El inspector jefe Chen Cao, del Departamento de Policía de Shanghai, asistía, sentado entre el público, a una conferencia en la Asociación de Escritores de Shanghai. Sin dejar de fruncir el ceño, Chen asentía con movimientos rítmicos de cabeza, como si intentara llevar el compás del discurso.
—El enigma de China. ¿Qué significa esta frase? Bien, existe un popular lema político, «socialismo con características chinas», que sin duda abarca muchas conductas enigmáticas. Conductas consideradas socialistas o comunistas en los periódicos de nuestro Partido pero que en la práctica son en realidad capitalistas, de un capitalismo primitivo que favorece el amiguismo, así como completamente materialistas. Y feudales, dado que los hijos de los cuadros altos —los denominados «príncipes»— son a su vez cuadros destacados: los «rojos de confianza», o sucesores de sus padres en nuestro sistema de partido único.
»Pese a que la maquinaria propagandística del Partido funciona a pleno rendimiento, la sociedad china se encuentra en bancarrota moral, ideológica y ética, pero sigue adelante, como el conejo de un famoso anuncio televisivo estadounidense.
Tras palparse el bolsillo del pantalón en busca de un paquete de cigarrillos, Chen se lo pensó mejor y apartó la mano.
Se trataba de una de esas conferencias polémicas, pero toleradas por el régimen. El conferenciante era un célebre profesor de derecho llamado Yao Ji, investigador de cuestiones jurídicas en la Academia de Ciencias Sociales de Shanghai. Pese a no ser exactamente un disidente, a Yao lo consideraban un alborotador en potencia por su crítica abierta a los problemas de la sociedad. El profesor había publicado varios artículos muy controvertidos, y solía enviar artículos aún más impublicables a diversos blogs. Yao, un hombre anguloso y demacrado, hablaba con las manos apoyadas sobre el atril y el cuerpo levemente inclinado hacia delante. La luz que entraba a raudales a través de la vidriera se reflejaba en su lustrosa calva y le daba aspecto de santo, como en un cuadro amarillento por el paso del tiempo.
Casualmente, Chen sabía algunas cosas acerca de Yao gracias al memorando interno, en el cual se incluía una lista negra que circulaba por el Departamento de Policía. Pero no era asunto suyo, se dijo mientras se ajustaba las gafas color ámbar sobre el puente de la nariz y se bajaba un poco la boina de estilo francés. Esperaba no tener pinta de poli. No le pareció oportuno que lo reconocieran en la sala de conferencias, pese a que varios miembros de la asociación lo conocían bastante bien. Por el momento, Chen no dejaba de darle vueltas a la palabra «enigma»; en cierto modo, le recordaba vagamente a un cuadro que había visto una vez, aunque no fuera capaz de recordar los detalles. Entretanto, el profesor Yao iba desgranando toda una retahíla de ejemplos concretos.
—Así pues, ¿cuáles son las características propias de la sociedad china? Existe un sinfín de definiciones e interpretaciones. He aquí algunos ejemplos que hablan por sí solos. Un profesor de la Universidad de Pekín les dice lo siguiente a sus alumnos: «No vengáis a verme a menos que ganéis cuatrocientos millones antes de cumplir los cuarenta». Este profesor, que también es un experto en el mercado inmobiliario, propugna la inversión en viviendas de lujo a cambio de las comisiones que recibe de los constructores. En su opinión, y en la de sus alumnos, el único valor importante en este mundo de polvo rojo es el del dinero contante y sonante.
»En un programa de reality show, cuyas participantes debatían la mejor manera de elegir marido, una chica expuso su máxima: preferiría llorar en un BMW que reír en una bicicleta. El mensaje resulta inequívoco: lo que quiere esa muchacha es un marido rico que pueda proporcionarle lujos materiales, aunque ello suponga soportar un matrimonio sin amor. En un juicio reciente contra un conductor al que detuvieron mientras conducía borracho, el acusado llegó a gritarles a los policías “¡Mi padre es Zhang Gang!”. Zhang Gang es un alto funcionario del Partido que está al mando del Departamento de Policía local. Y, como era previsible, los agentes vacilaron antes de detenerlo, pero un transeúnte grabó la escena con su móvil y luego colgó el vídeo en internet. Poco después, la frase “Mi padre es Zhang Gang” se convirtió en una coletilla popular…
Todos eran ejemplos reales de lo que estaba sucediendo en la China actual, pensó Chen. Pero ¿adónde quería ir a parar el profesor Yao?
Para el Gobierno, la «estabilidad» tenía prioridad absoluta. Supuestamente, el progreso socioeconómico logrado a raíz de las reformas chinas se debía a dicha estabilidad, pero a los altos cargos del Partido les costaba cada vez más mantenerla pese a sus esfuerzos por ocultar cualquier factor «inestable».
El profesor Yao estaba a punto de emitir su conclusión.
—En una época en la que la legitimidad del Gobierno está desapareciendo y la ideología del Partido se desintegra, yo, como experto jurista, aún intento defender la última línea de combate, un auténtico sistema legal independiente, con la esperanza puesta en el futuro de nuestra sociedad.
Chen frunció aún más el ceño y se unió al aplauso del público. Como policía, le resultaba bastante incómodo escuchar una conferencia de este tipo.
Con todo, prefería estar sentado aquí que en la comisaría, asistiendo a otra reunión política rutinaria junto al secretario del Partido Li Guohua y otros funcionarios municipales.
Li, el jefe del Partido en el Departamento, se acercaba a la edad de la jubilación y todos daban por sentado que Chen lo sucedería. Sin embargo, por una razón u otra, recientemente habían prolongado el mandato de Li dos años más. A modo de compensación, Chen fue nombrado vicesecretario del Partido en el Departamento, así como miembro del Comité del Partido Comunista en Shanghai.
Visto desde fuera podía parecer un ascenso, pero no lo era dentro de la estructura de poder del Partido. Algunos «destacados camaradas» del gobierno municipal, que no lo consideraban «uno de los suyos», se oponían a que Chen se convirtiera en jefe del Partido en el Departamento. Les incomodaba la posibilidad de que el inspector jefe asumiera un cargo tan importante.
La conferencia pronunciada en la Asociación de Escritores le proporcionó una excusa para no asistir a la reunión de estudios políticos que solía celebrarse cada martes en el Departamento. Se hubiera vuelto loco allí sentado, mientras Li recitaba consignas políticas sacadas de los periódicos del Partido.
Los aplausos que ya se apagaban lo sacaron de sus divagaciones. Ahora tendría lugar la ronda de preguntas y, a continuación, se celebraría la reunión que los miembros de la ejecutiva habían planificado con semanas de antelación.
Chen salió de la sala de conferencias y se dirigió al tranquilo jardín del edificio. La Asociación de Escritores tenía su sede en una mansión construida por un adinerado empresario en la década de 1930, que el Partido requisó después de 1949. Durante muchos años, la mansión había albergado las oficinas de la asociación.
El inspector jefe atravesó el jardín, se detuvo junto a un minúsculo estanque y contempló el ángel de mármol blanco que posaba en medio del agua. Era un auténtico milagro, pensó Chen, que la estatua hubiera sobrevivido a la Revolución Cultural.
La estatua se había salvado gracias al Viejo Bao, el portero de la asociación, quien contaba con la confianza de los Guardias Rojos por ser «políticamente glorioso» debido a su condición de proletario. Una noche oscura, en plena Revolución Cultural, Bao se llevó sigilosamente la estatua a casa en un triciclo y la ocultó bajo su cama. Cuando los Guardias Rojos llegaron a la mansión dispuestos a destrozar cualquier objeto que les pareciera «burgués y decadente», la estatua desnuda, que ocupaba el primer lugar de su lista, había desaparecido de forma inexplicable. Los guardias interrogaron a todo el mundo salvo al Viejo Bao, el cual llevaba un brazalete rojo y profería consignas revolucionarias a voz en grito. Durante más de una década, la desaparición de la estatua continuó siendo un misterio, hasta que, tras el fin de la Revolución Cultual, el Viejo Bao la devolvió a su lugar original en el jardín. Cuando la gente le preguntaba por qué había corrido semejante riesgo, Bao se limitaba a contestar que, como portero, tenía la responsabilidad de evitar que alguien dañara o destruyera los objetos de la mansión.
De pie junto al estanque, Chen levantó la mirada y vio a un hombre que lo saludaba con la mano desde el mostrador de recepción, situado cerca de la entrada del edificio. No era otro que Bao el Joven, el único hijo del Viejo Bao. A mediados de los años noventa, cuando el anciano estaba a punto de jubilarse, su hijo se encontraba sin trabajo. Gracias a la sugerencia de Chen de que el hijo sucediera al padre en el puesto, Bao el Joven acabó sentado frente al mismo mostrador, con el mismo registro y una taza de té en la mano —posiblemente la misma taza también— tal y como hiciera el Viejo Bao durante años.
Mientras le devolvía el saludo, Chen oyó ruido de pasos. Al volverse vio acercarse a An, la presidenta recién elegida de la asociación.
An, una mujer de tez morena y estatura media que rondaría la cuarentena, había escrito una novela en la que describía las vicisitudes de Shanghai desde la perspectiva de una mujer indefensa y desventurada a la que sorprendieron los cambios turbulentos de la época. La novela recibió un premio y fue llevada al cine, pero An no había escrito nada digno de mención desde entonces. Era comprensible, pensó Chen. Gracias a su nuevo cargo, An disfrutaba de los privilegios de un cuadro del Partido con rango ministerial. No querría escribir nada que pudiera poner en peligro su posición.
—Secretario del Partido Chen —lo saludó An con cierta sorna. Era bastante habitual llamar a alguien por su cargo oficial y suprimir el prefijo «vice».
—Venga, An —dijo Chen—. Me ha dado vergüenza escuchar esa conferencia como policía, y más aún como vicesecretario del Partido en el Departamento.
—No tiene que contarme nada de eso, Chen. En la universidad usted quería ser poeta, no policía, pero al licenciarse el Estado lo destinó al Departamento. Todo el mundo conoce esa historia. Dicho esto, no se puede negar que le ha ido muy bien en su cargo actual, aunque tampoco viene a cuento comentarlo ahora.
Lo que sí quería comentar An con él era un ciclo de conferencias subvencionadas por la asociación. Todas serían pronunciadas por miembros de la asociación, y, dada la excelente ubicación del edificio, la asistencia estaría asegurada. Además, existía la posibilidad de colaborar con la cadena televisiva Shanghai Oriental. Durante los últimos años, las conferencias sobre los clásicos chinos habían comenzado a gozar de una gran popularidad. La gente estaba demasiado ocupada ganando dinero para leer a los clásicos, pero al relajarse frente al televisor disfrutaba con las explicaciones sencillas y las imágenes vistosas que ilustraban las conferencias. Eran el equivalente cultural de la comida rápida.
—Un crítico ha comparado estas conferencias con la leche para lactantes: el público se las traga sin tener que digerirlas —señaló Chen.
—Es mejor que nada.
—Eso es verdad.
—No sólo aportarán ingresos extra a nuestra organización, sino que supondrán un estímulo muy necesario para la literatura en general. Así que, como miembro ejecutivo, usted debería dar una conferencia sobre el Libro de las odas.
—No, no estoy lo suficientemente cualificado para hacerlo. Sólo he escrito verso libre.
Chen comprendía las razones de An para promover el ciclo de conferencias. El subsidio que el Gobierno concedía a la asociación estaba disminuyendo, y pese a los esfuerzos de su directora por generar más dinero, como alquilar el edificio anexo a un importador de vinos a fin de «cultivar las relaciones entre la cultura china y la francesa» y derribar parte del muro que daba a la calle Julu para construir una cafetería, la asociación continuaba teniendo problemas económicos. Sus miembros protestaban constantemente de que tanto los servicios como las prestaciones resultaban insuficientes, por lo que An estaba sometida a una enorme presión.
Aunque algo pronto para la época del año, una cigarra empezó a cantar durante la breve pausa que interrumpió su conversación.
Chen levantó la mirada y vio a una muchacha que se les acercaba a paso ligero.
Esbelta, ágil, tan joven,
como el extremo de un capullo de cardamomo
a principios de la primavera.
No le pareció que fuera miembro de la asociación, donde no la había visto antes. La muchacha, vestida con una chaqueta de seda escarlata al estilo Tang, recordaba una figura delicada salida de un pergamino tradicional; en sus ojos, grandes y límpidos, ondeaban las «olas primaverales» tan frecuentes en los poemas clásicos. Sin embargo, lo que sujetaba en la mano era una cámara moderna.
—Hola, presidenta An —saludó la muchacha antes de volverse hacia él con una amplia sonrisa—. Usted es el camarada inspector jefe Chen, ¿verdad? He leído sus poemas. Usted solía escribir para nosotros.
—¿Y usted es…?
—Me llamo Lianping y trabajo en el Diario Wenhui. Soy nueva, de momento me encargo de la sección literaria. Quisiera pedirles a ambos que continúen mandando sus obras a nuestro periódico.
La muchacha les entregó su tarjeta. Bajo su nombre, constaba que era «la periodista económica número uno».
Interesante. Chen no había visto nunca un título semejante en una tarjeta de visita. Con todo, la petición de la muchacha no le resultaba desagradable.
—Yaqing se ha cogido la baja maternal, así que yo cubro la sección literaria mientras ella esté fuera —explicó Lianping, y luego añadió—: Por favor, envíeme sus poemas, inspector jefe Chen.
—Desde luego, tan pronto como tenga algo de tiempo para dedicárselo a la poesía.
Para el periódico, actualmente, la poesía no era más que un ramillete de flores de plástico tiradas en un rincón olvidado de la mansión de un nuevo rico. Casi nadie le prestaba atención.
De pronto, como en respuesta a la cigarra, su móvil empezó a chirriar y en el visor apareció el número del secretario del Partido Li.
Tras excusarse, Chen se dirigió a grandes zancadas hasta un peral en flor. Al abrir la tapa del móvil oyó un murmullo de voces agitadas. Li no estaba solo en su despacho.
—Vuelva a la comisaría, inspector jefe Chen. Hemos convocado una reunión de emergencia. Liao y Wei ya han llegado.
El inspector Liao estaba al frente de la brigada de homicidios, mientras que su ayudante, el subinspector Wei, era un agente veterano que había ingresado en el cuerpo hacia la misma época que Chen.
—Estoy en una reunión de la Asociación de Escritores, secretario del Partido Li.
—Ya veo que es un hombre polifacético, poeta Chen. Pero el caso que nos ocupa es sumamente especial.
Chen detectó un matiz sarcástico en la voz de Li, aunque la frase «un caso sumamente especial» sonaba como el típico cliché propio del secretario del Partido. Li, que tiempo atrás fuera una especie de mentor político de Chen en el Departamento, había empezado a ver a su antiguo protegido como un rival.
—¿Qué caso?
—Zhou Keng se ha suicidado mientras se alojaba en el hotel Villa Moller.
—¿Zhou Keng? No sé quién es.
—¿No ha oído hablar nunca de él?
—El nombre me resulta familiar, pero no lo recuerdo. Lo siento.
—Debe de haber estado muy enfrascado en sus poemas, inspector jefe Chen. Deje que le ponga en altavoz y el subinspector Wei le dará los detalles.
A continuación, Chen oyó la voz profunda de Wei.
—Zhou Keng era el director del Comité para el Desarrollo Urbanístico de Shanghai —comenzó a explicar Wei—. Hará unas dos semanas, Zhou fue objeto de una «búsqueda de carne humana», o investigación colectiva, en internet, de resultas de la cual varias de sus actividades corruptas salieron a la luz. Entonces Zhou fue sometido a una investigación shuanggui y retenido en el mismo hotel en el que se ahorcó ayer por la noche.
Otra característica del socialismo chino era el empleo abusivo del shuanggui, una especie de detención extrajudicial llevada a cabo por los cuerpos disciplinarios del Partido. Esta práctica se inició como respuesta a la corrupción incontrolable del sistema de partido único. Inicialmente el término significaba «doble estipulación»: los funcionarios del Partido implicados en casos criminales o de corrupción eran retenidos en un lugar estipulado (gui) durante un periodo de tiempo estipulado (gui). Aunque la constitución china establecía que las detenciones de cualquier tipo tenían que autorizarse de acuerdo a una ley aprobada por el Congreso Nacional del Partido, el shuanggui se empleaba regularmente pese a no haber recibido nunca dicha autorización. El shuanggui tampoco tenía límites de tiempo, ni obedecía a un procedimiento legal establecido. De vez en cuando, un alto funcionario del Partido desaparecía tras ser sometido a una detención shuanggui, pero no se informaba de ello a la policía ni a los medios. En teoría, a los funcionarios que se veían atrapados en la nebulosa extrajudicial de las detenciones shuanggui sólo se les exigía que colaboraran en la investigación del Partido, y una vez concluida ésta, se les ponía en libertad. Sin embargo, la mayoría de las veces eran entregados a los fiscales meses o incluso años más tarde para ser sometidos a una farsa judicial y recibir un castigo decidido de antemano. Las autoridades sostenían que el shuanggui era un elemento esencial del sistema legal, no una aberración que debía ser corregida. Y, lo que era más importante, el shuanggui evitaba la revelación de cualquier detalle turbio que pudiera empañar la imagen del Partido, pensó Chen, pues todo se hacía bajo el control estricto de las autoridades.
Los casos de shuanggui no entraban en el ámbito de competencia de la policía.
—Debido al cargo de Zhou, y a la confidencialidad del caso, tenemos que investigar para concluir que fue un suicidio —interrumpió Li de forma mecánica, como si de pronto hubieran puesto una grabación con lecturas del Diario del Pueblo—. Es una situación muy complicada. Las autoridades del Partido quieren que nos mantengamos en alerta máxima.
—Si Liao y Wei ya están trabajando en el caso, ¿por qué me necesitan a mí?
—Ya que es usted el inspector con más experiencia de la comisaría, es preciso que asista a la reunión. Entendemos que está muy ocupado, así que dejaremos que la brigada de homicidios se encargue de la investigación. O de la mayor parte. Aun así, usted deberá ejercer de asesor especial para que quede bien claro que el Departamento le dedica una gran atención a este caso. Todo el mundo sabe que usted es el vicesecretario de nuestro Partido.
Mientras escuchaba en silencio, Chen encendió un cigarrillo e inhaló profundamente. Entonces se acordó.
—Zhou. Una investigación colectiva provocada por un paquete de cigarrillos.
—Exactamente: cigarrillos Majestad Suprema 95. Una foto de la cajetilla apareció en internet y dio pie a una investigación que acabó provocando un escándalo tremendo. Le ahorraremos los detalles —concluyó Li abruptamente—. Póngase en contacto con la brigada de homicidios.
—Pero no sé nada más acerca del caso.
—Bueno, ya conoce las circunstancias, y eso es importante, muy importante.
Chen se había limitado a echarle una ojeada a un artículo de un periódico local. Si recordaba el término «búsqueda de carne humana» era únicamente por la curiosidad que le había despertado. Tenía algo que ver con internet, eso era todo lo que pudo averiguar entonces. En el idioma chino había comenzado a aparecer un número considerable de términos relacionados con internet, y sus significados resultaban casi incomprensibles para los que, como él, no eran ciudadanos de la Red.
Al parecer, se trataba de un caso político. Un funcionario del Gobierno había caído en desgracia a raíz de un escándalo, y más tarde se había suicidado mientras lo sometían a una detención shuanggui. Era un caso que podía conducir fácilmente a todo tipo de especulaciones disparatadas.
Pero ¿por qué insistía tanto Li en que Chen colaborara como asesor? Presumiblemente, se trataba de un gesto por parte de Li. Zhou había sido un cuadro destacado del Partido, así que la asignación del caso a Chen ponía de relieve la importancia que concedía el Departamento a la investigación.
—¿Ha dicho que Zhou se suicidó en un hotel? —preguntó Chen.
—Así es.
—¿Cuál?
—El Villa Moller, que está en la esquina de las calles Shanxi y Yan’an.
—Entonces no tengo que volver a comisaría. Iré directamente al hotel, me queda cerca. ¿Se encuentra alguno de nuestros agentes allí?
—Ninguno de los nuestros, pero ya hay dos brigadas. Una del Comité Disciplinario del Partido en Shanghai, y también una brigada especial del gobierno municipal. Se instalaron en el hotel con Zhou al principio del shuanggui.
Aquello le pareció bastante sospechoso. Las detenciones shuanggui solían estar a cargo de los cuerpos disciplinarios del Partido. No había ninguna necesidad de que tanto el gobierno municipal como el Comité Disciplinario del Partido tuvieran a agentes destinados allí, especialmente ahora que el Departamento de Policía también iba a colaborar en la investigación.
—Bien —dijo Chen sin revelar lo que pensaba—. ¿Cuándo llegará usted al hotel, Wei?
—Salgo ahora mismo.
—Nos encontraremos allí.
Chen colgó y aplastó la colilla sobre una piedra. Cuando estaba a punto de irse divisó a la joven periodista llamada Lianping bordeando el estanque en dirección al vestíbulo de la mansión, posiblemente para escribir un artículo en Wenhui sobre la reunión celebrada en la asociación. Lianping hablaba por un pequeño móvil de diseño elegante.
Las alas de un arrendajo azul resplandecieron a la luz y una sonrisa radiante iluminó el rostro de Lianping. Chen recordó un poema de Lu You, de la dinastía Song. No parecía especialmente adecuado para la ocasión, salvo, quizá, los versos siguientes:
Las ondas en el agua que tiempo atrás reflejaron su llegada
con paso ligero, tan bella que los gansos salvajes
emprendieron el vuelo, avergonzados.
Chen sacudió la cabeza y se mofó de sí mismo por ponerse a pensar en versos románticos al inicio de una investigación importante. Quizá, tal y como le había dicho An en son de burla, no estaba hecho para ser policía.
Tras pensárselo mejor decidió volver a la reunión, tal y como quería hacer en un principio. Después de todo, sólo participaría como asesor en la investigación. No tenía sentido que llegara al hotel antes que la brigada de homicidios.