15

El lunes por la mañana, tras volver a la rutina diaria, el inspector jefe Chen vio interrumpido su trabajo por varias llamadas —tanto esperadas como inesperadas— que fragmentaron su jornada aún más de lo habitual. En medio de todo aquel ajetreo, Chen consiguió dedicar algún tiempo a reflexionar sobre diversas teorías relacionadas con el caso Zhou. Sin embargo, sus reflexiones no parecían conducir a ninguna parte.

El secretario del Partido Li devolvió la llamada que le había hecho Chen para hablar de la muerte de Wei.

—No tengo ninguna objeción a que investigue las causas de la muerte del subinspector. Wei era un buen camarada, pero las normas son las normas. A menos que pueda demostrar que Wei fue a aquel cruce por causas relacionadas con la investigación, no podremos indemnizar a su familia.

Chen adivinó enseguida a qué se debía la negativa del jefe del Partido. No tenía sentido discutir con Li.

Más tarde, el inspector jefe recibió una llamada inesperada de Shan Xing, un periodista de Wenhui que cubría la sección de sucesos. Él también había oído algo acerca de la muerte de Wei, y estaba intentando establecer una posible conexión con la muerte de Zhou. Chen no respondió. Shan Xing se atrevió a especular incluso sobre la hora de llegada de la brigada de Pekín al hotel Moller. Una vez más, Chen se negó a hacer ningún comentario al respecto.

Después de colgar, Chen encendió el ordenador. Entre los correos electrónicos en su bandeja de entrada había uno de Lianping con varias fotografías del servicio religioso en el templo. Su mensaje era corto: «Aún no he decidido cuál usar para tu perfil. Mi jefe ha autorizado la idea».

Sin embargo, en lugar de ponerse a mirar las fotografías, Chen decidió redactar un correo dirigido al camarada Zhao en Pekín. Intentó que su mensaje al antiguo secretario del Comité Central de Disciplina del Partido tuviera el tono de una carta respetuosa, en la que se disculpaba por no haberle enviado ningún informe en mucho tiempo. De hecho, no había casi nada de lo que informar. Chen no mencionó el caso Zhou con detalle, aunque expresó su preocupación acerca de la corrupción generalizada derivada del poder absoluto del sistema de partido único. De pasada, mencionó a la brigada de Pekín que ahora se alojaba en el hotel Moller. Con suerte, el camarada Zhao le contestaría y le lanzaría algunas indirectas sobre lo que estaba sucediendo en las altas esferas, o le revelaría la auténtica razón por la que habían enviado a la brigada de Pekín.

Para su sorpresa, el oficial Sheng de Seguridad Interna lo llamó justo cuando estaba a punto de mandar el mensaje. Sheng era una especie de experto en informática enviado por Pekín, pero no parecía haber resuelto aún su tarea en Shanghai. Sheng no mencionó los pormenores de su trabajo; la suya fue más bien una llamada de cortesía para entablar contacto con Chen. ¿Guardaban acaso alguna relación con el caso Zhou el trabajo de Sheng o su llamada? El inspector jefe no le pidió que se lo aclarara. Últimamente sus relaciones con Seguridad Interna no habían sido especialmente cordiales.

Poco después del mediodía, el subinspector Yu entró en su despacho con una bolsa de papel marrón que contenía algunos de los pastelillos sacrificiales del día anterior.

—Según Peiqin, existe la costumbre ancestral de que todos los asistentes al servicio religioso coman alguno de los pastelillos de la mesa del sacrificio. Los llaman «pastelillos que reconfortan el corazón». Con las prisas nos olvidamos por completo de esta costumbre. Si no le supone ninguna molestia, Peiqin también quiere que usted le lleve algunos a su novia periodista.

—Peiqin no se rinde nunca, ¿verdad? —preguntó Chen—. Conocí a Lianping hace sólo una semana, mi relación con ella es la típica de un autor con su editora.

—Me limito a repetir lo que Peiqin me pidió que dijera, jefe —explicó Yu—, pero el pastelillo no está mal del todo. Está hecho a base de arroz glutinoso. Según mi mujer, se puede comer tal cual, pero, si lo prefiere, también puede calentarlo al vapor o en un cazo primero, así sabrá mejor.

Después de irse Yu, Chen sacó un pastelillo en forma de lingote de plata con una marca roja en el centro. Ya puestos, podría comérselo para almorzar.

Apenas le había dado un bocado a aquel pastelillo algo dulzón cuando recibió una llamada de Lianping. Resultó ser una invitación para asistir a un concierto en el nuevo Centro de Arte Oriental en Pudong.

—Una entrada para un concierto allí cuesta más de mil yuanes, pero me han dado dos gratis. Sería un auténtico desperdicio si fuera yo sola.

Era una invitación tentadora. Asistir a un concierto en Pudong le proporcionaría una excusa aceptable para tomarse un respiro. Estaba agotado de tanto pensar y especular sobre las distintas posibilidades, pero aún no había conseguido avanzar. Un cambio de aires podría ayudarlo a despejarse.

Además, considerando la buena disposición de Lianping para acudir al templo el sábado anterior, y la rapidez con la que les envió las fotografías a él y a Peiqin, Chen no estaba en situación de negarse.

—Me parece estupendo. Nos vemos allí.

Nada más colgar, Chen se percató de que había empezado a lloviznar. El inspector jefe se preguntó si no habría aceptado la invitación de la periodista con excesiva prontitud. Una sirena ululaba a lo lejos.

Después volvió a centrarse en el correo electrónico dirigido al camarada Zhao. Había tardado más de lo esperado en redactarlo, y experimentó una clara sensación de alivio cuando finalmente lo envió. A continuación se acomodó en su asiento con la intención de revisar todos los papeles que se habían acumulado sobre su escritorio.

Eran casi las cuatro cuando volvió a levantar la mirada. Seguía lloviznando de forma intermitente.

Conseguir un taxi en un día lluvioso podía ser una pesadilla, sobre todo en hora punta. El Auditorio Oriental se encontraba en Pudong, una zona que le resultaba relativamente desconocida. No estaba seguro de si podría llegar hasta allí en metro, ni de si habría mucho tráfico. Así que mejor salir temprano, concluyó, tras envolver un pastelillo de los que reconfortan el corazón y meterlo junto a una novela en una bolsa.

El inspector jefe decidió no viajar en el coche del departamento. Sería muy desconsiderado por su parte ordenar al conductor que lo esperara hasta el final del concierto, y puede que después Wang el Flaco se fuera de la lengua. Chen tardó más de cuarenta minutos en llegar en metro, pero aun así el trayecto resultó ser más rápido de lo que había imaginado. Cuando salió del metro, la lluvia empezaba a remitir y un tenue arcoíris se recortaba contra el sombrío horizonte.

A ojos de Chen, Pudong era casi como otra ciudad. El mapa que había llevado consigo no le sirvió de mucho: algunos nombres de calles, e incluso algunas calles, ni siquiera existían cuando el mapa se imprimió unos dos años atrás. Los bloques que lo rodeaban parecían apelotonarse en un agobiante conglomerado. O, al menos, le produjeron esa sensación. Al levantar la cabeza divisó las nubes grises que navegaban arriesgadamente entre los rascacielos de cemento y acero.

Chen pensó que podría dar un pequeño paseo por la zona, como hiciera la Abuelita Liu al perderse en el Jardín de la Gran Vista en Sueño en el pabellón rojo, pero no tardó en cansarse de deambular sin rumbo fijo. Volvió a consultar su reloj: aún faltaba más de una hora para el concierto.

Descubrió un pequeño cibercafé escondido tras la parcela de una obra. Puede que en un principio fuera un local temporal al que acudían los obreros para hacer una pequeña pausa, y que probablemente acabarían derribado cuando el bloque de pisos estuviera construido. Quizá no sería mala idea mirar ahí su correo electrónico antes de ir a la sala de conciertos, pensó Chen.

Cuando se acercó al mostrador, un hombre joven le pidió que le mostrara su documento de identidad.

—Sólo quiero mirar mi correo —explicó Chen.

—Es una nueva norma que ha entrado en vigor este mes. Son órdenes estrictas del gobierno municipal, nosotros no podemos hacer nada.

—¡Menuda lata!

El inspector jefe sacó su documento de identidad y el joven anotó el número en un manoseado registro antes de darle a su vez otro número a Chen.

—Cincuenta y uno.

El número debía de referirse al ordenador que le habían asignado. Chen se dirigió hacia el número 51, situado al final de una hilera de escritorios.

El inspector jefe recordó lo que otros le habían contado en el transcurso de la investigación. Al parecer, esta nueva regulación del Gobierno constituía un paso más en el control oficial de internet. No le sorprendió que una norma de ese tipo hubiera entrado en vigor sin que él se enterara. El control de internet también quedaba fuera del ámbito policial.

Chen se sentó frente al ordenador y pulsó el botón de encendido. Un muchacho sentado a su lado engullía ruidosamente un cuenco humeante de fideos instantáneos, con los ojos clavados en las dramáticas escenas del juego que se desarrollaba en su pantalla.

Tras teclear la contraseña de su cuenta, Chen descubrió entre su correo de entrada un recordatorio de Lianping del concierto de aquella tarde. La periodista volvía a presionarlo para que escribiera algún poema para el periódico desde la perspectiva de un policía normal y corriente.

A continuación decidió mirar su cuenta de Hotmail, que había abierto cuando visitó Estados Unidos como miembro de una delegación oficial. Algunos de sus amigos en aquel país no dejaban de quejarse de sus dificultades para contactar con él a través de su cuenta habitual de Sina. Chen no solía entrar en su cuenta de Hotmail, pero aún era temprano y tenía tiempo de sobra.

Sin embargo, esta vez no consiguió acceder a esa cuenta. Un empleado acudió junto a su ordenador y también lo intentó varias veces, aunque con tan poco éxito como Chen. El inspector jefe estaba dispuesto a darse por vencido cuando el empleado le señaló otro ordenador.

—Pruebe en éste.

Chen se sentó frente al nuevo ordenador, que parecía funcionar mejor pero seguía siendo misteriosamente lento. Al cabo de tres o cuatro minutos el inspector jefe tiró la toalla. Decidió hacer unas cuantas búsquedas en Google, pero de nuevo le fue denegado el acceso.

Sacudiendo la cabeza, volvió a entrar en su cuenta de Sina y recuperó un borrador que había guardado.

Arrugando la nota de rechazo de una editorial,

retomo mi rol a la sombra de los rascacielos que me rodean.

Intento en vano que los informes del caso proporcionen una pista

mientras las campanas tañen sobre la ciudad.

Por lo que sé, el policía y yo somos el mismo.

E investigo por los pequeños callejones y bocacalles

las escenas antaño familiares en mis recuerdos:

una pareja que se acurruca como recortables de papel sobre una puerta,

un hombre solitario que forma una antena con su cigarrillo pensando en el futuro,

una abuela acuclillada sobre un orinal con los pies vendados

como una ramita rota, un vendedor ambulante voceando su mercancía

entre los escombros, casi como un sospechoso…

Una señal de DEMOLICIÓN me deconstruye.

Nada puede evitar la llegada de un bulldozer. No es tarea fácil,

en la escena que se desvanece, conseguir acabar la partida.

Chen se preguntó si la insistencia de Lianping le habría inspirado el poema. Aunque las imágenes no eran nuevas, la idea de incluir a un poli normal y corriente le proporcionó un bastidor sobre el que le resultó más fácil plasmar lo que quería decir. El poema aún no le satisfacía, pero Chen pensó que era todo lo que se veía capaz de expresar por el momento. Después de releerlo una vez más, lo envió como documento adjunto.

Entonces vio un nuevo correo de Peiqin, quien también había recibido las fotografías tomadas por Lianping durante la ceremonia budista.

«Muchísimas gracias, jefe, por asistir al servicio, y por traer a una novia tan guapa y tan lista. Las fotografías digitales que tomó Lianping son de alta resolución, así que pueden ampliarse tanto como se quiera. En una de las fotografías descubrí algo en lo que ni siquiera me había fijado cuando estábamos en el templo: la dirección de la mansión de papel.»

Chen hizo clic en el archivo con las fotos de Lianping. La fotografía mencionada por Peiqin era la de la mansión de papel que se quemó como sacrificio en el patio del templo. Chen amplió la fotografía y, tal y como aseguraba Peiqin, consiguió leer claramente la dirección de la puerta: 123 Jardín de Binjiang. Era el mismo detalle que Lianping le había señalado el día de la ceremonia. Se trataba de uno de los subdistritos más caros de Shanghai, auténtico símbolo de riqueza y posición social en la ciudad.

De nuevo una idea fugaz le cruzó la mente como un destello. Chen fijó la mirada en la pantalla: posiblemente algo se le había pasado por alto. Sin embargo, la idea se desvaneció antes de que pudiera considerarla siquiera. La pantalla le devolvió la mirada.

Finalmente, se levantó y se apartó del ordenador.

En el mostrador de la entrada, un empleado comprobó el tiempo que Chen había pasado en el «Ordenador 51» y otro empleado le cobró. Ninguno de ellos se molestó en anotar que había usado otro ordenador, observó Chen. Después de todo, los empleados no eran polis de internet. Para ellos la norma no era más que una molestia, así que no parecía realista esperar que la cumplieran a rajatabla. Chen sacó un billete de cinco yuanes y el empleado le devolvió el cambio.

Tras salir del cibercafé el inspector jefe se dirigió a la sala de conciertos. Aún le sobraban unos veinte minutos. El auditorio era una construcción ultramoderna, con una inmensa fachada de cristal que incorporaba planchas de metal de densidad variable. Desde donde se encontraba, cerca de la entrada, Chen vislumbró las paredes interiores parcialmente recubiertas de azulejos esmaltados, los cuales debían de haber costado una auténtica fortuna.

Un coche frenó junto a él y lo sobresaltó. Una mano delicada lo saludaba por la ventanilla.

—¿Te he hecho esperar mucho, inspector jefe Chen?

—No, no, en absoluto.

—Lo siento, había un embotellamiento terrible —se disculpó Lianping—. Aparcaré el coche en la parte de detrás y volveré enseguida.

Al cabo de cuatro o cinco minutos, la periodista surgió de entre la multitud con dos entradas en la mano. Llevaba una chaqueta de cachemir beis claro sobre un vestido blanco de satén sin tirantes y calzaba unas zapatillas plateadas de tacón alto, como si deambulara por su sala de estar.

Lianping pertenecía a una generación distinta a la suya: los «nacidos en los ochenta», como se los solía llamar. El término no se refería únicamente a la década, sino a los valores e ideas propios de la década.

Las luces del auditorio ya comenzaban a apagarse cuando por fin entraron y tomaron asiento.

Aquella noche la Orquesta Juvenil de Singapur iba a interpretar la quinta sinfonía de Mahler. Chen había oído hablar de Mahler, pero casi nunca tenía tiempo para asistir a conciertos en la ciudad.

En alguna parte, entre bastidores, un músico afinaba desacompasadamente su instrumento. Lianping abrió el programa y lo estudió. En la penumbra, Chen se percató de que, en cierto modo, empezaba a echar de menos la carrera profesional que había esperado seguir tiempo atrás. Durante sus años de universidad solía asistir a conciertos y a museos con mucha frecuencia. Al igual que los restantes miembros de su generación, Chen ansiaba compensar de alguna forma los diez años perdidos por culpa de la Revolución Cultural. Pero entonces lo destinaron al Departamento de Policía. Entrecerrando los ojos, trató en vano de recuperar el sueño de su época juvenil…

Al volverse hacia Lianping cuando comenzaba a sonar la sinfonía, Chen observó cómo su embeleso inicial daba paso a una expresión de gran intensidad emocional. La muchacha estaba tan cautivada por la música que se echó hacia atrás, se quitó los zapatos y, con los pies colgando, comenzó a moverlos de forma inconsciente al compás de la melodía.

Chen también empezaba a sentirse extasiado por aquella interpretación transformadora, en medio de la cual irrumpieron en su mente algunos versos fragmentados que lo llevaron a una comprensión trascendental de la música. Una visión arrobadora parecía surgir de los magníficos acordes.

Durante el intermedio decidieron salir al exterior.

En el vestíbulo, majestuosamente iluminado, Chen compró dos copas de vino blanco y se las bebieron allí mismo, charlando entre los grupos de gente que pululaba a su alrededor.

—¿Así que puedes conseguir entradas gratis?

—No para los conciertos más buscados, pero sí que las consigo a menudo. En este nuevo auditorio, como los precios de las entradas son tan altos nunca las venden todas, así que ¿por qué no regalarle un par de entradas gratis a un periodista? Una mención en Wenhui podría valer mucho más que eso.

—¿Tienes que escribir una crónica del concierto?

—Bastará con un artículo corto, de no más de un párrafo, lleno de tópicos. Lo único que tengo que hacer es escribir algo acerca de la excelente interpretación y del público entusiasta. A veces me basta con cambiar el título y la fecha. Nada que ver con el poema que me enviaste.

—Ah, lo has recibido.

—Sí, y me gusta mucho. Lo publicaremos la semana que viene —comentó Lianping, y entonces señaló un cartel—. ¡Oh, mira!: un concierto de canciones rojas, también la semana que viene.

—Vuelven a estar muy de moda —apuntó Chen.

Últimamente, se instaba a la gente a cantar de nuevo las canciones revolucionarias, en particular aquellas que fueron populares durante la Revolución Cultural, como si por el hecho de cantarlas, la gente volviera a sentir lealtad hacia el Partido.

—Es como la magia negra —comentó la periodista—. ¿Recuerdas el levantamiento de los bóxers? Aquellos soldados campesinos cantaban «Ningún arma puede herirnos» mientras corrían hacia las balas. Y, claro está, acabaron mordiendo el polvo.

Aquel comentario mordaz le recordó la escena de una película antigua. Chen estaba tan cerca de Lianping que el perfume que exhalaba su cuerpo lo llevó a divagar.

—Quiero preguntarte algo, Chen —dijo ella—. En la poesía china clásica, la música surge de sutiles pautas tonales para cada carácter de un verso. Dado que no hay pautas tonales en el verso libre, ¿cómo puedes expresar su musicalidad?

—Es una buena pregunta. —Él también se lo había preguntado más de una vez, pero no tenía una respuesta convincente que pudiera satisfacer la expectación que traslucía la mirada de Lianping—. El chino moderno es una lengua relativamente nueva. Su musicalidad aún es experimental, así que «ritmo» podría ser una palabra más adecuada para describirla. Por ejemplo, la extensión variable de los versos. Se llama verso libre, pero nada es realmente libre. Siempre tendrá algún ritmo, o rimará de alguna forma.

Lianping le resultaba cada vez más enigmática. Unas veces parecía muy joven y moderna, pero otras se mostraba sofisticada y perspicaz. Eso no impedía que le gustara; al contrario, hacía que la apreciara cada vez más.

Un timbre anunció que la segunda parte del concierto estaba a punto de empezar.

—Por cierto, casi se me olvida —dijo ella como de pasada—. Aquí tienes.

Le entregó una tarjetita en la que había escrito el nombre y el número de teléfono de Melong.

—Gracias. Es muy amable de tu parte, Lianping. Pero ya me diste el número cuando estábamos en el restaurante.

—Melong cambia de número cada dos o tres meses. Sólo los muy próximos a él están al corriente. Me lo acaba de dar otra persona —explicó la periodista tras apurar su bebida.

Cuando las luces comenzaron a apagarse lo cogió del brazo, absorta en sus pensamientos.

En cuanto volvieron a sus asientos comenzó la segunda parte del concierto, del que disfrutaron hasta el final. Chen observó que la muchacha contenía la respiración y se inclinaba hacia él durante la fantástica apoteosis final.

Cuando cayó el telón, Lianping aún parecía cautivada por la música y aplaudió durante más tiempo que la mayoría de asistentes al concierto.

Salieron al exterior entre la multitud. La calle les pareció súbitamente ruidosa, pero los envolvió una brisa agradable que apartó un mechón de la frente de Lianping.

—Muchísimas gracias. He pasado una velada estupenda —dijo Chen.

—El placer ha sido mío. Me alegro mucho de que hayas disfrutado.

El inspector jefe empezó a buscar un taxi, consciente de que le costaría encontrar uno mientras la gente continuara saliendo del auditorio.

—¿No has venido en coche?

—No, no tengo coche.

—Pero seguro que habrá algún coche del Departamento de Policía a tu disposición.

—Sí, pero no para ir a un concierto, y no cuando estoy en compañía de una periodista joven y atractiva.

—Venga, camarada inspector jefe Chen —protestó ella—. Fíjate en la fila de gente que está esperando un taxi un poco más allá. Tardarán al menos media hora en encontrar uno. Deja que te lleve a tu casa, espérame aquí mismo.

Lianping volvió en su coche, un Volvo plateado. Aquel modelo tenía como nombre una transliteración china ingeniosa, Fuhao, que también podía significar «rico y triunfador». La periodista le abrió la portezuela. El coche era nuevo y tenía GPS, lo que resultaba especialmente útil en una zona en continua expansión como Pudong.

Con las dos manos en el volante, Lianping parecía muy segura de sí misma mientras maniobraba hábilmente en medio del tráfico, como un pez dentro del agua. Las refulgentes luces de neón enmarcaban la noche una y otra vez. Chen disfrutó contemplando el parpadeo de los destellos en el rostro de Lianping cuando ésta se volvió hacia él y pulsó un botón. El techo se abrió lentamente y Lianping le dirigió una sonrisa iluminada por la luz de las estrellas. Chen no pudo evitar pensar que esa ciudad pertenecía a las chicas jóvenes y enérgicas como ella.

La periodista empezó a contarle algunos detalles sobre su vida. Había nacido en Anhui, donde su padre tenía una pequeña fábrica. Como muchas otras personas que no eran oriundas de Shanghai, su padre se aferró al sueño de que su hija, si es que él no lo lograba, pudiera vivir y trabajar en esa ciudad. Para gran satisfacción de su padre, Lianping consiguió un trabajo en el Diario Wenhui después de licenciarse en la Universidad de Fudan. Pese a haber estudiado lengua y literatura inglesas, o quizás a causa de ello, Lianping cubría las noticias económicas de forma competente.

—Tú eres la periodista económica número uno. Lo pone en tu tarjeta, si no recuerdo mal —comentó Chen mientras ella bebía un sorbo de agua de una botella.

—Bueno, eso sólo significa que soy la persona de confianza del jefe del Partido, el periodista de más alto rango de la sección. Aunque me proporciona un plus de mil yuanes al mes.

—Eso es estupendo.

—Pero también significa que, para mantenerlo, tengo que escribir todos los artículos pensando en el interés del Partido. —El coche torció de pronto, pero Lianping siguió hablando—. Fíjate en el restaurante nuevo que está a tu derecha. Es el preferido de los enamorados, según el Foro de Internet con Recomendaciones Generales. Está totalmente a oscuras en su interior, como si fuera un capullo. Los jóvenes ni siquiera pueden ver lo que comen, se pasan el rato tocándolo y palpándolo todo.

Lianping saltaba de un tema a otro como un gorrión que revolotea entre las ramas, pero sin duda sabía más que él acerca de las zonas nuevas y glamurosas de la ciudad.

—Me hago viejo…

—¿A qué viene eso, inspector jefe Chen?

—A nada, es que me acabo de acordar de un verso.

—Venga ya. Sigues siendo el inspector jefe más joven del país —dijo ella, dándole una palmadita en la mano—. He buscado el dato en internet.

Cuando el coche redujo la velocidad en el túnel abarrotado que conducía a Puxi, Chen le preguntó dónde vivía.

—Cerca del Gran Mundo. Mi padre es un hombre de negocios, por eso pudo pagarme la entrada de un piso en esa zona. Ha sido una buena inversión, el piso ha cuadruplicado su valor en menos de tres años.

—Caramba, pues está cerca del piso de mi madre.

—¡No me digas! Pásate por mi casa la próxima vez que vayas a visitarla. Tengo el último modelo de cafetera.

Sin embargo, el coche ya se detenía en el subdistrito de Chen, cerca de la calle Wuxing.

Lianping salió del Volvo al mismo tiempo que Chen, y ahora estaba de pie frente a él. Sus ojos, de mirada límpida, brillaban bajo el cielo estrellado. Era una noche embriagadora y soplaba una brisa cálida.

—Muchísimas gracias, he disfrutado mucho esta noche. No sólo de la música, sino también de la conversación. —Luego añadió, algo cohibido—: Es tarde, y tengo el piso patas arriba. Quizá la próxima vez…

—¡Me lo apunto! —dijo ella sonriendo mientras se metía de nuevo en el Volvo.

Chen permaneció allí un rato, observando cómo desaparecía el coche a lo lejos. Había robado unas cuantas horas a la investigación, pero, como se apresuró a decirse a sí mismo, no todo era tiempo perdido. Comenzó a repasar mentalmente su visita al cibercafé antes del concierto, el correo de Peiqin con las fotos y los últimos datos sobre Melong. Puede que los puntos comenzaran a formar algunas líneas posibles, aunque nada quedaba demasiado claro todavía…

Solo, en el silencio de la noche, quizá lograra llegar a alguna conclusión.

Entonces cayó en la cuenta de que Lianping le recordaba a un personaje de un libro francés que había leído mucho tiempo atrás, titulado El sobrino de Rameau.

Y, una vez más, la confusión comenzó a apoderarse de él.