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El inspector jefe Chen fue a la comisaría a la mañana siguiente, como de costumbre.

Ser asesor especial en el caso Zhou no le eximía de sus responsabilidades en la brigada de casos especiales. Seguía siendo el jefe de la brigada, aunque, de hecho, era el subinspector Yu quien estaba al frente.

Tras echarle un vistazo rápido a un informe interno, Chen lo depositó sobre el escritorio con un regusto amargo en la boca. Se trataba de un informe sobre un artista disidente llamado Ai, el cual, supuestamente, estaba causando problemas con algunas de sus exposiciones posmodernas, consistentes en figuras desnudas distorsionadas pintadas en un estilo absurdo. Chen decidió no aceptarlo como posible caso para la brigada. No porque conociera la obra de Ai, sino porque no le parecía justificable investigar a un artista como él simplemente «por el bien de una sociedad armoniosa».

Había llegado un mensaje del secretario del Partido Li acerca de una reunión rutinaria que se celebraría hacia el mediodía, pero Chen decidió no devolverle la llamada a su superior.

En lugar de llamar, continuó dando vueltas a las sospechosas circunstancias que rodeaban la muerte de Wei. En Nanhui había aparecido un todoterreno marrón abandonado. Se lo habían robado a una empresa papelera hacía varios días. El todoterreno abandonado aumentaba las posibilidades de que la agresión hubiera sido premeditada, pero, por otra parte, también suponía un callejón sin salida. Pese a presentir que la muerte de Wei estaba relacionada con la investigación que éste estaba realizando de la muerte de Zhou, Chen sabía perfectamente que no debía comentarlo en comisaría, ni siquiera con el subinspector Yu. El inspector jefe estaba consternado por no poder contribuir al trabajo de Wei. Comenzaba a rondarle un terrible dolor de cabeza.

Entonces recordó que Lianping le había dado la dirección de su blog. Chen dejó de pensar en Wei por un momento, se volvió hacia su ordenador y tecleó la dirección.

Los textos que Lianping había colgado en su blog parecían muy distintos a los artículos que solía publicar en el periódico. El título de un escrito reciente atrajo su atención de inmediato: «La muerte de Xinghua».

Xinghua era un poeta y traductor de Shakespeare que murió durante la Revolución Cultural. Era poco conocido entre las generaciones más jóvenes, así que Chen se preguntó por qué habría decidido Lianping escribir acerca de él.

«Xinghua, destacado poeta y erudito, tradujo el Enrique IV de Shakespeare y después editó y anotó la traducción. Esto es todo lo que los lectores podían saber acerca de él si hojeaban por encima las Obras completas de Shakespeare. ¿Qué podría haber más trágico que una tragedia olvidada?

»Ya en la guerra contra Japón de la década de 1940, el profesor Shediek, de la Universidad Unida del Sudoeste, consideró a Xinghua uno de sus alumnos más prometedores, y tan brillante como Harold Bloom. Xinghua no tardó en labrarse una reputación con sus poemas y sus traducciones, pero su carrera profesional acabaría truncándose de forma abrupta. En 1957 fue tachado de derechista durante el movimiento antiderechista que se extendió por toda la nación. Xinghua fue perseguido y condenado por los movimientos políticos posteriores, y murió con poco más de cuarenta años a principios de la Revolución Cultural. A finales de la década de los setenta, cuando apareció un artículo sobre él en el periódico oficial, ni siquiera se mencionaron las circunstancias de su muerte y se dio a entender que había fallecido de muerte natural.

»Casualmente, tuve la ocasión de conocer a su viuda, la cual me reveló lo mucho que Xinghua había sufrido hacia el final de su vida. A principios de la Revolución Cultural fue sometido a críticas de las masas y a castigos sumamente humillantes. Su hogar fue saqueado por los Guardias Rojos, quienes quemaron en plena calle su traducción casi acabada de la Divina Comedia. Aquel verano, Xinghua fue obligado a trabajar en los campos de arroz de seis de la mañana a ocho de la tarde para así efectuar su “transformación ideológica a través de los trabajos forzados”. Pese a encontrarse sediento, hambriento y empapado en sudor, le negaron el agua y la comida; al atardecer no le quedó más remedio que mojarse los labios con un poco de agua sacada con las manos de un arroyo sucio. Al verlo, un Guardia Rojo corrió hacia él, le introdujo con furia la cabeza en el arroyo contaminado y la mantuvo bajo el agua durante varios minutos, mientras otro Guardia Rojo le pateaba violentamente el costado. Xinghua enfermó de inmediato: se le hinchó el abdomen y se desmayó en el arrozal. Menos de dos horas después, murió allí mismo a causa de una diarrea aguda. Los Guardias Rojos afirmaron, sin embargo, que se había suicidado, y exigieron que se le practicara la autopsia. ¿Por qué? Porque en aquellos años el suicidio también estaba considerado delito, un acto deliberado contra los intentos del Partido y del pueblo por salvarlo. La familia de Xinghua imploró que no se la practicaran, pero nadie los escuchó. Afortunadamente, el informe de la autopsia demostró que el poeta había muerto por tragar agua contaminada, y su familia no tuvo que soportar que lo tacharan de contrarrevolucionario a título póstumo.

»Pero ¿por qué no aparecieron jamás los detalles de su trágica muerte en los medios oficiales? ¿Por qué nunca fueron castigados los Guardias Rojos? Se dijo que el Guardia Rojo que metió la cabeza de Xinghua en el arroyo pertenecía a la familia de un cuadro de alto rango, y que el que lo pateó se convirtió a su vez en un cuadro destacado del Partido. También se dijo que, sencillamente, aquellos hombres tenían una fe ciega en Mao, y dado que el retrato de Mao aún colgaba en lo alto de la puerta de la plaza Tiananmen, ¿qué otra cosa podía hacerse? Aunque la Revolución Cultural fue declarada oficialmente un error bienintencionado de Mao, aún existe una norma oficiosa según la cual todos los textos sobre la Revolución Cultural deberían ser “contenidos”. En otras palabras: poco precisos, breves, eufemísticos y tan escasos como sea posible.

»Después de todo, ¿quién se acuerda de Xinghua?

»Encontré uno de sus poemas por casualidad. Una estrofa reza así:

Intentando aferrarse a una brizna de hierba, a un trozo de madera, para afianzar el momento presente, para evitar la huida del tiempo, para resistir, para restablecerse;

pero en las montañas lejanas, el otoño se extiende sobre las cumbres, almacenando alegrías y penas infinitas.

Después del fracaso llega un golpe de suerte.

»Es un poema muy triste. No sólo porque uno debe sobrevivir aferrándose a una brizna de hierba o a un trozo de madera, sino porque, pese al conmovedor deseo del último verso, al final el poeta no tuvo ningún golpe de suerte.»

Tras encender un cigarrillo, Chen apagó la cerilla sacudiéndola vigorosamente. Quizás ése no fuera uno de los blogs que atraían a un gran número de lectores. La mayoría probablemente no había oído hablar jamás de Xinghua, y el número de visitas confirmaba sus sospechas. Sin embargo, Lianping había investigado a fondo el tema y había escrito con gran emotividad. El texto no trataba únicamente sobre el sufrimiento de un hombre durante la Revolución Cultural, sino que también hacía referencia a la sociedad actual.

A Chen le gustó el poema citado al final del artículo.

¿Y qué había de su suerte como policía? El inspector jefe cogió el teléfono y llamó a Jiang al hotel.

Después de mucho insistir, Chen consiguió que Jiang le confirmara algo: el artículo original que le causó problemas a Zhou había aparecido en un foro de internet administrado por un hombre llamado Melong, aunque Jiang pareció sorprenderse de que Chen lo hubiera descubierto a través de sus propios contactos.

A continuación Chen llamó a Lianping.

—Quiero darte las gracias por el artículo sobre Xinghua que has escrito en tu blog, me ha parecido muy bueno. Es una lástima que casi nadie lo recuerde en la actualidad.

—Yo también me licencié en lengua y literatura inglesas, no lo olvides.

—Así que sabes mucho sobre blogs y blogueros.

—No es difícil, pero los blogs también están censurados. Las webs deben eliminar cualquier artículo en cuanto reciben un aviso de la policía de internet. Afortunadamente, o quizá desafortunadamente, Xinghua no es un nombre que tengan en su radar.

—Por cierto, ayer mencionaste a alguien llamado Melong. ¿Tú escribes en su foro?

—Melong administra un foro muy popular y me ha pedido que escriba para él, pero prefiero no hacerlo. Su foro es demasiado polémico, ya sabes a qué me refiero.

—¿Así que conoces bien a Melong?

—No, bien no. Sólo nos hemos visto tres o cuatro veces, pero es un hombre inteligente y tiene muchos recursos, un auténtico genio de la informática. Por eso consiguió abrir su foro sin ayuda.

—¿Hay algo más que puedas decirme acerca de él?

—Ahora mismo no, pero deja que haga unas cuantas llamadas.

—Eso sería estupendo. Gracias por adelantado, Lianping.

Tras despedirse de la periodista, Chen intentó hablar con el subinspector Yu, pero éste había salido en compañía de otros agentes. El inspector jefe le dejó una nota a su compañero de tantos años en la que indicaba que la brigada no debería aceptar ningún caso nuevo durante su ausencia. Se trataba de una petición poco habitual. Yu era muy competente, pero ¿qué podía hacer la brigada con un caso como el del artista Ai?

Se acercaba la hora de la reunión del departamento, aunque Chen no estaba de humor para asistir. Decidió saltársela y salir a hurtadillas de la comisaría. Al menos su designación como asesor especial le proporcionaba una excusa para poder ausentarse.

Prefirió no solicitar un coche del departamento y tomó el autobús 71 en la esquina de las calles Yan’an y Sichuan. El autobús, tan abarrotado como siempre, avanzaba pacientemente en medio de un denso tráfico. El inspector jefe, absorto en una maraña de pensamientos, apenas prestaba atención a la escena cambiante del exterior. En lugar de apearse en la parada de la calle Shanxi, Chen permaneció de pie en el autobús, agarrado a una correa que pendía del techo. El autobús se dirigía hacia el Hospital de China Oriental, donde estaba ingresada su madre.

La anciana llevaba allí varias semanas, recuperándose de un derrame cerebral leve. El que no pudiera cuidarla debidamente resultaba imperdonable, pensó Chen por enésima vez. Empapado en sudor, el inspector jefe chocaba una y otra vez contra una mujer gorda que desprendía tanto calor como un horno, mientras el autobús circulaba dando bandazos.

No había visitado a su madre en varios días, aunque por teléfono ella le había asegurado repetidamente que todo iba bien.

El Hospital de China Oriental, situado en la calle Yan’an Oeste, se alzaba en medio de un gran complejo rodeado de altos muros rojos. El hospital, destinado a los cuadros más altos del Partido, ofrecía el más avanzado equipo médico en un ambiente de seguridad y privacidad inigualables. Sólo tenían acceso a él los miembros del Partido de un rango superior al de inspector jefe.

La sala privada de su madre se hallaba en la segunda planta del edificio de estilo europeo. En el descansillo alfombrado de las escaleras, un anciano vestido con camisa blanca y pantalones verdes de corte militar saludó a Chen formalmente con la cabeza. Parecía un gesto sacado de una película antigua. Chen no lo reconoció, pero le devolvió el saludo.

Su madre no había ingresado en ese hospital gracias al cargo de su hijo, que no era lo suficientemente alto, pensó Chen mientras llamaba suavemente con los nudillos a la puerta entreabierta. El sol de la tarde se asomaba a través de los ventanales del pasillo. Nadie respondió. Chen aguardó unos instantes antes de empujar la puerta. Su madre estaba sola en la habitación, durmiendo una siesta temprana.

Sin hacer ruido, Chen acercó una silla a la cama, contempló el rostro durmiente de su madre y le acarició la mano.

¿Quién dice que el esplendor

de una brizna de hierba

pueda bastar alguna vez para devolver

la calidez generosa y radiante

del sol primaveral que vuelve siempre?

Éstos eran los célebres versos de Men Jiao, un poeta del siglo VIII de la dinastía Tang que comparaba el amor que le profesaba su madre a la calidez de la luz primaveral que siempre retorna. Chen estaba absorto en sus recuerdos.

Una joven enfermera se acercó por el pasillo, se detuvo y metió la cabeza en la habitación sin llegar a entrar y sin decir nada. La enfermera sonrió y se fue, desapareciendo como una brisa fresca a principios de verano.

La habitación, limpia y luminosa, tenía una ventana que daba a un jardín trasero muy bien cuidado. Era una zona mucho más agradable que el barrio viejo y masificado en el que aún vivía su madre. Era preferible que permaneciera ingresada en el hospital algún tiempo más.

La mirada de Chen se posó en los regalos amontonados sobre la mesilla de noche, caros en su mayoría: nidos de golondrina, ginseng, setas orgánicas, jalea real… Para su asombro, el inspector jefe también vio una botella de esencia de lagartija hajie, supuestamente bu o nutritiva para el yang según la teoría médica tradicional china, aunque Chen se preguntó si le podría resultar beneficiosa a una anciana en ese estado. Estos obsequios procedían probablemente del Chino de Ultramar Lu o del señor Gu. Ambos eran empresarios prósperos y se esforzaban en colmarla de regalos caros, pero ni siquiera se habían molestado en decirle a Chen que habían visitado a su madre.

En el sorprendente escenario de la reforma económica China, ambos se hicieron billonarios en pocos años. De haber escuchado Chen los consejos de Lu cuando éste abrió su cadena de restaurantes, el inspector jefe también podría haberse enriquecido.

Pero Chen también había triunfado como funcionario del Partido, aunque esperaba que no lo compararan a alguien como Zhou. No podía negarse, sin embargo, que Chen disfrutaba de algunos de los «privilegios grises» otorgados a otros altos cargos.

Uno de dichos privilegios grises era un sustancioso descuento en la factura del hospital. Un Guardia Rojo le rompió el brazo a su madre durante la Revolución Cultural, pero entonces no le ofrecieron ninguna compensación. Muchos años después, sin embargo, la clasificaron de la noche a la mañana como «disminuida», clasificación que le daba derecho a recibir más atenciones médicas de acuerdo con una nueva norma. Por no mencionar el hecho de que le habían permitido permanecer en el hospital durante su recuperación y le habían asignado una habitación individual.

Paradójicamente, para poder ser un buen hijo, Chen debía ser también un miembro leal del Partido y apoyar al mismo Gobierno que había incapacitado a su madre.

La anciana se movió ligeramente, abrió los ojos y le dirigió una sonrisa sorprendida al verlo sentado junto a su cama. Estaba muy pálida y parecía haberse encogido, pero consiguió tenderle una mano escuálida.

—No hacía falta que vinieses a verme. Este hospital es mucho mejor que cualquier residencia de ancianos.

—¿Qué te ha parecido el almuerzo de hoy?

—Muy bueno. Han servido fideos blandos muy cocidos, con lonchas de carne de cerdo y col verde.

Su madre señaló con un gesto el menú que reposaba sobre la mesa. A diferencia de otros hospitales, aquí parecía haber muchos platos entre los que elegir. Era casi como un pequeño restaurante de lujo. La elección de su madre se debía probablemente a sus problemas dentales. Había perdido varios dientes, pero se negaba a pasar por el suplicio de someterse a tratamientos de ortodoncia a su edad.

Chen se levantó para prepararle a su madre una taza de té verde con esencia de ginseng americano.

—Tanto nuestros parientes como nuestros amigos hablan muy bien de ti —dijo ella con cariño—. Ya hace tiempo que no intento adivinar cómo van hoy las cosas en China. Para mí es un enigma demasiado complejo, pero sé que tú siempre intentas actuar como es debido.

—Pero no te he cuidado bien. Cuando salgas del hospital, vente a vivir conmigo, por favor. Hoy en día es bastante normal contratar a una asistenta.

—No, estoy bien. Soy una mujer satisfecha. Si dejara este mundo hoy, me iría en paz con los ojos cerrados, salvo por una cosa que aún me preocupa. Ya sabes a qué me refiero.

Era el único asunto sobre el que Chen no tenía nada que decirle a su madre. El inspector jefe seguía soltero. Confucio dijo: «En este mundo hay tres comportamientos indignos de un hijo, y no tener descendientes es el peor de los tres».

—Nube Blanca vino a visitarme el otro día —continuó diciendo la anciana—. Es una chica muy agradable.

—Hace bastante que no la veo.

El inspector jefe Chen tuvo que admitir que él era el único culpable de su distanciamiento de Nube Blanca. La sombra de la muchacha bailando en la sala privada del karaoke parecía acompañarla siempre, o quizá no fuera más que la sombra que revoloteaba en la mente de Chen.

El agua fluye, la nube se aleja y la primavera se acaba.

Es un mundo diferente.

Chen intentó ordenar los regalos que reposaban sobre la mesilla de noche de su madre, como si, de algún modo, aquel esfuerzo pudiera hacer que se sintiera mejor. Una llamada a la puerta lo interrumpió.

—Hola, inspector jefe Chen. La enfermera Liang Xia me ha dicho que estaba usted aquí. Debería haberme avisado de que pensaba venir.

Chen levantó la cabeza y vio que el doctor Hou entraba con aire resuelto en la habitación, sonriendo de oreja a oreja. Hou Zidong, el director del hospital, llevaba una bata blanca sobre un traje negro con corbata roja.

—Doctor Hou, quiero agradecerle todo lo que ha estado haciendo por mi madre. Sé que es un hombre muy ocupado, por eso no lo llamé.

—La tía Chen está muy bien, no hay de qué preocuparse. Nos encargaremos de que se encuentre como en casa.

—El doctor Hou me ha tratado de maravilla, como te he dicho muchas veces —explicó ella, mirando a Chen con un destello de orgullo en la mirada.

Chen comprendió qué pasaba. Todo se debía a un caso en el que había colaborado a finales de los ochenta. El «sospechoso» en cuestión no era sino Hou, por aquel entonces un médico joven al que acababan de destinar a un hospital de barrio. Mientras estudiaba en la universidad, Hou se había visto involucrado en un caso de supuesta relación con extranjeros. Según un expediente interno, Hou había visitado a un experto médico estadounidense que se alojaba en el hotel Jinjiang y había firmado en el libro de registro del hotel varias veces. Al parecer, el estadounidense tenía contactos en la CIA, así que Hou fue incluido en una lista negra sin saberlo. Después de la graduación de Hou se celebró un congreso médico internacional en Nueva York, y el director de la delegación china lo escogió como candidato cualificado: alguien con varios artículos sobre su especialidad publicados en inglés, cuya presencia podía «contribuir a mejorar la imagen de China». Pero para que Hou pudiera unirse a la delegación era necesario investigar su relación con el experto estadounidense, así que Chen recibió la orden de escuchar las grabaciones de las conversaciones telefónicas entre Hou y el supuesto espía americano. En realidad, sólo hablaban de intereses comunes en el campo de la medicina. En una de aquellas llamadas Hou instaba al experto a ser más cuidadoso, pero, a juzgar por el contexto, se refería al problema con la bebida del norteamericano. Era absurdo incluir a Hou en una lista negra a causa de aquella conversación, concluyó Chen. Después transcribió y tradujo cuidadosamente todas las conversaciones grabadas, entregó un análisis detallado a los altos cargos del Partido y propuso que el nombre de Hou quedara limpio de toda sospecha.

Dado que ya no sospechaban de él, a Hou se le permitió formar parte de la delegación, su conferencia fue bien recibida en el congreso médico y, a partir de entonces, comenzó a gozar de una suerte increíble. No tardó demasiado en ser transferido al Hospital de China Oriental, uno de los más prestigiosos de la ciudad, del que acabaría convirtiéndose en director. Hacía menos de un año que Hou se había enterado de la ayuda de Chen por boca de un cuadro destacado del Partido que estuvo ingresado en el hospital. Al día siguiente Hou fue a comisaría y nombró a Chen el guiren de su vida. Un guiren era un protector salido de la nada dispuesto a cambiarle la vida a su protegido.

«Sabía que alguien me había ayudado, pero no era consciente de que se tratara de usted, inspector jefe Chen. Desde entonces siempre he intentado ser un médico concienzudo. ¿Sabe por qué? Quería ser tan concienzudo como mi guiren. En la sociedad actual hay infinidad de problemas, pero aún quedan algunos cuadros del Partido que obran correctamente, como usted. Si puedo hacer cualquier cosa por usted, no dude en decírmelo. Como reza el antiguo proverbio, para devolver el favor de una gota de agua es preciso excavar una fuente.»

El doctor Hou cumplió su palabra. Cuando la madre de Chen enfermó, Hou se encargó personalmente de todo. A los ciudadanos de a pie les era imposible ingresar en el prestigioso Hospital de China Oriental, pero Hou hizo una excepción con ella y le asignó una habitación especial pese a que la anciana sólo había sufrido un leve derrame. Hou insistió en que también permaneciera allí durante el periodo de convalecencia.

—Se ha tomado muchísimas molestias por ella, doctor Hou.

—Ha sido tan fácil como saludar con la mano. La tía Chen puede quedarse aquí todo el tiempo que quiera, no le debe nada al hospital. Para serle sincero, necesitamos pacientes dispuestos a pagar en efectivo. Lu, uno de sus amigos, insistió en depositar una cantidad elevada para cubrir los gastos de su tía.

—El Chino de Ultramar Lu es tremendo —dijo Chen con una sonrisa irónica y echando un vistazo a los regalos de la mesita de noche una vez más. Puede que Lu no hubiera sido el único benefactor.

Cuando el móvil del doctor Hou comenzó a sonar, el médico lo miró sin contestar a la llamada.

—Tengo otra reunión, ahora debo irme. Pero no se preocupe, inspector jefe Chen, pasaré por aquí a menudo.

La madre de Chen se incorporó en la cama, observó cómo el médico salía de la habitación y luego se volvió hacia su hijo.

—Vuelve tú también a tu trabajo. La gente no habla demasiado bien de la policía, pero sé que mi hijo es muy trabajador. Es lo que más me reconforta. Las buenas acciones siempre son recompensadas, es el karma.

Chen asintió con la cabeza.

—¡Ah! Antes de que se me olvide, hay una tarjeta regalo de otro de tus amigos, el señor Gu. Creo que ya sabes qué hacer con ella —dijo su madre.

Chen tomó la tarjeta regalo y frunció el ceño al leer la cantidad: veinte mil yuanes.

Aquel dinero no significaba nada para Gu, un acaudalado hombre de negocios. Había ayudado al inspector jefe en una investigación anterior, y, a su vez, Chen también le había resultado útil a Gu. Desde entonces el empresario se vanagloriaba de ser amigo de Chen, y también llamaba a su madre «tía».

La costosa tarjeta regalo habría resultado aceptable para una tía auténtica, pero en este caso no era sino otra forma de engrasar la conexión por parte de Gu. Con todo, había sido muy amable de su parte. Para acabar de complicarle las cosas a Chen, la tarjeta regalo no iba a su nombre, sino al de su madre. No le sería tan fácil devolverla.

—Yo me ocuparé de este asunto, madre —dijo Chen mientras se metía la tarjeta en el bolsillo.

Su móvil comenzó a sonar: era el subinspector Yu. Chen se disculpó y salió al pasillo.

Yu llamaba para informar a Chen acerca de la reunión que acababa de finalizar en el departamento. Entre otras cosas, el secretario del Partido Li se había negado categóricamente a reconocer que la muerte del subinspector Wei hubiera tenido lugar mientras éste se encontraba de servicio. Wei fue atropellado en el curso de la investigación, pero nadie sabía qué estaba haciendo en aquel cruce en particular y en aquel momento en particular. Li sostuvo que Wei podría haber ido hasta allí para informarse sobre algún curso en la escuela nocturna que estaba a la vuelta de la esquina.

En opinión de Chen, el cambio de actitud de Li no resultaba demasiado sorprendente. En un principio, Li debió de quedar consternado, como el resto de funcionarios del departamento. Wei era un policía veterano que llevaba años trabajando a conciencia en la comisaría. Sin embargo, la perspectiva de investigar su muerte como un posible asesinato podría complicar aún más el caso Zhou. A fin de cuentas, cualquier especulación sobre el caso Zhou iría en detrimento de los intereses del Partido.

—Su mujer está en casa, enferma y sin trabajo, y su hijo aún va al instituto —añadió Yu con tono apagado.

Chen comprendió lo que el subinspector quería decirle: si la muerte de Wei había sido accidental, su familia no recibiría ninguna compensación por parte del Departamento.

Mientras volvía a la habitación de su madre con el móvil en la mano, Chen se sintió aún más culpable. Si hubiera asistido a la reunión, al menos podría haber intentado defender a Wei, aunque se preguntaba si aquello habría servido de algo. Probablemente nada serviría a menos que se demostrara que, cuando murió, Wei estaba de servicio, investigando en la esquina cercana al edificio de oficinas Wenhui.

Pero ¿qué hacía Wei allí?

—Tengo que irme, madre —dijo Chen—. Ha surgido algo en comisaría. Volveré pronto.