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Aquel sábado sucedió algo que tenía poco que ver con sus responsabilidades como inspector jefe.

El subinspector Yu lo había llamado la noche anterior.

—Me haría un gran favor si pudiera venir al Templo Longhua el sábado. Sólo durante unos diez o quince minutos, no hace falta que se quede más tiempo. Celebraremos una ceremonia budista en honor de los padres de Peiqin, ya fallecidos. Su padre nació hace cien años. Mi mujer dice que no debería pedírselo, ya sabemos que no es muy apropiado que un alto cuadro del Partido como usted asista a una ceremonia de este tipo, pero uno de los primos de Peiqin celebró hace poco un servicio similar. Se gastó un dineral e invitó a todos los Bolsillos Llenos que conocía. Así que he estado pensando que…

Según una popular creencia budista, al cumplirse cien años de su nacimiento, los difuntos pasan a otra vida. Por consiguiente, cuando llega la fecha, sus hijos suelen celebrar un servicio religioso, preferiblemente en un templo. Es un acto de suma importancia en la tradición budista de la reencarnación, puesto que después ya no existen más obligaciones hacia los muertos por parte de los que aún viven en este mundo de polvo rojo.

Chen se preguntó si Peiqin realmente suscribiría tales creencias, aunque eso no importaba demasiado siempre que sus parientes las suscribieran. Dado que el subinspector Yu nunca le pedía ningún favor, el inspector jefe no podía rechazar la invitación.

Además, podría ser agradable asistir a la ceremonia después de la última ronda de deprimentes reuniones rutinarias. Chen había pasado buena parte del viernes en una reunión del Comité del Partido en Shanghai. Dada su condición de nuevo miembro no se le exigía hablar demasiado, pero todos los discursos políticos de los altos cargos del comité no sólo eran aburridos, sino también inexplicablemente agotadores.

Qiangyu, primer secretario del comité, había pronunciado un discurso muy largo a fin de resaltar los grandes logros obtenidos en la ciudad bajo el acertado liderazgo del Comité del Partido en Shanghai. Con la vaga sensación de que el discurso incluía alguna reflexión importante, Chen había intentado leer entre líneas, pero no tardó en perder el interés. Comenzaba a acecharlo un dolor de cabeza sordo y persistente.

El viernes por la noche, Chen se alegró de que se le presentara la oportunidad de hacer algo distinto, y, especialmente, de hacer algo por Peiqin.

—Claro que asistiré. Me quedaré hasta que acabe la ceremonia. Puede contar conmigo, Yu.

El sábado por la mañana Chen viajaba en el asiento trasero de un Mercedes conducido por el chófer del departamento, Wang el Flaco.

—Los Yu podrán presumir hoy en el templo delante de sus parientes —comentó Wang el Flaco.

Después de todo, pensó Chen, la gente tenía que creer en algo, fuera lo que fuera, en esta época de vacío espiritual. Al carecer de conceptos como el cielo o el infierno de las religiones occidentales, los chinos encontraban cierto consuelo en la celebración de ceremonias concebidas para ayudar a los muertos en la otra vida.

La nueva sociedad materialista estaba configurando muchos aspectos de la vida diaria de acuerdo con sus propias normas, que afectaban incluso a celebraciones como este servicio religioso. Cuanto mayor sea el gasto, mayor será el prestigio. Los Yu no podían permitirse semejante tipo de competición, razón por la que el subinspector, que no era budista, tuvo que invitar al inspector jefe Chen —supuestamente un funcionario de alto rango del Partido— a la ceremonia. Todo se debía a la necesidad de guardar las apariencias. Las apariencias eran un asunto sumamente importante para los habitantes de Shanghai.

—Ya hemos llegado, aquí está el Templo Longhua —informó Wang el Flaco.

Debido a la constante expansión de las zonas periféricas de la ciudad, el templo, ubicado originalmente cerca de las afueras, ya no se consideraba demasiado apartado. Asimismo, debido a dicha ubicación, era de un tamaño mayor que los templos más próximos al centro de la ciudad.

Después de aparcar, el chófer siguió a Chen por un patio enorme que conducía a un vestíbulo impresionante bordeado de estatuas budistas doradas, todas ellas envueltas en espirales de incienso. Las alas que flanqueaban el vestíbulo principal se alquilaban para la celebración de servicios religiosos, lo cual proporcionaba elevados ingresos al templo.

—Chen Cao, secretario del Partido en el Departamento de Policía de Shanghai y miembro del Comité del Partido Comunista de Shanghai —anunció Peiqin en voz alta nada más entrar Chen—. El legendario inspector jefe Chen, director de la brigada de casos especiales. Seguro que habréis oído hablar de él, o que habréis leído alguna cosa. Es el superior de Yu.

La presentación de Peiqin incluía todos los títulos oficiales que Chen había adquirido recientemente. Lejos de molestarse con ella, el inspector jefe entendió su reacción.

—De parte de nuestro secretario del Partido —terció Wang el Flaco mientras colocaba frente a la mesa en que se celebraría el servicio religioso una gran corona de flores, con una cinta de seda blanca en la que estaban escritos el nombre de Chen y sus cargos oficiales.

Sobre la mesa reposaban varias fotografías en marcos negros, flanqueadas de velas encendidas y rodeadas por todo un surtido de frutas y platillos típicos de Shanghai.

—Tanto Yu como Peiqin son amigos míos —explicó Chen a los otros asistentes al acto, después de inclinar la cabeza ante las fotos.

Yu y Peiqin se inclinaron a su vez ante él como muestra de su gratitud.

A continuación, Chen cogió un manojo de varillas largas de incienso y se inclinó respetuosamente tres veces más.

El resto de los presentes en la sala parecía observarlo con el alma en vilo.

Mientras introducía el incienso en un recipiente, Chen observó que había varias cajas de cartón en forma de arcones apiladas contra la mesa. Probablemente, las cajas contenían dinero del más allá para los muertos. Años atrás, el dinero para los muertos solía meterse en grandes bolsas rojas. Las cajas de imitación con candados pintados en vivos colores suponían una versión mejorada de las bolsas, y evidenciaban un sofisticado respeto por el bienestar de los muertos en el otro mundo. Chen no pudo evitar preguntarse si la corona que había traído —la única de la sala— no estaría fuera de lugar. Entonces se fijó en que la corona llevaba varios lazos y cintas doblados para parecer lingotes de seda.

—No sé cómo agradecérselo, secretario del Partido Chen —dijo el subinspector Yu.

—No hace falta que lo haga, Yu. Así tengo la oportunidad de rendir homenaje a mi tío y a mi tía.

Al igual que Yu acababa de utilizar el título de «secretario del Partido» al dirigirse a Chen, el inspector jefe se refirió a «su tío y a su tía» en atención a los allí presentes. Chen se sentía cada vez más incómodo, así que se acercó a un monje que colocaba grandes sobres en una mesa auxiliar e intentó entablar una conversación con él acerca del budismo, pero el hombre se limitó a mirarlo fijamente sin decir nada, como si Chen fuera un extraterrestre.

Peiqin se le acercó y le susurró:

—Puede que este servicio alivie un poco mi culpabilidad.

Así que aquélla era una de las razones por las que Peiqin quería celebrar la ceremonia. Su padre se había visto involucrado en problemas políticos cuando ella aún iba a la escuela primaria y había muerto en un campo de trabajo alejado de su hogar. Durante la Revolución Cultural su madre también falleció. Peiqin no hablaba casi nunca de sus progenitores. Sólo en una ocasión le confesó a Chen que, de pequeña, había detestado en secreto a sus padres porque sus orígenes familiares conformaron y determinaron su vida durante aquellos años.

Una hilera de monjes empezó a entrar en la sala. Chen se postró ante ellos, imitando a los demás asistentes. Para su sorpresa, el monje de rango superior pronunció su nombre y su cargo solemnemente al comenzar a leer la lista de participantes en el servicio, como si aquello pudiera importar a los muertos.

Las palabras del monje provocaron más susurros entre los presentes. Algunos de los parientes de Peiqin empezaron a cuchichear entre sí, y su tía segunda, una anciana muy elegante de cabello plateado y gafas con montura dorada, se le acercó tambaleándose con la ayuda de un bastón de bambú.

—Muchísimas gracias, inspector jefe Chen —dijo la mujer mirándolo a los ojos—. Le ha alegrado el día a Peiqin, y también a todos nosotros. He visto su fotografía en los periódicos. Puede que también publiquen una foto suya aquí en el templo…

No hizo falta que acabara la frase: la anciana sabía que su sugerencia era absurda. Todas las fotografías de Chen publicadas en los periódicos ilustraban sendos artículos sobre su trabajo. Nunca aparecería una foto de un policía que además era miembro del Partido asistiendo a una ceremonia budista en un templo.

Pero Chen se limitó a asentir con la cabeza, sacó el móvil y tecleó un número.

—¿Estás libre esta tarde, Lianping?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas, inspector jefe Chen?

—Estoy en el Templo Longhua. Mi compañero, el subinspector Yu, y su esposa, Peiqin, van a celebrar un banquete como parte del servicio religioso. Algunos de sus parientes han mencionado la posibilidad de que aparecieran algunas fotografías del evento en el periódico…

—Todo por guardar las apariencias, en este mundo o en el otro. Entiendo —dijo Lianping, pero luego añadió en voz más alta—: Yo no tendría que pagar la comida, ¿verdad? De hecho, quiero agradecerte que hayas pensado en mí. Estaré allí en veinte minutos, secretario del Partido Chen.

Tanto Yu como Peiqin lo miraron estupefactos, pese a haber captado sólo algunos fragmentos de la conversación en medio de las salmodias de los monjes.

Lianping entró en la sala menos de veinte minutos después, anunciando su llegada con una rápida sucesión de flashes de la cámara que llevaba en las manos.

La periodista se acercó a Chen y, al abrazarlo, le rozó la mejilla con la suya. Llevaba un vestido negro de escote pronunciado, zapatos negros de tacón y un pañuelo de seda blanca alrededor del cuello, además de la acreditación de Wenhui, con su nombre, colgada de un cordón rojo.

—Si el inspector jefe Chen quiere que venga, ¿cómo iba a negarme? —dijo Lianping con una dulce sonrisa mientras les daba la mano a Peiqin y a Yu antes de volverse hacia el resto de los invitados—. Estoy trabajando en un perfil del inspector jefe Chen para el Diario Wenhui, y estas fotografías aparecerán junto al artículo. Chen no sólo es un policía muy trabajador, sino también un hombre polifacético. Puede que la fotografía lleve el pie: «Chen se postra en el templo junto a su compañero de trabajo: el auténtico lado humano de un funcionario del Partido».

Sonaba casi plausible, pero Chen dudaba que la periodista publicara una fotografía de esa clase en el periódico del Partido.

Mientras el servicio se iba acercando al punto culminante, Chen consiguió retirarse a un rincón, donde Lianping no tardó en unirse a él. Por el momento los habían dejado solos. Los demás invitados se guardaron de molestarlos, salvo cuando algunos rezagados tenían que ser presentados al distinguido invitado, el inspector jefe Chen.

—Adivina cuánto cuesta esta ceremonia —susurró Lianping.

—¿Mil yuanes?

—No. Mucho más que eso. Lo he visto en uno de los folletos que reparten a la entrada. Sólo el alquiler de la sala ya cuesta más de dos mil yuanes, y eso no incluye el precio del servicio, ni los sobres rojos para los monjes.

—¿Sobres rojos para los monjes?

—¿Conoces el proverbio que dice: «Un monje viejo salmodia los escritos sagrados con desgana»? A los monjes les es fácil salmodiar, ya que lo hacen trescientos sesenta y cinco días al año. Según la sabiduría popular, eso restaría eficacia al servicio religioso budista. Para tener la seguridad de que los monjes celebrarán la ceremonia con entusiasmo son imprescindibles los sobres rojos.

Pese a su juventud, Lianping era muy perspicaz, además de cínica y algo dogmática con respecto a los absurdos de la realidad social contemporánea.

—Debido a tu cargo, tu presencia aquí aumenta el prestigio colectivo —prosiguió la periodista con una sonrisa burlona—. Así que les estás haciendo un gran favor. De hecho, a Zhou también le hubieran dado una bienvenida calurosísima. Antes de su caída en desgracia, por supuesto. La nuestra es una sociedad de contactos, y estos contactos se establecen mediante el intercambio de favores.

Chen la miró sorprendido.

—El subinspector Yu es mi compañero, además de un buen amigo —explicó—. No veas lo que no hay, no estamos «intercambiando favores».

—Sé que las cosas son distintas entre vosotros dos. Tú eres su jefe, y no tenías por qué haber venido. Por eso estoy aquí sacando fotos. Pero lo del servicio religioso sí que no lo entiendo. Desde una perspectiva filosófica, el budismo trata sobre la vanidad de las pasiones humanas, pero esta ceremonia representa la encarnación de la vanidad en el mundo de polvo rojo, y resulta más relevante para los vivos que para los muertos.

—Eso es cierto. Intenté hablar con un monje de la diferencia entre Mahayana y Hinayana, pero se me quedó mirando como si yo fuera un extraterrestre venido de otro planeta y farfullara una lengua indescifrable.

Su conversación fue interrumpida cuando Peiqin los llamó a todos a almorzar en un restaurante al otro lado de la calle. Según el cartel rojo colgado en la puerta del restaurante, la comida se serviría en una gran sala con tres mesas redondas. Yu y Peiqin ya estaban allí, conduciendo afanosamente a la gente hasta sus respectivas mesas.

Peiqin sentó a Lianping junto a Chen en la mesa principal. Era posiblemente una estratagema bienintencionada por parte de Peiqin, quien tenía tantas ganas de que Chen «sentara la cabeza» como la propia madre del inspector jefe. Chen no puso ningún reparo y Lianping sonrió, siguiéndole la corriente en todo momento a la anfitriona.

—Las gambas están muy frescas —dijo Lianping, pelando una de las más grandes con sus finos dedos y colocándosela a Chen en el plato, casi como una novia, antes de susurrarle algo al oído—. Me pregunto por qué no es una comida vegetariana.

Peiqin, inclinándose hacia delante para servir vino en la taza de Chen, oyó el comentario de la periodista y respondió asintiendo con la cabeza en señal de aprobación.

—Le echamos un vistazo al menú del restaurante vegetariano contiguo al templo. El supuesto bufé libre vegetariano costaba doscientos cincuenta yuanes por persona, incluyendo los helados Häagen-Dazs.

—¿Qué sentido tiene servir helados Häagen-Dazs en una comida vegetariana? —preguntó Chen.

—La comida que se sirve después de un servicio religioso tiene que ser cara. Si no, supondría una humillación para todo el mundo, tanto anfitriones como invitados. Por no mencionar a los fantasmas de los muertos. No es habitual que una comida vegetariana sea tan cara, por eso sirven los Häagen-Dazs.

—Creo que ha hecho una buena elección, Peiqin —dijo Chen, sirviéndose un trozo de cohombro de mar estofado con salsa de ostras y huevas de gamba.

Se oyó el timbre de un teléfono móvil. Varias personas miraron inmediatamente el suyo, pero era el de Lianping. La periodista sacó el teléfono y le echó un vistazo sin contestar a la llamada.

—Alguien me acaba de reenviar un microblog —explicó la muchacha.

—¿Un microblog? —repitió Chen, mientras el resbaladizo cohombro de mar se le caía de los palillos e iba a parar al platito.

—Es como un blog, pero limitado a no más de ciento cuarenta caracteres. El Gobierno esperaba que un texto tan corto no causara grandes problemas, pero es como un pequeño foro de internet, y la gente puede leerlo, comentarlo o reenviarlo desde sus móviles al instante. Por eso se está convirtiendo en otro gran quebradero de cabeza para los funcionarios que intentan «mantener la estabilidad». Se habla de exigir que los que entren en este tipo de microblogs se registren con su nombre auténtico.

—Para que los polis de internet puedan localizarlos fácilmente —añadió Chen, sacudiendo la cabeza—. ¿Tú también escribes microblogs?

—No, pero leo los de otra gente. —Lianping se inclinó hacia delante y dijo en voz baja—: He hecho algunas preguntas sobre Melong. Su foro de internet es uno de los más populares de la ciudad y tiene un gran número de lectores. Debido a su popularidad ha atraído a muchos anunciantes, que cubren sobradamente los gastos. Melong es todo un personaje. Su foro es muy popular, y también muy polémico. De vez en cuando se acerca peligrosamente a la última «línea roja» trazada por las autoridades, pero nunca llega a cruzarla. Si lo hiciera, el Gobierno tomaría medidas y le cerraría el foro. Sabe muy bien cómo evitar enfrentamientos directos con las autoridades sin dejar de administrar el foro a su manera.

—Entonces es bastante independiente.

—Hasta cierto punto…, sí, podría decirse que sí. Al menos no necesita trabajar en otra cosa, aunque también es un hacker ocasional. Circulan rumores de que gana mucho dinero como hacker, pero nadie ha sido capaz de saber si esos rumores son ciertos. Es un tipo muy cauto. Pero bueno, nunca he oído que se metiera en problemas por ello. Dentro de ese círculo, es conocido por hacer las cosas a la manera jianghu.

Jianghu… ¿Te refieres a que considera su círculo como un mundo imaginario con su propio código ético, como en esas novelas de artes marciales?

—Sí. A Melong se le conoce por un atributo en particular: siempre sigue sus propias normas a rajatabla. Está dispuesto a hacer ciertas cosas, pero otras no. Por ejemplo, se dice que hace todo lo posible para proteger a sus fuentes, lo que, a su vez, le da más popularidad a su web. Por otra parte, la verdad es que es imposible saberlo: según algunas fuentes, Melong también tiene contactos en el Gobierno, y por eso ha podido administrar el blog a su manera todo este tiempo.

—¿Qué más?

—¿Qué más? —repitió ella, sonriendo mientras cogía un trozo de carne con salsa de ostras—. Es un buen hijo, igual que tú.

¿Cómo sabía Lianping eso de él?

Un brindis inesperado de la tía de Peiqin le sirvió a Chen de excusa para no responder al comentario de Lianping.

—Quiero expresarle mi gratitud, secretario del Partido Chen, y también a su bella amiga periodista. Cuando las fotografías se publiquen en Wenhui, los padres de Peiqin serán muy felices en el otro mundo.

Chen se levantó apresuradamente, taza en mano, pero no supo qué decir como respuesta, ni si resultaba apropiado que él también brindara.

Peiqin le sonrió desde el otro lado de la mesa a modo de disculpa mientras Yu se rascaba la cabeza.

Lianping volvió a sacar el móvil, buscó algo y luego cogió una servilleta rosa y garabateó unas palabras. A continuación le pasó la servilleta a Chen, que se estaba sentando de nuevo, visiblemente incómodo.

—Aquí tienes el número de teléfono de Melong. ¿Por qué no lo llamas? Puedes decirle que eres amigo mío.

—Gracias.

Afortunadamente, el almuerzo llegó a su fin antes de que alguien más se levantara para hacer otro brindis.

Todos los comensales cruzaron la calle y volvieron al templo. Algunos llevaban cajas de comida, y no se olvidaron de meterlas en sus coches antes de entrar de nuevo en el templo.

En lugar de volver a la sala en la que se había celebrado el servicio religioso, ahora se congregaron alrededor de un enorme quemador de bronce colocado en el patio. Había llegado el momento de quemar los sacrificios para los muertos. Los asistentes al acto empezaron a echar al fuego las cajas de dinero del más allá, además de otros sacrificios que imitaban objetos reales, como una mansión de papel construida con todo detalle.

—Fíjate en la dirección —indicó Lianping, de pie a su lado.

—Jardín de Binjiang 123.

—El subdistrito más caro en la ciudad de Shanghai.

—Para que los muertos puedan disfrutar de los lujos más suntuosos en el otro mundo, ya que no lo hicieron en éste. No creo que quemar sacrificios simbólicos en honor a los muertos tenga mucho que ver con el budismo. Quizá guarde más relación con el confucianismo —dijo Chen.

—Hay algo que no entiendo acerca del confucianismo. Confucio dijo: «Un caballero no habla de fantasmas ni de espíritus», pero, por otra parte, él instaba a la gente a ofrecer sacrificios a sus antepasados.

—Hoy en día vivimos en una época caracterizada por un gran vacío espiritual e ideológico, y nuestra sociedad carece de una religión a la que poder recurrir. Para la mayoría de la gente, el mundo presente es el único que existe o que importa. Así que este servicio, pese a estar influenciado por cuestiones materialistas del aquí y ahora, ofrece una especie de consuelo relativo.

Mientras hablaba, Chen se inclinó hacia el quemador. Entre los sacrificios que se consumían entre las llamas le desconcertó ver un cartón de cigarrillos de imitación.

—¿Cómo? ¡Majestad Suprema 95!

—Ha aparecido otra foto de un paquete de cigarrillos en internet, ¿sabes? —dijo ella, con el rostro encendido por el calor.

—¿Otra foto relacionada con Zhou?

—No, no directamente. Es de otros funcionarios del Partido, está tomada en una sala de congresos. En los congresos, es normal que repartan bebidas y cigarrillos en el estrado. Los más caros se ofrecen gratis, como gasto necesario del Gobierno. En esta nueva foto, sin embargo, han sacado los cigarrillos del paquete y los han colocado en una bandejita. ¿Por qué? Para que la gente no pueda reconocer las marcas más caras. Los organizadores del congreso debían de tener miedo de causar otro escándalo, pero fueron muy tontos. Ningún fumador saca los cigarrillos del paquete de esa forma, así que el intento de encubrir la marca aún atrajo más la atención y provocó otra avalancha de comentarios sarcásticos de los ciudadanos de la Red sobre esa foto.

Lianping tenía razón. Él tampoco habría vaciado el paquete de cigarrillos en una bandeja, y, por experiencia propia, sabía que los obsequios de esa clase se proporcionaban a expensas del Gobierno. Afortunadamente, la periodista cambió de tema.

—Por cierto, acabo de enterarme de que pronto erigirán una nueva estatua de bronce de Confucio en la plaza Tiananmen. Me pregunto si la gente también quemará incienso allí.

—Eso es imposible —respondió Chen—. Piensa en el movimiento del Cuatro de Mayo y en la denuncia del confucianismo por parte de Mao.

—No hay nada imposible en la milagrosa China actual. ¿Recuerdas el antiguo proverbio? «Cuando uno está muy enfermo, no puede permitirse escoger el médico.» Pero ¿tú crees que resucitar a un ídolo tan antiguo realmente resolverá la crisis ideológica en nuestro país?

Lianping arqueó las cejas. Era una mujer muy astuta. Chen observó complacido el humor cínico que desprendía su mirada.

Los sacrificios que aún ardían en los recipientes del patio del templo comenzaban a apagarse.