Tras volverse de nuevo, Chen divisó el restaurante Kong Yiji.
Kong Yiji, protagonista de uno de los relatos de Lu Xun, era un erudito que se encontraba en la miseria por haber suspendido el examen de ingreso en el funcionariado, así como por su quijotesca insistencia en hacer las cosas a la antigua usanza a finales de la dinastía Qing y por su incapacidad para adaptarse a una sociedad cambiante. Por consiguiente, Kong, convertido en un borracho indefenso, gastaba el dinero, cuando lo tenía, en una pequeña taberna, donde adoptaba poses afectadas y sermoneaba a la gente de un modo exageradamente libresco.
En aquel relato, la taberna tenía un aspecto destartalado. La frecuentaban clientes pobres vestidos con chaquetas cortas, los cuales sólo podían permitirse beber de pie frente a la barra y pagar un céntimo por un platillo de guisantes aromatizados con anís. Los clientes algo más ricos, vestidos con largas túnicas, solían relajarse bebiendo vino a sorbos en una sala contigua.
El nuevo restaurante era enorme, aunque en su fachada se veían algunos de los adornos descritos en el relato, como un recipiente para agua caliente en el que se calentaba el vino, una hilera de cuencos y platos mellados con aspecto de ser muy viejos y un letrero fijado a la pared en el que alguien había escrito con tiza: KONG YIJI AÚN DEBE DIECINUEVE CÉNTIMOS.
Chen se acercó al restaurante y entró.
—Quisiera un reservado —indicó a la joven camarera que acudió a recibirlo—. Que sea pequeño.
—¿Sólo para dos?
—Sí, sólo para dos. Ya sabe a qué me refiero.
—Claro, tenemos uno disponible para usted.
La camarera lo condujo hasta una habitación acogedora, empapelada con papel pintado de flores rosas. Estaba amueblada con una mesa de comedor, una silla, un largo sofá y una mesita de café sobre la que reposaba la estatuilla de una Venus desnuda, objetos que no guardaban relación alguna con el relato original ni con su protagonista. Aquel intelectual arquetípico nunca habría soñado con tener una cita romántica en una habitación como ésa. La camarera le entregó a Chen un menú con tapas color rosa.
—¿Éstas son las especialidades de su restaurante? —preguntó Chen.
—Sí. Hay un gasto mínimo de setecientos yuanes por el reservado. Puedo recomendarle algún…
—Está bien. Tráigame cualquier plato de los que me iba a recomendar, pero asegúrese de incluir las especialidades locales.
A continuación, Chen sacó su cuaderno y garabateó en una página:
«No se preocupe de quién soy. Sé que tiene problemas y quiero ayudarla. Venga al restaurante. Reservado 101. La estaré esperando».
El inspector jefe arrancó la página, la metió en un sobre y escribió la dirección antes de dársela a la camarera.
—Entréguela en la dirección del sobre y asegúrese de que la reciba ella en persona. Aquí tiene diez yuanes por entregarla. Cuando ella venga, le daré a usted veinte yuanes más.
La camarera lo miró de arriba abajo lentamente antes de asentir con la cabeza, como quien acaba de despertarse de un sueño. El rostro se le iluminó con una sonrisa maliciosa.
—Ya entiendo, señor. Seguro que ella vendrá.
Chen se preguntó qué sería lo que había entendido la camarera, pero eso poco importaba.
Un hombre de mediana edad, vestido con una túnica azul larga y desgastada, apareció en la puerta gesticulando y musitando citas literarias que acababan invariablemente con el estribillo «en verdad, quedan pocos, sin duda, quedan pocos». Originalmente, la cita se refería a los guisantes que tenía en la mano el personaje empobrecido, recordó Chen. Tras indicarle a «Kong Yiji» con un gesto que se marchara, el inspector jefe cerró la puerta y se preguntó qué habría pensado Lu Xun de semejante escena.
Al cabo de veinte minutos alguien llamó suavemente a la puerta.
—Entre, Fang.
Una mujer vestida con una sencilla blusa blanca y pantalones negros entró en la habitación con un leve dejo de vacilación en sus tímidos ademanes. Parecía tener treinta y tantos. Delgada, esbelta, con un rostro algo alargado, ojos almendrados y un lunar negro en la frente.
Chen se levantó y le indicó que se sentara, llevándose el dedo a los labios como si fuera un viejo amigo suyo. Permanecieron sentados en silencio, esperando a que la camarera sirviera los platos fríos y luego vertiera el vino de arroz en los dos cuencos colocados frente a ellos.
Chen bebió un sorbo despacio. El vino era sorprendentemente dulce y suave. Los platos de comida que tenían delante le parecieron poco interesantes. Pato ahumado, pescado blanco frito con cebolletas, tofu pestilente, gambas de río hervidas en agua salada, melón de invierno fermentado y brotes de bambú secos. Gracias a Lu Xun, todas las especialidades parecían reflejar los sabores tradicionales de la zona, pese a que las sirvieran con un objetivo estrictamente comercial.
—No tenga prisa en traer los platos calientes. Queremos hablar primero —le dijo a la camarera—. Y, por favor, asegúrese de llamar antes de entrar.
—Por supuesto, señor.
Nada más salir la camarera, Chen sacó su tarjeta y la colocó sobre la mesa delante de Fang.
—Gracias por venir aunque la haya llamado con tan poca antelación, Fang. Soy el inspector jefe Chen Cao, vicesecretario del Partido en el Departamento de Policía de Shanghai, y también miembro del Comité del Partido de Shanghai.
No le gustaba alardear de los cargos que aparecían impresos en su tarjeta, pero en esta ocasión podrían serle útiles.
—Ah, he oído hablar de usted, inspector jefe Chen, pero…
—Abramos la puerta a la vista de las montañas. A otros les he dicho que he venido aquí por el festival literario, pero sólo es una cortina de humo.
—¿Una cortina de humo? ¿Para alguien como usted?
La secretaria le dirigió una mirada incrédula, pero no dijo nada más.
—Estoy aquí por el caso Zhou.
—Ya me lo había imaginado.
—¿Cree que Zhou se suicidó?
—¿Le importa a alguien lo que yo crea?
—Me importa a mí. Puede que recuerde al subinspector Wei, un compañero al que yo tenía en mucha estima.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Se ha enterado de su muerte? El día antes de morir, Wei la interrogó.
—¿Wei ha muerto? ¿Cómo? —preguntó Fang palideciendo.
—Lo atropelló un coche. No creo que se tratara de un simple accidente de tráfico, especialmente cuando se encontraba en plena investigación de la muerte de Zhou. Estoy aquí a causa de esa investigación, pero también por la muerte del subinspector Wei.
Fang no respondió.
—El subinspector Wei no estaba a cargo de la detención shuanggui, la investigación, por parte del Partido, de las actividades corruptas de Zhou, pero creo que el hecho de que investigara la muerte de éste condujo a su accidente mortal. Quiero que se le haga justicia. Y creo que usted quiere que se le haga justicia a Zhou, si es que murió asesinado.
Fang asintió con la cabeza mientras rozaba con los dedos la taza de vino sin llevársela a la boca.
—Gracias por contarme todo esto —dijo la mujer, esforzándose visiblemente por serenarse—. Sí, también quiero que se haga justicia si es que lo asesinaron, pero sólo soy la secretaria de la oficina. Me han presionado muchísimo para intentar obligarme a confesar cosas que desconozco. Como no fui capaz de hacerlo, he querido alejarme de todo esto durante unos días. No tengo nada más que decir.
—Si realmente estuviera disfrutando de unas vacaciones aquí, no creo que la estuvieran buscando como locos por todas partes. Sólo llevaba dos años trabajando en esa oficina. ¿Cómo consiguió que le compraran una casa tan cara? Ya he hablado con sus padres, y me han contado lo que pasó después de que usted volviera del extranjero. Tenemos que repasar bien todos los detalles y, si es necesario, las escrituras de la propiedad nos servirán de prueba.
Fang mantenía la cabeza gacha y la boca cerrada.
—Le aseguro que usted no está en mi lista de sospechosos y no haré nada que vaya a perjudicarla, pero no puedo decir lo mismo acerca de los otros que la están buscando. —Tras beber otro sorbo de aquel vino tan engañosamente dulce, Chen cambió de tono antes de seguir hablando—. No soy sólo policía, también soy poeta. Como reza el proverbio, mi corazón se enternece ante una belleza como la suya. En todo caso, estoy intentando sacarla de un apuro.
—¿Pero cómo? —preguntó Fang—. ¿Cómo puede ayudarme?
—Cuénteme todo lo que sepa sobre Zhou. Y entonces, sólo entonces, seré capaz de encontrar la manera de ayudarla.
—Está muerto por culpa de un paquete de cigarrillos. ¿De qué puede servir lo que le diga sobre él?
—Lo que me diga puede ayudarnos a atrapar al auténtico criminal, el que está detrás de todo esto. Sólo investigando hasta el final podré impedir que la acosen. Tenemos que ayudarnos mutuamente —dijo Chen, y luego añadió con tono comprensivo—: Si le resulta un poco más fácil, cuénteme algo sobre usted, sobre cómo empezó a trabajar para Zhou.
—Mis padres ya se lo habrán contado todo, supongo —respondió Fang. Aun así, empezó a contarle su versión.
Unos siete años atrás, después de licenciarse en una universidad de Shanghai, Fang viajó a Inglaterra para ampliar su formación. Estudió a conciencia y obtuvo un máster en Comunicación. Todos pensaban que tendría un gran futuro, pero no consiguió encontrar trabajo en Inglaterra. Entretanto, Fang había gastado todo el dinero que habían ahorrado sus padres, los cuales no eran ricos. No podía permanecer en Inglaterra por más tiempo, así que no le quedó otra opción que volver a Shanghai. A su regreso, descubrió que la consideraban una haigui —término despectivo para referirse a alguien que ha vuelto del extranjero, de idéntica pronunciación a «tortuga marina»— y no tardó en convertirse en una haidai, término igualmente despectivo para referirse a los desempleados venidos del extranjero, pronunciado igual que «alga».
Entonces leyó casualmente un artículo sobre Zhou en el periódico. Tiempo atrás, Zhou había vivido en el barrio de Fang, pero se mudó cuando ésta era aún una niña, y ahora se había convertido en un importante funcionario del Partido. Desesperada, Fang se puso en contacto con él preguntándose si Zhou recordaría a aquella niñita de su antiguo barrio. El funcionario no sólo la recordó, sino que, para su sorpresa, se esforzó en ayudarla a conseguir un empleo de secretaria en la oficina de Desarrollo Urbanístico. Al principio, Fang pensó que simplemente se había apiadado de ella, pero nada es sencillo y puro en este mundo de polvo rojo. Fang no tardó en percatarse de lo que suponía en realidad ser una pequeña secretaria. Primero se negó y luego se mostró reacia, pero al final acabó resignándose. La primavera se ha ido, nadie sabe adónde. Ya no era tan joven, y pensó que debería sentirse halagada de que un hombre poderoso como Zhou quisiera convertirla en su pequeña secretaria. Zhou fue lo bastante considerado para ocultar aquella relación al resto de empleados, aunque puede que lo hiciera a causa de su cargo, ya que tenía que pensar en las posibles consecuencias políticas. Con todo, parecía quererla a su manera, aunque prefirió no divorciarse de su esposa. Organizó unas vacaciones para los dos en Inglaterra, donde pudieron pasar una semana como una auténtica pareja, alojándose en hoteles de cinco estrellas en los que ella nunca hubiera soñado hospedarse cuando vivió allí como estudiante. Todos los gastos corrían a cargo del Gobierno, por supuesto. Luego la llevó a Shaoxing para comprarle una casa allí. Cuando Fang le preguntó por qué lo hacía, Zhou le respondió que no se sabía lo que podía pasarle a él en el futuro, y que ahora al menos tendría algo suyo para el día de mañana. Además, ¿acaso no estaba contenta de tener casa propia?
Desde que estallara el escándalo de los cigarrillos Majestad Suprema 95, Fang había estado viviendo en un estado de constante zozobra. Pese a que su jefe no le había hablado de todos sus negocios sucios, Fang sabía lo suficiente para darse cuenta de que Zhou estaba acabado. En cuanto a ella, aunque no le sucediera lo mismo que a él, más tarde o más temprano seguro que la despedían. Dang no le permitiría continuar ocupando un puesto tan importante en el departamento. Además, Jiang y los restantes miembros de su brigada no dejaban de presionarla para que denunciara a Zhou. Fang no sabía qué hacer, así que llamó a la oficina fingiendo estar enferma y huyó. Necesitaba tomarse un respiro en algún lugar donde poder barajar tranquilamente sus opciones.
—No creí que nadie supiera que yo tenía esta casa —concluyó Fang.
La secretaria se había centrado principalmente en sus experiencias y su relato tenía poco que ver con Zhou, observó Chen, aunque Fang no había intentado ocultar la relación con su jefe.
¿Qué querría Jiang de ella, dada la insistencia del funcionario municipal en que la muerte de Zhou fuera declarada suicidio?
¿Y por qué había venido la secretaria a Shaoxing de forma tan precipitada? Presumiblemente la estaban sometiendo a una gran presión, tal y como ella misma había afirmado, pero Fang debería haber sabido que huir sólo empeoraría la situación.
—¿Qué piensa hacer ahora, Fang?
—Quizá pueda volver a Inglaterra. Siempre que consiga vender esta casa, claro.
—¿Cree que podrá salir de China? Por lo que sé, ya han enviado su nombre y las fotografías de su pasaporte a las autoridades aduaneras de todo el país.
Fang no respondió.
—Hablemos un poco más de Zhou —propuso Chen.
—¿Qué más puedo contarle? Jiang cree que conozco varios de los «secretos» de Zhou, pero Zhou siempre me decía que conocer sus asuntos no me beneficiaría en nada. Estoy convencida de que procuraba tener en cuenta mis intereses —dijo Fang con voz entrecortada—. Un día me explicó que todo lo que hacía por mí se debía a lo bien que yo le había tratado en nuestro antiguo barrio. Al parecer, cuando era pequeña le sonreí con dulzura un día en el que él estaba desesperado. Eso pasó cuando Zhou trabajaba en una cooperativa de producción vecinal por setenta céntimos al día y no conseguía ver la luz al final del oscuro túnel.
—Esto me recuerda al personaje de Jia Yucun al principio de Sueño en el pabellón rojo —comentó Chen sin explicar a qué se refería. Era posible que el arquetipo del hombre que aprecia la belleza abrumara a Zhou.
—Yo sólo hice lo que se esperaba de mí como secretaria del departamento. Nunca preguntaba, ni me entrometía en nada.
—¿Tenía Zhou otras secretarias?
—¿Se refiere a pequeñas secretarias? No en la oficina. Algunos decían que a mí me tenía únicamente como tapadera de las otras. Supongo que es posible, pero no creo que dispusiera de tanto tiempo libre.
—Pero, al haber sido su secretaria, sin duda conocerá algunos de los detalles más confidenciales del trabajo de Zhou.
—Trabajaba mucho y estaba sometido a mucha presión —respondió Fang, visiblemente indecisa—. No era un cargo fácil. En teoría estaba al frente del Comité para el Desarrollo Urbanístico de la ciudad, pero había muchos funcionarios deseando sacar tajada. Zhou siempre estaba en la cuerda floja. Como, por ejemplo, cuando estalló el escándalo de los Ocho Bloques del Oeste. El presidente del distrito de Jing’an prácticamente regaló los terrenos al vendérselos al promotor inmobiliario a un precio increíblemente bajo. Y al promotor le concedieron una hipoteca por esos terrenos que quintuplicaba la cantidad que había pagado. Zhou lo sabía, pero un superior suyo ya le había dado el visto bueno al director del distrito. ¿Qué podía hacer Zhou si sus superiores tenían mucho más poder que él? La verdad es que no me hablaba nunca de esos asuntos, pero tampoco se puede decir que fueran un secreto en la China actual.
—Sí, he oído hablar de los Ocho Bloques del Oeste. El director del distrito de Jing’an fue sometido a una detención shuanggui por lo sucedido, pero el escándalo no afectó a Zhou. O, al menos, no en aquel momento.
—Fuera o no corrupto, Zhou se portó bien conmigo —afirmó Fang con la cabeza gacha—. No es justo que sólo hayan castigado a Zhou, cuando en realidad la situación se parece a una cadena de cangrejos atados a una cuerda de paja: todos están conectados.
A continuación, Fang repitió lo que ya había dicho antes, sin añadir nada nuevo o importante.
Sin embargo, Chen no creía que la secretaria se lo hubiera contado todo. Tenía que encontrar la manera de minar su resistencia.
—No sé cómo puedo ayudarla si usted no me lo cuenta todo —dijo Chen interrumpiéndola. Sacó el sobre que le había dado Melong y se lo entregó—. Échele un vistazo.
A Fang le temblaba la mano cuando sacó las fotografías del sobre.
—¿Entonces fue usted, inspector jefe Chen?
—¿A qué se refiere?
—Hace un par de días me enviaron copias de estas fotografías.
—¿En serio? Pues no, no fue cosa mía. ¿Sabe quién más podría habérselas enviado?
—No, no lo sé. Parece como si todo el mundo estuviera intentando chantajearme o amenazarme.
—¿Todo el mundo? Explíquese.
—El día en que recibí estas fotografías Jiang y sus hombres vinieron a hablar conmigo y me dijeron que si no cooperaba debería atenerme a las consecuencias. Y entonces, aquella noche, también me llamó Dang para decirme que tendría que ceder.
—¿En qué sentido?
—No sé qué quiso decir con eso. ¿Contárselo todo a la gente de Jiang? ¿Darles algo que creían que Zhou me había dado a mí? Pero yo interpreté que, si no hacía lo que me decían que hiciera, las fotografías saldrían a la luz. Por eso huí.
—¿Adivina dónde encontré las fotografías? —preguntó Chen con voz pausada—. En el ordenador de Dang.
—¿Cómo dice?
—Anda detrás de algo, pero no sé de qué se trata.
—Ya arrastraron el nombre de Zhou por el barro una vez. No quería que eso volviera a suceder, no por mi culpa. Me dijo que había mantenido en secreto la compra de esta casa, por eso me vine aquí.
—Pero no puede esconderse mucho tiempo más. ¿Qué piensa hacer después?
—No lo sé. Creo que podré arreglármelas durante dos o tres meses tirando de mis ahorros. Puede que para aquel entonces la tormenta ya haya pasado y yo consiga pasar página en alguna otra parte.
Así que Dang y Jiang no la estaban presionando para que acusara a Zhou, sino para que les diera algo que, según ellos, Zhou le había confiado.
La historia parecía tan poco probable que Chen creyó que era cierta, fuera Fang inocente o no. Pero ¿qué estaría buscando Dang? Asimismo, ¿qué querían obtener Jiang y su brigada con tanta urgencia? Esto planteaba toda una serie de nuevas posibilidades.
—¿Un tesoro oculto? —musitó Chen casi para sí.
Se decía que Zhou había amasado una gran fortuna, y que lo que había salido a la luz en internet no era sino la punta del iceberg. Dang creía sin duda que Fang poseía más información.
¿Estaría Jiang detrás de lo mismo? No parecía posible. Podía tratarse de una cantidad enorme, pero no tan elevada para merecer semejante esfuerzo por parte del gobierno municipal. Si llegaban a filtrarse más detalles sobre los casos de corrupción, el gobierno municipal no saldría muy bien parado.
—Esa gente es capaz de cualquier cosa —susurró Fang, aunque no en respuesta a la pregunta de Chen.
La continuada presencia de Jiang en Villa Moller podría volverse en su contra ahora que la brigada de Pekín se había instalado en el mismo hotel. Aunque Fang quizá no se lo hubiera contado todo, y hubiera vacilado ante ciertos detalles, su miedo era auténtico. Si habían asesinado a Zhou para obtener algo —Chen ignoraba de qué podía tratarse, y carecía de datos suficientes para ponerse a especular—, ese algo aún no había sido encontrado. Parecía más que posible que Fang fuera el siguiente objetivo de la lista. Aquélla era la auténtica razón de su huida.
Fang no lo había explicado con esas palabras, pero no fue preciso que lo hiciera.
Quizá Zhou había escondido aquel objeto tan buscado —ese «algo» crucialmente importante—, pero ¿era posible que lo tuviera Fang? En opinión de Chen, si bien la posesión de dicho objeto podría haber sido una cuestión de vida o muerte para Zhou, no lo era para Fang. No tenía sentido que la secretaria lo custodiara, particularmente si corría el riesgo de convertirse en una fugitiva.
Por otra parte, tenía que tratarse de algo que supusiera una amenaza mortal para Jiang y sus hombres, algo que Zhou pensaba que le proporcionaría protección. Nada de semejantes características había salido a la superficie todavía, al menos por lo que sabía Chen.
De ser así, ¿cómo podía ayudar él a Fang? Mientras otros vigilaban y conspiraban por razones que Chen desconocía —y que quizá se ocultaban también los unos a los otros—, sería mejor no revelarle a nadie el paradero de la secretaria. Debía evitar que se la arrancaran de las manos antes de que pudiera impedirlo.
Chen mojó un trozo de tofu pestilente en la salsa picante. Aunque le pareció crujiente, el tofu estaba un poco frío y la salsa no era lo suficientemente picante, tal y como Lu Xun había lamentado en uno de sus relatos. Chen creyó recordar que se titulaba «En la taberna».
El que Fang se quedara en Shaoxing no perjudicaría a nadie, decidió Chen. Y tampoco obstaculizaría la investigación de la muerte de Zhou. Volviéndose hacia Fang, Chen dijo:
—Es un asunto complicado. Debido al cargo de Zhou y a sus contactos, será mejor que usted permanezca aquí algún tiempo más, por su propia seguridad. Procure evitar el contacto con otras personas. ¿Tienen idea sus padres de dónde está?
—No. Son gente a la antigua. Les disgustaría saber que Zhou me ha regalado un chalet, así que nunca les he contado nada al respecto.
—Mejor así. No se ponga en contacto con ellos hasta que yo le diga que puede hacerlo. No tendrá que esperar demasiado, puede que se produzca pronto un cambio drástico en la situación —explicó Chen, sin revelar más de lo necesario—. Mientras tanto, si se le ocurre cualquier motivo que pudiera haber causado la muerte de Zhou, o si sabe de algo que él pudiera haber ocultado, sea lo que sea, hágamelo saber inmediatamente. Ya tiene mi número de móvil, pero asegúrese de llamar desde algún teléfono público que no quede cerca de aquí. Tiene razón en algo: esa gente es capaz de todo.