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Sola en casa, encorvada frente al ordenador, Peiqin leía la entrada de un blog sobre la venta de carne de cerdo tóxica en los mercados. La esposa del subinspector Yu procuraba no prestar demasiada atención a las cuestiones políticas, pero le preocupaba toda una serie de asuntos prácticos que, pese a tener una importancia relativamente menor, resultaban pertinentes para su familia.

La entrada del blog se titulaba LOS CRIADORES DE CERDOS NO COMEN CARNE DE CERDO, y revelaba el hecho alarmante de que la mayoría de cerdos eran alimentados con el mal llamado «pienso compuesto». En realidad, se trataba de un pienso adulterado con aditivos, entre los que había hormonas para que los cerdos crecieran más deprisa, somníferos para que durmieran todo el día y aumentaran de peso más rápidamente y arsénico para que adquirieran un color rosado y saludable. Entre los diversos aditivos empleados, uno de los compuestos químicos más habituales era la esencia de carne magra a base de ractopamina o clenbuterol, con la que los criadores podían producir más carne magra y reducir la cantidad de pienso a un tiempo. A los criadores de cerdos no les importaban las consecuencias que estos aditivos pudieran tener para los consumidores. Sin embargo, para consumo propio criaban uno o dos cerdos alimentados con piensos naturales.

Enfurecida, Peiqin dio un golpe en la mesa y se preguntó si la información sería fiable. De algo estaba completamente segura: hoy en día la carne de cerdo tenía un sabor diferente.

Por otra parte, había oído que los altos cargos del Partido contaban con un suministro secreto de carne de cerdo, así como de otros animales criados en granjas especiales orgánicas. Dicha carne podía ser cara, pero la pagaba el Gobierno. Resultaba totalmente inasequible para las personas normales como Peiqin y Yu.

Y el problema no se limitaba a la carne de cerdo tóxica, pensó Peiqin mientras se levantaba para servirse una taza de té. Las verduras estaban rociadas con DDT, el pescado era criado en agua contaminada, e incluso se decía que las hojas de té —al menos algunas— estaban pintadas de verde. No pudo evitar mirar con recelo el contenido de su taza.

—¿Qué está pasando en China?

Un artículo de este tipo nunca aparecería en periódicos como Wenhui: los medios oficiales sólo publicaban noticias positivas sobre China. Las autoridades querían promover la imagen de una sociedad armoniosa, y no permitían la publicación de noticias ni comentarios negativos. Al igual que un número cada vez mayor de ciudadanos chinos, Peiqin creía que no le quedaba otra opción que informarse a través de internet. A diferencia de los medios oficiales, la Red proporcionaba información menos filtrada, aunque incluso esta información podía estar sujeta al control gubernamental.

Peiqin navegaba por internet en el ordenador que Qinqin había dejado en casa para ella. Los ordenadores del campus eran mucho más rápidos, y Qinqin estudiaba allí casi todo el tiempo. Sólo leía su correo o jugaba a algún juego los fines de semana, por lo que Peiqin podía disponer del ordenador a voluntad durante los días laborables.

De pronto oyó voces y pasos que se acercaban a la puerta. Se levantó y, al abrirla, le sorprendió ver no sólo a Yu, sino también a Chen.

—¿Qué viento le ha traído hasta aquí hoy, inspector jefe Chen?

—El inspector jefe me estaba hablando de un caso relacionado con búsquedas en internet —dijo Yu—. Le he comentado que tú eres toda una experta en el tema.

—Así que aquí estoy —dijo Chen alzando una botella de vino de arroz de Shaoxing—. El regalo de un alumno a su maestra, como manda la tradición confuciana.

—No le haga caso a mi marido —repuso ella—. Es la hora de la cena. Debería habérmelo dicho antes.

—No soy ningún desconocido, Peiqin. Por eso he venido sin avisar. Comeremos lo que ya tenga preparado.

—Pero sólo tenemos un cuenco de salsa picante de los ocho tesoros —explicó ella, y dirigió una mirada de soslayo a la mesa—. Ahora que Qinqin está en la universidad, a veces sólo comemos fideos con una cucharada de salsa.

—La salsa no está mal —interrumpió Yu—, si se fríe con trocitos de carne de cerdo, tofu seco, cacahuetes, pepino, gambas y qué sé yo qué más.

—Así que se llama salsa de los ocho tesoros —dijo Chen con una amplia sonrisa—. Ya lo sé, es una especialidad de Shanghai. ¡Realmente deliciosa!

—No, no bastará para un invitado tan distinguido como usted. No podemos permitirnos quedar así de mal —dijo Peiqin con fingida consternación—. Pero tómese primero una taza de té del Pozo del Dragón y ya veré qué consigo enjaretar.

En menos de cinco minutos Peiqin ya había servido dos platos fríos en la mesa: tofu mezclado con cebolleta picada y aceite de sésamo y huevo de los mil años en rodajas con salsa de soja y jengibre triturado.

—Algo de picar para tomar con la cerveza —anunció Peiqin, y colocó una botella de Qingdao y dos jarras sobre la mesa.

—No se tome tantas molestias por mí, Peiqin.

—Déjela hacer las cosas a su manera, inspector jefe —dijo Yu abriendo la botella de cerveza con un chasquido.

Peiqin metió la salsa de los ocho tesoros en el microondas y un puñado de fideos en un cazo con agua hirviendo. Mientras se cocían, frió rápidamente varios huevos batidos para hacer un plato similar a una tortilla, conocido como suprema de carne y huevas de cangrejo.

Chen se sirvió una cucharada de la tortilla nada más colocarla Peiqin sobre la mesa.

—Sabe realmente exquisito —comentó—. Tendrá que darme la receta.

—Es muy fácil, sólo hay que separar la yema de la clara. Fría la clara primero, y luego la yema. Añádale mucho jengibre triturado, vinagre de Zhenjiang y un buen pellizco de azúcar.

Peiqin sirvió con un cucharón los fideos en los cuencos y luego les vertió la salsa por encima.

—Al estilo de Laomian —explicó antes de servir una sopa a base de col verde seca.

—¡No sabe cómo echaba de menos esta sopa!

—La col fresca estaba tan barata a principios de la primavera que compré varios cestos y la sequé en casa —explicó Peiqin mientras agitaba el aceite de sésamo y vertía unas cuantas gotas sobre la superficie verdosa de la sopa.

—Cuando yo era pequeño, mi madre también solía secar la col en casa. Primero la hervía y luego la secaba en una cuerda colgada de un extremo a otro de nuestra pequeña habitación.

—Vaya, hace tiempo que no visitamos a su madre.

—No se preocupe por ella, está bastante bien para una mujer de su edad. —Chen cambió de tema—. Parece que se maneja muy bien por internet, Peiqin. Me lo ha contado Yu.

—Está enganchadísima —interrumpió Yu añadiendo otra cucharada de la salsa picante a los fideos—. Nada más llegar a casa se va directa al ordenador, incluso antes de ponerse a cocinar o a lavar.

—Tú siempre estás ocupado con tu trabajo. ¿Qué otra cosa puedo hacer, aquí sola en casa? —Peiqin se volvió hacia Chen—. Estoy más que harta de los periódicos. Ayer mismo leí que han sacado a la luz las actividades de otro funcionario corrupto del Partido. Le está bien empleado, pero, según el periódico, la denuncia y el castigo de un cuadro corrupto siempre se deben al firme liderazgo de las autoridades del Partido Central. En cuanto a por qué y cómo ocurrió, nunca nos cuentan nada. El antiguo primer ministro pronunció su famosa frase sobre la necesidad de preparar noventa y nueve ataúdes para los funcionarios corruptos, y uno para él. Fue un gesto heroico evidente con el que prometió luchar contra la corrupción sin que importara el coste político. Recibió una ovación de cinco minutos tras su discurso. Pero ¿acaso consiguió acabar con la corrupción? No. La situación no ha dejado de empeorar desde entonces.

»Por eso la gente confía en internet cuando quiere conseguir información detallada sobre todos esos funcionarios que engordan como si fueran ratas rojas. También hay censura en la web, pero un buen número de páginas no están gestionadas por el Gobierno. Así que, de vez en cuando, uno o dos peces aún pueden escaparse de la red. Se trata de sitios web comerciales con ánimo de lucro, por lo que los contenidos tienen que ser llamativos e incluir información que no aparezca en los periódicos del Partido.

—Muchísimas gracias, Peiqin. Un resumen muy útil —dijo Chen—. Pero quiero hacerle una pregunta más específica. ¿Qué es una búsqueda de carne humana?

—Ah, eso. Espero que no sea objeto de una investigación de ese tipo, camarada inspector jefe Chen —dijo Peiqin con una sonrisa burlona—. Lo digo en broma. No sé ni cuándo ni dónde empezó la práctica de las investigaciones colectivas. Posiblemente en alguno de los foros de internet más populares y controvertidos, donde los usuarios —conocidos como ciudadanos de la Red— pueden enviar sus comentarios. Se les llama «ciudadanos de la Red» porque el espacio público de internet es como una especie de nación de la que ellos son ciudadanos. Para muchos, es el único espacio en el que pueden comportarse como tales, con una libertad de expresión limitada. En cuanto al término «búsqueda de carne humana», al principio se usó para describir una búsqueda de información hecha por personas, a diferencia de una búsqueda automática controlada por el ordenador. Los ciudadanos de la Red, que son los usuarios más activos de internet, criban pistas, se ayudan entre sí y comparten datos a fin de encontrar como sea cualquier información sobre el objetivo común. Pero, hoy en día, el significado popular de esa frase es que no sólo se trata de una búsqueda realizada por humanos, sino también una búsqueda de humanos, llevada a cabo en internet pero concebida para tener consecuencias en el mundo real. Los objetivos de esta clase de búsqueda incluyen desde funcionarios corruptos del Gobierno hasta Bolsillos Llenos que aparecen de pronto con fortunas sorprendentemente grandes, así como intelectuales demasiado serviles con las autoridades o cualquier otro personaje relativamente importante que uno pueda imaginarse. Sin embargo, casi siempre se suele dar un énfasis explícito o implícito a temas sociopolíticos polémicos que tengan relación con el objetivo investigado.

—¿Puede ponerme algún ejemplo, Peiqin?

—Recientemente, hubo un caso en la provincia de Yunnan. Un pirata informático aficionado se introdujo en el portátil de un funcionario del Partido, descargó su diario y lo colgó en la Red. Aquel funcionario, llamado Miao, era el director de la agencia tabaquera provincial. No era un cuadro demasiado alto, pero tenía un cargo muy lucrativo. El contenido de su diario resultó ser muy picante: incluía descripciones detalladas de sus aventuras extramatrimoniales, sus tratos ilícitos cerrados en nombre de los intereses del Partido, su apropiación indebida de fondos gubernamentales y sus sobornos a terceros mientras otros lo sobornaban a él, todo en una compleja telaraña de conexiones. El diario se lee como una novela cuyos protagonistas aparecen mencionados únicamente por sus iniciales, como B., M., S. y demás, pero se dan fechas y lugares. Hay quien piensa que no es para tanto, ya que nadie podría afirmar si el contenido del diario es cierto o no. Pero ¿sabe qué? Aquello dio pie inmediatamente a una búsqueda colectiva y los ciudadanos de la Red se entregaron a la tarea con el mismo entusiasmo que tendría un grupo de niños en una feria. Localizaron a todas las mujeres mencionadas por haber tenido relaciones sexuales con el funcionario e incluso encontraron fotos de la mayoría de ellas. Lo mismo ocurrió con otros funcionarios del Partido relacionados con él. A base de investigar sin descanso fechas y lugares, los foreros fueron capaces de establecer claramente la autenticidad del diario.

»Por lo tanto, Miao fue despedido y lo metieron en la cárcel por haberse dejado corromper debido a la maligna influencia de la burguesía occidental.

—Así que estos ciudadanos de la Red hicieron un buen trabajo porque localizaron a un huevo podrido —afirmó Chen—. Por otra parte, ¿quién les dio el derecho de invadir la privacidad ajena?

—Nadie. Pero, para empezar, ¿quién les dio a los funcionarios del Partido el derecho de hacer todas esas cosas tan horribles? China tiene un sistema de partido único con poder absoluto, control absoluto de los medios y una vía directa a la corrupción. La gente debe hacer algo, ¿no le parece? Ningún problema se resuelve mediante una búsqueda colectiva de este tipo, pero sacar a la luz las actividades corruptas de un funcionario del Partido es mejor que nada. Ahora todas estas búsquedas han desarrollado un mismo patrón: cuando aparece por primera vez el nombre de un funcionario en internet, éste niega haber hecho algo malo, pasa al contraataque y amenaza con emprender acciones legales contra cualquiera que cuelgue un comentario sobre él en la Red. El Gobierno, entretanto, apoya al funcionario investigado aunque permanece en un segundo plano, como es lógico. Pero, inevitablemente, para vergüenza del Gobierno, la búsqueda produce nuevas pruebas irrefutables de corrupción y abuso de poder. Entonces a las autoridades no les queda otra opción que someter a una detención shuanggui al funcionario denunciado.

—He oído hablar del papel que desempeñaron estos ciudadanos de la Red en la difusión del escándalo de la leche en polvo contaminada con melamina —interrumpió Yu de nuevo—. El gobierno municipal intentó suprimir estas historias porque la empresa que producía la leche en polvo era importante para la economía local, pero, una vez publicadas en internet, se extendieron como un reguero de pólvora y comenzaron a aparecer en la Red declaraciones y fotografías de algunas de las víctimas de la leche en polvo contaminada. Al final, a las autoridades del Partido no les quedó más remedio que meter en la cárcel al director de la empresa.

—Volviendo a esas búsquedas colectivas de carne humana, Peiqin —quiso saber Chen—. ¿Se ha enterado de lo que le pasó a un funcionario llamado Zhou a causa de un paquete de cigarrillos?

—Ah, sí, el paquete de Majestad Suprema 95. ¡Qué mala suerte tuvo ese hombre!

—¿A qué se refiere, Peiqin?

—Para empezar, déjeme que le cuente algo sobre una tiendecita que queda cerca de mi restaurante, inspector jefe Chen. La tienda está especializada en la compra y reventa de bebidas alcohólicas y cigarrillos caros. Como puede que sepa ya, los funcionarios del Partido de cierto rango suelen recibir uno o dos cartones de cigarrillos al mes para poder llevar a cabo sus supuestos negocios socialistas. Puede que estos cigarrillos no sean tan caros como los Majestad Suprema 95, pero se venden a quinientos o seiscientos yuanes el cartón, como mínimo.

—Sí, tengo que admitir que yo también recibo un cartón cada mes —explicó Chen—, pero siempre lo acabo antes de fin de mes.

—Pero los funcionarios que no fuman también los reciben como prebenda por el cargo que ocupan en el Partido: les dan montañas de cartones como «pluses». Ya que no son gratificaciones en efectivo, los funcionarios no tienen por qué preocuparse de nada. Les sería imposible acabarse todos esos cigarrillos aunque fumaran, así que revenden los cartones a tiendas como la que hay junto a mi restaurante y se embolsan el dinero. No es ningún secreto.

Chen no supo qué responder. A él también le llegaban «regalos» de ese tipo algunas veces, aunque nunca había intentado revenderlos para quedarse con el dinero.

—Por muy caros que sean los cigarrillos Majestad Suprema 95, el que alguien los fume no resulta ni sorprendente ni escandaloso. Los chinos han visto de todo. Conoce la frase «socialismo con características chinas», ¿no? Un pez gordo como Zhou habría sorprendido más a la gente si fumara una marca menos cara.

—Entonces, ¿por qué eligieron a Zhou como objetivo de una búsqueda colectiva?

—La foto del paquete de Majestad Suprema 95 apareció después de que Zhou hablara en una reunión importante. ¿Sabe de qué iba el discurso que dio aquel día? —siguió diciendo Peiqin sin esperar una respuesta por parte de Chen—. Iba de la imperiosa necesidad de mantener estable el mercado inmobiliario. ¿Y eso qué significa? Significa que no podemos permitir que bajen los precios. Actualmente, un metro cuadrado en Lujiazui cuesta ciento treinta mil yuanes. Yo tendría que trabajar cuatro o cinco años a fin de ganar lo suficiente para poder comprar un metro cuadrado. En el caso de mi familia, nuestra situación actual no es demasiado mala. Nos han asignado una habitación y media en un barrio decente a través de la cuota de viviendas estatales, gracias a su ayuda. Pero ¿qué le pasará a Qinqin cuando se gradúe en la universidad? Necesitará un piso propio. ¿Cómo puede permitirse la gente como nosotros un sitio para vivir si el coste de la vivienda no baja? Es más que probable que mi hijo tenga que vivir como lo hicimos su padre y yo antes de mudarnos aquí. Como recordará, vivimos con el Viejo Cazador muchos años, tres generaciones apretujadas en dos habitaciones.

—No te preocupes por el futuro lejano, Peiqin —dijo Yu con una sonrisa apagada.

—Tú sólo piensas en tus casos, pero yo debo pensar en nuestro hijo. En el Shanghai actual, un joven sin piso no tiene posibilidades de salir con una muchacha, y ya no digamos de casarse con ella. La gente no se anda por las ramas en esta época materialista —dijo Peiqin frunciendo el ceño mientras se volvía hacia Chen—. En cuanto a su pregunta, ¿sabe por qué sigue subiendo el precio de la vivienda?

—Por la codicia de los promotores inmobiliarios.

—No. Por la codicia aún mayor de los funcionarios del Partido. Los terrenos pertenecen al Gobierno. Bajo su control, se venden a través de un supuesto sistema de subastas según el cual se queda con los derechos el constructor que hace la puja más alta. Los ingresos cada vez mayores procedentes de la venta de los terrenos provocan un constante aumento del PIB de la ciudad, algo que los funcionarios municipales señalan como prueba de lo mucho que trabajan, sin mencionar que una parte considerable de dichos ingresos va a parar a sus bolsillos. Se cierra una infinidad de tratos turbios para decidir quién se queda con los terrenos, cómo y a qué precio. No hace mucho, el primer ministro hizo una declaración sobre la necesidad de enfriar el recalentado mercado inmobiliario. Algunos promotores, preocupados por una posible contracción del mercado, ofrecieron bajar un poco los precios, pero Zhou, preocupado por un posible efecto bola de nieve, resaltó la importancia de mantener el mercado estable en su discurso de aquel día. Dijo que si algunas empresas bajaban los precios de forma irresponsable, el Gobierno las castigaría por causar problemas económicos al país. Semejante declaración no sólo la publicaron en varios periódicos, sino que también incluyeron una foto de Zhou tamborileando sobre un paquete de cigarrillos. Ése era el paquete de Majestad Suprema 95.

»El discurso armó un gran revuelo. Zhou defendía los intereses del gobierno municipal y de los funcionarios del Partido, pero no los de la gente normal y corriente. Cuando la colgaron en internet, aquella fotografía del paquete de Majestad Suprema 95 les proporcionó una excusa perfecta a los internautas para dar rienda suelta a su enfado y a su frustración.

—Una explicación muy buena, Peiqin —dijo Chen, alzando la jarra de cerveza Qingdao—. Brindo por usted. Por favor, continúe.

—Bien, según la propaganda oficial, un cuadro del Partido es un «servidor del pueblo», y gana más o menos lo mismo que un obrero normal. Para alguien con el cargo de Zhou, el sueldo mensual sería de dos o tres mil yuanes, pero un cartón de Majestad Suprema 95 cuesta más que eso. En internet apareció una versión de la fotografía retocada con photoshop, bajo la que habían escrito el precio de un paquete. La publicaron como prueba de que aquel funcionario vivía a todo tren por encima de sus posibilidades. La foto constituía tanto una crítica legítima como una insinuación: si Zhou no era corrupto, ¿cómo podía permitirse fumar aquella marca de cigarrillos?

»El comentario inicial atrajo un aluvión de respuestas en muy poco tiempo. Como si la gente respondiera a una llamada a las armas, las ofertas para colaborar en la búsqueda colectiva inundaron la Red. Si Zhou podía permitirse aquellos cigarrillos, ¿qué otras cosas se permitiría además?

»Parecía justificable que la gente enfocara la búsqueda desde ese ángulo. Antes de que pudiera ocurrírsele una explicación para los cigarrillos, Zhou apareció en otra fotografía. Esta vez llevaba un reloj Cartier. Entonces, en una sucesión imparable, la gente fue colgando más y más fotos en internet como prueba irrefutable del modo de vida decadente de Zhou. En las fotos se veían los tres coches de lujo matriculados a su nombre, dos Mercedes y un BMW, así como a su hijo estudiando en Eton, un colegio privado de Inglaterra, y conduciendo un Audi allí. También tenía más de cinco propiedades en la ciudad a su nombre. Algunos piratas informáticos muy hábiles consiguieron hacerse incluso con copias de las escrituras de dichas propiedades. A Zhou pronto le resultó imposible justificar la riqueza que había amasado en los últimos cinco o seis años.

—Empiezo a entenderlo, Peiqin. Esa búsqueda colectiva fue un golpe maestro.

—Sí, no cabe duda de que consiguió acorralar al Gobierno. Las autoridades sabían de sobra por qué investigaban a Zhou, pero entre el aluvión de protestas, la falta de una excusa legítima para justificar su riqueza repentina y las pruebas irrefutables de su corrupción, les fue muy difícil seguir protegiéndolo. Comprendieron que era más importante proteger la imagen del Partido, así que sometieron a Zhou a una detención shuanggui por una triste cajetilla de Majestad Suprema 95.

—Muchísimas gracias, Peiqin. Me ha aclarado muy bien los antecedentes de este asunto.

—Entonces, ¿usted está investigando el caso?

—No, no exactamente —respondió Chen con una sonrisa irónica—. Las detenciones shuanggui no son terreno de la policía. Se cree que Zhou se suicidó mientras estaba retenido en un hotel. Yo me limito a asesorar a la brigada que investiga la causa de su muerte.

—¿Zhou está muerto?

—Sí. Lo anunciarán pronto en los periódicos.

—La noticia provocará otra tormenta en internet. Suicidio durante una detención. ¿Cómo reaccionará la gente en la Red?

—Quién sabe.

—Llevas mucho rato hablando de búsquedas en internet, Peiqin, pero yo lo que busco es el postre —dijo Yu cambiando de tema.

—Lo siento, se me había olvidado —respondió Peiqin levantándose apresuradamente—. Un amigo de Pekín me ha traído algunos bollos hechos con pasta de judías verdes, se supone que de Fangshan, en el parque del Mar del Norte, junto a la Ciudad Prohibida.

—¡Ah! El restaurante del parque del Mar del Norte —dijo Chen— en la isla en que los cocineros solían preparar todo tipo de exquisiteces para la emperatriz viuda Cixi a finales de la dinastía Qing. El nombre del restaurante, Fangshan, basta para evocar el palacio imperial y sus privilegios en el inconsciente colectivo chino. Es como la marca de cigarrillos Majestad Suprema 95.

—No se preocupe, jefe. No soy una funcionaria del Partido. Los bollos a base de judías verdes sólo son un regalo de un viejo amigo.

—Ya sé de quién se trata —afirmó Yu con seriedad fingida—. Un admirador secreto de Peiqin de la época en que éramos Jóvenes Instruidos durante la Revolución Cultural. No es un funcionario, sólo un empleado normal y corriente de la Agencia de Viajes de Pekín. Si no, yo estaría muy preocupado.

—Yo sí que estoy preocupado —dijo Chen, metiéndose un bollo minúsculo en la boca—. Si el Gobierno quiere concluir a toda costa que la muerte de Zhou fue un suicidio, entonces, ¿por qué me eligieron a mí para que asesorara en la investigación?

—Usted ha dirigido varios casos de anticorrupción muy importantes, eso lo sabe mucha gente —respondió Peiqin metiendo los restantes bollitos de pasta de judías verdes en una caja para que su invitado se los llevara a casa—. Así que si usted colabora en la investigación, la gente se creerá el informe oficial.

—Tenerlo a usted en el caso supone un aval a las conclusiones del Gobierno —interrumpió Yu de nuevo.

—Gracias a los dos por la comida, los bollos, la explicación sobre internet y las búsquedas colectivas y por todo lo demás —dijo Chen, levantándose—. Ahora cuento con su aval, espero, para lo que pienso hacer a continuación.