Veinte minutos después, Chen se metió en una cabina telefónica de la calle Yan’an, echó un vistazo rápido a su alrededor y marcó el número del móvil que le había dado Fang.
Cuando ésta respondió, el inspector jefe no se entretuvo en saludarla.
—Le advertí que no llamara a sus padres —le espetó.
Pese a las advertencias de Chen, Fang había llamado a sus padres a Shanghai desde un teléfono público situado cerca del Templo Dayu, como si fuera una turista extraviada y solitaria.
—Estoy sola aquí, en la casa que él me compró, rodeada de sus recuerdos y del eco de mis pasos. Ya no lo soporto más.
—Pero el teléfono de sus padres en Shanghai estaba pinchado —repuso Chen—. Ahora saben que se encuentra en Shaoxing. Sólo es cuestión de tiempo que localicen su casa. Tiene que irse de allí lo antes posible.
—¿Adónde?
—A cualquier parte. Lejos de Shaoxing. Sé que su situación es muy difícil, pero no puede caer en manos de esta gente. Lo que le pasó a Zhou no debería pasarle a usted.
—Pero ¿durante cuánto tiempo tengo que esconderme y esperar? —Fang siguió hablando sin aguardar a que Chen respondiera—. ¿Ha habido alguna novedad en Shanghai?
—Hemos hecho algunos progresos, pero…
—El otro día —interrumpió Fang— me pidió que le dijera si recordaba algo poco habitual, cualquier cosa sobre Zhou antes de que lo sometieran a la detención shuanggui. He estado pensando en ello y creo que podría haber algo, pero no estoy segura.
—¿Sí?
—Hay un pequeño dormitorio contiguo a su despacho. Zhou solía trabajar hasta muy tarde, así que algunas veces pasaba la noche allí. Una tarde, después de que colgaran más fotos suyas en internet, me dio la impresión de que estaba muy deprimido. Quiso que fuéramos juntos a aquel dormitorio y me pidió que, entre otras cosas, bailara para él.
—¿Como en una parodia del Poderoso Rey de Chu? —preguntó Chen. Zhou debía de ser consciente del desastre que se avecinaba y reaccionó como el rey de Chu, el cual pidió que su concubina imperial favorita bailara para él antes de partir a combatir en su última batalla.
—He visto la película basada en esa historia. Creo que se titula Adiós a mi concubina. Yo no bailo demasiado bien, pero Zhou insistió tanto que bailé para él una danza del carácter de la lealtad. Él se puso a tatarear una canción con citas de Mao, mientras encendía un cigarrillo tras otro como si se fuera a acabar el mundo…
»A la mañana siguiente, cuando llegué a la oficina, quiso que sacara a la calle una gran bolsa de basura. Me pareció raro que me lo pidiera porque, por lo general, de eso se ocupaba la mujer de la limpieza. Dijo que quería que lo hiciera yo porque iba a tener visitas importantes aquella mañana. Y así fue, se presentaron antes incluso de que Zhou volviera de desayunar en la cafetería del departamento.
—¿Quién se presentó en el despacho aquella mañana?
—Jiang y su brigada del gobierno municipal. Nada más comprobar que Zhou no estaba en su despacho se dirigieron directamente a la cafetería y se lo llevaron de allí a la fuerza.
—Entonces, ¿la brigada de Jiang llegó antes que la del Comité Disciplinario Municipal?
—Sí. Todo fue muy repentino.
—¿Y qué pasó con la bolsa de basura?
—Antes de tirarla, eché un vistazo a lo que había dentro, pero sólo había cenizas.
—Puede que Zhou hubiera quemado algunos documentos durante la noche. ¿No había nada más?
—Bueno, no sólo había cenizas, también había algunos trocitos de plástico rotos.
—¿Dónde la tiró?
—En un gran cubo de basura que hay fuera de la oficina.
—¿Lo supo la brigada municipal?
—No. Como se armó tal jaleo en la oficina, nadie prestó atención al cubo de basura. Volví a mirar lo que había dentro al día siguiente y vi que se lo habían llevado todo. El cubo estaba vacío.
—¿Qué puede decirme sobre esos trozos de plástico? —preguntó Chen mirándose el reloj.
—Parecían trocitos de un bolígrafo de plástico. Quizá Zhou lo rompió porque estaba nervioso. Eran de color rojo vivo. No recuerdo haber visto nunca un bolígrafo así en la oficina, aunque en aquel momento no me extrañó.
—¿Se fijó en si había algún objeto roto en la oficina, o en si faltaba algo?
—No, nada.
—¿Volvió alguna vez a la oficina después de que sometieran a Zhou a la detención shuanggui?
—No. Yo trabajaba en un cubículo contiguo a su despacho. Aquella mañana hicieron un registro a fondo y se llevaron muchas cosas, incluso los ordenadores y todos los archivos. Después precintaron su despacho. También registraron mi cubículo, y unos cuantos hombres volvieron una semana más tarde y lo registraron de nuevo.
Así que fue la brigada municipal de Jiang la que llevó a cabo el registro durante la primera mañana. Aquello no tenía nada de sorprendente. Tanto si encontraron algo como si no, Jiang no le mencionó nada a Chen.
—Una semana más tarde. Eso sería después de la muerte de Zhou, ¿verdad?
—Sí.
¿Qué estarían buscando?, se preguntó Chen. Fuera lo que fuese, todavía iban tras ello. Fang ya le había mencionado esa posibilidad cuando hablaron en Shaoxing.
El inspector jefe vio que en la pantalla de su móvil aparecía el mensaje de que a la tarjeta se le acababa el tiempo.
—Lo siento, no me quedan más minutos en la tarjeta. Tengo que irme, pero la llamaré de nuevo, Fang.
Bien entrada la tarde, Chen llegó al edificio del gobierno municipal. Por lo general solía mostrar su documento de identidad y después pasaba rápidamente por el control de seguridad. El guardia se limitaba a saludarlo con la cabeza, y nunca se molestaba en preguntarle el motivo de su visita. Documento de identidad en mano, Chen se limitó a firmar en el registro.
En lugar de subir en ascensor directamente hasta el despacho de Zhou, Chen se dirigió a un pequeño restaurante situado en la primera planta y se sentó frente a una taza de café. Tras sacar su cuaderno, el inspector jefe comenzó a apuntar datos y observaciones acerca de lo que había ocurrido en los últimos días.
Hasta las cinco y media Chen no se levantó y tomó el ascensor hasta la planta donde se encontraba el Comité para el Desarrollo Urbanístico de la Ciudad. Vio que no había nadie en el pasillo y se encaminó apresuradamente hacia el despacho del director. La puerta aún tenía un precinto policial roto.
El puesto de director, vacante desde la muerte de Zhou, todavía no se había cubierto. Al parecer, los dirigentes del gobierno municipal estaban obrando con suma cautela y no querían tomar una decisión precipitada con respecto a un puesto tan importante.
Chen echó otro vistazo a su alrededor. A continuación introdujo la llave en la cerradura, entró y cerro la puerta tras de sí.
No era un despacho demasiado grande, pero ahora que se habían llevado el ordenador, y que las sillas y el escritorio estaban cubiertos con guardapolvos, tenía un aspecto bastante desolador.
No parecía demasiado realista suponer que sería capaz de encontrar alguna pista decisiva en una visita breve después de que otros hubieran registrado a fondo el despacho. Con todo, tenía que intentarlo.
En lugar de ponerse a buscar por todas partes, Chen abrió la puerta del dormitorio contiguo, se sentó en la silla giratoria de cuero e intentó imaginar qué habría hecho aquella noche de ser Zhou.
Pese a sus esfuerzos por quitársela de la cabeza, la imagen de Fang bailando irrumpía en su mente una y otra vez. Quizá fuera demasiado impactante para olvidar el eco de la antigua historia de la concubina imperial que bailó para su señor sabiendo que sería su último baile antes de suicidarse. Era una escena muy célebre en la literatura china clásica.
Al conseguir que una beldad se prestara a morir por él,
el rey de Chu fue, después de todo, un héroe.
Se trataba de dos versos compasivos de Wu Weiye, un poeta de la dinastía Qing.
Al igual que el rey de Chu, Zhou se había negado a ceder, pese a ser consciente del sino que le aguardaba.
Los paralelismos resultaban sobrecogedores, pero los detalles lo confundían.
En el caso del rey de Chu, su concubina favorita se suicidó después de bailar a fin de no ser una carga para su señor en la última batalla de éste. Fang no hizo lo mismo, ni Zhou quiso que lo hiciera.
El rey de Chu todavía quiso combatir, aferrándose a la convicción de que podría abrirse paso entre las tropas enemigas y de que le quedaban los soldados suficientes para apoyarlo en el campamento instalado al este del río. Zhou debió de pensar lo mismo.
Chen comenzó a repasar la secuencia de los acontecimientos de aquella noche fatídica una vez más, en esta ocasión con mayor detenimiento. Mientras Fang bailaba, Zhou tatareaba una canción con citas de Mao y encendía un cigarrillo…
El inspector jefe se preguntó si habría algún significado oculto en la elección de una canción con citas de Mao por parte de Zhou, pero no tardó en descartar la idea. Podría deberse simplemente a que la melodía le resultara familiar porque la había escuchado en su juventud, o porque Fang estaba bailando la danza del carácter de la lealtad…
Chen volvió a perder el hilo de sus pensamientos.
Él también quiso encenderse un cigarrillo. Sacó el paquete antes de percatarse de que debía de haberse dejado el encendedor en el control de seguridad. Quizá fuera mejor así. En teoría, nadie debía tocar nada en el despacho. Sin embargo, Chen echó un vistazo a su alrededor y su mirada se detuvo involuntariamente en un encendedor colocado junto al pequeño atril de mármol que reposaba sobre el escritorio.
No estaba seguro de que fuera el mismo encendedor que había usado Zhou aquella noche. Después de todo, puede que un fumador empedernido como él tuviera varios a mano. El inspector jefe se acercó al escritorio y lo cogió. No era un encendedor caro y lujoso, pero llamaba la atención por su forma de linterna, su color rojo intenso y la cita de Mao que tenía grabada en dorado: «Una chispa puede prender fuego a toda la pradera».
Chen hizo rodar la minúscula ruedecilla de la parte superior. No salió ninguna chispa. Lo intentó con más fuerza, pero seguía sin funcionar.
Probablemente, aquello era otra señal de que no debía fumar en el despacho. Se encogió de hombros y volvió a dejarse caer en la silla giratoria mientras manoseaba el encendedor con aire distraído.
¿Por qué habría guardado Zhou en su despacho un encendedor que no funcionaba?
De pronto lo invadió un presentimiento.
Chen se levantó de un salto, comenzó a recorrer la habitación y luego volvió a sentarse con el encendedor en la mano.
Tras depositarlo sobre el escritorio, sacó su navaja suiza y con el destornillador consiguió abrir la parte inferior del encendedor rojo.
Al caer la parte de abajo, Chen entrevió un objeto en su interior.
No era un depósito de butano, sino un lápiz de memoria al que le habían cortado parte de la carcasa de plástico para que cupiera dentro del encendedor.
Por fin había aparecido una de las piezas más importantes del rompecabezas.
Aquella noche Zhou aún quería combatir como el rey de Chu, y disponía de una baza que podría salvarlo de la destrucción total. Una baza que obligaría a sus superiores, mucho más poderosos que él, a proporcionarle la ayuda suficiente para permitirle sobrevivir a la tormenta que iba a arrasar con todo.
Le vino a la memoria lo que Fang le había dicho en Shaoxing: «Una cadena de cangrejos atados a una cuerda de paja».
La frase de la secretaria era una expresión idiomática que hacía referencia a una imagen habitual en el mercado. Los vendedores ambulantes solían atar cangrejos vivos con una gruesa cuerda de paja, de modo que los clientes pudieran llevárselos sin preocuparse de que ninguno de los cangrejos se escapara. Como figura retórica, sin embargo, significaba algo muy distinto. La palabra «cangrejos» solía significar «malhechores». Lo que los unía no era una cuerda de paja, sino sus intereses comunes: las artimañas y los secretos que compartían. Tenían que protegerse mutuamente; ninguno de ellos podía traicionar a los otros, porque el que cayera derribaría consigo a todos los demás.
Zhou debía de haber amenazado a sus superiores asegurándoles que las campanas no doblarían sólo por él. El funcionario contaba con pruebas incriminatorias, y las ocultó en un lugar que nadie más conocía: el encendedor de su despacho. Sin embargo, Jiang llegó antes de lo esperado, lo sorprendió en la cafetería del departamento y lo detuvo allí mismo. En medio de la confusión, el encendedor no salió del despacho.
Días después, las amenazas de Zhou conducirían a su muerte en el hotel. Puede que hubiera dicho algo, así que sus compinches tuvieron que silenciarlo para siempre. Pero todavía debían encontrar la prueba que Zhou había ocultado, o ya no podrían volver a dormir en paz.
La llegada de la brigada de Pekín al hotel, preludio del posible enfrentamiento que se avecinaba en la Ciudad Prohibida, sólo consiguió desesperarlos aún más.
Lo que Fang vio en la bolsa de basura aquella mañana, aquellos minúsculos trocitos de plástico roto, podrían haber sido o bien fragmentos del depósito de butano o trozos de la carcasa del lápiz de memoria.
Chen no creyó que fuera necesario leer el lápiz de memoria en aquel momento. Tenía que salir del despacho cuanto antes.
Afortunadamente, el pasillo continuaba vacío. Consiguió llegar hasta el ascensor y luego hasta el vestíbulo de entrada sin que nadie lo viera. Al pasar frente al guardia de seguridad, se limitó a saludarlo brevemente con la cabeza.
Una vez fuera del edificio, Chen se sorprendió del calor que hacía en la Plaza del Pueblo y comenzó a sudar profusamente.
La plaza estaba tan abarrotada de gente como siempre. Varios grupos de personas de entre cincuenta y sesenta años bailaban o hacían ejercicio al son de la música que sonaba a todo volumen desde unos reproductores de cedés colocados en el suelo. El sol comenzaba a ponerse, pero el edificio del gobierno municipal aún resplandecía bajo la luz cada vez más tenue.
Detrás de la gente que llenaba la plaza, una hilera de limusinas esperaban pacientemente en el camino de entrada del imponente edificio del gobierno municipal.
En medio del alboroto, una figura solitaria se detuvo en una esquina, tratando de encender distraídamente el mechero rojo que llevaba en la mano.