb, después a Peter y a mí.
—Oh, no —dice al detener la mirada en la sangre que empapa la camiseta de Peter—. Iré a por un médico. Puedo daros permiso para pasar la noche aquí, aunque mañana habrá que reunir a la comunidad para tomar una decisión conjunta. Y… —añade, mirándonos a Tobias y a mí— seguramente no les entusiasmará la presencia de osados en nuestro complejo. Por supuesto, os pido que entreguéis las armas que llevéis encima.
De repente, me pregunto cómo sabe que soy osada. Todavía tengo puesta una camisa gris. La camisa de mi padre.
En ese momento me llega el olor de mi padre, que es una mezcla de jabón y sudor a partes iguales; su recuerdo me llena, me inunda. Aprieto los puños con tanta fuerza que me clavo las uñas. «Aquí no, aquí no», me repito.
Tobias entrega su pistola, pero, cuando me llevo la mano a la espalda para sacar la que llevo oculta, me coge la mano para apartármela y entrelaza sus dedos con los míos, ocultando lo que acaba de hacer.
Sé que lo más inteligente es quedarnos con una de las pistolas, aunque me habría aliviado entregarla.
—Me llamo Johanna Reyes —se presenta, ofreciéndonos la mano a Tobias y a mí, un saludo de Osadía; me impresionan sus conocimientos sobre las costumbres de las demás facciones, siempre se me olvida lo considerados que son los cordiales hasta que lo veo en persona.
—Este es T… —empieza Marcus, pero Tobias lo interrumpe.
—Me llamo Cuatro —dice—. Estos son Tris, Caleb y Peter.
Hace unos días, yo era la única osada que conocía su verdadero nombre; me había entregado esa parte de él. Una vez fuera de Osadía, recuerdo por qué ocultó ese nombre al mundo: porque lo unía a Marcus.
—Bienvenidos al complejo de Cordialidad —nos saluda Johanna, mirándome fijamente con una sonrisa torcida—. Permitid que nos ocupemos de vosotros.
Y eso hacemos. Una enfermera de Cordialidad me da un ungüento (desarrollado por los eruditos para acelerar la curación) y me recomienda que me lo ponga en el hombro; después acompaña a Peter a la zona de hospital para mirarle el brazo. Johanna nos lleva a la cafetería, donde nos encontramos con algunos de los abnegados que estaban en el refugio con Caleb y mi padre. Susan está aquí, y también algunos de nuestros antiguos vecinos, además de unas cuantas filas de mesas de madera tan largas como la misma habitación. Todos nos saludan (sobre todo a Marcus) con lágrimas contenidas y sonrisas reprimidas.
Me aferro al brazo de Tobias; flaqueo bajo el peso de los miembros de la facción de mis padres, de sus vidas, de sus lágrimas.
Uno de los abnegados me pone una taza de líquido humeante bajo la nariz y dice:
—Bébete esto, te ayudará a dormir, igual que nos ayudó a algunos de nosotros. Sin sueños.
El líquido es rojo rosáceo, como las fresas. Acepto la taza y me lo bebo rápidamente. Por unos segundos, el calor del líquido me hace sentir llena de nuevo. Al apurar las últimas gotas, me relajo. Alguien me conduce por el pasillo hasta una habitación con una cama. Y ya está.