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La investigación había llegado a un momento crítico, y el inspector jefe Chen sabía que debía tomar una decisión.

Pero, en lugar de tomarla, decidió visitar a su madre.

Al menos por el momento, Chen quería apartar de su mente todos los pensamientos confusos y contradictorios que lo acechaban, por apremiante que fuera la situación. No conseguía sustraerse a la sensación de que éste sería su último caso. Todas las personas involucradas en él tenían mejores contactos y eran mucho más poderosas que un simple inspector jefe. Esa sensación se había ido intensificando a lo largo de los últimos días a medida que Chen recopilaba datos sueltos, entre los que se incluía, paradójicamente, la conversación que había mantenido con Sheng, el oficial de Seguridad Interna con el que se había encontrado en el Hotel de la Ciudad. La hipótesis que se había inventado para amedrantar a Sheng resultó ser premonitoria.

Contuviera lo que contuviera el lápiz de memoria, el inspector jefe podía optar por no hacer nada: nadie sabía lo que había descubierto en el despacho de Zhou. Chen era un mero asesor en el caso, los altos cargos del Partido no esperaban que él lo resolviera. Tampoco tenía que desempeñar ninguna misión secreta para el camarada Zhao, pese al poema que éste le había enviado. Las luchas de poder que se libraban en la Ciudad Prohibida le resultaban tan incomprensibles como carentes de interés. Quizá fuera mejor comportarse como un poli normal y corriente.

Pero ¿lo lograría? Chen no estaba seguro. Puede que ni siquiera le permitieran conservar su cargo de inspector jefe.

Por otra parte, podía entregar el lápiz de memoria a sus superiores inmediatos, como un miembro leal del Partido que creía en el sistema. Sin embargo, no pudo evitar estremecerse al pensarlo.

Pese a que el verano estaba aún en sus inicios, el día era extremadamente caluroso. Al levantar la cabeza, Chen divisó las flores rojas de albaricoquero que se extendían a lo largo de una pared blanca en la calle Zuzhou, sacudidas por una brisa racheada.

El inspector jefe desconocía tantos detalles que le era imposible analizar la situación debidamente. Pensó una vez más en la metáfora del ciego que cabalga un caballo ciego hasta un lago insondable en una noche oscura. Cualquier paso que pudiera dar le parecía azaroso y carente de dirección. O lo que era aún peor: cualquier paso podría provocar una situación política que acabara yéndosele de las manos.

Aunque decidiera hacer lo que se esperaba de él por su cargo de inspector jefe y asumiera todos los riesgos, ¿qué les sucedería a sus seres queridos, particularmente a su madre, anciana y enferma?

Casi sin proponérselo, Chen se encaminó hacia su antiguo barrio. Al igual que el resto de Shanghai, la zona también había sufrido una transformación, aunque limitada a los nuevos puestos de comida, restaurantes y tiendas de conveniencia que iban apareciendo aquí y allá. Cerca de la calle Jiujiang, el inspector jefe vio un nuevo pizarrón blanco colocado en la esquina de la bocacalle, en el que habían escrito la frase «Construir una sociedad armoniosa».

Era otro recordatorio de que, como policía y como miembro del Partido, su función consistía únicamente en controlar posibles daños. Tal y como instaban una y otra vez los editoriales del Diario del Pueblo, todo lo que Chen hiciera debía ir supuestamente en pro de una «sociedad armoniosa».

Pero ¿cómo podía desempeñar él semejante tarea?

Chen atajó a través de un callejón por el que solía pasar a menudo años atrás. No le sorprendió demasiado notar que una gota de agua le salpicaba la frente. Al levantar la cabeza vio una hilera de prendas recién lavadas de vivos colores. La ropa goteaba desde las cañas de bambú que alguien había colocado a modo de tendedero. Era otro mal augurio para su misión. Según una superstición popular, traía mala suerte pasar por debajo de prendas íntimas femeninas, y ya no digamos si goteaban desde lo alto…

—¡Joder! ¡Qué asco!

Chen se sobresaltó al oír el juramento de un hombre de mediana edad que comía un gran cuenco de arroz. El hombre, que acababa de escupir una gamba al suelo, sacudía la cabeza como un tamborcillo chino.

A su lado, una anciana inclinada sobre un lavadero comunitario le dirigió una mirada inquisitiva a la gamba.

—¡Vaya! La han sumergido en formol para que parezca una gamba blanca de Wuxie.

—¡Menuda mierda, joder! Sabe igual de mal que el presidente Mao.

—¿Cómo dice?

—¿No lo conservan todavía en formol en su ataúd de cristal? —El hombre se levantó indignado y echó el resto de la comida enérgicamente a un cubo de basura sin tapa—. ¡Menudo castigo!

—Venga ya. Cuando gobernaba el presidente Mao usted no hubiera podido comer gambas como ésta.

—Eso es cierto. Entonces no se encontraban gambas de ninguna clase en el mercado.

Últimamente se había puesto de moda el «redescubrimiento» de las casas shikumen y de los callejones longtang, lo cual era probable que no fuera más que un mito nostálgico evocado por algunos de los «ya ricos», quienes anhelaban que el modo de vida tradicional aún fuera viable.

Ahora que la brecha entre los ingresos y el modo de vida de ricos y pobres no dejaba de aumentar, que la corrupción y las injusticias flagrantes se extendían por todas partes, y que los productos químicos nocivos abundaban en los alimentos cotidianos, ¿cómo podían los ciudadanos corrientes sentarse tranquilamente frente a sus casas en un callejón mugriento, al igual que en la escena de una fotografía antigua?

Los vecinos de este barrio ansiaban abandonar uno de los rincones más olvidados de la ciudad para mudarse a los nuevos bloques de pisos, pero estaban irremediablemente atrapados en la miseria.

Chen vio un puesto de fruta cerca de la vivienda de su madre. Junto al puesto, un hombre de cabello gris reposaba despatarrado en una silla desvencijada, cuyo ratán original había sido sustituido por cuerdas de nailon y por cualquier otro material que sirviera para conservarla con una forma reconocible. Sobre la cara, el hombre tenía abierto un periódico con un titular parcialmente legible: «Leer […] Paraíso de la Inteligencia». Los pies, enfundados en gruesos calcetines, le colgaban justo por encima de la acera llena de colillas. Parecía totalmente ajeno a lo que sucedía a su alrededor, pero saludó a Chen con la cabeza de forma mecánica, como un soldadito de cuerda.

El inspector jefe lo reconoció como un antiguo compañero de clase de su escuela primaria. Años atrás lo despidieron de su empleo en una fábrica, y ahora se ganaba la vida a duras penas con su puesto de fruta. Permanecía allí sentado todos los días, sin apenas moverse, como si se estuviera convirtiendo lentamente en parte del mobiliario urbano. Chen se detuvo frente a su puesto, le compró dos cestitas de bambú —una con manzanas y otra con naranjas— y a continuación se encaminó hacia la casa de su madre.

Con las cestas en la mano, dio unos golpes en la puerta.

Gracias a la ayuda del comité vecinal, su madre se había trasladado desde la buhardilla hasta una habitación esquinera de tamaño similar situada en la primera planta. El comité vecinal no la cuidaba con tanto esmero por haber sido una buena vecina durante tantos años, sino porque su hijo era ahora un «pez gordo» en el aparato del Partido. Dado que aún se mostraba reacia a vivir con él, o a abandonar su viejo barrio, la influencia que conllevaba su cargo era todo lo que Chen podía ofrecerle.

Después de llamar a la puerta con los nudillos un par de veces, Chen la abrió y entró en la habitación. Vio a su madre dormitando en una hamaca de bambú, junto a una minúscula mesita sobre la que reposaba una taza de té verde. La anciana dormía plácidamente, pero le pareció muy sola bajo el repentino haz de luz que entró a través de la puerta. Su madre era un poco sorda y no lo había oído llamar. Tras despertarse cuando el sol le dio en los ojos, la mujer levantó la mirada y se sorprendió al verlo en la habitación.

—¡Qué contenta estoy de que hayas podido venir hoy, hijo! Pero no tenías por qué comprarme nada, te aseguro que estoy bien —dijo su madre, e intentó incorporarse con la ayuda de un bastón de bambú que tenía una cabeza de dragón tallada en el mango—. ¿Por qué no has llamado antes?

—Tenía que hacer una gestión en el edificio del gobierno municipal, así que decidí pasar un momento a verte en el camino de vuelta.

—¿Pasa algo?

—Nada en particular, pero el mes que viene será tu cumpleaños. Tenemos que hacer algo para celebrarlo, madre, y quería hablarlo contigo.

—Una vieja como yo no tendría por qué celebrar su cumpleaños. Pero las cosas han cambiado mucho, varios de tus amigos me han llamado para decirme que me quieren organizar una fiesta.

—Ya lo ves, todo el mundo quiere colaborar.

—Peiqin vino ayer y me preparó varios platos especiales. Es muy amable de su parte. No tenía que haber venido, porque ya me ayuda la asistenta, pero Peiqin insistió en que siga una dieta especial y sugirió que podía cocinar ella esta vez. El otro día también se pasó por aquí Nube Blanca y me dijo que compraría una gran tarta para la fiesta de cumpleaños.

—Las dos se portan muy bien contigo —afirmó Chen, sintiéndose aún más culpable al mencionar su madre a Peiqin y a Nube Blanca.

Lo único que lamentaba la anciana en este mundo de polvo rojo era que su hijo continuara soltero. En su opinión, Peiqin había sido siempre una esposa modélica, y Nube Blanca fue, en un momento dado, una posible candidata. Chen no había visto a Nube Blanca en bastante tiempo, aunque aún pensaba en ella de vez en cuando. El distanciamiento que se había producido entre ambos era culpa suya, se dijo Chen al recordar una canción que la muchacha le había cantado en una sala de karaoke casi a oscuras.

Te gusta decir que eres un grano de arena

que a veces, juguetón, me entra en los ojos.

Prefieres que llore sola a que te ame,

y entonces desapareces de nuevo con el viento

como un grano de arena…

Era una pieza muy sentimental titulada Arena sollozante, de la que aún recordaba la melodía. La gente siempre se pone sentimental cuando ya es demasiado tarde.

Chen cogió una manzana y comenzó a pelársela a su madre. Al colocarla en un plato sobre la mesita, casi volcó la taza de té.

Puede que visitarla no fuera más que un intento de retrasar la decisión crucial que debía tomar.

—Hay algo que te preocupa, hijo —dijo ella cogiendo un trozo de manzana y empujándolo hacia Chen.

—No, estoy bien, pero tengo mucho trabajo. Todo es muy complicado en la sociedad actual.

—Este mundo es demasiado nuevo, y cambia de forma demasiado caprichosa para una vieja como yo. Últimamente he estado leyendo las escrituras budistas, ¿sabes? Allí pone que a la gente puede que le cueste entender las cosas. Eso se debe, sencillamente, a que todo son apariencias: como un sueño, como una burbuja, como una gota de rocío, como un relámpago. Y así eres tú también.

—Cuánta razón tienes, madre.

—Puede que también sea como un cuadro. Cuando lo observas muy atentamente, no puedes verlo con la suficiente perspectiva. Nunca te ves a ti mismo en el cuadro. Pero si lo miras desde cierta distancia, quizá te des cuenta de algo en lo que no te habías fijado antes. La iluminación llega cuando uno ya no forma parte de nada.

El comentario de su madre le recordó algunos versos de Su Shi, un poeta de la dinastía Song, pero ella había llegado a sus conclusiones a partir de las escrituras budistas. Chen se alegraba de que su madre conservara la perspectiva y se mantuviera lúcida, pese a su frágil salud. Pero, por otra parte, había algo en su comentario que le resultaba inquietante.

—Recuerdo una de las citas preferidas de tu padre: «Hay cosas que un hombre hará, y cosas que un hombre no hará» —dijo la anciana—. Es así de sencillo, y no tiene vuelta de hoja.

Se trataba de una cita de Confucio. El difunto padre de Chen fue un prestigioso erudito neoconfuciano que se había marcado a sí mismo esos límites, y que, en consecuencia, sufrió enormemente durante la Revolución Cultural.

¿Cuáles eran los límites que debería marcarse el inspector jefe Chen en la actualidad?

Su madre no tardó mucho en fatigarse. Comenzó a bostezar repetidamente, y ni siquiera se acabó la manzana que Chen le había pelado. El cansancio podría perjudicar su recuperación, por lo que Chen no quiso aumentar el malestar de su madre prolongando su visita. Así que se despidió de ella y cerró la puerta con cuidado al marcharse.

Mientras caminaba por el barrio, el inspector jefe se dio cuenta de que varios transeúntes lo miraban con curiosidad. Puede que algunos lo hubieran reconocido, así que siguió andando con la cabeza gacha. No tardó en llegar a la calle Yun’nan, donde se detuvo y aguardó a que cambiara el semáforo antes de cruzar.

Según el existencialismo, el que toma una decisión debe aceptar las consecuencias. De ahí proviene la libertad. Pero ¿qué sucede cuando esa decisión trae consecuencias para otras personas?

Como su madre, por ejemplo.

El semáforo se puso verde.

Al mirar hacia arriba, Chen vio un edificio relativamente alto cuyo nombre pintado en oro, Ruikang, relucía en la fachada. No era un edificio especialmente nuevo o lujoso, pero, debido a su excelente ubicación, en el mercado actual un metro cuadrado en esta zona costaría como mínimo treinta mil yuanes.

Entonces recordó que Lianping vivía en ese edificio. Quedaba cerca del de su madre, como le había dicho la periodista, y a sólo una manzana del Gran Mundo, un centro recreativo construido hace casi cien años que ahora estaba cerrado por reformas. Pese a no ser oriunda de Shanghai, a Lianping le iban muy bien las cosas. Tenía un piso en el centro de la ciudad y un coche propio de lujo, ambos símbolos evidentes del sueño de Shanghai.

Chen echó un vistazo alrededor, pero no vio el coche de Lianping. Puede que estuviera aparcado en la parte trasera del edificio. No le apetecía visitar a la periodista en aquel momento, pero le sorprendió que sus pensamientos volvieran a ella una y otra vez pese a encontrarse sumido en una crisis existencial.

Puede que pensara en ella por toda la ayuda que le había prestado a lo largo de la investigación. Le impresionaron sus cínicas críticas de la corrupción desatada en el socialismo con características chinas, aunque sólo hacía un par de semanas que la conocía, y un par de días que sabía su nombre auténtico, Lili. El inspector jefe era más que consciente de todo lo que los separaba, desde sus orígenes familiares hasta sus opiniones sobre la sociedad, por no mencionar la diferencia de edad que existía entre ambos. Aun así, era evidente que Lianping ya había dejado huella en su trabajo policial: no sólo le había proporcionado una serie de conocimientos básicos sobre el mundillo de internet, sino que también le había dado una idea general sobre cómo lo usaba la gente para resistir y sacar a la luz la corrupción. Fue también ella quien le sugirió que viajara a Shaoxing, y antes de eso lo ayudó a concertar el encuentro con Melong. Tanto el viaje como el encuentro acabarían afectando el curso de su investigación.

Una vez más, intentó evitar pensar en Lianping por motivos que fueran más allá de lo estrictamente profesional. Tras recorrer la calle Guangxi, el inspector jefe se detuvo de pronto en la esquina con la calle Jinling, frente a un cibercafé llamado El Caballo Volador. Desde allí le habían enviado a Melong el correo con la fotografía adjunta, tal y como mencionó el oficial Sheng. La tarde en que Chen conoció a Melong, en el restaurante de fideos «del otro lado del puente», el administrador del foro le comentó que el cibercafé se encontraba en aquella zona.

Junto al cibercafé había una herboristería china. Una hilera de gente aguardaba frente a ella, tapando la entrada al cibercafé. Como la mayoría de establecimientos de ese tipo, El Caballo Volador permanecía abierto las veinticuatro horas del día. A través de la hilera de gente, Chen vio que la puerta estaba entreabierta.

De repente cayó en la cuenta de que se le podía haber pasado algo por alto. La idea lo paralizó y no pudo evitar estremecerse. Cruzó la calle y entró en el cibercafé. En recepción, una muchacha menuda le pidió su documento de identidad con un bostezo. Al igual que en otros cibercafés, aquí también se observaba la nueva norma que exigía a los usuarios proporcionar un documento de identidad y firmar en el registro.

Chen le mostró su placa policial y señaló el registro.

—Necesito hacer una copia de todas las firmas de este mes.

La muchacha parpadeó, como si se esforzara por salir de su aletargamiento.

—Mi jefe no volverá hasta las ocho.

—No te preocupes por él. Aquí tienes mi tarjeta. Dile que me llame si quiere hablar conmigo, pero ahora dame el registro. Seguro que tienes una fotocopiadora en el despacho, y sólo me llevará unos diez minutos copiar las páginas que necesito. Te pagaré lo que haga falta.

La muchacha vaciló unos instantes y luego pulsó un botón para llamar al propietario, el cual llegó enseguida al mostrador de recepción. Era un hombre corpulento, de cabeza grande y anchas espaldas. Parecía estupefacto de ver a Chen, al que había reconocido.

—¿Qué viento lo ha traído hoy hasta aquí, jefe?

—Así que es usted, Cabeza de Hierro Diao. Ése es su apodo, ¿no?

—Caramba, aún se acuerda de mí. Fuimos a la misma escuela primaria, pero usted iba un curso por delante del mío. Ahora es todo un personaje —afirmó Cabeza de Hierro Diao con tono obsequioso—. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Déjeme ver el registro.

—¿Éste? —preguntó Diao, entregándoselo a Chen.

El inspector jefe echó un vistazo a las dos primeras páginas. El registro parecía nuevo, y la primera anotación era de hacía sólo tres días.

—Déjeme ver los dos anteriores a éste.

—Claro —respondió Cabeza de Hierro Diao, buscando debajo del mostrador y sacando dos registros más.

—¿Hay algún sitio donde pueda hojearlos tranquilamente? —preguntó Chen.

—Venga a mi despacho, está en la buhardilla.

Sin más preámbulos, Cabeza de Hierro Diao lo condujo hasta la parte trasera del local y luego subieron por una escalera tambaleante. En el despacho había un escritorio, así como una fotocopiadora.

—Es todo suyo —ofreció Cabeza de Hierro Diao antes de bajar por la escalera chirriante—. Quédese todo el tiempo que quiera.

El despacho era en realidad un altillo reconvertido: pequeño y mal iluminado, pero lo suficientemente aislado para permitir a Chen llevar a cabo sus comprobaciones sin que lo molestara nadie. Además, tenía un monitor de vigilancia que ofrecía imágenes de todo el establecimiento. El inspector jefe podía observar lo que sucedía en la planta baja, pero nadie podía ver lo que hacía él en el despacho.

Comenzó a repasar las anotaciones. El segundo registro cubría todo el periodo que quería comprobar. Sólo le llevó cinco o seis minutos encontrar la fecha, la franja horaria y un nombre, aunque no correspondía al número de ordenador desde el que le habían enviado el correo con la foto a Melong.

Había conseguido hacer encajar otra pieza del rompecabezas.

Con los ojos clavados en la página, Chen suspiró profundamente.

Luego dirigió la mirada al monitor de vigilancia, que mostraba a Cabeza de Hierro Diao yendo de un lado a otro del cibercafé, fumando y mirando hacia arriba furtivamente. Diao caminaba con la cabeza gacha, como si lo abrumaran las preocupaciones.

A continuación Chen hizo algo muy poco habitual en él: arrancó un par de páginas del registro y se las metió en el bolsillo. Se sorprendió a sí mismo, puesto que era algo que, tan sólo un minuto antes, ni se le hubiera ocurrido hacer.

Era una reacción poco profesional e injustificable, especialmente viniendo de un policía.

Sin embargo, ciertas cosas eran más importantes que su cargo policial, se apresuró a decirse a sí mismo. Y puede que, después de todo, no tuviera que preocuparse demasiado por lo que acababa de hacer. ¿Quién iba a echar en falta un par de páginas arrancadas de un registro que ya no era vigente?

Cerró los registros, bajó por la escalera y se los devolvió a Cabeza de Hierro Diao.

Al salir del cibercafé, donde Cabeza de Hierro Diao aún lo saludaba desde la puerta sin dejar de sonreír, Chen cayó en la cuenta de que no había firmado en el registro. Puede que fuera mejor así. Al igual que el otro día en el cibercafé de Pudong, siempre había lagunas jurídicas en las normas.

Desde la esquina divisó a un hombre harapiento de cabello blanco que salía arrastrando los pies de un sórdido callejón situado al otro lado de la calle Yun’nan, pese a que, según una superstición popular, la gente debería evitar caminar bajo ropa mojada. En este caso, las prendas colgaban de cañas de bambú que se entrecruzaban en lo alto del callejón. Pero ¿qué otra cosa podía hacer un anciano que avanzaba con dificultad, apoyándose en un bastón de bambú? El hombre, que posiblemente había nacido, se había criado y había envejecido en ese mismo callejón estrecho, habría tenido que entrar y salir de allí día tras día, y posiblemente viviría en la miseria hasta el fin de sus días.

Cuando Chen estaba a punto de cruzar la calle, un BMW descapotable negro que circulaba a toda velocidad por la calle Jinling lo salpicó de barro.

—¡Estás ciego! —gritó el joven conductor, con una mano en el volante y la otra en el hombro de una esbelta muchacha. La chica estaba tendida a su lado, con las piernas desnudas estiradas como raíces de loto.

Lo deprimía que semejantes contrastes se hubieran convertido en escenas habituales en Shanghai.

Puede que sí que estuviera ciego. En aquellos momentos, el inspector jefe Chen no tenía ni la más remota idea de adónde se dirigía. Una llamada de Bao el Joven desde la Asociación de Escritores interrumpió sus reflexiones.

—Ya lo tengo, maestro Chen —dijo Bao el Joven casi sin aliento—. Y algo más. Algo que va a sorprenderlo. O, al menos, eso espero.