Presa de la agitación y cubierto en sudor, Chen encadenaba una llamada tras otra desde el coche del Departamento de Policía.
Había pasado todo el fin de semana y el lunes siguiente enfermo, solo y deprimido en la cama la mayor parte del tiempo, con el teléfono desconectado.
Pero las cosas sólo podían ir a peor: el martes empezó con la noticia de que el subinspector Wei había muerto el día anterior en un accidente de tráfico.
Al inspector jefe no le quedó más remedio que hacerse con un puñado de aspirinas, metérselas en un paquetito en el bolsillo del pantalón y salir a toda prisa.
Wang el Flaco, conductor del Departamento de Policía y admirador confeso del inspector jefe, confundía invariablemente al hombre real con el que él se imaginaba a consecuencia de haber devorado un sinfín de novelas policiacas. Wang ya se había enterado de la muerte del subinspector Wei y, con una mano en el volante, le estaba costando mucho reprimirse para no hacerle preguntas a Chen.
Según el informe del Hospital Ruijin, habían llevado a Wei a urgencias apresuradamente como víctima sin identificar de un accidente de tráfico ocurrido en la esquina de las calles Weihai y Shanxi. Wei, que no llevaba encima ningún documento identificativo ni vestía de uniforme, murió en el hospital poco después. No se supo nada hasta la llegada de algunos policías de tráfico a la mañana siguiente, cuando uno de ellos encontró entre las posesiones del fallecido un alfiler de corbata obsequio del Departamento de Policía. El agente creyó ver cierto parecido entre el cadáver y el subinspector Wei y comenzó a hacer llamadas.
Unos quince minutos antes de que la brigada de homicidios recibiera la llamada del guardia de tráfico, la esposa de Wei telefoneó al departamento para advertir de que su marido no había vuelto a casa la noche anterior.
Según la mujer de Wei, éste había salido de su casa a las ocho de la mañana del lunes. Llevaba chaqueta beis, camisa blanca, corbata y pantalones de vestir, un atuendo demasiado formal para un subinspector que estaba de servicio. Con todo, Wei a veces se esforzaba en vestir bien si una investigación así lo requería.
—No fue un accidente —consiguió terciar Wang nada más colgar Chen el teléfono—. No cuando Wei se hallaba en plena investigación.
—Aquí hay un tráfico terrible y la ciudad está llena de conductores imprudentes. Se producen muchísimos accidentes cada día, así que no saque conclusiones precipitadas.
—Tiene razón. Sin embargo…
Pero Chen ya estaba marcando el número de Liao, el jefe de la brigada de homicidios.
—No tengo ni idea de lo que Wei pensaba hacer aquella mañana —dijo Liao—. Hablamos del caso justo el día anterior. Él tendía a pensar que fue un asesinato, como ya sabe, pero no tenía ninguna prueba de peso con la que respaldar su afirmación. Supongo que estaría planeando investigar en esa dirección.
—Es posible —admitió Chen, pensando en el atuendo que se puso Wei aquel día. El subinspector podría haber planeado visitar de nuevo el hotel, esta vez disfrazado—. Creo que podría tener razón, Liao. Volveré a hablar de este asunto con usted dentro de poco.
Cuando el coche torció por la calle Shanxi, Wang sacó el tema de nuevo.
—Me he enterado de algo acerca del hotel. Ayer, mientras lo llevaba en coche, el secretario del Partido Li recibió una llamada de un superior.
—¿Cómo sabe que era de un superior?
—Li tiene dos teléfonos, uno blanco y uno negro. El primero apenas lo usa, salvo para llamadas internas o importantes. Apuesto a que muy pocos saben el número.
—Probablemente eso sea cierto. Yo sólo tengo un número suyo.
—Por el cambio inmediato que se produjo en el tono de su voz puedo adivinar si habla por el teléfono blanco. Cuando habla con algún alto cargo del Partido, Li puede ser muy servil. Me temo que por eso usted no ha pasado de vicesecretario del Partido, inspector jefe Chen.
»En aquella conversación, Li mencionó el hotel varias veces, y también algo acerca de una brigada de Pekín que iba a ir hasta allí; lo deduje porque Li iba repitiendo lo que le estaba diciendo el otro hombre. Además, el nombre de Zhou salió a relucir varias veces. Li hablaba con cautela y respondía a casi todo con monosílabos. Me fue muy difícil adivinar de qué hablaba sin conocer el contexto. Hacia el final de la conversación dijo: «Entiendo, le mantendré informado sólo a usted».
A primera hora de aquella mañana, después de recibir la noticia de la muerte de Wei, Chen supo que iba a llegar la brigada del Comité Central de Disciplina del Partido en Pekín. Nadie lo había informado de antemano, y ni siquiera estaba en condiciones de hacer preguntas. ¿Guardaba relación la llegada de la brigada con el caso Zhou?
—Déjeme en la esquina, cerca de la Asociación de Escritores —ordenó Chen tras cambiar repentinamente de opinión—. Usted puede volver a comisaría, no sé cuánto tiempo voy a tardar.
—No se preocupe, puedo esperarlo. Llámeme cuando me necesite.
—Creo que cogeré un taxi desde aquí, no se preocupe por mí. Pero si se entera de algo más, dígamelo.
—Por supuesto, inspector jefe Chen.
Chen bajó del coche y se dirigió al edificio de la asociación.
Bao el Joven, el portero que ocupaba el cubículo contiguo a la entrada, sacó la cabeza y saludó a Chen cordialmente.
—Hoy le puedo ofrecer té Maojian recién hecho, maestro Chen. ¿Le apetece una taza?
Chen no tenía ningún asunto por resolver en la asociación aquella mañana, y siempre estaba dispuesto a beber una taza de buen té. Su visita era un mero pretexto, una manera de evitar que Wang supiera lo que pensaba hacer en realidad. El chófer del departamento solía hablar más de la cuenta.
—Gracias —respondió Chen entrando en el cubículo—. Pero no me llames «maestro Chen», ya te lo he dicho otras veces.
—Mi padre me contó que usted es un maestro, y él nunca se equivoca.
Cuando Bao el Joven le pasó una taza, Chen disfrutó de la singular fragancia que emanaba del té verde.
—¿Qué tal, hay mucho ajetreo por aquí?
—No, en absoluto. No tardé ni un mes en conocer a toda la gente que trabaja en la asociación. Ellos no tienen que firmar en el registro cuando llegan, claro está. Casi todos los miembros que vienen de vez en cuando conocen las normas y firman el registro sin que yo tenga que pedírselo.
Chen asintió con la cabeza mientras bebía otro sorbo de té.
—Según el Viejo Bao, en su época solía haber mucho trajín. Venían muchos visitantes, especialmente los chicos y chicas conocidos como «jóvenes literatos». Hoy en día sería muy estúpido que alguien se llamara a sí mismo «joven literato».
—Eso es cierto, desafortunadamente —admitió Chen.
—Así que estoy sentado aquí todo el día, sin nada que hacer. Puede comprobarlo si le echa una ojeada al registro. Este mes se han llenado menos de diez páginas.
En la Asociación de Escritores, pensó Chen, no había mucho trabajo para un guardia de seguridad, pero al tratarse de una institución gubernamental de larga tradición, tanto la presencia de Bao el Joven como el registro continuaban siendo indispensables.
—Hace unos días pasé por el hotel Moller —explicó Chen— y el portero estaba siempre ocupadísimo.
—El Moller es un hotel especial. Weiming, el portero, es amigo mío. Su registro es al menos tres o cuatro veces más grueso que éste —observó Bao el Joven, mordisqueando una hoja de té con aire pensativo—. Pero no tengo queja de nada, señor Chen. Entre todos los porteros de la ciudad, yo soy probablemente el único que puede leer en horas de trabajo sin preocuparse por las consecuencias. De hecho, tanto An como usted me han animado a leer todo lo que pueda. A fin de cuentas, esto es la Asociación de Escritores y tiene una biblioteca propia.
—Me alegra saber que te gusta tanto leer.
—Weiming, el portero del que acabo de hablarle, es otra rata de biblioteca. Viene a verme cuando quiere algún libro porque es mucho más cómodo que ir a la biblioteca pública, y, a cambio, me vende vales para el restaurante del hotel. Allí la comida es excelente, pero no sale nada cara gracias al subsidio del Gobierno, y tampoco les sale caro a los cuadros de alto rango que se alojan en el hotel.
Chen no respondió de inmediato. La explicación de Bao le había hecho recordar una metáfora: China se estaba convirtiendo en una enorme telaraña de correlaciones omnipresentes en la que todos los hilos se conectaban entre sí, ya fueran finos o gruesos, visibles o invisibles.
—Adivine lo que he estado leyendo últimamente: relatos policiacos. Algunos traducidos por usted. Es otra de las razones por las que tengo que llamarlo maestro. No sólo por su obra literaria, sino también por su trabajo policial.
—Tengo que interrumpir nuestra conversación, Joven Bao. El té es realmente excelente —dijo Chen apurando la taza—, pero ahora debo irme.
—Me alegro de que le guste. Guardaré el té aquí para usted, podrá tomar una taza siempre que venga a la asociación.
Chen volvió andando a la calle Shanxi. A pesar del reconfortante té continuaba deprimido, pero ya no estaba tan exhausto. Se dirigió directamente al hotel, aunque no sin mirar hacia atrás un par de veces.
Al doblar la esquina, una joven florista lo saludó con una radiante sonrisa.
—¿Quiere comprar un ramo, señor?
La muchacha, que hablaba un dialecto distinto al de Shanghai, tenía un cesto lleno de resplandecientes jazmines blancos a sus pies.
Pensando en Wei, Chen compró un diminuto capullo de jazmín y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.
Es posible que ayer, a esta hora, Wei estuviera de camino al hotel y doblara la misma esquina, en la que puede que estuviera la florista, o puede que no, de pie junto a su cesto.
La posibilidad de que Wei se dirigiera al hotel justificaría su atuendo formal de aquella mañana. Habría ido solo, intentando asegurarse de que nadie lo reconociera como policía. El subinspector tendría que haber actuado con cautela, ya que la brigada municipal continuaba estacionada allí.
Ahora varios miembros del Comité Central de Disciplina del Partido en Pekín también estaban involucrados, y probablemente no habían venido por alguien como Zhou. Pekín no enviaría a una brigada sólo por él. Chen tendría que ser más precavido.
Con todo, decidió no preocuparse demasiado por la brigada de Pekín: lo que hicieran no era asunto suyo, y el inspector jefe Chen ya tenía demasiados asuntos entre manos.
Aminoró el paso y comenzó a caminar sin prisas, como si fuera un turista. A continuación, sacó el móvil y llamó a un policía jubilado apodado Enciclopedia.
Tras informarle brevemente de lo sucedido, Chen preguntó:
—¿Por qué ha escogido toda esta gente el hotel Moller? ¿Puede contarme algo sobre la historia del hotel?
—Sí, claro. Antes se llamaba Villa Moller. Después de 1949 pasó a ser la oficina de la Liga Juvenil Comunista de Shanghai, que estaba gestionada tanto por el gobierno municipal como por la Liga Juvenil Comunista Central de Pekín. Muchos de los líderes más destacados de la Ciudad Prohibida comenzaron su carrera política en la Liga Juvenil, lo que los convierte en una facción muy poderosa dentro de la estructura de poder del Partido.
—Muchísimas gracias, señor Enciclopedia —dijo Chen antes de despedirse y colgar.
Recordó que el actual secretario general del Partido Central también había sido un cuadro de la Liga Juvenil Comunista. A él y a sus aliados más próximos a veces se los denominaba la Banda de la Liga Juvenil. Había también una «Banda de Shanghai», como la llamaban a veces, integrada por cuadros que ascendieron a los cargos más altos a través del gobierno municipal. Aquel grupo estaba encabezado por Qiangyu, jefe del Partido en Shanghai, y se decía que la Banda de Shanghai estaba enemistada con la Banda de la Liga Juvenil de Pekín.
La llegada de la brigada del Comité Central de Disciplina del Partido en Pekín a este hotel en particular podría evidenciar la intensificación de la lucha de poder en la cúpula del Partido. Chen no tenía forma de saber si todo esto guardaba alguna relación con el caso Zhou.
De hecho, esta lucha podría haber contribuido al hecho de que Chen no fuera ascendido a secretario del Partido en el Departamento de Policía de Shanghai. Se rumoreaba que Chen mantenía una relación muy estrecha con ciertos altos cargos de Pekín, como el camarada Zhao, antiguo secretario del Comité Central de Disciplina del Partido, pese a que el propio Chen sabía que aquel rumor no era cierto. Por una parte, el camarada Zhao no se había puesto en contacto con él en mucho tiempo. Por otra, nadie había avisado a Chen sobre el envío de la brigada de Pekín a Shanghai.
El inspector jefe decidió tomar unas cuantas precauciones adicionales antes de hacer una nueva visita al hotel. En lugar de dirigirse a la habitación de Jiang, situada en el edificio B, Chen se acercó al mostrador de recepción, donde no era preciso firmar ningún registro.
—Lo siento, pero están celebrando una reunión especial en el hotel —dijo el recepcionista nada más ver al inspector jefe—. Ya no está abierto a los turistas.
—¡Qué lástima! He oído hablar tanto sobre este hotel legendario… —dijo Chen. A continuación cogió un folleto y luego añadió, como si se le acabara de ocurrir—: Pero ¿y qué pasa con los clientes que ya se alojan aquí?
—Tendrán que marcharse lo antes posible.
Así que algo estaba sucediendo en el hotel. Puede que no hicieran una excepción con Jiang y él también se viera obligado a abandonar el hotel, pero Chen tenía sus dudas al respecto.
Tras salir del hotel como un turista decepcionado, Chen echó un vistazo a su alrededor antes de cruzar la calle y luego entró en un restaurante nuevo llamado Familia del Noroeste, cuya rústica fachada estaba decorada con una hilera de farolillos rojos. Una vez dentro, el inspector jefe subió a la segunda planta, donde le sorprendió ver varias mesas y asientos en forma de kang, la tradicional cama de ladrillo, colocados junto a las ventanas que daban a la calle Shanxi. Chen se acercó a una de las mesas por curiosidad.
Un camarero salió de forma apresurada a su encuentro y dijo a modo de disculpa: «Lo siento, esta mesa es para seis personas».
Sin embargo, sentado a esa mesa Chen podría vigilar fácilmente el hotel.
—¿A cuánto sube la consumición mínima para poder sentarse aquí? —preguntó Chen.
En ciertos restaurantes, el uso de un reservado exigía una consumición mínima: era muy posible que este restaurante cobrara también una cantidad mínima por las mesas más buscadas.
—Normalmente cobramos seiscientos yuanes. Nuestra cocina no es cara, así que por ese precio puede darse un banquete. Una persona sola no sería capaz de acabarse toda la comida. —El camarero hizo una pausa—. Bueno, con usted podríamos hacer una excepción y olvidarnos de la consumición mínima, señor —dijo el hombre con tono amable—. Tenemos chicas para acompañar a nuestros clientes mientras comen. Por sólo cien yuanes, una de ellas se sentará a su mesa y le hará una introducción a las especialidades de nuestra cocina.
—De acuerdo. Pagaré por su compañía, aunque antes quiero sentarme solo un rato.
—Como guste, señor. Pero primero le prepararé una tetera de té Pozo del Dragón.
Chen empujó la mesa contra la ventana. Sentarse en el kang no resultaba demasiado cómodo. Los kangs auténticos eran largas plataformas de barro cocido a modo de cama con carbón encendido debajo. La gente se sentaba cómodamente sobre las piernas cruzadas, y durante las comidas solían colocar una mesita encima del kang. El del restaurante no se parecía demasiado a los kangs originales, pero, de todos modos, Chen se quitó los zapatos, se subió a la plataforma y se dispuso a vigilar el hotel.
Al otro lado de la calle, el hotel Moller relucía al sol. El inspector jefe no tardó mucho en percatarse de que el edificio tenía otro aspecto aquella mañana. Durante unos quince minutos Chen no vio entrar o salir a nadie. Sólo llegaron dos coches de lujo con las cortinas cerradas, pero ni un solo taxi. El hotel debía de haberse convertido en una «base política».
Una muchacha muy joven se acercó a su mesa vestida de modo similar a las mujeres del nordeste para ejercer de acompañante de comedor, y le habló con un levísimo acento de esa zona.
—Las aletas de tiburón son una especialidad de nuestro restaurante, señor.
—Las aletas de tiburón se anuncian como la especialidad de todos los restaurantes. No voy a pedirlas aquí, pero probaré el resto de especialidades de la carta.
—Usted sí que sabe pedir —dijo la joven mirándolo con admiración. Luego se encaramó al borde del kang y se quitó las zapatillas con sendas patadas. Chen se preguntó si se sentaría con él de esa guisa durante toda la comida, como en la escena de alguna película sobre una pareja en la zona rural del nordeste.
—Gracias —respondió Chen, sacando un billete de diez yuanes—. Aquí tienes una pequeña propina, pero por el momento quiero sentarme solo.
—Como usted prefiera, Gran Hermano —dijo ella, y se levantó con el billete bien sujeto en la mano—. Cuando necesite cualquier cosa, llámeme. Tenemos toda clase de servicios a su disposición. Y después de comer, también ofrecemos servicios personales en una habitación privada.
—Ya te llamaré.
Los platos que había pedido no tardaron en llenar la mesa kang. La cocina del nordeste, conocida por su estilo casero, no estaba considerada entre las mejores de China. Chen se sirvió un trozo de tofu frito en sartén, bebió un sorbo de té y sacó un cuaderno.
El inspector jefe comenzó a escribir en el cuaderno una lista de todo lo que había sucedido antes y después del accidente de Wei el día anterior. Una hipótesis probable sería que Wei —vestido como un turista— pretendiera registrarse en el hotel de incógnito, con la esperanza de enterarse de algún dato que no había conseguido obtener como policía. No obstante, ¿estaría cerrado ya el hotel aquel día debido a la inminente visita de la misteriosa brigada de Pekín?
Estuviera cerrado o no el hotel, Wei, que había salido de casa hacia las ocho de aquella mañana, debería haber llegado a esta calle alrededor de las nueve. Sin embargo, el subinspector no llegó al lugar del accidente hasta tres o cuatro horas más tarde, aunque no había más que un paseo de cinco minutos desde el hotel. Así pues, ¿dónde había estado Wei durante aquel intervalo?
El subinspector podía haberse sentado aquí junto a la ventana, como hacía Chen hoy mientras vigilaba el hotel. Resultaba sobrecogedor imaginarlo, así como imaginarse a sí mismo convirtiéndose en Wei…
—Gran Hermano, los platos se están enfriando —dijo la chica tras volver a su mesa.
Era cierto. Algunos ni los había probado. Se preguntó cuánto tiempo llevaba sentado frente a la ventana, absorto en sus pensamientos.
—Todo está muy bueno, pero por alguna razón he perdido el apetito —explicó Chen a modo de disculpa. A continuación señaló algunos de los platos—. Lo siento, éstos ni siquiera los he probado.
—No se preocupe. Se supone que tenía que comer con usted, y ahora tendré que acabármelo todo yo sola.
Chen pidió la cuenta, ésta ascendió a poco más de trescientos yuanes incluyendo la comisión de la chica, que apuntó su nombre y su número de teléfono en el recibo.
—La próxima vez, llámeme a mí directamente.
Al salir del restaurante se miró el reloj. Eran casi las doce y media.
No le apetecía demasiado subir todos los escalones de acero del paso elevado, pero lo hizo de todos modos. No se había movido casi nada en todo el día, y sin embargo no conseguía librarse de la sensación de agotamiento que lo invadía. Se enjugó la frente empapada en sudor con el dorso de la mano. Bajo el paso elevado, el tráfico fluía como un río crecido.
Le recordó un puente de piedra que había cruzado mucho tiempo atrás: las hojas muertas que crujían bajo sus pies, el agua que susurraba bajo el arco… La fugaz escena le vino a la memoria durante una fracción de segundo, para luego desvanecerse de modo gradual en una serie de imágenes confusas.
Tras dirigirse trabajosamente hasta el otro lado de la calle Yan’an, Chen divisó un bloque de pisos que se alzaba imponente bajo la luz del sol: era el edificio de oficinas Wenhui de la calle Weihai. El edificio no sólo albergaba el Diario Wenhui, sino también el vespertino Xinmin y el Diario de Shanghai, un periódico en inglés, además de varios diarios de menor importancia, todos ellos pertenecientes al Grupo Wenhui-Xinmin, conocido también como Grupo Wenxin.
El lugar del accidente se encontraba cerca del cruce de las calles Shanxi y Weihai. Debido al constante flujo de tráfico en aquel punto, la zona no estaba acordonada con cinta amarilla ni tampoco se veía a ningún agente de servicio.
Chen decidió recorrer la zona primero. Por una coincidencia misteriosa, su móvil comenzó a sonar en aquel momento. El guardia de tráfico que se había ocupado del accidente le devolvía la llamada.
—El subinspector Wei fue atropellado en la calle Weihai cuando acababa de torcer por la calle Shanxi, en dirección este. Varios testigos afirmaron haber presenciado el accidente. No se puede descartar la posibilidad de que primero pasara frente al edificio de oficinas Wenhui y luego retrocediera, pero parece poco probable. En cuanto al vehículo que lo atropelló, se trata de un todoterreno marrón que estaba aparcado a una manzana de la calle Weihai. Al parecer, el coche arrancó de repente, se dirigió a toda velocidad hacia el oeste, atropelló a Wei y desapareció. Sucedió tan deprisa que nadie lo vio con claridad. Según un testigo, el todoterreno pareció reducir la velocidad después de atropellar a Wei, pero sólo unos segundos. Luego salió disparado y torció por la calle Shanxi. Puede que el conductor hubiera reducido la velocidad para echar un vistazo, y entonces se hubiera dado cuenta de que ya era demasiado tarde.
—¿El todoterreno atropelló a Wei de frente? —preguntó Chen.
—Sí, a toda velocidad.
—Pero eso significa que no circulaba por el carril debido.
—Sería un conductor borracho, inspector jefe Chen. Por suerte, el atropello no se produjo cuando los niños salían del colegio, o podría haber sido mucho peor.
—Gracias. ¿Podría enviarme el informe por fax a mi despacho? Incluya todos los detalles posibles. Ahora mismo voy hacia allá.
Sin embargo, durante la media hora siguiente, Chen continuó recorriendo la calle Weihai de un extremo a otro, con el teléfono firmemente sujeto en la mano. Había algo en el accidente que no le cuadraba.
Weihai era una calle de dos carriles. Un coche que circulara en dirección oeste no habría acabado en el carril más próximo al Edificio Wenhui, a menos que el conductor estuviera borracho, o que otro conductor perdiera el control al girar a la izquierda de forma demasiado repentina. Chen pensó que la posibilidad de que se hubiera producido una sucesión de acontecimientos tan desastrosos resultaba bastante remota.
Al volver a pasar frente al edificio de oficinas Wenhui, Chen se fijó en un puesto callejero de fideos instalado sobre la acera. El puesto consistía en dos cacerolas con sopa y agua hirviendo colocadas sobre fogoncillos portátiles de propano, además de todo un surtido de guarniciones a base de carne y verduras expuestas en una vitrina de cristal. El propietario, que también hacía las veces de cocinero, parecía ser un vecino del barrio. El hombre cocinaba y pregonaba sus platos con ademanes exagerados, como si lo estuvieran filmando para un documental sobre la cocina de Hong Kong. Tras introducir un cucharón de fideos en el agua, lo sacó casi de inmediato y le añadió la guarnición.
Chen se acercó al puesto y se sentó a una mesa de madera tosca, junto a la que había dos o tres cervezas en una caja casi vacía.
—Una botella de cerveza, pato asado al estilo «del otro lado del puente» primero, y luego los fideos.
—No servimos cerveza a la hora del almuerzo, ésas son para mí. Pero si realmente quiere una, son veinte yuanes. Normalmente servimos la comida al estilo de Hong Kong, pero con usted haré una excepción y le serviré las guarniciones por separado.
—Me parece estupendo. Que sirva platos «del otro lado del puente», quiero decir —aclaró Chen.
—¿Conoce la historia? —preguntó el dueño afablemente, y luego continuó hablando sin esperar una respuesta por parte de Chen—. En los viejos tiempos, un erudito se preparaba en una isla remota de Yunnan para el examen de ingreso en la corte imperial. Su esposa, que era una mujer muy capaz, tenía que cruzar un puente cada día para llevarle la comida. Uno de los platos favoritos del erudito era un cuenco de sopa de fideos con ingredientes variados, pero como su esposa tardaba tanto en llevárselos, los fideos perdían todo su sabor al permanecer tanto tiempo sumergidos en la sopa. Así que su esposa vertía la sopa de pollo humeante en un recipiente especial, metía las guarniciones y los fideos en dos recipientes más y luego lo mezclaba todo nada más llegar al lugar en que se encontraba su marido. De esa forma, los fideos y las guarniciones conservaban su sabor. Reconfortado por los deliciosos fideos, el erudito reanudaba con entusiasmo sus estudios y acabó aprobando el examen. Por eso se llaman «fideos del otro lado del puente».
—¡Qué interesante! —exclamó Chen asintiendo con la cabeza, aunque ya conocía la historia.
—Y ésta es mi modificación: en lugar de poner las guarniciones sobre los fideos, las sirvo aparte, de modo que el cliente pueda comérselas como un plato «del otro lado del puente».
—Buena idea —dijo Chen, sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno al cocinero.
—¡Caramba, son Panda!
Chen quería hablar con él, o, si no era posible, sentarse y observar desde el puesto. Con un cuenco de fideos no le compraría demasiado tiempo, pero con una botella de cerveza podría sonsacarle alguna cosa al propietario del puesto.
—Así que tiene muchos clientes —dijo Chen, sirviéndose lentamente la cerveza en una jarra.
—A estas horas del día no, pero durante el almuerzo vienen muchos periodistas del edificio de enfrente. Y en un par de horas salen los niños de la guardería. En los coches que vienen a buscarlos no los esperan los ricachones de sus padres, sino los chóferes y las criadas.
—Ya veo. El pato asado está buenísimo. Me encantaría pedir otra ración, pero estoy lleno. —El cumplido era sincero. El pato estaba delicioso, con la piel crujiente y suculenta y la carne muy tierna. El hombre no lo había colocado sobre los fideos, sino en un platito blanco aparte; el rojo escarlata del pato contrastaba vivamente con las verduras de la sopa—. ¿Así que usted pasa aquí todo el día?
—De las siete de la mañana a las ocho o las nueve de la noche. Vivo en el callejón que se encuentra justo detrás de esta calle. Mi mujer prepara todas las guarniciones en casa y me las trae hasta aquí cada dos o tres horas. Están recién cocinadas, se lo garantizo. Esas periodistas jóvenes pueden ser muy maniáticas con la comida, y no volverán si no quedan totalmente satisfechas.
Chen se fijó en que varias personas merodeaban por la zona cercana al cruce en que había tenido lugar el accidente, señalando, comentando y sacando fotografías. Podrían ser periodistas, o quizá policías de paisano. El inspector jefe se volvió hacia el dueño del puesto.
—¿Qué hace ahí toda esa gente?
—Ayer atropellaron a alguien, y luego el conductor se dio a la fuga.
—¿Allí?
—Sí, lo vi con mis propios ojos.
—¡No me diga! Explíquemelo todo. Y otra botella de Qingdao, por favor.
El propietario del puesto lo miró con cierta sorpresa. Quizá pensaba que Chen era uno de esos Bolsillos Llenos tan excéntricos, capaces de disfrutar charlando en un modesto puesto callejero de fideos mientras ofrecían cigarrillos Panda y pagaban gustosamente veinte yuanes por una botella de Qingdao, que el hombre se apresuró a abrir contra el canto de la mesa.
—Recuerdo que pasó poco después de la hora de comer. La calle estaba relativamente tranquila, pero, de repente, oí el estruendo de un coche que circulaba a toda velocidad por la calle. Era un todoterreno marrón, y atropelló a un hombre justo en esa esquina.
—Espere un momento —dijo Chen—. El hombre caminaba por la acera del edificio de oficinas Wenhui, ¿verdad?
—Sí, fue culpa del conductor. Debía de estar borracho como una cuba.
—¿No se detuvo?
—Redujo la velocidad y sacó la cabeza, pero al ver que la víctima ya había muerto, se esfumó como una voluta de humo.
—Pues entonces el conductor no podía haber estado tan borracho.
—Ahora que lo dice, hubo algo raro en todo aquello. El coche marrón estaba aparcado bastante cerca de allí, a no más de cien metros. Era el único coche que había en el barrio a aquella hora, de eso estoy seguro. No sé cuánto tiempo llevaba aparcado allí, pero al menos un par de horas. Me fijé en él por primera vez cuando hice una pausa hacia las diez y media. Era un todoterreno muy caro, y el conductor parecía dormitar en su interior. ¿Cómo podía estar tan borracho después de dormir allí durante un par de horas?
Un grupo de jóvenes se acercaron al puesto e interrumpieron la conversación.
Chen sacó el billetero y contó sesenta yuanes.
—Quédese con el cambio. Volveré, los fideos son excelentes.
—Me llamo Xiahou. Estoy aquí siete días a la semana.
—Gracias.
Mientras volvía a la esquina en la que se había producido el accidente, Chen marcó el número del secretario del Partido Li. No era preciso que informara al jefe del Partido a diario, pero aquella tarde decidió hacerlo.
—¿Ha averiguado algo nuevo, Chen? —le preguntó Li al descolgar.
—Nada por mi parte. ¿Y qué hay de Wei? —preguntó a su vez Chen—. ¿Habló con usted ayer?
—Puede que me llamara ayer o anteayer, pero no tenía nada importante que decir. Wei era un buen camarada.
—¿Le dijo si quería darle un enfoque especial a su investigación?
—No que yo recuerde. No fue más que una llamada rutinaria.
—¿Le mencionó lo que pensaba hacer ese día?
—No, no me contó sus planes. Sólo llamó para ponerme al corriente. Usted es el asesor especial en esta investigación, no yo.
Li sonaba cauto e irritado.
—Este caso está bajo su supervisión directa, secretario del Partido Li, como usted mismo dijo el primer día. Al igual que hiciera el subinspector Wei, tengo que mantenerlo informado con regularidad.
Se le pasó otra idea por la cabeza. Si Wei llamó a Li aquella mañana, eso significaba que el subinspector debía de llevar encima el móvil. Sin embargo, según el informe redactado por el hospital, en el cadáver de Wei no encontraron ningún objeto que permitiera identificarlo. Si le hubieran encontrado el móvil, podrían haberlo identificado fácilmente.
¿Estaría hablando por teléfono Wei cuando lo atropellaron? ¿Le saltaría el móvil de la mano y se perdería a consecuencia del impacto?
Había algo que Chen tenía que hacer. Respiró hondo, se sacó el minúsculo capullo de jazmín del bolsillo de la americana y lo lanzó hacia el lugar del accidente.
El inspector jefe oyó el zureo cada vez más débil de una paloma gris que pasaba volando. Levantó la vista, pero la paloma ya había desaparecido.
Aquello le recordó un par de versos de un poema de la dinastía Song, en el que había pensado no hacía mucho cuando se encontraba en el jardín de la Asociación de Escritores.
Pero fue otra cosa la que lo llevó a recordar esos versos en aquel preciso instante. Otra persona, otra vida. Hacia la época en que acababan de destinarlo al Departamento de Policía, el Diario Wenhui tenía sus oficinas en un edificio cercano al Bund. Allí Chen conoció a otra periodista que más tarde se iría a Japón.
Hasta dónde has viajado,
no puedo saberlo. Todo lo que veo
me llena el corazón de melancolía.
Cuanto más lejos estás,
menos cartas recibo.
En la vasta extensión de agua
no se divisa ningún pez portador de mensajes.
¿Dónde y a quién
puedo reclamar noticias tuyas?
Era la primera estrofa de un poema compuesto por Ouyang Xiu en el siglo XI. En aquella época la gente aún disfrutaba con la leyenda romántica de los peces que transportaban mensajes para los amantes a través de ríos y mares. Tener que esperar semanas o meses para comunicarse era algo casi inimaginable ahora, en la era del correo electrónico.
El inspector jefe Chen dio media vuelta y se encaminó hacia el edificio actual del periódico mientras trataba de serenarse. El edificio tenía un vestíbulo espectacular, como el de un hotel de cinco estrellas. En medio del vestíbulo vio una exposición de fotografías en blanco y negro y, al fondo, un pequeño café. Parecía un lugar apropiado para que los periodistas se relajaran o recibieran a sus visitas.