Como asesor especial, el inspector jefe Chen se preguntó cuál sería su papel en la investigación: qué se le permitiría hacer y qué no. Como reza el antiguo proverbio, cocinar en cocina ajena no tiene sentido ni justificación. Al subinspector Wei, por otra parte, aquello no parecía importarle demasiado.
Pero Wei no era el único cocinero. También estaban Jiang, el cual seguía su propia receta, y la brigada del Comité Disciplinario del Partido, aunque al parecer Liu no pasaba casi nunca por el hotel.
Tras cenar en casa de los Yu, Chen comenzó a tener reservas acerca de su nueva misión.
Puede que, mediante un comunicado oficial, el gobierno de Shanghai no consiguiera convencer a la gente de que Zhou se había suicidado. Para ello, quizá fuera necesario acometer una investigación policial de su muerte, investigación que debería llevarse a cabo con profesionalidad. Por consiguiente, tal y como había supuesto Yu, el papel de Chen como asesor podría considerarse un mero respaldo a la conclusión de las autoridades.
De ser así, el inspector jefe Chen no tenía ninguna prisa en pasar a la acción.
Por otra parte, las investigaciones divergentes de Wei y Jiang complicaban aún más las cosas.
A juzgar por sus conversaciones con Wei, el terco subinspector parecía cada vez más inclinado a concluir que Zhou había sido asesinado. Semejante insistencia sin duda molestaría a Jiang, quien, a fin de proteger los intereses del gobierno municipal, quería que la muerte fuera declarada suicidio.
Chen no creía que mereciera la pena enfrentarse a Jiang ya de entrada. Con todo, se sentía obligado a llevar a cabo alguna pesquisa, por lo que decidió visitar a la viuda de Zhou.
Los Zhou vivían en Xujiahui, a sólo una manzana del Centro Oriental del Comercio. Para un cuadro del Partido con el cargo de Zhou puede que su piso de tres dormitorios no se considerara excesivamente lujoso, siempre que no se tuvieran en cuenta sus restantes propiedades.
La señora Zhou, una mujer entrada en carnes de unos cuarenta años, abrió la puerta en respuesta a la llamada de Chen. La forma en que se apoyaba contra el marco de la puerta inundado de luz permitía adivinar que su cuerpo no tardaría en deformarse, como una flor al final del verano. Llevaba una blusa blanca, pantalones del mismo color y un brazalete de seda negra en la manga. La viuda miró a Chen de arriba abajo con manifiesta hostilidad.
—¿Cuántas veces va a venir la poli a fisgonear por aquí? —preguntó bruscamente—. ¿Por qué no se dedica a buscar al auténtico criminal?
¿Cómo sabía la señora Zhou que Chen era policía si ni siquiera había abierto la boca? Debía de haber algo en él que hacía sospechar a la gente, llevara puesto el uniforme o no.
—Mis compañeros ya han hablado con usted, imagino.
—Sí. Unos cuantos —respondió ella, y luego añadió con un deje de creciente irritación en la voz—: Varios grupos distintos. Han registrado el piso muchas veces dejándolo todo patas arriba. ¿Y qué es lo que han encontrado? Nada de nada.
No resultaba sorprendente que hubieran registrado la vivienda de los Zhou. El primer registro probablemente tuvo lugar justo después de que detuvieran a Zhou, y luego volvieron a registrarlo después de su muerte.
—Me acaban de asignar al caso —explicó Chen sacando su tarjeta—. Puede que mis compañeros no me lo hayan contado todo. De hecho, yo sólo colaboro como asesor de la brigada policial. Pero, antes que nada, permítame expresarle mi más sentido pésame, señora Zhou.
Tras examinar la tarjeta de Chen, la viuda cambió visiblemente de expresión.
—Bueno, entre —le invitó a pasar mientras le sujetaba la puerta—. Es tan injusto, inspector jefe Chen. Zhou hizo un magnífico trabajo para la ciudad. Todo esto pasó por culpa de un paquete de cigarrillos. La verdad es que no lo entiendo.
Chen se sentó en un sofá de cuero negro del espacioso salón, mientras la señora Zhou se encaramaba a una silla frente a él.
—Debo de haber coincidido con Zhou en alguna reunión del gobierno municipal, pero no lo conocía personalmente. Sin embargo, no puede negarse todo lo que hizo para fomentar la construcción de viviendas en Shanghai —afirmó Chen.
—Pero nadie lo ha tenido en cuenta. La gente sólo habla de ese paquete de Majestad Suprema 95. Se lo dio un viejo amigo, tal como les explicó mi marido a los funcionarios del Comité Disciplinario del Partido. Deberían haberle permitido que se lo contara también a la gente, pero en lugar de eso se apresuraron a someterlo a una detención shuanggui. Nadie lo ayudó. A todos esos amigos suyos del gobierno municipal sólo les preocupaba salvar el pellejo. La policía tampoco hizo nada.
—Las detenciones shuanggui no dependen de la policía —explicó Chen, algo sorprendido por el indisimulado resentimiento de la mujer—. Yo no estaba en condiciones de hacer nada. Las dos brigadas, la del Comité Disciplinario y la municipal, se instalaron con él en el hotel días antes de que me comunicaran un solo detalle acerca del caso.
—Si se equivocó al tomar alguna decisión en su trabajo, no deberían haberlo considerado el único responsable. Mi marido trabajaba directamente a las órdenes de sus superiores y, sin su aprobación, no podría haber hecho nada. ¿Sabe qué porcentaje del PIB del año pasado provino del sector inmobiliario? Más de un cincuenta por ciento.
—Una cantidad enorme, por lo que sé —respondió Chen vagamente, preguntándose si la afirmación de la señora Zhou sería cierta.
—La gente se queja del precio de la vivienda, Zhou lo sabía de sobra. Pero un descenso en picado del precio de las propiedades podría haber tenido un efecto dominó desastroso para la economía municipal. Por eso Zhou defendía la estabilidad del mercado, pero lo hacía en interés de todos.
Al parecer, la viuda era consciente de que la detención de su marido no se debió únicamente a la cajetilla de Majestad Suprema 95.
—No suelo prestar demasiada atención a las fluctuaciones del mercado inmobiliario, pero coincido con usted, señora Zhou, en que no fue justo emprenderla contra su marido únicamente por un paquete de cigarrillos. Quisiera hacerle unas cuantas preguntas rutinarias. Para empezar, ¿tuvo algún contacto con él durante los últimos días de su vida?
—No me permitieron visitarlo en el hotel. El teléfono de su habitación estaba pinchado, y lo más probable es que también lo esté el de este piso, por lo que mi marido tenía claro que no podía llamarme con frecuencia, ni hablar demasiado cuando le permitían hacerlo.
—¿Cuándo habló con él por última vez?
—El domingo, un día antes de su muerte. No dijo casi nada, salvo que estaba bien y que sería mejor que no lo llamara al hotel. También me dijo que no hablara demasiado.
—¿Notó un cambio drástico en su estado de ánimo?
—La conversación fue tan corta que me habría sido difícil darme cuenta, pero no recuerdo haber notado ningún cambio.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—El día antes de que lo sometieran a la detención shuanggui.
—¿Cómo estaba?
—Muy alterado por ser el objetivo de todas esas búsquedas en internet. Fue un linchamiento a sangre fría.
—¿Dijo algo específico al respecto?
—Se preguntó cómo podía permitir el Gobierno que las turbas se comportaran así en la Red. Pensaba que el Gobierno debería haber ejercido un control absoluto sobre internet.
—¿A qué se refería?
—Mi marido pensaba que el Gobierno debería ordenar el cierre de todos los sitios web que mencionaran los cigarrillos Majestad Suprema 95, y también debería borrar todos los comentarios relacionados con esa foto. Si las autoridades hubieran querido, seguro que podrían haberlo hecho. Lo cierto es que han actuado así en ocasiones anteriores, pero esta vez no estuvieron dispuestas a hacerlo por él.
—Bueno, puede que no fuera tan fácil —comentó Chen vagamente. No sabía qué otra cosa decir.
—Cuando hayan atrapado al conejo, también guisarán al sabueso, solía decir Zhou, citando un antiguo proverbio. Sé con seguridad que aquel discurso que supuso el principio de sus problemas contaba con la aprobación de sus superiores. No es justo que él tuviera que cargar con toda la culpa.
A Chen no le sorprendió que la viuda se quejara, pero sí el objeto de dichas quejas.
—Antes ha mencionado que han venido muchos hombres a su casa. ¿Podría decirme algo más sobre ellos? —preguntó Chen, cambiando de tema.
—Sí, varias brigadas han estado viniendo durante estas semanas. Me quedaba tan conmocionada que no recuerdo sus nombres. Buscaron entre todas las cosas que dejó Zhou y luego se llevaron el ordenador, además de otros objetos que, según ellos, podrían servirles como pruebas.
—¿Encontraron lo que estaban buscando?
—No lo sé. Zhou no dejó nada de valor aquí. —Tras una breve pausa, la señora Zhou continuó hablando—. Es verdad que tenemos varios pisos en la ciudad, aunque la decisión de comprarlos fue mía. Zhou no me hablaba casi nunca de su trabajo, pero recibía muchísimas llamadas. Por lo que pude escuchar, supuse que el precio de la vivienda continuaría subiendo, así que pedí prestado mucho dinero a los bancos para poder pagar las entradas. Aún estoy pagando esas hipotecas. Por favor, no se crea todos esos chismes que circulan en internet acerca de lo rica que es nuestra familia.
Investigar la riqueza de los Zhou no era asunto suyo, pero Chen no acababa de creerse lo que la viuda le había contado sobre la adquisición de todas sus propiedades.
—Anteayer volvieron de nuevo para rastrear el piso una vez más.
Eso sucedió después de la muerte de Zhou, pensó Chen.
—¿Y a usted qué le dijeron?
—Jiang, el jefe del grupo, me pidió una y otra vez que le entregara lo que Zhou había dejado en casa. Yo no sabía a qué se refería. Como le he contado, Zhou no hablaba casi nunca sobre su trabajo cuando estaba en casa, y nunca me dio nada relacionado con su oficina.
—¿Tenían una orden de registro?
—No, pero registraron el piso de todos modos. ¿No me acaba de decir que las detenciones shuanggui no están bajo el control del Departamento de Policía? No tuvieron que seguir ningún procedimiento, se limitaron a revolverlo todo.
—Eso no me parece bien.
—Incluso me prohibieron hablar del asunto. Me dijeron que no podía decirle ni una palabra a la prensa, ni a nadie. Pero ya sé que usted es distinto. Es la única persona con la que he hablado.
Chen no pudo evitar sentir compasión por ella. En China, mientras ocupaba su cargo, un funcionario poderoso del Partido tenía acceso a cualquier cosa. Pero cuando ya no estaba en el poder, lo perdía todo.
Ésa era la razón por la que la señora Zhou le parecía tan indefensa. Su marido había muerto, su hogar había sido registrado varias veces y ahora nadie estaba dispuesto a echarle una mano.
Y, probablemente, ésa era también la razón por la que el secretario del Partido Li se había aferrado con tanta desesperación a su cargo en comisaría, hasta el punto de dificultarle las cosas a Chen.
—Ha sido como un sueño roto en mil pedazos —explicó ella antes de romper a llorar de forma desconsolada—. Ayer por la noche deseé no despertarme nunca más. Prefería estar perdida para siempre en mi sueño.
No es más que un sueño,
en el pasado, o en el presente.
¿Quién consigue despertarse del sueño?
Sólo existe un ciclo interminable
de antiguas alegrías y nuevos pesares.
Algún día, otra persona,
al ver la torre amarilla por la noche,
puede que suspire profundamente mientras piensa en mí.
Pero ¿acaso ocultaban algo más las quejas de la señora Zhou?
Fue un pensamiento fugaz. Chen se dijo que no debía sacar conclusiones precipitadas. Antes había mucho por investigar.