Todo empieza en alguna parte, aunque muchos físicos no estén de acuerdo.

Pero la gente siempre ha sido vagamente consciente del problema del principio de las cosas. Se preguntan en voz alta cómo llega al trabajo el tipo que conduce la máquina quitanieves o cómo consultan la ortografía de las palabras quienes hacen los diccionarios. Y sin embargo existe el deseo constante de encontrar en las redes retorcidas, enredadas y llenas de nudos del espaciotiempo algún punto sobre el que se pueda poner un dedo metafórico para indicar que ese, justamente ese, es el punto donde empezó todo…

Algo empezó cuando el Gremio de Asesinos enroló al señor Teatime, que veía las cosas de forma distinta a otra gente, y una de las formas en que veía las cosas de forma distinta a otra gente era que veía la otra gente como si fueran cosas (más tarde, lord Downey del Gremio dijo: «Nos dio pena porque había perdido a los dos padres a una edad muy temprana. Pensándolo bien, creo que deberíamos haber prestado algo más de atención a eso»).

Pero fue mucho antes cuando la gente se olvidó de que las historias más antiguas de todas, tarde o temprano, tratan sobre la sangre. Después quitaron la sangre para hacer las historias más adecuadas para los niños, o por lo menos para la gente que se las tenía que leer a los niños, más que para los niños en sí (a quienes, por lo general, les gusta bastante la sangre siempre y cuando la derramen quienes lo merecen) [1], y luego se preguntaron adonde querían ir a parar las historias.

Y fue antes todavía cuando algo en la oscuridad de las cavernas más profundas y los bosques más sombríos pensó: pero ¿qué son estas criaturas? Voy a observarlas…

* * *

Y fue mucho, mucho antes todavía cuando se formó el MundoDisco, que avanzaría a la deriva por el espacio a lomos de cuatro elefantes montados en la concha de la tortuga gigante, Gran A’Tuin.

Es posible que, mientras se mueve, se vaya enredando como un ciego en una casa llena de telarañas con esas pequeñas hebras especializadas de espaciotiempo que intentan crecer dentro de todas las historias que se encuentran, tirando de ellas y rompiéndolas y forzándolas a adoptar formas nuevas.

O es posible que no, claro. El filósofo Didáctilos ha sintetizado una hipótesis alternativa que es: «Las cosas pasan y ya está. Qué narices».

* * *

Los magos del claustro de la Universidad Invisible estaban plantados mirando la puerta.

Estaba claro que quien fuera que la hubiera cerrado quería que se quedara cerrada. Estaba fijada al marco con docenas de clavos. Tenía varios tablones clavados encima, de lado a lado. Y por fin, hasta esa misma mañana, había estado escondida detrás de una librería que alguien le había puesto delante.

—Y también está el letrero, Ridcully —dijo el decano—. Supongo que lo ha leído. El letrero que dice: «No abrir esta puerta bajo ninguna circunstancia».

—Claro que lo he leído —contestó Ridcully—. ¿Por qué te parece que la quiero abrir?

—Esto… ¿por qué? —preguntó el conferenciante de Runas Recientes.

—Para ver por qué la querían cerrada, claro[2]. —Hizo un gesto en dirección a Modo, el jardinero y enano para todo de la universidad, que estaba de pie al lado con una palanca.

—Manos a la obra, chaval.

El jardinero hizo un saludo militar.

—A sus órdenes, señor.

Con el ruido de fondo de la madera al astillarse, Ridcully siguió hablando:

—En los planos dice que aquí había un cuarto de baño. Un cuarto de baño no tiene nada de temible, por todos los dioses. Yo quiero un cuarto de baño. Estoy harto de ducharme con vosotros. Es antihigiénico. Se pueden pillar enfermedades. Me lo dijo mi padre. Donde hay montones de tíos bañándose juntos, el Gnomo de las Verrugas corretea con su saco.

—¿Eso es como el Hada de los Dientes? —preguntó el decano en tono sarcástico.

—Aquí mando yo y quiero un cuarto de baño para mí solo —dijo Ridcully con firmeza—. Y no hay nada más que hablar, ¿vale? Quiero un cuarto de baño antes de la Noche de la Vigilia de los Puercos, ¿entendido?

Y ese es el problema de los principios, claro. A veces, cuando se trata con reinos ocultos que tienen una actitud bastante distinta hacia el tiempo, a uno le llegan los efectos un poco antes que las causas.

De los márgenes del espectro auditivo vino un clinclinclinclín como de pequeños cascabeles plateados.

* * *

Más o menos a la misma hora en que el archicanciller estaba dando órdenes, Susan Sto Helit estaba sentada en la cama, leyendo a la luz de las velas.

Los dibujos de la escarcha se ondulaban en las ventanas.

A ella le gustaban aquellos anocheceres de invierno. En cuanto metía a los niños en la cama ya podía hacer más o menos lo que quisiera. A la señora Gaiter le daba un miedo patético darle instrucciones de ninguna clase, por mucho que fuera ella quien pagaba el sueldo de Susan.

No es que el sueldo fuera importante, claro. Lo importante era que ella fuera Independiente y que tuviera un Trabajo de Verdad. Y ser institutriz era un trabajo de verdad. La única pega había llegado al descubrir su patrona que era duquesa, porque según el credo de la señora Gaiter, que era un credo más bien corto y escrito con letras grandes, la clase alta no debería trabajar. Debería ir por ahí haciendo el vago. Ya le costó a Susan bastante conseguir que dejara de hacerle reverencias cada vez que se cruzaban.

Un parpadeo le hizo girar la cabeza.

La luz de la vela estaba revoloteando en sentido horizontal, como si estuviera en medio de una ventisca.

Levantó la vista. Las cortinas ondeaban despegándose de la ventana, que…

… se abrió de golpe con un repiqueteo.

Pero no había viento.

Por lo menos, ningún viento de este mundo.

En su mente se formó una serie de imágenes. Una pelota roja… El olor acre de la nieve… Y de pronto desaparecieron, dejando en su lugar…

—¿Dientes? —se preguntó Susan en voz alta—. ¿Otra vez dientes?

Parpadeó. Y cuando abrió los ojos la ventana estaba, tal como ella sabía que estaría, cerrada a cal y canto. La cortina colgaba recatadamente. La llama de la vela estaba inocentemente vertical. Oh, no, otra vez no. No después de tanto tiempo. Todo había estado yendo tan bien…

—¿Zuzan?

Miró a su alrededor. Su puerta estaba abierta y había una figura pequeña de pie en el umbral, descalza y en camisón. Susan suspiró.

—¿Sí, Twyla?

—Tengo miedo del monztruo del zótano, Zuzan. Ze me va a comer.

Susan cerró su libro con firmeza y levantó un dedo a modo de advertencia.

—¿Qué te he dicho sobre intentar parecer obsequiosamente encantadora, Twyla? —preguntó. La niña dijo:

—Me has dicho que no tengo que hacerlo. Me has dicho que exagerar el ceceo es un delito penado con la horca y que solamente lo hago para llamar la atención.

—Bien. ¿Sabes de qué monstruo se trata esta vez?

—Es el grande y peludo de loz…

Susan levantó el dedo.

—¿Cómo? —le advirtió.

—… de los ocho brazos —se corrigió a sí misma Twyla.

—¿Cómo, otra vez? Oh, está bien.

Se levantó de la cama y se puso la bata, intentando mantener la calma mientras la niña la observaba. Así que están volviendo. Oh, no se refería al monstruo del sótano. Aquello iba incluido en el trabajo. Pero parecía que iba a empezar a recordar el futuro otra vez.

Negó con la cabeza. Por muy lejos que una huyera, siempre se acababa alcanzando a sí misma.

Por lo menos los monstruos eran fáciles. Ya había aprendido a tratar con ellos. Cogió el atizador del guardafuegos del cuarto de los niños y bajó la escalera de atrás, seguida de cerca por Twyla.

Los Gaiter estaban celebrando una cena formal. Llegaban voces amortiguadas procedentes del comedor.

Luego, mientras ella pasaba por delante, se abrió una puerta bañando el pasillo de luz amarilla y una voz dijo:

—¡Por los dioses, aquí hay una muchacha en bata con un atizador!

Vio varias figuras perfiladas sobre la luz y distinguió la cara preocupada de la señora Gaiter.

—¿Susan? Esto… ¿qué estás haciendo?

Susan miró el atizador y luego a la mujer.

—Twyla dice que tiene miedo de un monstruo que hay en el sótano, señora Gaiter.

—Y tú vas a atacarlo con un atizador, ¿no? —dijo uno de los invitados. Se percibía una fuerte atmósfera a coñac y puros.

—Sí —respondió Susan en tono natural.

—Susan es nuestra institutriz —dijo la señora Gaiter—. Esto… Ya les he hablado de ella.

Se produjo un cambio en la expresión de las caras que miraban desde el comedor. Se convirtió en una especie de respeto divertido.

—¿Les arrea a los monstruos con un atizador? —preguntó alguien.

—Pues bien mirado es muy buena idea —señaló otra persona—. Si a la niña se le mete en la cabeza que hay un monstruo en el sótano, tú entras con un atizador, haces unos cuantos ruidos como si estuvieras dándole una paliza mientras la niña escucha y todo solucionado. Tiene buenas ideas, la chica. Muy sensatas. Muy modernas.

—¿Es eso lo que estás haciendo, Susan? —inquirió la señora Gaiter en tono ansioso.

—Sí, señora Gaiter —respondió Susan, obediente.

—¡Esto lo tengo que ver, por Ío! No se ve todos los días a monstruos aporreados por una muchacha —dijo el hombre que estaba detrás de ella. Hubo un susurro de seda y una nube de humo de puros mientras los comensales salían en manada al pasillo.

Susan volvió a suspirar y descendió los escalones que llevaban al sótano, mientras Twyla se quedaba sentada recatadamente en lo alto de la escalera, abrazándose las rodillas.

Una puerta se abrió y se cerró.

Hubo un momento de silencio y luego un grito aterrador. Una mujer se desmayó y a un hombre se le cayó el puro.

—No tienen que preocuparse, todo irá bien —dijo Twyla, tranquila—. Ella siempre gana. Todo irá bien.

Se oyeron porrazos y ruidos metálicos, después un zumbido y por fin una especie de burbujeo.

Susan volvió a abrir la puerta. El atizador estaba doblado en varios ángulos rectos. Hubo un aplauso nervioso.

—Muy bien hecho —dijo un invitado—. Muy pesicológico. Una idea inteligente, eso de doblar el atizador. Y supongo que tú ya no tienes miedo, ¿verdad, niñita?

—No —dijo Twyla.

—Muy pesicológico.

—Susan dice que no me asuste, que me enfade —dijo Twyla.

—Esto, gracias, Susan —dijo la señora Gaiter, convertida en un manojo tembloroso de nervios—. Y, esto, ahora, sir Geoffrey, si no les importa pasar a la sala… quiero decir, al salón de fumar…

Los invitados se alejaron por el pasillo. Lo último que oyó Susan antes de que se cerrara la puerta fue:

—Rematadamente convincente, la forma en que ha doblado así el atizador…

Ella esperó.

—¿Se han ido todos, Twyla?

—Sí, Susan.

—Bien. —Susan volvió a entrar en el sótano y salió arrastrando algo grande y peludo con ocho patas. Consiguió cargar con él escalera arriba y llevarlo por el otro pasillo hasta el jardín de atrás, adonde lo sacó de una patada. Se evaporaría antes del amanecer.

—Eso es lo que nosotras les hacemos a los monstruos —dijo. Twyla la observó con cautela.

—Y ahora es hora de que te vayas a la cama, muchachita —dijo Susan, cogiéndola en brazos.

—¿Puedo quedarme el atizador en mi cuarto esta noche?

—Vale.

—Solamente mata monstruos, ¿verdad…? —dijo la niña en tono soñoliento, mientras Susan la llevaba al piso de arriba.

—Eso es —dijo Susan—. De todas clases.

Metió a la niña en la cama al lado de la de su hermano y dejó el atizador apoyado en el armario de los juguetes.

El atizador estaba hecho de un metal barato y tenía un pomo de latón al final. Daría lo que fuera, reflexionó Susan, por poder usarlo con la anterior institutriz de los niños.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Regresó a su pequeño dormitorio y se volvió a meter en la cama, mirando las cortinas con recelo.

Estaría muy bien poder pensar que se lo había imaginado. También sería una gran estupidez pensarlo, claro. Pero ya llevaba casi dos años siendo normal, saliendo adelante en el mundo real, sin recordar nunca el futuro…

Tal vez solamente lo había soñado (pero hasta los sueños podían ser reales…).

Intentó no hacer caso del largo hilo de cera que sugería que la llama había revoloteado durante unos segundos movida por el viento.

* * *

Mientras Susan intentaba dormir, lord Downey estaba sentado en su estudio poniendo al día sus papeles.

Lord Downey era un asesino. O mejor dicho, un Asesino. La mayúscula era importante. Distinguía a los bellacos que iban por ahí cargándose a gente por dinero de los caballeros a los que de vez en cuando consultaban otros caballeros que deseaban ver eliminada, por una tarifa razonable, cualquier hoja de afeitar inconveniente del algodón de azúcar de la vida.

Los miembros del Gremio de Asesinos se consideraban a sí mismos hombres cultivados que disfrutaban de la buena música y de la comida y la literatura. Y conocían el valor de la vida humana. En algunos casos, lo conocían hasta el último penique.

El estudio de lord Downey tenía las paredes forradas de paneles de roble y una moqueta de la mejor calidad. Los muebles eran muy antiguos y estaban bastante gastados, pero su desgaste era el desgaste que solamente se alcanza cuando los muebles buenos se usan con cuidado durante varios siglos. Eran muebles madurados.

En la chimenea ardía un leño. Delante del mismo había un par de perros dormidos de esa forma enredada en que duermen todos los perros grandes y peludos.

Aparte de unos ronquidos perrunos de vez en cuando o del crujido de un leño al moverse, no se oía más ruido que el rasgueo de la pluma de lord Downey y el tictac del reloj con carillón que había junto a la puerta… Unos ruidos pequeños y privados que solamente servían para definir el silencio.

Por lo menos así estaban las cosas hasta que alguien carraspeó.

El sonido sugería con claridad diáfana que el propósito del ejercicio no era eliminar la presencia de un trozo molesto de galleta, sino meramente indicar de la forma más educada posible la presencia de la garganta.

Downey dejó de escribir pero no levantó la cabeza.

Luego, después de lo que pareció ser un momento de reflexión, dijo en tono resuelto:

—Las puertas están cerradas con llave. Las ventanas tienen barrotes. Los perros no parecen haberse despertado. Los tablones que siempre crujen no han crujido. Otros pequeños arreglos que no voy a especificar parecen haber sido burlados. Lo cual limita mucho las posibilidades. Dudo de verdad que sea usted un fantasma y los dioses por lo general no anuncian su presencia con tanta cortesía. Podría ser usted, por supuesto, la Muerte, pero no creo que este se moleste con semejantes sutilezas, y además, me encuentro bastante bien. Hum.

Algo flotó en el aire delante de su escritorio.

—Mis dientes están en buenas condiciones o sea que es poco probable que sea usted el Hada de los Dientes. Siempre he pensado que una copa grande de coñac antes de ir a la cama elimina bastante la necesidad del Hombre de la Arena. Puedo entonar una melodía bastante bien, así que sospecho que no llamo mucho la atención de Old Man Trouble. Hum.

La figura se acercó flotando un poquito más.

—Supongo que un gnomo podría entrar por una ratonera, pero tengo puestas trampas —continuó Downey—. Los hombres del saco pueden atravesar paredes pero se resistirían a revelar su presencia. De verdad, me tiene usted intrigado. ¿Hum?

Y luego levantó la vista.

En el aire flotaba una túnica gris. Parecía estar ocupada, en el sentido de que tenía forma, pero el ocupante no era visible.

Downey tuvo la sensación hormigueante de que no es que el ocupante fuera invisible, sino que simplemente no estaba allí en sentido físico alguno.

—Buenas tardes —dijo.

La túnica respondió: Buenas tardes, lord Downey. Su cerebro registró las palabras. Sus oídos juraron que no las habían oído.

Pero uno no se convertía en jefe del Gremio de Asesinos asustándose con facilidad. Además, aquella cosa no daba miedo. Resultaba, en opinión de Downey, asombrosamente aburrida. Si la sosez monótona pudiera adoptar forma, aquella sería la forma que adoptaría.

—Parece ser usted un espectro —dijo.

Nuestra naturaleza no está abierta a debate, fue el mensaje que llegó a su cabeza. Venimos a haceros un encargo.

—¿Desea que se inhume a alguien? —preguntó Downey.

Que se le ponga fin.

Downey pensó sobre aquella situación. No era tan infrecuente como parecía. Había precedentes. Cualquiera podía adquirir los servicios del Gremio. En el pasado algunos zombis habían contratado al Gremio para ajustar cuentas con sus asesinos. De hecho, el Gremio, o eso le gustaba pensar, practicaba la forma suprema de democracia. Para contratarlo no hacía falta inteligencia, posición social, belleza ni encanto. Solamente hacía falta dinero, que a diferencia de todo lo anterior estaba al alcance de cualquiera. Salvo de los pobres, claro, pero es que hay gente que no tiene remedio.

—Que se le ponga fin… —Era una forma muy extraña de decirlo—. Podemos…

El pago reflejará la dificultad de la tarea.

—Nuestra escala de tarifas…

El pago será de tres millones de dólares.

Downey se reclinó en su asiento. Aquello cuadruplicaba cualquier tarifa cobrada hasta entonces por cualquier miembro del Gremio, y la más alta había sido una tarifa familiar especial que incluía a los invitados que se quedaron a dormir.

—Nada de preguntas, supongo —dijo, para ganar tiempo.

Nada de respuestas.

—Pero ¿acaso la tarifa sugerida representa la dificultad del encargo? ¿El cliente tiene mucha protección?

No tiene ninguna protección. Pero es casi imposible borrarlo con armas convencionales.

Downey asintió. Aquello no era necesariamente un problema grave, se dijo a sí mismo. El Gremio había reunido una buena cantidad de armas no convencionales a lo largo de los años. ¿Borrarlo? Era una forma poco habitual de decirlo…

—Nos gusta saber para quién trabajamos —dijo.

Estamos seguros de que es así.

—Quiero decir que necesitamos conocer el nombre de usted. O de ustedes. De forma estrictamente confidencial, claro. Tenemos que anotar algo en nuestros registros.

Puede pensar en nosotros como… los Auditores.

—¿En serio? ¿Y qué es lo que auditan?

Todo.

—Creo que necesitamos saber algo sobre ustedes.

—Somos la gente que tiene tres millones de dólares.

Downey captó el mensaje, aunque no le gustaba. Tres millones de dólares podían comprar muchas no preguntas.

—¿De veras? —dijo—. En esas circunstancias, como es usted un cliente nuevo, creo que querríamos el pago por adelantado.

Como desee. El oro ya está en sus cámaras.

—Querrá decir que estará pronto en nuestras cámaras —dijo Downey.

No. Siempre ha estado en sus cámaras. Lo sabemos porque lo acabamos de poner en ellas.

Downey se quedó mirando un momento la capucha vacía y luego, sin apartar la vista de ella, estiró un brazo y cogió el tubo de comunicación.

—¿Señor Winvoe? —dijo después de silbar por el tubo—. Ah. Bien. Dígame, ¿cuánto dinero tenemos en las cámaras ahora mismo? Oh, más o menos. Redondeando en millones, por ejemplo. —Sostuvo el tubo un momento lejos de su oreja y luego volvió a hablar por el mismo—. Bueno, tenga un detalle y compruébelo de todos modos, ¿quiere?

Colgó el tubo y colocó las manos extendidas sobre la superficie del escritorio que tenía delante.

—¿Puedo ofrecerle una copa mientras esperamos? —dijo.

Sí. Creemos que sí.

Downey se puso de pie sintiéndose aliviado y caminó hacia su enorme armario de las bebidas. Su mano permaneció un momento suspendida sobre el antiguo y valioso tántalo del Gremio, con sus licoreras etiquetadas de Ñor, Arbenig, Otropo y Yksihw [3].

—¿Y qué le gustaría beber? —dijo, preguntándose dónde tendría la boca el Auditor. Su mano se detuvo un momento breve delante de la licorera más pequeña, etiquetada Onenev.

Nosotros no bebemos.

—Pero acaba de decirme que le puedo ofrecer una copa…

Ciertamente. Lo consideramos a usted totalmente capaz de llevar a cabo esa acción.

—Ah. —La mano de Downey vaciló frente a la licorera del whisky, y después se lo pensó mejor.

En aquel momento el tubo de comunicación silbó.

—¿Sí, señor Winvoe? ¿De verdad? ¿En serio? A mí me pasa a menudo que me encuentro monedas debajo de los cojines del sofá, es asombroso cómo se acumu… No, no, no estaba siendo… Sí, claro que tenía razones para… No, a usted no le corresponde ninguna culpa… No, no veo cómo podría… Sí, vaya a descansar un rato, muy buena idea. Gracias.

Volvió a colgar el tubo. La capucha no se había movido.

—Vamos a necesitar saber dónde, cuándo y por supuesto quién —dijo al cabo de un momento.

La capucha asintió.

La localización no está en ningún mapa. Nos gustaría que la tarea se completara antes de una semana. Esto es esencial. En cuanto al quién…

Un dibujo apareció sobre la mesa de Downey y a su cabeza llegaron las palabras: Llamémoslo el Gordo.

—¿Es una broma? —preguntó Downey.

Nosotros no bromeamos.

«No, supongo que no», pensó Downey. Tamborileó con los dedos.

—Hay mucha gente que diría que esa… persona no existe —dijo.

Tiene que existir. Si no, ¿cómo es que ha reconocido el dibujo enseguida? Y mucha gente mantiene correspondencia con él.

—Bueno, sí, claro, en cierto sentido sí que existe…

En cierto sentido todo existe. Es la cesación de la existencia lo que nos ocupa aquí.

—Encontrarlo va a ser un poco difícil.

Puede usted encontrar a sujetos en cualquier calle que le darán su dirección aproximada.

—Sí, claro —dijo Downey, preguntándose por qué los estaría llamando sujetos. Era una extraña elección de palabra—. Pero como usted dice, dudo que puedan dar una referencia en el mapa. Y aun así, ¿cómo se puede inhumar al… Gordo? ¿Tal vez con una copita de jerez envenenado?

La capucha no tenía cara para sonreír.

Malinterpreta usted la naturaleza del empleo, dijo dentro de la cabeza de Downey.

Al oír aquello se irritó. A los Asesinos del Gremio no se los empleaba. Se les hacían encargos o se disponía de sus servicios o se les planteaban cometidos, pero nunca se los empleaba. Solamente se empleaba a los sirvientes.

—¿Qué es lo que estoy malinterpretando exactamente? —inquirió.

Nosotros pagamos. Ustedes encuentran la forma y los medios.

La capucha empezó a desvanecerse.

—¿Cómo puedo contactar con ustedes? —preguntó Downey.

Ya nos pondremos en contacto nosotros. Sabemos dónde encontrarlo. Sabemos dónde encontrar a todo el mundo.

La figura se desvaneció. En el mismo momento la puerta se abrió de golpe y en el umbral apareció la figura consternada del señor Winvoe, el tesorero del Gremio.

—¡Perdone, milord, pero de verdad que tenía que subir! —Tiró un puñado de discos sobre el escritorio—. ¡Mírelos!

Downey cogió con cuidado un círculo dorado. Parecía una moneda pequeña, pero…

—¡No están inscritas! —exclamó Winvoe—. ¡No hay cara ni cruz ni cordoncillo! ¡Es un disco liso! ¡Son todos discos lisos!

Downey abrió la boca para decir: «¿Sin valor?». Se dio cuenta de que estaba medio esperando a que ese fuera el caso. Si aquellos tipos, quienes quiera que fuesen, les habían pagado con metal sin valor, entonces no había ni un atisbo de contrato. Pero se daba cuenta de que aquel no era el caso. Los Asesinos del Gremio aprendían a reconocer el dinero al principio de su carrera.

—Discos lisos —dijo— de oro puro.

Winvoe asintió en silencio.

—Nos sirven —dijo Downey.

—¡Tiene que ser mágico! —dijo Winvoe—. ¡Y nosotros nunca aceptamos dinero mágico!

Downey hizo botar la moneda sobre el escritorio un par de veces. Hacía un ruido sordo satisfactoriamente pesado. No era mágico. El dinero mágico parecía de verdad, porque su finalidad no era otra que engañar. Pero aquello no necesitaba imitar algo tan humano y adulterado como las simples monedas. Esto es oro, le decía a sus dedos. Tómalo o déjalo.

Downey se sentó y pensó mientras Winvoe permanecía de pie y se preocupaba.

—Nos lo quedamos —dijo.

—Pero…

—Gracias, señor Winvoe. Es mi decisión —dijo Downey. Se quedó mirando al vacío un momento y luego sonrió—. ¿Está todavía en el edificio el señor Teatime?

Winvoe retrocedió un paso.

—Yo creía que el Consejo había acordado expulsarlo —dijo en tono envarado—. Después de aquel asunto de…

—El señor Teatime no ve el mundo de la misma forma que otra gente —dijo Downey, recogiendo el dibujo de su escritorio y mirándolo con cara pensativa.

—Bueno, ciertamente, creo que en eso lleva usted razón.

—Por favor, hágalo subir.

El Gremio atraía a toda clase de gente, pensó Downey. Se encontró a sí mismo preguntándose cómo había llegado a atraer a Winvoe, por ejemplo. Costaba imaginarlo apuñalando a alguien en el corazón, no fuera a ser que manchara de sangre la cartera de la víctima. Mientras que el señor Teatime…

El problema era que el Gremio cogía a niños y les daba una educación espléndida y de paso les enseñaba a matar, de forma limpia y desapasionada, por dinero y por el bien de la sociedad, o por lo menos de aquella parte de la sociedad que tenía dinero, ¿y qué otra clase de sociedad existía?

Pero muy de vez en cuando uno descubría que le había salido alguien como el señor Teatime, para quien el dinero era una mera distracción. El señor Teatime tenía una mente realmente brillante, pero era brillante igual que lo es un espejo roto, lleno de facetas maravillosas e irisadas, pero a fin de cuentas también roto.

El señor Teatime disfrutaba demasiado con lo suyo. Y también con lo de los demás.

Downey había decidido en privado que muy pronto el señor Teatime se iba a topar con un accidente. Igual que mucha gente que carecía de moral, el señor Downey sí tenía principios, y Teatime le repelía. El asesinato era un juego meticuloso, que normalmente se jugaba contra gente que conocía las normas o que por lo menos se podía permitir los servicios de quienes las conocían. Un asesinato limpio era algo muy satisfactorio. Lo que supuestamente no tenía que haber era placer en matar de forma sucia. Esas cosas daban que hablar a la gente.

Por otro lado, la mente retorcida como un sacacorchos de Teatime era la herramienta ideal para tratar con algo como aquello. Y si no lo… bueno, entonces no era culpa de Downey, ¿verdad?

Concentró su atención en el papeleo durante un rato. Era asombroso cómo se le acumulaba. Pero había que tratar con ello. Al fin y al cabo, no eran unos vulgares matones…

Llamaron a la puerta. Dejó a un lado el papeleo y se reclinó en su asiento.

—Entre, señor Teatime —dijo. Nunca estaba de más intimidar un poco al otro.

Pero de hecho la puerta la abrió uno de los sirvientes del Gremio, manteniendo cuidadosamente en equilibrio la bandeja del té.

—Ah, Cárter —dijo lord Downey, reponiéndose de forma magnífica—. Déjelo en esa mesa de ahí, ¿quiere?

—Sí, señor —dijo Cárter. Se giró y asintió con la cabeza—. Perdone, señor, iré a por otra taza de inmediato.

—¿Cómo?

—Para su visitante, señor.

—¿Qué visitante? Oh, cuando el señor Teati…

Se detuvo. Se giró.

Había un joven sentado en la esterilla de la chimenea jugando con los perros.

¡Señor Teatime!

—Se pronuncia «té-a-tí-me», señor —dijo Teatime, con solamente un matiz de reproche—. Todo el mundo lo dice mal, señor.

—¿Cómo ha hecho eso?

—Lo he hecho bastante bien, señor. En el último metro me chamusqué un poquito, claro.

En la esterilla de la chimenea había algunas piedras de hollín. Downey se dio cuenta de que las había oído caer, pero no le habían parecido nada fuera de lo normal. Nadie podía bajar por la chimenea. Había una gruesa reja firmemente instalada en la parte alta del tiro.

—Pero hay una chimenea cegada detrás de la vieja biblioteca —dijo Teatime, leyendo al parecer sus pensamientos—. Los tiros están conectados por debajo de los barrotes. Ha sido un paseíto, señor.

—¿En serio…?

—Oh, sí, señor.

Downey asintió. La tendencia de los edificios antiguos a ser laberintos de tiros de chimeneas cegadas era un dato que uno aprendía al principio de su carrera. Y luego, se dijo a sí mismo, uno lo olvidaba. Nunca estaba de más intimidar al otro… Se le había olvidado que aquello también lo enseñaban.

—Parece que le cae bien a los perros —dijo.

—Me llevo bien con los animales, señor.

La cara de Teatime era joven y abierta y amistosa. O por lo menos sonreía todo el tiempo. Pero el efecto quedaba estropeado para la mayoría de la gente por el hecho de que solamente tenía un ojo. Algún accidente no explicado le había hecho perder el otro, y el globo desaparecido había sido sustituido por una bola de cristal. El resultado era desconcertante. Pero lo que preocupaba más al señor Downey era el otro ojo del hombre, el que uno podía más o menos llamar normal. Jamás había visto una pupila tan pequeña y afilada. Teatime miraba el mundo a través del ojo de una aguja.

Descubrió que se había vuelto a cobijar detrás de su escritorio. Aquello pasaba con Teatime. Uno siempre se sentía más feliz si tenía algo que se interpusiera entre uno y él.

—¿Le gustan los animales? —preguntó—. Tengo por aquí un informe que dice que clavó usted al perro de sir George al techo.

—No lo podía tener ahí ladrando mientras yo trabajaba, señor.

—Hay gente que lo habría drogado.

—Oh. —Teatime pareció abatido durante un momento, pero luego sonrió—. Pero cumplí a rajatabla con el contrato, señor. De eso no hay duda, señor. Comprobé la respiración de sir George con un espejo según las instrucciones. Está en mi informe.

—Sí, claro. —Parece ser que para entonces la cabeza del hombre ya estaba a varios metros de su cuerpo. Era terrible pensar que Teatime pudiera no ver nada incongruente en aquello.

—¿Y… los sirvientes? —preguntó.

—Tenía que evitar que me sorprendieran, señor.

Downey asintió, medio hipnotizado por la mirada de cristal y la pupila diminuta. Sí, había que evitar que lo sorprendieran a uno. Y pasaba a menudo que un Asesino tuviera que afrontar una competencia profesional bastante dura, posiblemente incluso por parte de gente entrenada por los mismos maestros. Pero un anciano y una doncella que tan solo habían tenido la mala suerte de estar en la casa en aquellos momentos…

En realidad no había ninguna norma, tuvo que admitir Downey. Sucedía simplemente que, a lo largo de los años, el Gremio había desarrollado cierta ética y sus miembros solían trabajar de forma muy pulcra, llegando al punto de cerrar las puertas al salir y limpiando a medida que trabajaban. Hacer daño a gente indefensa era peor que una transgresión del tejido moral de la sociedad, era una violación de las buenas maneras. Era incluso peor que eso. Era de mal gusto. Pero era cierto que no había ninguna norma.

—No hice nada malo, ¿verdad, señor? —preguntó Teatime, con aparente nerviosismo.

—Esto… le faltó elegancia —dijo Downey.

—Ah. Gracias, señor. Siempre me gusta que me corrijan. Lo recordaré la próxima vez.

Downey respiró hondo.

—Es sobre eso que quiero hablarle —dijo. Sostuvo en alto el dibujo de… ¿cómo lo había llamado aquella cosa? ¿El Gordo?—. Por pura curiosidad, ¿qué le parecería inhumar a este… caballero?

Cualquier otro, no le cabía duda, se habría carcajeado. Habría dicho cosas como: «¿Es una broma, señor?». Teatime se limitó a inclinarse hacia delante con expresión de curiosidad concentrada.

—Difícil, señor.

—Cierto —admitió Downey.

—Necesitaría tiempo para preparar un plan, señor —continuó Teatime.

—Por supuesto, y…

Llamaron a la puerta y Cárter entró con otra taza y un platillo. Asintió respetuosamente en dirección a lord Downey y volvió a salir sigilosamente.

—Ya, señor —dijo Teatime.

—¿Perdone? —dijo Downey, momentáneamente distraído.

—Que ya he pensado en un plan, señor —dijo Teatime, con paciencia.

—¿De veras?

—Sí, señor.

—¿Así de rápido?

—Sí, señor.

—¡Por los dioses!

—Bueno, señor, ya sabe que nos animan a que nos planteemos problemas hipotéticos…

—Oh, sí. Un ejercicio muy valioso… —Downey se detuvo y luego pareció escandalizado—. ¿Quiere decir que de verdad ha dedicado tiempo a pensar en cómo inhumar a Papá Puerco? —preguntó en tono débil—. ¿De verdad se ha sentado y ha pensado en cómo hacerlo? ¿De verdad le ha dedicado su tiempo libre al problema?

—Oh, sí, señor. Y también al Pato del Pastel del Alma. Y al Hombre de la Arena. Y a la Muerte.

Downey volvió a parpadear.

—¿De verdad que se ha sentado y ha estado pensando en cómo…?

—Sí, señor. He reunido un expediente bastante interesante. En mi tiempo libre, claro.

—Quiero que esto me quede claro, señor Teatime. ¿Usted… se ha… dedicado… a estudiar formas posibles de matar a la Muerte?

—Solamente como hobby, señor.

—Bueno, sí, hobbies, sí, yo antes coleccionaba mariposas —dijo Downey, recordando aquellos primeros momentos de placer incipiente propiciado por el uso del veneno y los alfileres—. Pero…

—En realidad, señor, la metodología básica es exactamente la misma que se usaría con un humano. Oportunidad, geografía, técnica… Lo único que hay que hacer es trabajar con los datos que se conozcan sobre el individuo en cuestión. Por supuesto, en el caso de este se sabe mucho.

—Y ha encontrado usted una forma, ¿verdad? —dijo Downey, casi fascinado.

—Oh, hace mucho tiempo, señor.

—¿Cuándo, si puedo preguntarlo?

—Creo que fue una Noche de la Vigilia de los Puercos mientras estaba tumbado en mi cama, señor.

Por los dioses, pensó Downey, y pensar que yo solamente trataba de oír los cascabeles del trineo.

—Caramba —dijo en voz alta.

—Puede que tenga que comprobar algún detalle, señor. Le agradecería el acceso a alguno de los libros que hay en la Biblioteca Oscura. Pero sí, creo que puedo ver el esquema general.

—Y sin embargo… esta persona… hay quien diría que es técnicamente inmortal.

—Todo el mundo tiene su punto débil, señor.

—¿Hasta la Muerte?

—Oh, sí. Por supuesto. Ya lo creo.

—¿En serio?

Downey volvió a tamborilear con los dedos en el escritorio. No era posible que el chico tuviera un plan de verdad, se dijo a sí mismo. Ciertamente tenía una mente retorcida. ¿Retorcida? Era prácticamente una hélice, pero el Gordo no era un simple objetivo más que vivía en una mansión de alguna parte. Era razonable dar por sentado que alguien habría intentado cazarlo antes.

Aquello le alegraba. Teatime fracasaría, y es posible que incluso fracasara de forma fatal si su plan era lo bastante estúpido. Y tal vez el Gremio perdería el oro, pero tal vez no.

—Muy bien —dijo—. No me hace falta saber cuál es su plan.

—Casi mejor, señor.

—¿Qué quiere decir?

—Porque no tengo intención de contárselo, señor. Se vería usted obligado a desaprobarlo.

—Me asombra que tenga usted tanta confianza en que pueda funcionar, Teatime.

—Me limito a pensar en el problema de forma lógica, señor —dijo el chico. En su voz había cierto reproche.

—¿Lógica?

—Supongo que simplemente veo las cosas de forma distinta a otra gente —dijo Teatime.

* * *

Era un día tranquilo para Susan, aunque de camino al parque Gawain pisó una grieta en la acera. A propósito.

Uno de los muchos terrores conjurados por el método fácil de la anterior institutriz con los niños había sido los osos que esperaban en la calle para comérselo a uno si pisaba las grietas.

Susan había adoptado el hábito de llevar el atizador debajo de su recatado abrigo. Con una sola paliza solía bastarle. Los monstruos se quedaban asombrados de que alguien más pudiera verlos.

—¿Gawain? —dijo ella, echando un vistazo a un oso nervioso que acababa de verla y que ahora estaba intentando alejarse como si la cosa no fuera con él.

—¿Sí?

—Has pisado deliberadamente en esa grieta para que yo tenga que darle una tunda a una pobre criatura que lo único malo que ha hecho es querer arrancarte los brazos y las piernas.

—Estaba dando brincos…

—Claro. Los niños de verdad no van dando saltitos a menos que hayan tomado drogas. Él le dedicó una sonrisa.

—Si te pillo otra vez haciendo gracias como esa te haré un nudo con los brazos detrás de la cabeza —dijo Susan desapasionadamente.

Él asintió y se fue a empujar a Twyla para hacerla caer del columpio.

Susan se relajó, satisfecha. Era su descubrimiento personal. Las amenazas ridículas no les preocupaban en absoluto, pero les hacían obedecer. Sobre todo las que abundaban en detalles gráficos.

La anterior institutriz había usado diversos monstruos y hombres del saco como método de disciplina. Siempre había algo que acechaba para comerse o llevarse a los niños y niñas malos por crímenes como tartamudear o persistir desafiante y exasperantemente en escribir con la mano izquierda. Siempre había un Hombre de las Tijeras que acechaba a las niñas que se chupaban el pulgar, siempre había un Hombre del Saco en el sótano. Con aquellos ladrillos se construía la inocencia de la infancia.

Los intentos de Susan para conseguir que no creyeran en aquellas cosas solamente lograron agravar los problemas.

Twyla había empezado a mojar la cama. Aquello podía ser un mecanismo tosco de defensa contra la terrible criatura con garras que Twyla sabía que vivía debajo.

Esto lo había descubierto Susan en su primera noche, cuando la niña se había despertado llorando por culpa de un hombre del saco que había en el armario.

Ella había suspirado y había ido a echar un vistazo. Se había enfadado tanto que lo había sacado por la fuerza, le había dado en la cabeza con el atizador del cuarto de los niños, le había dislocado el hombro para poner énfasis y lo había sacado a patadas por la puerta de atrás.

Los niños se negaban a no creer en los monstruos porque, francamente, sabían condenadamente bien que estaban allí.

Pero ella había descubierto que también podían creer, y muy firmemente, en el atizador.

Ahora estaba sentada en un banco leyendo un libro. Siempre se preocupaba de llevar todos los días a los niños a un sitio donde pudieran estar con otros niños de la misma edad. Si le cogían el tranquillo al parque de juegos infantiles, pensaba, la vida adulta no podría aterrarles. Además, era bonito oír las voces de los niños jugando, siempre y cuando uno se cuidara de ponerse lo bastante lejos como para no oír lo que estaban diciendo.

Más tarde tenían lecciones. Estas iban muy bien ahora que se había librado de los libros de lectura sobre pelotas que botan y perros que se llaman Toby. Había puesto a Gawain a estudiar las campañas militares del general Tacticus, que eran adecuadamente sanguinarias y, más importante todavía, se consideraban demasiado difíciles para un niño. Como resultado de aquello su vocabulario se estaba multiplicando por dos cada semana y ya podía usar palabras como «desollamiento» en conversaciones cotidianas. Después de todo, ¿qué sentido tenía enseñar a los niños a ser niños? Si era algo que se les daba bien de forma natural.

Y aunque esto la horrorizaba un poco, a Susan se le daban bien los niños de forma natural. Se preguntaba con recelo si sería un rasgo de familia. Y si, a juzgar por la forma en que su pelo se recogía tan fácilmente en un moño de lo más recatado, estaba destinada a tener trabajos como aquel durante el resto de su vida.

Era culpa de sus padres. Ellos no habían querido que las cosas terminaran de aquella manera. O por lo menos, ella confiaba caritativamente en que no lo hubieran querido.

Sus padres habían querido protegerla, mantenerla lejos de los mundos que quedaban fuera de este, de lo que la gente llamaba lo sobrenatural, de… bueno, de su abuelo, para no andarse por las ramas. Aquello, sentía ella, la había dejado un poco marcada.

Por supuesto, si había que ser justos, los padres tenían aquella obligación. El mundo estaba tan lleno de recodos abruptos que si ellos no te ponían unas cuantas marcas para orientarte, no tendrías ninguna posibilidad de encajar. Y ellos habían sido concienzudos y amables y le habían dado un buen hogar y hasta una educación.

Y había sido una buena educación. Pero no fue hasta más adelante cuando Susan se dio cuenta de que había sido una educación en el campo de, bueno, la educación. Lo cual quería decir que si alguien necesitaba calcular el volumen de un cono, siempre podían llamar con plena confianza a Susan Sto-Helit. Cualquiera que no consiguiera recordar las campañas del general Tacticus o la raíz cuadrada de 27,4 no se quedaría decepcionado con ella. Si necesitabas a alguien que pudiera hablar sobre artículos del hogar y cosas que se compran en la tienda en cinco idiomas, entonces Susan era la primera de la cola. La educación había sido fácil.

Lo difícil había sido aprender cosas.

Conseguir una educación era un poco como una enfermedad de transmisión sexual. Te incapacitaba para un montón de trabajos y luego te venía el deseo acuciante de pasársela a otros.

Y se había hecho institutriz. Era uno de los pocos trabajos que una dama reconocida podía tener. Y se había adaptado bien al puesto. Había jurado que si alguna vez se sorprendía bailando por los tejados con deshollinadores se mataría a sí misma a golpes con su propio paraguas.

Después del té les leyó un cuento. A ellos les gustaban sus cuentos. El del libro era bastante espantoso, pero la versión de Susan fue bien recibida. Ella se dedicaba a traducir a medida que leía:

—… y entonces Jack cortó el tallo de la planta de judías, añadiendo asesinato y vandalismo ecológico a los cargos ya mencionados de robo, incentivación y asalto a la propiedad ajena, pero se salió con la suya y vivió feliz para siempre sin sentir ni un asomo de culpa por lo que había hecho. Lo cual demuestra que si eres un héroe se te perdona todo, porque nadie hace preguntas inconvenientes. Y ahora —cerró el libro de un golpe— es hora de ir a la cama.

La anterior institutriz les había enseñado a los niños una oración que incluía la esperanza de que uno u otro dios se llevara su alma si se morían mientras estaban dormidos… oración que, a menos que Susan anduviera muy equivocada, tenía el mensaje subyacente de que aquello sería bueno.

Un día, aseguraba Susan, le seguiría la pista a aquella mujer.

—Susan —dijo Twyla desde debajo de las mantas.

—¿Sí?

—¿Te acuerdas de cuando la semana pasada escribimos cartas a Papá Puerco?

—¿Sí?

—Pues… en el parque Rachel me ha dicho que no existe y que en realidad son los padres. Y todos los demás han dicho que tenía razón.

Se oyó un leve movimiento procedente de la otra cama. El hermano de Twyla se había dado la vuelta y estaba escuchando subrepticiamente.

Oh, cielos, pensó Susan. Había confiado en poder evitar aquello. Iba a volver a pasar otra vez como con el Pato del Pastel del Alma.

—¿Qué más da si de todas maneras recibís regalos? —preguntó, apelando de forma directa a la codicia.

—Sí da.

Oh cielos, oh cielos. Susan se sentó en la cama, preguntándose cómo demonios iba a salir de aquella. Dio unas palmaditas en la única mano que había a la vista.

—Míralo de esta manera, entonces —dijo, y tomó aire mentalmente—. Allá donde la gente sea obtusa y absurda… y allá donde tengan, aun siguiendo los criterios más generosos, la capacidad de atención de un pollito en medio de un huracán y la capacidad indagadora de una cucaracha con una sola pata… y allá donde la gente sea estúpidamente crédula, esté patéticamente apegada a las certezas que aprenden de niños y, en general, domine tanto las realidades del universo como una ostra domina el montañismo… , Twyla, Papá Puerco existe.

De debajo de las mantas no vino nada más que silencio, pero ella notó que su tono de voz había funcionado. Las palabras no habían tenido ningún significado. Aquello, como podría haber dicho su abuelo, era la esencia de la humanidad.

—Buenas noches.

—Buenas noches —dijo Susan.

* * *

Ni siquiera era un bar. No era más que una sala donde la gente bebía mientras esperaba a otra gente con la que tenía negocios. Unos negocios que solían consistir en la transferencia de la propiedad de algo de una persona a otra, pero bien pensado, ¿qué negocio no era así?

Había cinco hombres de negocios sentados a una mesa iluminada por una vela en un platillo. En medio de la mesa había una botella abierta. Los hombres tenían cierto cuidado de mantenerla lejos de la llama de la vela.

—Pasan de las seis —dijo uno, un hombre enorme con rastas y con una barba donde se podían criar cabras—. Los relojes han dado la hora hace una eternidad. No va a venir. Vámonos.

—Siéntate, ¿quieres? Los Asesinos siempre llegan tarde. Por culpa del estilo, ¿de acuerdo?

—Este está sonado.

—Es excéntrico.

—¿Qué diferencia hay?

—Una buena bolsa de monedas.

Los tres que todavía no habían hablado se miraron entre ellos.

—¿Qué es esto? No me dijiste nada de que fuera un Asesino —dijo Alambrera—. No dijo nada de que el tipo fuera un Asesino, ¿a que no, Banjo?

Se oyó un ruido parecido a un trueno lejano. Era Banjo Lily-white, que estaba carraspeando.

—Es verdad —dijo una voz procedente de las laderas superiores—. No dijiste nada de nada.

Los demás esperaron a que el retumbar del trueno se apagara. Hasta la voz de Banjo era descomunal.

—Está —el primero que había hablado hizo un gesto vago con las manos, intentando transmitir la idea de alguien a quien le faltaban un tornillo, seis tuercas, dos docenas de arandelas, varios muelles, un juego completo de bujías y todo un surtido de engranajes—… sonado. Y tiene un ojo raro.

—Solamente es de cristal, ¿vale? —dijo el que llamaban Ojo de Gato, haciendo una señal a un camarero para que les trajera cuatro cervezas y un vaso de leche—. Y nos paga diez mil dólares a cada uno. Me da igual cómo sea su ojo.

—Yo he oído que está hecho de lo mismo que usan para las bolas de cristal de los adivinos. Eso no me podéis decir que esté bien. Y además se te queda mirando con él —dijo el primero que había hablado. Era el que llamaban Bombón, aunque nadie había descubierto nunca por qué.[4]

Ojo de Gato suspiró. Estaba claro que el señor Teatime tenía algo raro, qué duda cabía. Pero todos los Asesinos tenían algo raro. Y el hombre pagaba bien. Muchos Asesinos usaban a soplones y cerrajeros. Iba contra las normas, técnicamente, pero los criterios se estaban relajando en todas partes, ¿no? Normalmente te pagaban tarde y poco, como si fueran ellos los que te estaban haciendo el favor. Pero Teatime era legal. Cierto, al cabo de unos minutos de hablar con él te empezaban a lagrimear los ojos y sentías la necesidad de frotarte la piel hasta por dentro, pero nadie era perfecto, ¿verdad?

Bombón se inclinó hacia delante.

—¿Sabéis qué? —dijo—. Me da que podría estar aquí ya. ¡Disfrazado! ¡Riéndose de nosotros! Bueno, si está aquí riéndose de nosotros… —Hizo crujir los nudillos.

Dave «el Normal» Lilywhite, el último de los cinco, miró a su alrededor. Sí que había muchas figuras solitarias en aquella sala oscura y de techo bajo. La mayoría llevaba capas con capuchas de gran tamaño. Estaban sentados solos, en los rincones, escondidos bajo las capuchas. Ninguno de ellos parecía muy amistoso.

—No seas memo, Bombón —murmuró Ojo de Gato.

—Es la clase de cosas que hacen —insistió Bombón—. ¡Son maestros del disfraz!

—¿Con ese ojo suyo?

—Ese tipo de al lado de la chimenea lleva un parche en el ojo —dijo Dave el Normal. Dave el Normal no hablaba demasiado. Pero observaba mucho.

—Esperará hasta que tengamos la guardia baja y luego hará jajajajá —dijo Bombón.

—No te pueden matar si no es por dinero —dijo Ojo de Gato. Pero ahora había una pizca de duda en su voz.

Mantuvieron sus ojos en el hombre de la capucha. Él mantuvo su ojo en ellos.

Si se les pidiera que describieran cómo se ganaban la vida, los cinco hombres que estaban sentados a aquella mesa dirían cosas del tipo: «Un poco de todo» o «Lo que se puede», aunque en el caso de Banjo seguramente diría: «¿Ein?». Eran, según los estándares de una sociedad indiferente, criminales, aunque a ellos no se les ocurriría pensar en sí mismos en esos términos y ni siquiera eran capaces de deletrear palabras como «villanos». Lo que hacían por lo general era trasladar cosas. A veces esas cosas estaban en el lado equivocado de una puerta de acero, por ejemplo, o en la casa equivocada. Otras veces esas cosas eran en realidad gente que ni de lejos era lo bastante importante como para molestar al Gremio de Asesinos, pero que de todos modos estaba colocada de forma inconveniente y por tanto se les podía buscar un sitio mucho mejor, por ejemplo, algún fondo marino. [5] Ninguno de los cinco pertenecía a ningún gremio formal y por lo general encontraban sus clientes entre aquella gente que, por razones personales poco claras, no quería molestar a los gremios, a veces porque ellos mismos pertenecían a uno. Y tenían mucho trabajo. Siempre había algo que necesitaba ser trasladado de A a B o bien, por supuesto, al fondo de C.

—Está al caer —dijo Bombón, mientras el camarero les traía las cervezas.

Banjo carraspeó. Era una señal de que le acababa de llegar otro pensamiento.

—Lo que yo no entiendo —dijo— es…

—¿Sí? —preguntó su hermano. [6]

—Lo que no entiendo es, ¿desde cuándo hay camarero en este sitio?

—Buenas tardes —dijo Teatime, dejando la bandeja sobre la mesa.

Ellos lo miraron fijamente y en silencio. Él les dedicó una sonrisa cordial.

La mano enorme de Bombón dio una palmada en la mesa.

—¡Nos has estado espiando, mequet…! —empezó a decir.

Los hombres que trabajaban en aquel ramo desarrollaban cierta presciencia. Dave el Normal y Ojo de Gato, que estaban sentados a los lados de Bombón, se apartaron como aquel que no quiere la cosa.

—¡Hola! —dijo Teatime. Hubo un movimiento fugaz y un cuchillo quedó temblando clavado en la mesa entre el pulgar y el índice de Bombón.

Este se lo quedó mirando con cara de horror.

—Me llamo Teatime —dijo Teatime—. ¿Tú cuál eres?

—Soy… Bombón —dijo Bombón, sin quitar los ojos del cuchillo que todavía vibraba.

—Es un nombre interesante —dijo Teatime—. ¿Por qué te llamas Bombón, Bombón?

Dave el Normal tosió.

Bombón miró a Teatime a la cara. El ojo de cristal era una simple esfera de color gris ligeramente resplandeciente. El otro ojo era un punto en un mar de color blanco. El único contacto que había tenido Bombón con la inteligencia había sido para darle una paliza y robárselo todo cada vez que tenía oportunidad, pero ahora un repentino instinto de supervivencia lo mantuvo pegado a su silla.

—Porque no me afeito —dijo.

—A Bombón no le gustan los cuchillos, señor —dijo Ojo de Gato.

—¿Y tienes muchos amigos, Bombón? —preguntó Teatime.

—Alguno que otro, sí…

Con un torbellino repentino de movimientos que sobresaltó a los hombres, Teatime se dio la vuelta, agarró una silla, la hizo girar hacia la mesa y se sentó en ella. Tres de los hombres ya se habían llevado las manos a las espadas.

—Yo no tengo muchos —dijo en tono de disculpa—. Me parece que no se me da muy bien. Por otro lado… parece que tampoco tengo ningún enemigo. Ni uno solo. Eso está bien, ¿verdad?

* * *

Teatime había estado pensando dentro de aquel chisporroteante y crepitante castillo de fuegos artificiales que era su cabeza. Y el tema de sus pensamientos era la inmortalidad.

Puede que estuviera bastante, bastante chiflado, pero no era ningún tonto. En el Gremio de Asesinos había toda una serie de pinturas y bustos de miembros famosos que en el pasado habían… no, claro, aquello no era cierto. Había pinturas y bustos de los clientes famosos de aquellos miembros, con una plaquita metálica llamativamente humilde atornillada al lado donde solía haber algún pequeño comentario sin pretensiones del tipo: «Abandonó este valle de lágrimas el 3 de grunio del Año de la Sanguijuela de Costado, con la ayuda del Honorable K. W. Dobson (Casa de la Víbora)». Muchas instituciones educativas con solera tenían majestuosos recordatorios en algún salón donde constaban los nombres de los ex alumnos que habían entregado la vida por su monarca y su patria. Los recordatorios del Gremio de Asesinos eran muy parecidos, salvo por la cuestión de la vida de quién había sido entregada.

Todos los miembros del Gremio querían tener su sitio allí. Porque llegar allí representaba la inmortalidad. Y cuanto más importante era tu cliente, más increíblemente discreta y sobria era la plaquita de metal, a fin de que nadie pudiera pasar por alto tu nombre.

De hecho, si eras muy, muy conocido ni siquiera tendrían que molestarse en escribir tu nombre…

Los hombres que estaban sentados a la mesa se dedicaban a observar a Teatime. Siempre era difícil saber en qué estaba pensando Banjo, o incluso si estaba pensando, pero los otros cuatro estaban teniendo pensamientos del estilo de: Menudo capullo engreído, como todos los Asesinos. Se cree que lo sabe todo. Me lo podría cargar con una sola mano, sin problemas. Y sin embargo… se oyen rumores. Esos ojos me ponen los pelos de punta…

—¿Y cuál es el trabajo, pues? —preguntó Alambrera.

—Nosotros no hacemos trabajos —dijo Teatime—. Llevamos a cabo servicios. Y este servicio supone diez mil dólares para cada uno de vosotros.

—Eso es mucho más que la tarifa del Gremio de Ladrones —dijo Dave el Normal.

—Nunca me ha gustado el Gremio de Ladrones —dijo Teatime, sin girar la cabeza.

—¿Por qué no?

—Hacen demasiadas preguntas.

—Nosotros no hacemos preguntas —se apresuró a decir Alambrera.

—Nos vamos a llevar de maravilla —dijo Teatime—. Tomaos otra copa mientras esperamos a los demás miembros de nuestra pequeña troupe.

Alambrera vio que los labios de Dave el Normal empezaban a articular las letras iniciales de la palabra «Quiénes…». Y aquellas letras le parecieron poco propicias para un momento como aquel. Así que le dio una patada a la pierna de Dave el Normal por debajo de la mesa.

La puerta se abrió un poco. Entró una figura, pero apenas. Lo que hizo fue insertarse en la obertura y deslizarse pegado a la pared de forma calculada para no llamar la atención. Es decir, calculada por alguien a quien no se le daban bien aquella clase de cálculos.

Luego se los quedó mirando por encima del cuello subido de su túnica.

—Es un mago —dijo Bombón.

La figura correteó y acercó una silla a la mesa.

—¡No lo soy! —dijo entre dientes—. ¡Vengo de incógnito!

—Venga de donde venga —dijo Dave el Normal—, es usted alguien con un sombrero puntiagudo. Este es mi hermano Banjo, ese es Bombón, este es Alamb…

El mago miró a Teatime con expresión desesperada.

—¡Yo no quería venir!

—El señor Sideney aquí presente es ciertamente un mago —dijo Teatime—. O por lo menos un estudiante. Pero no le van muy bien las cosas, razón por la cual ha decidido unirse a nosotros en esta empresa.

—¿Exactamente cómo de mal le van las cosas? —preguntó Dave el Normal.

El mago intentó rehuir las miradas de todos los presentes.

—Cometí un error relacionado con una apuesta —dijo.

—¿Quieres decir que la perdiste? —apuntó Alambrera.

—Pagué a tiempo —dijo Sideney.

—Sí, pero Crysoprase el troll le tiene un poco de manía al dinero que se convierte en plomo al día siguiente —dijo Teatime en tono jovial—. Así que nuestro amigo necesita ganar un poco de dinero en metálico deprisa y en un ambiente donde los brazos y las piernas sigan en su sitio.

—Nadie me dijo nada de que fuera a haber magia de por medio —dijo Bombón.

—Nuestro destino es… probablemente ustedes lo considerarían algo parecido a la torre de un mago, caballeros —dijo Teatime.

—Pero no será realmente la torre de un mago, ¿verdad? —dijo Dave el Normal—. Los magos tienen un sentido del humor muy raro con las trampas que estallan.

—No.

—¿Hay guardias?

—Creo que sí. Según las leyendas. Pero nada del otro mundo. Dave el Normal frunció los ojos.

—¿En esa… torre hay cosas valiosas?

—Oh, sí.

—Entonces, ¿por qué no hay muchos guardias?

—La… persona que es propietaria del lugar probablemente no es consciente del valor de lo que… de lo que tienen allí.

—¿Hay cerraduras? —preguntó Dave el Normal.

—De camino recogeremos a un cerrajero.

—¿A cuál?

—Al señor Brown.

Ellos asintieron. Todo el mundo —por lo menos todo el mundo «del negocio», y todo el mundo «del negocio» sabía lo que era «el negocio», y si uno no sabía lo que era «el negocio» es que no era un hombre de negocios— conocía al señor Brown. Su presencia en las inmediaciones de un trabajo confería a este cierto grado de respetabilidad. Era un anciano pulcro que había inventado la mayor parte de las herramientas que llevaba en su bolsón de cuero. No importaba qué treta usaras para entrar en un lugar, o si vencías a un pequeño ejército, o si encontrabas la cámara secreta del tesoro, tarde o temprano hacías venir al señor Brown, que aparecía con su bolsa de cuero y sus cacharritos con muelles y sus frasquitos de alquimia extraña y sus botitas pulcras. El tipo se pasaba diez minutos sin hacer nada más que mirar la cerradura, después elegía una pieza de metal doblado de un llavero con varios centenares de piezas casi idénticas, y menos de una hora más tarde se estaba alejando con un diez por ciento neto de las ganancias. Por supuesto, no era obligatorio usar los servicios del señor Brown. Siempre quedaba la opción de pasarse el resto de la vida mirando una puerta cerrada.

—Muy bien. ¿Dónde está ese sitio? —preguntó Bombón.

Teatime se giró y le dedicó una sonrisa.

—Si soy yo quien os paga a vosotros, ¿por qué no soy yo el que hace las preguntas?

Bombón ni siquiera intentó sostenerle la mirada a aquel ojo de cristal esta vez.

—Solamente quiero estar preparado, nada más —murmuró.

—Un buen reconocimiento es la esencia de una operación exitosa —dijo Teatime. Se giró, levantó la vista para mirar la mole que era Banjo y añadió—: ¿Qué es esto?

—Este es Banjo —dijo Dave el Normal, liándose un cigarrillo.

—¿Hace trucos?

El tiempo se detuvo un momento. Los demás hombres miraron a Dave el Normal. Este era famoso en el mundo del hampa profesional de Ankh-Morpork como un hombre reflexivo y paciente, y se le consideraba algo así como un intelectual porque algunos de sus tatuajes no tenían faltas de ortografía. Era digno de confianza en situaciones de peligro y por encima de todo era honrado, ya que los buenos criminales tienen que ser honrados. Si tenía algún defecto, era cierta tendencia a aplicar castigos terminales y definitivos a cualquiera que dijera algo de su hermano.

Y si tenía alguna virtud, era cierta tendencia a elegir el momento adecuado. Los dedos de Dave el Normal prensaron el tabaco dentro del papel y se lo llevaron a los labios.

—No —dijo.

Alambrera intentó descongelar la conversación.

—No es lo que se dice listo, pero siempre es útil. Puede levantar a dos hombres con cada mano. Por el cuello.

—Posí —dijo Banjo.

—Parece un volcán —dijo Teatime.

¿Ah, sí? —dijo Dave el Normal Lilywhite. Alambrera estiró un brazo a toda prisa y lo retuvo en su asiento.

Teatime se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa.

—Ojalá seamos amigos, señor Dave el Normal —dijo—. Me duele de verdad pensar que podría no estar entre amigos. —Le dedicó otra sonrisa jovial. Luego se volvió hacia el resto de la mesa—. ¿Nos hemos decidido, caballeros?

Ellos asintieron. Hubo cierta renuencia, dada la idea reinante de que Teatime tendría que estar en una sala con paredes acolchadas, pero diez mil dólares eran diez mil dólares, posiblemente incluso más.

—Bien —dijo Teatime. Miró a Banjo de arriba abajo—. Entonces supongo que deberíamos empezar.

Y le dio un golpe muy fuerte a Banjo en la boca.

La Muerte no comparecía en persona con motivo del cese de cada vida. No era necesario. Los gobiernos gobiernan, pero los primeros ministros y los presidentes no se presentan en persona en las casas de la gente para decirles cómo tienen que vivir sus vidas, debido al peligro mortal que esto supondría. En vez de eso existen las leyes.

Pero de vez en cuando la Muerte se daba una vuelta para ver si las cosas funcionaban como era debido o, por decirlo de forma más exacta, para ver si estaban dejando de funcionar como era debido en las zonas menos importantes de su jurisdicción.

Y ahora estaba caminando por un mar oscuro.

El cieno se elevaba formando nubes en torno a sus pies mientras él caminaba por el fondo marino. Su túnica flotaba a su alrededor.

Reinaban el silencio, la presión y una total, total oscuridad. Pero también había vida, aun tan por debajo de las olas. Había calamares gigantes y langostas con dientes en los párpados. Había bichos parecidos a arañas con el estómago en las patas y peces que fabricaban su propia luz. Era un mundo de pesadilla negro y silencioso, pero la vida habita en todos los lugares donde puede. Donde no puede, simplemente tarda un poco más.

El destino de la Muerte era una suave elevación del fondo marino. El agua a su alrededor ya se estaba volviendo más cálida y estaba aumentando la población de criaturas con aspecto de haber sido montadas con los restos que quedaban de todo lo demás.

Invisible pero palpable, una columna enorme de agua hirviendo manaba abundantemente de una fisura en el suelo. En algún lugar, muy por debajo, había rocas calentadas casi hasta la incandescencia por el campo mágico del Disco.

Alrededor de aquel respiradero se habían depositado agujas de minerales. Y en aquel oasis minúsculo había crecido una forma de vida. No necesitaba aire ni luz. Ni siquiera necesitaba comida en el sentido en que el resto de especies entendían aquel término.

Simplemente crecía al borde de la columna torrencial de agua, con aspecto de ser un cruce entre un gusano y una flor.

La Muerte se arrodilló y lo examinó con atención, de tan pequeño que era. Pero por alguna razón, en aquel mundo sin ojos ni luz, también era de color rojo brillante. El derroche de la vida en cuestiones como aquella nunca dejaba de asombrarlo.

Se metió una mano dentro de la túnica y sacó un rollo pequeño de un material negro, parecido al juego de herramientas de un joyero. Con mucho cuidado, sacó de uno de los compartimientos una guadaña de un par de centímetros de largo y la sostuvo con gesto expectante entre el índice y el pulgar.

En alguna parte por encima de su cabeza una corriente de agua errática hizo que un cascote de roca se desprendiera y cayera dando tumbos, levantando nubecillas de cieno al rebotar en los organismos tubulares.

El cascote aterrizó justo al lado de aquella flor viva y luego rodó arrancándola de la roca.

La Muerte hizo girar rápidamente su guadaña diminuta justo cuando la florecilla se apagaba…

A menudo se habla de la visión omnipotente de diversas entidades sobrenaturales. Se dice que pueden ver la caída de hasta el último gorrión.

Y puede que sea cierto. Pero solamente hay una de esas entidades que siempre está presente cuando el gorrión choca contra el suelo.

El alma del gusano tubícula era muy pequeña y simple. No le preocupaba el pecado. Nunca había codiciado el pólipo del prójimo. Nunca había apostado ni había bebido alcohol. Nunca le habían preocupado cuestiones del tipo «¿Por qué estoy aquí?», ya que no tenía sentido del «aquí» ni, ya puestos, del «yo».

Con todo, algo se desprendió bajo la hoja quirúrgica de la guadaña y se desvaneció en las aguas arremolinadas.

La Muerte guardó con cuidado el instrumento y se puso de pie. Todo iba bien, las cosas estaban funcionando de forma satisfactoria, y…

… pero no era así.

Del mismo modo en que los mejores ingenieros son capaces de oír ese cambio minúsculo que indica que un cojinete está fallando mucho antes de que los instrumentos más precisos puedan detectar que algo va mal, la Muerte captó una nota discordante en la sinfonía del mundo. Era una nota incorrecta entre miles de millones, pero eso la hacía más llamativa, como una piedrecita minúscula dentro de un zapato muy grande.

Movió un dedo en medio del agua. Durante un momento apareció un contorno azul en forma de puerta. La Muerte entró en él y desapareció.

Las criaturas tubulares no fueron conscientes de su marcha. Tampoco habían sido conscientes de su llegada. Nunca jamás eran conscientes de nada.

* * *

Un coche de caballos avanzaba pesadamente por las calles gélidas y neblinosas, con el cochero acurrucado en su asiento. El cochero parecía ser un abrigo marrón enorme y grueso.

Una figura salió disparada de entre las volutas de niebla y de pronto estaba sentada en el pescante al lado del cochero.

—¡Hola! —dijo—. Me llamo Teatime. ¿Cómo se llama usted?

—Eh, bájate de aquí, no estoy autorizado a lle…

El cochero se calló de golpe. Era asombroso cómo Teatime había sido capaz de meter un cuchillo por entre cuatro capas de ropa gruesa y detenerlo justo en el punto preciso para pinchar la carne.

—¿Perdón? —dijo Teatime con una sonrisa jovial.

—Esto… no hay nada valioso, ¿sabe? Nada de nada, solamente unos cuantos sacos de…

—Oh, cielos —dijo Teatime, con la cara repentinamente convertida en un acre de preocupación—. Bueno, eso ya lo veremos, ¿no?… ¿Cómo se llama usted, señor?

—Ernie. Esto… Ernie —dijo Ernie—. Sí. Ernie. Esto…

Teatime giró ligeramente la cabeza.

—Vengan, caballeros. Este es mi amigo Ernie. Esta noche va a ser nuestro cochero.

Ernie vio que media docena de figuras emergían de la niebla y se subían al carromato detrás de su espalda. No se giró para mirarlas. Por el hormigueo que notaba en los riñones supo que aquello no supondría un paso adelante ejemplar en su carrera. Pero parecía que una de las figuras, una criatura que parecía una montaña descomunal y desgarbada, llevaba un fardo alargado echado al hombro. El fardo se movía y hacía ruidos ahogados.

—Deje de temblar, Ernie. Solamente necesitamos a alguien que nos lleve —dijo Teatime, mientras la carreta traqueteaba sobre los adoquines.

—¿Adonde, señor?

—Oh, no nos importa. Pero primero me gustaría que se parara usted en la plaza Sator, cerca de la segunda fuente.

El cuchillo se retiró. Ernie dejó de intentar respirar por las orejas.

—Ejem…

—¿Qué le pasa? Parece usted tenso, Ernie. Yo siempre digo que un buen masaje en el cuello es lo mejor para eso.

—No tengo permiso para llevar pasajeros, señor. Charlie me va a echar una bronca de las buenas.

—Oh, por eso no se preocupe —dijo Teatime, dándole una palmada en la espalda—. ¡Aquí somos todos amigos!

—¿Para qué nos llevamos a la chica? —preguntó una voz detrás de ellos.

—Pegar a las chicas no está bien —dijo una voz grave—. Nuestra mamá decía que nada de pegar a las chicas. Que eso es de chicos malos, eso decía nuestra mamá…

—Calla, Banjo.

—Nuestra mamá decía…

—¡Chist! Ernie no quiere escuchar nuestros problemas —dijo Teatime, sin apartar la mirada del cochero.

—¿Yo? Yo soy sordo como una tapia —balbuceó Ernie, que en ciertos sentidos aprendía muy deprisa—. Y tampoco veo a más de un metro y medio. Y no recuerdo las caras que sí que veo, tampoco. ¿Mala memoria? ¡Ja! Que me lo digan a mí.

Caray, a veces puedo estar por ejemplo en el carromato, hablando con gente, ja, tal como estoy hablando con ustedes ahora, y cuando se marchan, ja, por mucho que lo intente, ¿se creen que me acuerdo de algo de ellos o de cuántos eran o de qué llevaban o de nada de ninguna chica ni nada? —Para entonces su voz ya era un jadeo muy agudo—. ¡Ja! ¡A veces me olvido de cómo me llamo!

—Ernie, ¿verdad? —dijo Teatime, dedicándole una sonrisa feliz—. Ah, y ya hemos llegado. Oh, cielos, parece que hay alboroto.

Se oyó el ruido de una pelea un poco más adelante y de pronto pasaron un par de trolls enmascarados perseguidos por tres miembros de la Guardia. Ninguno de ellos hizo caso del carromato.

—He oído que la banda de los desecho iba a intentar reventar esta noche la cámara acorazada de Packley’s —dijo una voz detrás de Ernie.

—Parece que el señor Brown al final no va a unirse a nosotros —dijo otra voz. Hubo una risita.

—Oh, yo no estaría tan seguro de eso, señor Lilywhite, no estaría tan seguro ni mucho menos —dijo una tercera voz, procedente de las inmediaciones de la fuente—. ¿Me puede aguantar la bolsa mientras subo, por favor? Tenga cuidado, pesa un poco.

Era una vocecilla atildada. Una voz como aquella indicaba que su propietario guardaba el dinero en un bolsito de cuero y siempre contaba el cambio con cuidado. A Ernie le pasó todo esto por la cabeza y luego intentó con todas sus fuerzas olvidar que lo había pensado.

—Conduzca, Ernie —dijo Teatime—. Dé un rodeo por detrás de la universidad, creo yo.

Mientras el coche de caballos avanzaba, la vocecilla atildada dijo:

—Hay que coger todo el dinero y luego salir con mucho sigilo. ¿Tengo razón?

Hubo un murmullo de asentimiento.

—Lo aprendí sentado en las rodillas de mi madre, sí.

—Aprendió usted muchas cosas tumbado en las rodillas de su madre, señor Lilywhite.

—¡No diga nada de nuestra mamá! —La voz sonó como un terremoto.

—Es el señor Brown, Banjo. Ojo con lo que dices.

—¡No tiene que decir nada de nuestra mamá!

—¡De acuerdo, de acuerdo! Hola, Banjo… Creo que tengo un caramelo en alguna parte… Sí, ten, mira. Sí, tu mamá sabía cómo hacer las cosas. Hay que entrar sin hacer ruido, tomarte tu tiempo, coger lo que has venido a buscar y salir con sigilo y ordenadamente. No hay que quedarse en la escena a contar el botín y a deciros entre vosotros lo valientes que sois, ¿tengo razón?

—Parece que le ha ido a usted bien, señor Brown. —El carromato se alejó traqueteando hacia el otro extremo de la plaza.

—Nada más que un pellizco para gastos, señor Ojo de Gato. Un pequeño regalo de la Vigilia de los Puercos, se podría decir. Nunca hay que agarrar todo y echar a correr. Se coge un poco y se sale andando. Se viste con pulcritud. Ese es mi lema. Ve limpio y sal caminando despacio. Y nunca hay que correr. Nunca hay que correr. La Guardia siempre persigue a los que corren. Son como terriers de caza. No, hay que salir caminando despacio, doblar la esquina tranquilamente, esperar a que haya mucho alboroto y entonces dar media vuelta y volver andando. Eso no lo pueden entender, ¿veis? La mitad de las veces se apartan a un lado para dejarte pasar. «Buenas noches, agentes», les dices, y te vuelves a casa a tomarte una taza de té.

—¡Uau! Eso te saca de los líos, está claro. Si uno tiene suficientes agallas.

—Oh, no, señor Bombón. No te saca de los líos. Te mantiene fuera.

Era como una lección magistral, pensó Ernie (y de inmediato trató de olvidarlo). O como un gimnasio de barrio en el que acabara de entrar un campeón de boxeo.

—¿Qué te pasa en la boca, Banjo?

—Se le ha caído un diente, señor Brown —dijo otra voz, y soltó una risita.

—Me se ha caído un diente —dijo el trueno que era Banjo.

—No aparte la vista de la calle, Ernie —dijo Teatime a su lado—. No queremos tener un accidente, ¿verdad…?

La calle estaba desierta, a pesar del bullicio de la ciudad tras sus espaldas y de la mole cercana de la universidad. Había unas pocas calles, pero los edificios estaban abandonados. Y algo le estaba pasando al sonido. El resto de Ankh-Morpork parecía muy lejano, los sonidos llegaban como si atravesaran un muro muy grueso. Estaban entrando en ese rincón despreciado de Ankh-Morpork que hacía tiempo solía ser el vertedero de la universidad y que ahora se conocía como los Solares Irreales.

—Putos magos —murmuró Ernie de forma automática.

—¿Cómo dice? —preguntó Teatime.

—Mi bisabuelo decía que antes nosotros teníamos tierras aquí. ¡Niveles bajos de magia, y un cuerno! Ja, a los magos les da igual, ellos tienen toda clase de conjuros que los protegen. Un poco de magia por aquí, un poco de magia por allí… Es de sentido común que tiene que ir a parar a algún sitio, ¿no?

—Antes había señales de advertencia —dijo la voz atildada desde detrás de ellos.

—Sí, bueno, las señales de advertencia en Ankh-Morpork es como si tuvieran escrito «Leña de la buena» —dijo otra voz.

—O sea, es de sentido común, tiran un conjuro viejo para hacer explotar esto, otro para hacer girar aquello y otro para que crezcan las zanahorias, con lo que todos terminan interfiriéndose entre ellos y ¿quién sabe lo que terminan haciendo? —dijo Ernie—. Mi bisabuelo decía que a veces se despertaban por la mañana y el sótano estaba por encima del desván. Y eso no es lo peor que les pasó —añadió en tono lúgubre.

—Sí, he oído que a veces era tan grave que podías ir andando por la calle y te encontrabas contigo mismo viniendo por el otro lado —contribuyó alguien—. Llegó un punto en que no sabías si era una empanada o tenías la picha hecha un lío, he oído.

—El perro solía traer a casa toda clase de cosas —dijo Ernie—. Mi bisabuelo decía que si aparecía con algo en la boca estaban todo el rato tirándose detrás del sofá. Conjuros de fuego corroídos que empezaban a soltar chispas, varitas rotas que soltaban humo verde y no sé qué más… y si veías al gato jugar con algo, era mejor no intentar averiguar qué era, os lo aseguro.

Sacudió las riendas, casi olvidando su situación actual en medio de la corriente de resentimiento hereditario.

—O sea, ellos dicen que todos los libros viejos de conjuros y cosas de esas están enterrados muy hondo y que ahora reciclan los conjuros usados, pero no me parece que sirva de mucho cuando tus patatas echan a caminar por ahí —gruñó—. Mi bisabuelo fue a hablar del tema con el jefe de los magos y el tipo fue y le dijo —puso una voz nasal estrangulada que era su idea de cómo hablaba uno cuando tenía estudios—: «Oh, puede que haya alguna molestia transitoria ahora mismo, buen hombre, pero vuelva dentro de cincuenta mil años y verá». Putos magos.

El caballo dobló un recodo.

Estaban en un callejón sin salida. Las casas a medio derrumbarse, con las ventanas rotas y las puertas robadas, se apoyaban las unas en las otras a ambos lados de la calle.

—Yo oí que decían que iban a limpiar este sitio —dijo alguien.

—Sí, claro —dijo Ernie, y escupió. Cuando el escupitajo llegó al suelo, se marchó corriendo—. ¿Y saben qué? Hay chiflados que vienen aquí todo el tiempo y se ponen a hurgar y a remover las cosas…

—Justo en ese muro de ahí delante —dijo Teatime en tono tranquilo—. Creo que normalmente cruza usted por dónde está ese montón de escombros junto al árbol viejo y muerto, aunque no se ve nada a menos que mires muy de cerca. Pero nunca he visto cómo lo hace…

—Un momento, yo no puedo cruzarles a todos —dijo Ernie—. Una cosa es acercarlos a algún sitio, pero cruzar con gente está…

Teatime suspiró.

—Con lo bien que nos estábamos llevando. Escucha, Ernie… Ern… Nos vas a llevar contigo o bien, y lo digo con una pena considerable, voy a tener que matarte. Pareces un buen hombre. Responsable. Con un abrigo muy serio y unas botas como es debido.

—Pero es que si les cruzo…

—¿Qué es lo peor que puede pasar? —preguntó Teatime—. Que pierdas tu trabajo. Mientras que si no lo haces morirás. Así que si lo miras así, en realidad te estamos haciendo un favor. Oh, venga, di que sí.

—Esto… —Ernie se estrujó el cerebro. El tipo era claramente lo que Ernie consideraba un pijo, y parecía amable y amistoso, pero las cosas no cuadraban. El tono y el contenido no concordaban.

—Además —dijo Teatime—, si te han coaccionado no es culpa tuya, ¿verdad? Nadie te puede echar la culpa. Nadie puede echar la culpa a nadie que haya sido coaccionado a punta de cuchillo.

—Ah bueno, digo yo que sí, si vamos en plan coaccionado… —murmuró Ernie. Seguirles la corriente parecía ser la única salida.

El caballo se detuvo y se quedó esperando con la mirada paciente de un animal que probablemente conoce la ruta mejor que el cochero.

Ernie se hurgó en el bolsillo del abrigo y sacó una lata pequeña, parecida a una cajita de rapé. La abrió. Dentro había unos polvos brillantes.

—¿Y qué se hace con eso? —inquirió Teatime, lleno de interés.

—Oh, simplemente se coge un pellizco y se tira en el aire y hace tuing y abre el lugar blando —dijo Ernie.

—Así pues… ¿no se necesita entrenamiento especial o algo así?

—Esto… se tira contra esa pared de ahí y hace tuing —dijo Ernie.

—¿De veras? ¿Lo puedo intentar?

Teatime le cogió la lata de la mano, que no presentó resistencia, y tiró un pellizco de aquellos polvos al aire delante del caballo. Los polvos flotaron por un momento y luego hicieron aparecer un arco estrecho y resplandeciente en medio del aire. El arco chispeó e hizo…

… tuing.

—Oooh —dijo una voz detrás de ellos—. Qué chulo, ¿eh, Davey?

—Sí.

—Qué bonitas las chispitas…

—¿Y entonces conduces hacia delante sin más? —preguntó Teatime.

—Eso es —dijo Ernie—. Pero deprisa, ojo. Solamente está abierto un momentito.

Teatime se guardó la lata en un bolsillo.

—Muchas gracias, Ernie. Muchísimas gracias.

Hizo un movimiento brusco con la otra mano. Hubo un destello metálico. El cochero parpadeó y luego cayó de su asiento hacia un lado.

De detrás vino un silencio, teñido de horror y posiblemente de nada más que un poco de terrible admiración.

—Mira que era aburrido, ¿eh? —dijo Teatime, cogiendo las riendas.

* * *

Se puso a nevar. La nieve empezó a caer sobre la figura tirada de Ernie y también a través de varias túnicas grises con capuchas que flotaban en el aire.

Parecía no haber nada dentro de ellas. Daba la impresión de que estaban allí meramente para marcar cierto punto en el espacio.

Bueno, dijo uno, estamos francamente impresionados.

Ciertamente, dijo otro. Nunca se nos habría ocurrido hacerlo así.

Está claro que es un humano con recursos, dijo un tercero.

Lo más bonito del asunto, dijo el primero —o podría haber sido el segundo, porque no había absolutamente nada que distinguiera las túnicas— es que vamos a controlar muchas más cosas.

Exacto, dijo otro. Es realmente asombroso como piensan. Es una especie de… lógica ilógica.

Niños, dijo otro. ¿Quién lo habría pensado? Pero hoy los niños y mañana el mundo.

Si me das un niño antes de los siete años, ya es mío para siempre.

Hubo una pausa llena de terror.

Los seres consensuales que se hacían llamar los Auditores no creían en nada, salvo tal vez en la inmortalidad. Y la única forma de ser inmortales, lo sabían muy bien, era evitar la vida. Por encima de todo, no creían en la personalidad. Ser una personalidad era ser una criatura con principio y fin. Y como ellos pensaban que en un universo infinito toda vida era por comparación inimaginablemente corta, morían al instante. Había un error en su lógica, claro, pero cuando se daban cuenta ya era demasiado tarde. Entretanto, evitaban escrupulosamente cualquier comentario, acción o experiencia que los distinguiera.

Has dicho «me», dijo uno.

Ah. Sí. Pero fíjate en que estábamos haciendo una cita, se apresuró a decir el otro. Lo dijo algún personaje religioso. Hablando de educar a los niños. Y es por eso que lógicamente hay un «me» en la frase. Pero yo no usaría ese término para hablar de mí mismo, de…¡mierda!

La túnica se desvaneció en medio de una nubecilla de humo.

Que eso sirva de lección para todos nosotros, dijo uno de los supervivientes, mientras otra túnica completamente indistinguible aparecía de la nada allí donde había estado su afligido colega.

Sí, dijo el recién llegado. Bueno, ciertamente parece… Se calló. A través de la cortina de nieve se acercaba una forma oscura.

Es él, dijo.

Se desvanecieron a toda prisa, no desapareciendo sin más, sino esparciéndose y diluyéndose hasta fundirse con el fondo.

* * *

La figura oscura se detuvo junto al cochero muerto y estiró un brazo.

¿PUEDO ECHARLE UNA MANO?

Ernie levantó la vista, agradecido.

—Caray, sí —dijo. Se puso de pie, tambaleándose un poco—. ¡Oiga, qué dedos tan fríos tiene, señor!

LO SIENTO.

—¿Por qué tenía que hacerme eso? Si he hecho lo que me decía. Me podría haber matado.

Ernie se palpó el interior del abrigo y sacó una petaca pequeña y, en aquel momento, extrañamente transparente.

—Siempre llevo un traguito en estas noches tan frías —dijo—. Me mantiene animado.

Y QUE LO DIGA.

La Muerte echó un vistazo rápido a su alrededor y olisqueó el aire.

—¿Cómo voy a explicar esto entonces, eh? —dijo Ernie, dando un trago.

¿PERDONE? QUÉ MALEDUCADO SOY. NO ESTABA PRESTANDO ATENCIÓN.

—Digo que cómo se lo voy a explicar a la gente. He dejado que unos tipos se fueran en mi carromato como si nada… Me van a echar, seguro. Voy a tener problemas de los gordos…

AH. BUENO. EN ESE SENTIDO POR LO MENOS LE TENGO QUE DAR UNA BUENA NOTICIA, ERNEST. Y TAMBIÉN UNA MALA.

Ernie escuchó. Echó un vistazo o dos al cadáver que tenía a sus pies. Visto desde fuera parecía más pequeño. Era lo bastante listo como para no discutir. Algunas cosas son bastante obvias cuando el que te las dice es un esqueleto de dos metros diez con una guadaña.

—O sea que estoy muerto —concluyó.

CORRECTO.

—Esto… El sacerdote me dijo que… ya sabe… después de morirse… es como pasar por una puerta y en un lado hay… él… Bueno, un sitio terrible, ¿no?

La Muerte miró su cara preocupada y a medio desvanecer.

POR UNA PUERTA…

—Es lo que dijo…

SUPONGO QUE DEPENDE DE EN QUÉ DIRECCIÓN CAMINES.

Cuando la calle se volvió a quedar vacía, salvo por la morada carnal del difunto Ernie, las formas grises volvieron a enfocarse.

Sinceramente, cada vez está peor, dijo una de ellas.

Nos estaba buscando, dijo otro. ¿Os habéis dado cuenta? Sospecha algo. Las cosas le… preocupan demasiado.

Sí… pero la belleza de este plan, dijo un tercero, es que él no puede interferir.

Puede ir a todas partes, dijo uno.

No, dijo otro. A todas partes no.

Y con una petulancia inefable, se fundieron con el fondo. Empezó a nevar más fuerte.

* * *

Era la víspera de la Vigilia de los Puercos y todo en la casa era paz. No se oía…

… nada excepto una criatura moviéndose. Era un ratón.

Y alguien, pese a que no era lo más apropiado, había puesto una trampa con cebo. Aunque como estaban en plenas fiestas, había usado un chicharrón. El olor había llevado loco al ratón durante todo el día pero ahora, sin nadie alrededor, estaba listo para arriesgarse.

El ratón no sabía que se trataba de una trampa. A los ratones no se les da bien pasarse información entre ellos. A los ratones jóvenes no los llevan a las ubicaciones de trampas famosas y les dicen: «Aquí es donde tu tío Arthur pasó a mejor vida». Lo único que el ratón sabía era que, qué demonios, allí había algo de comida. Sobre un tablón de madera y con un alambre alrededor.

Correteó durante un trecho y después cerró la mandíbula sobre el chicharrón.

O mejor dicho, a través del mismo.

El ratón echó un vistazo a lo que ahora yacía bajo el enorme muelle y pensó: «Ups».

Luego levantó la vista para mirar la figura vestida de negro que acababa de materializarse junto al panel de madera de la pared.

—¿Iiic? —preguntó.

IIIC, dijo la Muerte de las Ratas.

Y aquello fue todo, más o menos.

Después, la Muerte de las Ratas miró a su alrededor con interés. Como era natural, su muy importante trabajo solía llevarlo a almacenes de heno y a sótanos oscuros y al interior de los gatos y a todos los pequeños agujeros húmedos y fríos donde los ratones y ratas descubrían finalmente si existía el Queso Prometido. Aquel lugar era distinto.

Tenía decoraciones de colores vivos, para empezar. De las estanterías colgaban ramos de hiedra y muérdago. Las paredes estaban engalanadas con serpentinas de colores brillantes, un elemento que era muy raro de ver dentro de la mayoría de agujeros y también de los gatos, por muy civilizados que estos fueran.

La Muerte de las Ratas saltó sobre una silla y de allí a la mesa y de hecho cayó dentro de un vaso de líquido de color ámbar, que se volcó y se rompió. Un charco se extendió alrededor de cuatro nabos y empezó a empapar una nota que había sido escrita con cierta torpeza en papel de carta de color rosa.

Decía:

IMAGE

La Muerte de las Ratas mordisqueó un poco del pastel de carne porque cuando eres la personificación de la muerte de los pequeños roedores tienes que comportarte de cierta manera. Por la misma razón también hizo pis encima de uno de los nabos, aunque solamente de forma metafórica porque cuando eres un esqueleto diminuto vestido con una túnica negra también hay ciertas cosas que no puedes hacer por razones técnicas.

Luego bajó de un salto de la mesa y dejó pisadas con sabor a jerez desde allí hasta el árbol que había en una maceta en el rincón. En realidad no era más que una rama desnuda de roble, pero le habían sujetado con alambre tanto acebo y muérdago que resplandecía bajo la luz de las velas.

Sobre el árbol había una guirnalda, y adornos relucientes, y bolsitas de dinero de chocolate.

La Muerte de las Ratas echó un vistazo a su reflejo enormemente distorsionado en una bola de cristal y luego levantó la vista para mirar la repisa de la chimenea.

La alcanzó de un salto y paseó con curiosidad por entre las tarjetas que había alineadas encima. Sus bigotes grises se movieron mientras leía mensajes como «con nuestros deseos de alegría y toda la felicidad del mundo para este tiempo de la Vigilia de los Puercos y también para todo el año». Un par de ellas tenía dibujos de un hombre gordo y risueño que cargaba con un saco. En uno de los dibujos el hombre iba montado en un trineo arrastrado por cuatro cerdos enormes.

La Muerte de las Ratas olisqueó un par de calcetines largos que colgaban de la repisa de la chimenea, por encima del hogar en el que el fuego se había apagado dejando solamente unas pocas cenizas tristes.

Era consciente de una tensión sutil en el aire, una sensación de que allí había una escena que también era un escenario, una especie de guante, por así decirlo, en espera de que apareciera su mano…

Se oyó un ruido de algo que raspaba. Sobre las cenizas cayeron unos cuantos terrones de hollín.

El Segador Bigotudo asintió para sí mismo.

El ruido se volvió más fuerte, lo siguió un momento de silencio y luego un ruido metálico cuando algo aterrizó en las cenizas y derribó un juego de accesorios ornamentales para la chimenea.

La rata observó con atención cómo una figura vestida con una túnica roja se ponía de pie y cruzaba la esterilla de la chimenea dando tumbos, frotándose la barbilla allí donde se había dado con la forcina de asar.

Llegó a la mesa y leyó la nota. A la Muerte de las Ratas le pareció oír un gemido.

El tipo se metió los nabos en el bolsillo y luego, para fastidio de la Muerte de las Ratas, también el pastel de carne. La rata estaba bastante segura de que aquellas cosas eran para comerlas allí mismo, no para llevar.

La figura examinó un momento la nota empapada y luego se dio la vuelta y se acercó a la repisa de la chimenea. La Muerte de las Ratas se escondió un poco detrás de «¡Felices fiestas!»

Una mano enfundada en un guante rojo cogió un calcetín. Se oyeron unos susurros y unos crujidos y la prenda fue devuelta a su sitio, bastante más abultada. En la caja más grande de todas, que asomaba de la parte superior del calcetín, se podían ver apenas las palabras: «Figuras De Víctimas No Incluidas. 3-10 años».

La Muerte de las Ratas no podía ver mucho del donante de aquella munificencia. La enorme capucha roja le escondía toda la cara y solamente dejaba ver una larga barba blanca.

Por fin, cuando la figura terminó, retrocedió un paso y se sacó una lista del bolsillo. Se la acercó a la capucha y pareció consultarla. Hizo un gesto vago con la otra mano en dirección a la chimenea, las pisadas de hollín, la copa vacía de jerez y el calcetín. Luego agachó la cabeza, como si estuviera leyendo algo escrito con letras diminutas.

AH, sí, dijo. EJEM… JO. JO. JO.

Y dicho eso, se agachó y se metió en la chimenea. Se produjo cierto raspado hasta que sus botas encontraron un punto de apoyo y desapareció por el tiro.

La Muerte de las Ratas se dio cuenta de que había empezado a roer el mango de su guadaña diminuta de pura impresión.

¿IIIC?

Aterrizó sobre las cenizas y trepó por la caverna llena de hollín de la chimenea. Emergió tan deprisa que salió disparado antes de que sus patas dejaran de trepar, y aterrizó en la nieve del tejado.

Había un trineo flotando en el aire, junto al canalón del tejado.

La figura de la capucha roja acababa de subirse al trineo y parecía estar hablando con alguien invisible detrás de un montón de sacos.

AQUÍ HAY OTRO PASTEL DE CARNE.

—¿Lleva mostaza? —preguntaron los sacos—. Con mostaza están buenísimos.

PARECE SER QUE NO.

—Oh, bueno. Pásemelo igual.

ESTO TIENE MUY MAL ASPECTO.

—No, qué va. Solamente por este lado porque alguien lo ha estado royendo…

ME REFIERO A LA SITUACIÓN. LA MAYORÍA DE LAS CARTAS… NO CREEN DE VERDAD. SOLAMENTE FINGEN QUE CREEN POR SI ACASO. ME TEMO QUE YA SEA DEMASIADO TARDE. LA COSA SE HA EXTENDIDO MUY DEPRISA, Y TAMBIÉN HACIA ATRÁS EN EL TIEMPO.

—El que la sigue la mata, amo. Ese es nuestro lema, ¿eh? —dijeron los sacos, al parecer con la boca llena.

No PUEDO DECIR QUE HAYA SIDO NUNCA EL MÍO.

—Quiero decir que no nos va a intimidar la perspectiva segura de un fracaso total y absoluto, amo.

¿AH, NO? OH, BIEN. BUENO, SUPONGO QUE ES HORA DE IRNOS.

La figura cogió las riendas.

¡ARRIBA, PEZUÑÍN! ¡ARRIBA, RAICERO! ¡ARRIBA, COLMILLO! ¡ARRIBA, HOCICÓN! ¡ARRE!

Los cuatro enormes jabalíes que había enjaezados al trineo no se movieron.

¿POR QUÉ NO FUNCIONA? —dijo la figura con voz grave y perpleja.

—No lo entiendo, amo —dijeron los sacos.

CON LOS CABALLOS FUNCIONA.

—Podría probar con «¡Pig-Hoo-o-o-o-ey!».

¡PIG-HOO-O-O-O-EY!

Los jabalíes permanecieron a la espera.

NO… NO PARECE QUE LES LLEGUE.

Esto es muy similar a lo que sugirió el filósofo quirmiano Ventre, que dijo: «Es posible que los dioses existan y es posible que no. ¿Así que por qué no creer en ellos de todas formas? Si es todo cierto, cuando te mueras irás a un sitio maravilloso, y si no es cierto no has perdido nada, ¿verdad?». Cuando murió se despertó en medio de un círculo de dioses armados con palos de aspecto muy desagradable y uno de ellos le dijo: «Ahora te vamos a enseñar lo que pensamos del señor Listillo por estos pagos…».

Se oyó un murmullo.

¿DE VERAS? ¿CREES QUE ESO FUNCIONARÍA?

—Conmigo funcionaría de puta madre si yo fuera un cerdo, amo.

VAMOS A VER.

La figura volvió a coger las riendas.

¡MANZANA! ¡SALSA!

Las patas de los cerdos se convirtieron en un borrón. Una luz plateada parpadeó entre ellas y explotó hacia fuera. Se encogieron hasta ser un punto y desaparecieron.

¿IIIC?

La Muerte de las Ratas patinó sobre la nieve, se deslizó por una bajante y aterrizó en el tejado de un cobertizo.

Allí había posado un cuervo. Que estaba mirando algo con cara desconsolada.

¡IUC!

—Pero mira eso —dijo el cuervo en tono retórico. Hizo un gesto con una pata en dirección a un comedero para pájaros que había en el jardín, más abajo—. Cuelgan medio jodido coco, un trozo de corteza de beicon y un puñado de cacahuetes de un alambre y ya se creen que son una bendición del cielo para la naturaleza. Ja. ¿Veo ojos? ¿Veo entrañas? No, señor. Soy el pájaro más inteligente de las latitudes templadas y me miran por encima del hombro solamente porque no sé colgarme boca abajo y hacer pío, pío. Mira a los petirrojos. Unos cabroncetes insolentes y malvados, que pelean como demonios, pero lo único que tienen que hacer es hacer saltito-saltito-saltito y ya les llueven las migas de pan. Mientras que yo sé recitar poemas y repetir muchas frases ingeniosas…

¡IIIc!

—¿Sí? ¿Qué?

La Muerte de las Ratas señaló el tejado y luego al cielo y se puso a dar saltitos excitados. El cuervo movió un ojo hacia arriba.

—Ah. Sí. Él —dijo—. Aparece en esta época del año. Se le suele relacionar de lejos con los petirrojos, que son…

¡IIIC! ¡IN IC IC IC! —La Muerte de las Ratas imitó a una figura que aterrizaba en una chimenea y caminaba por una habitación—. IIIC IIC IC IC, IIIC, «¡JIIC JIIC JIIC!» ¡IC IC IIIC!

—Te has pasado con las celebraciones de la Vigilia de los Puercos, ¿no? ¿Has estado escarbando en los toneles de coñac?

¿IIIC?

El cuervo puso los ojos en blanco.

—Mira, la Muerte es la Muerte. Es un trabajo a tiempo completo, ¿verdad? No es como si llevas por ejemplo un negocio de limpiar ventanas por un lado y luego te sacas un extra cortando el césped de la gente.

¡IIIC!

—Oh, como quieras.

El cuervo se agachó un poco para permitir que la figura diminuta le saltara sobre la espalda y luego levantó pesadamente el vuelo.

—Por supuesto, estos tipos sobrenaturales se pueden volver tarambas —dijo mientras aceleraba sobre el jardín iluminado por la luna—. Mira a Old Man Trouble, por ejemplo…

IIIC.

—Oh, no estoy insinuando…

* * *

A Susan no le gustaba El Otro Barrio, pero aun así seguía yendo cuando la presión de ser normal se volvía excesiva. El Otro Barrio, a pesar del olor y de la bebida y de la compañía, tenía una virtud importante: allí nadie se fijaba en ti. Ni en nada. Se suponía que la Vigilia de los Puercos era tradicionalmente una ocasión para estar en familia, pero la gente que bebía en El Otro Barrio probablemente no tenía familia. Algunos tenían aspecto de poder tener camadas, o nidadas. Otros tenían todo el aspecto de haberse comido a sus parientes, o por lo menos a los parientes de alguien.

El Otro Barrio era donde bebían los no-muertos. Y cuando a Igor el barman le pedían un Bloody Mary, no lo entendía como una metáfora.

Los clientes habituales no hacían preguntas, y no solamente porque a algunos de ellos les resultara difícil articular algo más que un gruñido. Era porque ninguno estaba en el ramo de las respuestas. En El Otro Barrio todo el mundo bebía solo, hasta cuando estaban en grupo. O en manada.

A pesar de los adornos colgados de forma inexperta por Igor el barman para mostrar voluntad, [7] El Otro Barrio no era un local para toda la familia.

Y la familia era un tema que a Susan le gustaba evitar.

En aquellos momentos la estaba ayudando en la tarea un gin-tonic. En El Otro Barrio, a menos que uno fuera poco quisquilloso, valía la pena pedir bebidas que fueran transparentes porque Igor también tenía ideas peculiares acerca de lo que se podía clavar en la punta de un palillo de cóctel. Si veías algo esférico y verde, solamente quedaba rezar por que fuera una aceituna.

Notó un aliento cálido en la oreja. En el taburete contiguo al de ella se había sentado un hombre del saco.

—¿Y qué hace una normalita en un sitio como este? —preguntó con voz atronadora, dejándola sumida en una nube de alcohol vaporizado y halitosis—. Ja, ¿te parece enrollado venir a un sitio así y lucir tu vestido negro con todos los chicos perdidos, eh? ¿Jugar con un poco de oscuridad de diseño, eh?

Susan apartó un poco su taburete. El hombre del saco sonrió.

—¿Quieres un hombre del saco debajo de tu cama, eh?

—Tranquilo, Shlimazel —dijo Igor, sacando brillo a un vaso y sin levantar la vista.

—Bueno, ¿pues qué está haciendo aquí si no? —dijo el hombre del saco. Una mano enorme y peluda agarró el brazo de Susan—. Por supuesto, tal vez lo que quiere es…

—No te lo pienso decir otra vez, Shlimazel —dijo Igor.

Luego vio que la chica se giraba para mirar a Shlimazel.

Igor no estaba en una buena posición para ver bien la cara de ella, pero el hombre del saco sí. Se apartó tan de golpe que se cayó del taburete.

Y cuando la chica habló, lo que dijo eran solo palabras en parte, pero también era una declaración escrita en piedra de cómo iba a ser el futuro.

VETE DE AQUÍ Y DEJA DE MOLESTARME.

Se volvió otra vez y le dedicó a Igor una sonrisa de ligera disculpa. El hombre del saco se levantó frenético de entre los restos de su taburete y corrió a zancadas hacia la puerta.

Susan sintió que los clientes regresaban a sus asuntos privados. Era asombroso lo que uno podía hacer en El Otro Barrio sin que pasara nada.

Igor dejó el vaso sobre la barra y miró la ventana. Para ser un tugurio que dependía de la oscuridad, tenía una ventana bastante grande, pero es que claro, había clientes que llegaban por el aire.

Ahora había algo dando golpecitos en el cristal.

Igor fue dando tumbos hasta la ventana y la abrió.

Susan levantó la vista.

—Oh, no…

La Muerte de las Ratas bajó de un salto a la barra, con el cuervo aleteando detrás.

¡IIIC INC IC! ¡IC! ¡IIIC IC IC «JI IC JIIC JIIC»! II…

—Vete —dijo Susan en tono frío—. No me interesa. No eres más que un producto de mi imaginación.

El cuervo se posó en un cuenco detrás de la barra y dijo:

—Ah, genial.

¡IIIC!

—¿Qué es esto? —preguntó el cuervo, sacudiendo algo que tenía cogido con la punta del pico—. ¿Cebollas? ¡Puaj!

—Venga, largaos, los dos —dijo Susan.

—La rata dice que tu abuelo se ha vuelto loco —dijo el cuervo—. Dice que se está haciendo pasar por Papá Puerco.

—Escucha, a mí no… ¿Qué?

—Capa roja, barba larga…

¡JIIC! ¡JIIC! ¡JIIC!

—Va diciendo «Jo, jo, jo», viaja en un trineo enorme arrastrado por cuatro cerditos, toda la historia…

—¿Cerdos? ¿Qué ha pasado con Binky?

—Que me registren. Por supuesto, a veces pasa, tal como le estaba explicando justo ahora a la rata…

Susan se tapó las orejas con las manos, más por representar teatralmente su desesperación que por apagar realmente los sonidos.

—¡No lo quiero saber! ¡Yo no tengo abuelo! —Tenía que aferrarse a aquello.

La Muerte de las Ratas estuvo chillando un buen rato.

—La rata dice que tienes que acordarte de él, es alto, no es muy carnoso que digamos, lleva una guadaña…

—¡Lárgate! ¡Y llévate a… la rata contigo!

Hizo un gesto brusco con la mano y, para su horror y vergüenza, derribó al pequeño esqueleto encapuchado sobre un cenicero.

¿IIIC?

El cuervo cogió con el pico la capucha de la rata y trató de llevársela a rastras, pero un diminuto puño esquelético agitó su guadaña.

¡IIIC IC LÍE IIIC!

—Dice que con la rata no te metas —dijo el cuervo. Y se marcharon en medio de un revuelo de alas. Igor cerró la ventana. No hizo ningún comentario.

—No eran reales —se apresuró a decir Susan—. Bueno… el cuervo probablemente sea real, pero se dedica a ir con la rata…

—Que no es real —dijo Igor.

—¡Exacto! —exclamó Susan, agradecida—. Probablemente tú no hayas visto nada.

—Eso es —dijo Igor—. Nada.

—Bueno… ¿cuánto te debo? —preguntó Susan.

Igor contó con los dedos.

—Será un dólar por las copas —dijo— y cinco peniques porque el cuervo que no ha estado aquí se me ha cagado en los encurtidos.

* * *

Era la noche antes de la Vigilia de los Puercos.

En el nuevo cuarto de baño del archicanciller, Modo se secó las manos con un trapo y miró con orgullo el resultado de su trabajo. La porcelana brillante le devolvió su reflejo. El cobre y el latón brillaban bajo la lamparilla.

Le preocupaba un poco no haber podido probarlo todo, pero el señor Ridcully le había dicho «Ya lo probaré yo cuando lo use», y Modo nunca discutía con los Caballeros, tal como los llamaba para sus adentros. Sabía que todos ellos sabían muchas más cosas que él, y saber aquello le hacía bastante feliz. Él no trasteaba con el tejido del tiempo y el espacio y ellos no se acercaban a sus invernaderos. Tal como él lo veía, formaban una sociedad.

Había tenido especial cuidado en fregar los suelos. El señor Ridcully había insistido mucho en aquello.

—El Gnomo de las Verrugas —dijo para sí mismo, terminando de sacar brillo a un grifo—. Menuda imaginación tienen los Caballeros…

A lo lejos, sin que nadie lo oyera, sonó un ruidito débil, como si alguien estuviera haciendo sonar cascabeles. Clinchnclinclín…

Y alguien aterrizó de golpe en medio de un montón de nieve y dijo: «¡Cojones!», que es algo terrible de decir cuando es tu primera palabra.

* * *

En lo alto, ignorante de la nueva y algo cabreada vida que ahora se estaba sacudiendo la nieve de encima, el trineo avanzaba planeando por el tiempo y el espacio.

LA BARBA SÍ QUE ME ESTÁ COSTANDO UN POCO DE LLEVAR, dijo la Muerte.

—¿Y por qué tiene usted que llevar barba? —preguntó la voz que sonaba entre los sacos—. Pensaba que había dicho que la gente ve lo que espera ver.

LOS NIÑOS NO. A MENUDO VEN LO QUE HAY.

—Bueno, por lo menos le está aportando la mentalidad adecuada, amo. Le está ayudando a meterse en el personaje, o algo así.

PERO ¿BAJAR POR LA CHIMENEA? ¿QUÉ SENTIDO TIENE ESO? SI YO PUEDO ATRAVESAR LAS PAREDES.

—Atravesar las paredes tampoco está bien —dijo la voz de entre los sacos.

A MÍ ME VA BIEN.

—Tiene que ser por las chimeneas. Y lo de la barba, igual.

Una cabeza emergió del montón. Parecía pertenecer al duendecillo más anciano y desagradable del universo. El hecho de que estuviera debajo de un risueño gorrito con un cascabel en la punta no ayudaba en nada a mejorar la situación.

Agitó una mano agarrotada que contenía un grueso fajo de cartas, muchas de ellas en papel de color pastel, a menudo adornadas con conejitos y ositos de peluche y en su mayoría escritas con lápices de colores.

—¿Cree que estos cabroncetes escribirían a alguien que atravesara las paredes? Y el «Jo, jo, jo» necesita un poco de práctica, si no le importa que se lo diga.

JO. JO. JO.

—¡No, no, no! —dijo Albert—. Tiene que poner un poco de vida en ello, señor, sin ánimo de ofensa. Tiene que ser una risa grande y gorda. Tiene usted que… tiene que sonar como si meara usted coñac y cagara pudín de ciruelas, señor, y perdone mi klatchiano.

¿DE VERAS? ¿CÓMO SABES TODO ESO?

—Yo también fui joven, señor. Todos los años colgaba mi calcetín como un buen chico. Para que me lo llenaran de juguetes, tal como está haciendo usted. Bueno, en aquella época era básicamente salchichas y morcilla si uno tenía suerte. Pero siempre caía un cerdito de azúcar rosa en el dedo del pie. No era una buena Vigilia de los Puercos a menos que uno comiera tanto que cayera enfermo como un cerdo, amo.

La Muerte miró los sacos.

Era un detalle extraño pero demostrable que de los sacos de juguetes que transportaba Papá Puerco, sin importar lo que contuvieran en realidad, siempre parecía sobresalir la parte superior de un osito de peluche, un soldado de juguete con la clase de uniforme de colores que destacaría en una discoteca, un tambor y un bastón de caramelo a rayas rojas y blancas. Los contenidos reales siempre resultaban ser cosas un poco chabacanas y que costaban 5,99 dólares.

La Muerte había investigado un par de ellas. Estaba por ejemplo un Ninja Agateo Real, con su Temible Garra de la Muerte, y una Guardia Nocturna Unipersonal del Capitán Zanahoria, con un repertorio completo de armas de juguete, cada una de las cuales costaba tanto dinero como el muñeco de madera original.

Caramba, y las cosas para niñas eran igual de deprimentes. Parecían consistir casi en su totalidad en caballos. La mayoría de ellos sonrientes. Los caballos, en opinión de la Muerte, no tenían que sonreír. Cuando un caballo sonreía era porque estaba tramando algo.

Volvió a suspirar.

Luego estaba el asunto aquel de decidir quién había sido un niño bueno y quién había sido un niño malo. Hasta entonces nunca había tenido que pensar en aquellas cosas. Portarse bien y portarse mal al final lo llevaban a uno al mismo sitio.

Con todo, había que hacerlo bien. De otra manera, no iba a funcionar.

Los cerdos se detuvieron junto a otra chimenea.

—Pues muy bien, aquí estamos —dijo Albert—. James Orinal, ocho años.

JA, SÍ. EN SU CARTA LLEGA A DECIR: «APUESTO A QUE NO ESISTES, PORQUE TODO EL MUNDO SABE QUE HERES LOS PADRES». OH, SÍ, dijo la Muerte, en un tono que casi sonaba a sarcasmo. ESTOY SEGURO DE QUE SUS PADRES SE MUEREN DE GANAS DE DESTROZARSE LOS CODOS BAJANDO POR TRES METROS Y MEDIO DE CHIMENEA ESTRECHA Y SIN LIMPIAR, SEGURO, VAMOS. VOY A DEJARLE MÁS HOLLÍN DE LO NORMAL EN LA ALFOMBRA.

—Sí, señor. Buena idea. Y hablando de eso… Vaya para abajo, señor.

¿Y SI NO LE DOY NADA COMO CASTIGO POR NO CREER?

—Sí, pero ¿qué va a demostrar con eso? La Muerte suspiró.

SUPONGO QUE TIENES RAZÓN.

—¿Ha comprobado la lista?

Sí, DOS VECES. ¿ESTÁS SEGURO DE QUE ES SUFICIENTE?

—Segurísimo.

SI TENGO QUE DECIRTE LA VERDAD, NO HE ENTENDIDO UNA PALABRA. ¿CÓMO SE PUEDE SABER SI SE HA PORTADO BIEN O MAL, POR EJEMPLO?

—Oh, bueno… No lo sé… Hay que ver si ha puesto la ropa en el armario, ese tipo de cosas…

Y SI SE HA PORTADO BIEN, ¿PUEDO DARLE SU CUADRIGA DE GUERRA KLATCHIANA CON HOJAS DE ESPADA GIRATORIAS DE VERDAD?

—Eso es.

¿Y SI SE HA PORTADO MAL?

Albert se rascó la cabeza.

—Cuando yo era chaval, nos daban un saco de huesos. Era asombroso cómo los niños empezaban a portarse mejor hacia final de año.

OH, CIELOS. ¿Y HOY EN DÍA?

Albert se llevó un paquete a la oreja y lo sacudió un poco.

—Suena a calcetines.

CALCETINES.

—Podría ser un chaleco de lana.

LE ESTÁ BIEN EMPLEADO, SI SE ME PERMITE AVENTURAR UNA OPINIÓN…

Albert recorrió con la mirada los tejados nevados y suspiró. Aquello no estaba bien. Estaba ayudando porque, bueno, porque la Muerte era su amo y no había nada que decir al respecto, y si su amo tuviera corazón lo tendría en el sitio correcto. Pero…

—¿Está seguro de que deberíamos estar haciendo esto, amo?

La Muerte se detuvo con medio cuerpo ya dentro de la chimenea.

¿SE TE OCURRE UNA ALTERNATIVA MEJOR, ALBERT?

Y aquello era todo. A Albert no se le ocurría. Alguien tenía que hacerlo.

* * *

Volvía a haber osos en la calle.

Susan no les hacía caso y ni siquiera iba con cuidado de no pisar las grietas.

Los osos se mantenían a cierta distancia, un poco perplejos y ligeramente transparentes, visibles tan solo para los niños y para Susan. Las noticias como Susan volaban. Los osos habían oído hablar del atizador. Nueces y bayas, parecían decir sus expresiones. Es por eso que hemos venido. ¿Dientes enormes y afilados? ¿Qué dientes enor…? Ah, éstos dientes enormes y afilados? Son solamente para, ejem, abrir las nueces. Y algunas de esas bayas pueden ser muy traicioneras.

Los relojes de la ciudad estaban dando las seis cuando regresó a la casa. Tenía su propia llave. Tampoco es que fuera exactamente una sirvienta.

No se podía ser duquesa y sirvienta a la vez. Pero ser institutriz era algo aceptable. Se entendía que no era exactamente lo que eras, sino solamente una forma de pasar el tiempo hasta el momento de hacer lo que toda chica, o muchacha, tenía que hacer en la vida, por ejemplo, casarse con un hombre. Se entendía que era como un juego.

Los padres le tenían respeto. Ella era hija de un duque, mientras que el señor Gaiter era un hombre a tener en cuenta en el ramo de las botas y zapatos al por mayor. La señora Gaiter estaba ansiosa por dar el salto a la Clase Alta, algo que confiaba en conseguir leyendo libros sobre etiqueta. A Susan la trataba con esa deferencia preocupada que ella creía que había que emplear con cualquiera que conociera la diferencia entre una servilleta de mesa y una servilleta del té desde su mismo nacimiento.

Susan nunca se había encontrado antes con la idea de que se podía ascender en la sociedad ganando puntos, por decirlo de alguna manera, sobre todo porque los nobles a los que había conocido en casa de su padre no usaban servilleta de mesa ni de té, sino un estado mental que venía a ser: «Tíralo al suelo y los perros se lo comerán».

Cuando la señora Gaiter le había preguntado con voz temblorosa cómo se dirigía una al primo segundo de una reina, Susan había respondido sin pensar: «Normalmente lo llamábamos Jamie», y la señora Gaiter había tenido que irse a su habitación a sufrir una migraña.

El señor Gaiter se limitaba a saludarla con la cabeza cuando se la cruzaba en un pasillo y nunca le decía gran cosa. Estaba bastante seguro de conocer su posición en materia de botas y zapatos y con eso le bastaba.

Gawain y Twyla, a quienes al parecer les había puesto esos nombres alguien que los quería, ya estaban en la cama a la hora en que llegó Susan, por insistencia propia. A ciertas edades existe la creencia muy extendida de que irse antes a la cama hace que amanezca más temprano.

Se dispuso a ordenar el aula, a preparar las cosas para el día siguiente y a recoger las cosas que los niños habían dejado tiradas por ahí. Y entonces algo dio unos golpecitos en el cristal de una ventana.

Ella echó un vistazo a la oscuridad y luego abrió la ventana. Un montón de nieve cayó al exterior.

En verano la ventana daba a las ramas de un cerezo. En la oscuridad invernal solamente se veían pequeñas líneas grises allí donde la nieve se había posado en ellas.

—¿Quién hay? —preguntó Susan.

Algo dio un par de saltitos por entre las ramas congeladas.

—Pío pío pío, ¿te lo puedes creer? —dijo el cuervo.

—¿Tú otra vez?

—¿Habrías preferido tal vez un pequeño y encantador petirrojo? Escucha, tu abue…

¡Largo de aquí!

Susan cerró la ventana de un golpe y corrió las cortinas. Les dio la espalda, para asegurarse, y trató de concentrarse en el interior de la sala. Le iba bien pensar en cosas… normales.

Estaba el árbol de la Vigilia de los Puercos, una versión más pequeña del grande que había en el salón. Ella había ayudado a los niños a fabricar adornos de papel para el mismo. Sí. Iba a pensar en aquello.

Estaban las guirnaldas de papel. Estaban las sobras de acebo, que no se habían usado en las salas principales porque no tenían bastantes bayas, y a las que se les habían puesto bayas falsas de plastilina y ahora estaban pegadas de cualquier manera en los estantes y detrás de los cuadros.

Estaban los dos calcetines que colgaban de la repisa de la pequeña chimenea del aula. Estaban los dibujos de Twyla, que eran todos de cielos azules llenos de goterones de pintura y hierba violentamente verde y casas rojas con cuatro ventanas cuadradas. Estaban…

… Las cosas normales.

Cuadró los hombros y se las quedó mirando, mientras sus uñas tamborileaban pensativamente en una caja de lápices de madera.

Alguien abrió la puerta. En el umbral apareció la figura despeinada de Twyla, agarrándose al pomo con una mano.

—Susan, vuelve a haber un monstruo debajo de mi cama…

Las uñas de Susan dejaron de tamborilear.

—… Puedo oír cómo se mueve…

Susan suspiró y se volvió hacia la criatura.

—Muy bien, Twyla. Voy ahora mismo.

La niña asintió y volvió a su cuarto, subiéndose a la cama de un salto a modo de precaución contra los zarpazos.

Se oyó un «tzing» metálico cuando Susan retiró el atizador del pequeño soporte metálico que compartía con las pinzas y la paleta del carbón.

Suspiró. La normalidad era lo que uno quería que fuese.

Fue al dormitorio de los niños y se inclinó como si fuera a arropar a Twyla. Entonces su mano salió disparada y se metió debajo de la cama. Agarró un puñado de pelo. Tiró de él.

El hombre del saco salió como un tapón de corcho, pero antes de recuperar el equilibrio ya estaba despatarrado contra la pared con un brazo retorcido detrás de la espalda. Aun así consiguió girar la cabeza, solamente para ver la cara de Susan fulminándolo con la mirada a muy pocos centímetros de la suya.

Gawain se puso a dar saltos sobre su cama.

—¡Hazle la Voz! ¡Hazle la Voz! —gritó.

—¡No me hagas la Voz, no me hagas la Voz! —suplicó el hombre del saco en tono ansioso.

—¡Dale en la cabeza con el atizador!

—¡Con el atizador no! ¡Con el atizador no!

—Eres tú, ¿verdad? —dijo Susan—. El mismo de esta tarde…

—¿No vas a atizarle con el atizador? —preguntó Gawain.

—¡Con el atizador no! —gimió el hombre del saco.

—¿Eres nuevo en la ciudad? —susurró Susan.

—¡Sí! —Al hombre del saco se le arrugó la frente en expresión perpleja—. Pero ¿cómo es que me puedes ver?

—Esta es una advertencia amistosa, ¿lo entiendes? Porque estamos en la Vigilia de los Puercos.

El hombre del saco intentó moverse.

—¿A esto lo llamas amistoso?

—Ah, ¿quieres probar la no amistosa? —dijo Susan, agarrándolo más fuerte.

—¡No, no, no, me gusta la amistosa!

—Esta casa es territorio prohibido, ¿de acuerdo?

—¿Eres una bruja o algo parecido? —gimió el hombre del saco.

—Solamente soy… algo. Y ahora… no vuelvas por aquí, ¿de acuerdo? Si vuelves, la próxima vez será la manta.

—¡No!

—Lo digo en serio. Te pondremos una manta encima de la cabeza.

—¡No!

—Y tiene conejitos…

¡No!

—Pues anda, lárgate.

El hombre del saco se alejó hacia la puerta, medio corriendo y medio cayéndose.

—Esto no está bien —murmuró—. Tú no tendrías que vernos a menos que estés muerta o seas mágica… No es justo…

—Prueba en el número diecinueve —dijo Susan, ablandándose un poco—. La institutriz que tienen no cree en los hombres del saco.

—¿En serio? —dijo el monstruo en tono esperanzado.

—Pero cree en el álgebra.

—Ah. Eso está bien. —El hombre del saco puso una sonrisa enorme. Era asombrosa la cantidad de diabluras que se podían hacer en una casa cuando nadie con autoridad creía que existieras—. Bueno, pues me voy —se despidió—. Esto… Feliz Vigilia de los Puercos.

—Es posible —dijo Susan, mientras el hombre del saco se marchaba a hurtadillas.

—No ha sido tan divertido como el del mes pasado —dijo Gawain, metiéndose otra vez entre las sábanas—. Ya sabes, cuando le diste una patada en los pantalones…

—Vosotros dos a dormir ahora mismo —ordenó Susan.

—Verity nos dijo que cuanto antes nos fuéramos a dormir más pronto vendría Papá Puerco —dijo Twyla en tono despreocupado.

—Sí —dijo Susan—. Por desgracia, es posible que así sea.

El comentario pasó de largo en las cabezas de los niños. Susan no estaba segura de por qué había llegado a la suya, pero era lo bastante lista como para saber que debía confiar en sus sentidos.

Odiaba con toda su alma aquella clase de sentidos. Le estropeaban a una la vida. Pero eran los sentidos con los que había nacido.

Arropó a los niños, después cerró la puerta sin hacer ruido y regresó al aula.

Algo había cambiado.

Miró con el ceño fruncido los calcetines, pero seguían vacíos. Una guirnalda de papel susurró.

Se quedó mirando el árbol. Le habían enrollado espumillón alrededor y le habían colgado adornos mal pegados entre ellos. Y en la parte de arriba estaba el hada hecha de…

Cruzó los brazos, miró el techo y suspiró en tono teatral.

—Eres tú, ¿verdad? —dijo.

¿IIIC?

—Sí, eres tú. Tienes los brazos extendidos como un espantapájaros y te has pegado una estrellita en la guadaña, ¿verdad…?

La Muerte de las Ratas agachó la cabeza en gesto culpable.

IIIc.

—No engañas a nadie.

Iiic.

—¡Baja de ahí ahora mismo!

IIIC.

—¿Y qué has hecho con el hada?

—Está metida debajo de un cojín del sillón —dijo una voz procedente de las estanterías del otro lado de la sala. Se oyó un clic y la voz del cuervo añadió—. Estos puñeteros ojos están duros, ¿no?

Susan cruzó la sala corriendo y le quitó el cuenco tan deprisa que el cuervo dio una voltereta y aterrizó de espaldas.

—¡Son nueces! —gritó, mientras botaban a su alrededor—. ¡No son ojos! ¡Esto es un aula! ¡Y la diferencia entre un aula y una… una… una charcutería para cuervos es que casi nunca hay cuencos llenos de ojos en caso de que algún cuervo se pase para tomar un aperitivo rápido! ¿Lo entiendes? ¡Nada de ojos! ¡El mundo está lleno de cosas pequeñas y redondas que no son ojos! ¿De acuerdo?

El cuervo puso sus propios ojos en blanco.

—Y supongo que tampoco se puede pedir un trozo de hígado calentito…

—¡Cállate! ¡Quiero que los dos salgáis de aquí ahora mismo! No sé cómo habéis conseguido entrar…

—¿Hay alguna ley que prohíba bajar por la chimenea la noche de la Vigilia de los Puercos?

—… pero no quiero que os volváis a cruzar conmigo, ¿lo entendéis?

—La rata ha dicho que había que avisarte aunque estés loca —dijo el cuervo en tono huraño—. Yo no quería venir, hay un burro muerto tirado justo al otro lado de las puertas de la ciudad, ahora tendré suerte si me queda una pezuña…

—¿Avisarme? —preguntó Susan.

Ahí lo tenía. El cambio de clima mental, la sensación de que el tiempo era tangible…

La Muerte de las Ratas asintió.

Se oyó un sonido raspante por encima de sus cabezas. Por la chimenea cayeron unos terrones de hollín.

Iiic —dijo la rata, pero muy flojito.

Susan notó una sensación nueva, igual que un pez notaría una corriente nueva, un torrente de agua fresca que entrara en el mar. El tiempo se estaba colando en el mundo.

Echó un vistazo al reloj. Solamente marcaba las seis y media.

El cuervo se rascó el pico.

—La rata dice… La rata dice: mejor ándate con cuidado.

* * *

Había otra gente trabajando en aquella resplandeciente víspera de la Vigilia de los Puercos. El Hombre de la Arena estaba en plena faena, arrastrando su saco de cama en cama. Jack Frost deambulaba de ventana en ventana, haciendo dibujos de escarcha.

Y una figura diminuta y encorvada se deslizaba a resbalones por el desagüe de la calle, chapoteando con los pies en la nieve a medio derretir y diciendo palabrotas entre dientes.

Llevaba un traje negro manchado y en la cabeza esa clase de sombrero que en las distintas partes del multiverso se conoce como «bombín», «sombrero hongo» o «ese que te hace parecer un poco lerdo». Se había encasquetado el sombrero con mucha fuerza y, como la criatura tenía orejas largas y puntiagudas, estas quedaban aplastadas hacia los lados y le daban todo el aspecto de una tuerca de mariposa pequeña y malévola.

La cosa tenía la forma de un gnomo pero el trabajo de un hada. Las hadas no son necesariamente pequeñas criaturas titilantes. No es más que un trabajo, y las más comunes ni siquiera son visibles. [8] Un hada no es más que cualquier criatura empleada en la actualidad bajo la legislación sobrenatural para llevarse cosas o, como en el caso de la pequeña criatura que en aquellos momentos estaba trepando por el interior de una tubería de desagüe y diciendo palabrotas, para traer cosas.

Oh, sí. Eso era lo que hacía. Alguien tenía que hacerlo, y él tenía el aspecto de ser el gnomo adecuado para el trabajo.

Oh, sí.

* * *

Sideney estaba preocupado. No le gustaba la violencia, y en los últimos días había habido mucha, si es que en aquel lugar pasaban los días. Aquellos tipos… bueno, parecía que la vida solamente les parecía interesante cuando le estaban haciendo algo cortante a alguien, y aunque no se metían mucho con él, igual que los leones no se molestan en meterse con las hormigas, estaba claro que le preocupaban.

Aunque no tanto como Teatime. Hasta aquel bruto llamado Alambrera trataba a Teatime con precaución, si no con respeto, y aquel monstruo llamado Banjo se dedicaba a seguirlo a todas partes como un cachorrillo.

Ahora aquel hombre enorme lo estaba mirando a él.

A Sideney le recordaba mucho a Ronnie Jenks, el matón de la clase que había llenado su vida de angustia en casa de la tutora privada Gammer Wimblestone. Ronnie no era uno de los alumnos. Era el nieto de la anciana, o su sobrino, o algo parecido, lo cual le daba licencia para rondar por el lugar y pegar a cualquier niño más pequeño o más débil o más listo que él, lo cual venía a significar que tenía el mundo entero para elegir. En aquellas circunstancias, resultaba particularmente injusto que siempre eligiera a Sideney.

Sideney no había odiado a Ronnie. Estaba demasiado asustado para eso. Había querido ser amigo suyo. Se había muerto de ganas. Porque así habría existido alguna posibilidad de que no le pisoteara tanto la cabeza y de poder comerse algún día su almuerzo en vez de que terminara en la letrina. Y era un buen día cuando se trataba de su almuerzo.

Y luego, a pesar de todo el empeño que había puesto Ronnie, Sideney creció y fue a la universidad. De vez en cuando su madre le contaba cómo le iba en la vida a Ronnie (daba por sentado, como suelen hacer las madres, que al haber coincidido en la escuela de niños habían sido amigos). Al parecer tenía un puesto callejero de venta de fruta y estaba casado con una chica llamada Angie. [9] Aquello no era castigo suficiente, pensaba Sideney.

Banjo hasta respiraba como Ronnie, que tenía que concentrarse para semejante esfuerzo intelectual y siempre tenía un orificio nasal taponado. Y la boca abierta todo el tiempo. Parecía que se alimentara de plancton invisible.

Intentó concentrar la mente en lo que estaba haciendo y no hacer caso del laborioso gorgoteo que venía de detrás de él. Un cambio en su tono le hizo levantar la vista.

—Fascinante —dijo Teatime—. Hace usted que parezca tan fácil.

Sideney se reclinó hacia atrás en su silla, nervioso.

—Ejem… Creo que está arreglado, señor —dijo—. Simplemente se rayó un poco cuando estábamos amontonando los… —no consiguió reunir el aplomo para decirlo, incluso tuvo que apartar la vista del montón, era por el ruido que habían hecho—… esas cosas —terminó de decir.

—¿No necesitamos repetir el conjuro? —preguntó Teatime.

—Oh, sigue funcionando eternamente —repuso Sideney—. Pasa con los más simples. No es más que un cambio de estado, que toma su energía de los… los… Luego ya sigue solo…

Tragó saliva.

—Así pues —dijo—. Estaba pensando… ya que no me necesita realmente, señor, tal vez…

—El señor Brown parece estar teniendo algunos problemas con las cerraduras del piso de arriba —dijo Teatime—. Aquella puerta que no podíamos abrir, ¿se acuerda? Estoy seguro de que querrá usted echar una mano.

A Sideney se le ensombreció la cara.

—Ejem, yo no soy cerrajero…

—Parecen ser mágicas.

Sideney abrió la boca para decir: «Pero es que a mí se me dan muy mal las cerraduras mágicas», y luego lo pensó mucho mejor. Ya había comprendido que si Teatime quería que hicieras algo y ese algo a ti no se te daba muy bien, entonces el mejor de tus planes, de hecho muy posiblemente el único de tus planes, era aprender a que se te diera bien muy deprisa. Sideney no era ningún tonto. Había visto cómo reaccionaban los demás en presencia de Teatime, y ellos eran tipos que hacían cosas con las que él solamente soñaba. [10]

Llegado a aquel punto le resultó un gran alivio ver a Dave el Normal bajando la escalera, y decía mucho a favor del efecto de la mirada de Teatime el hecho de que alguien pudiera sentir alivio al verla puntuada por algo como Dave el Normal.

—Hemos encontrado a otro guardia, señor. En el sexto piso. Estaba escondido.

Teatime se puso de pie.

—Oh, cielos —dijo—. No estaría intentando ser un héroe, ¿verdad?

—Solamente está asustado. ¿Lo dejamos ir?

—¿Dejarlo ir? —dijo Teatime—. Demasiado complicado. Ya subo. Venga conmigo, señor mago.

Sideney lo siguió a pesar suyo por la escalera.

La torre —si es que eso es lo que era, pensó: él estaba acostumbrado a la extraña arquitectura de la Universidad Invisible y aquello hacía que la UI pareciera normal— era un tubo hueco. No menos de cuatro escaleras de caracol subían por el interior, entrecruzándose en los rellanos y de vez en cuando pasando una a través de la otra en claro desafío a las leyes generalmente aceptadas de la física. Aquello, sin embargo, era prácticamente normal para un titulado por la Universidad Invisible, aunque técnicamente Sideney no se había graduado. Lo que desconcertaba era la ausencia de sombras. Uno no solía ser consciente de las sombras, de cómo perfilaban las cosas, de cómo le daban textura al mundo, hasta que de pronto faltaban. El mármol blanco, si es que eso es lo que era, parecía resplandecer desde dentro. Hasta cuando aquel sol imposible brillaba a través de una ventana apenas si proyectaba algunas manchitas grises y tenues donde deberían estar las sombras de verdad. La torre parecía evitar la oscuridad.

Aquello todavía daba más miedo que las veces en que, después de un rellano complicado, uno se descubría a sí mismo yendo hacia arriba al bajar los peldaños del reverso de una escalera, mientras que el suelo lejano ahora colgaba de lo alto como si fuera el techo. Se había dado cuenta de que hasta los demás cerraban los ojos cuando pasaba aquello. Teatime, sin embargo, subía los peldaños de tres en tres y riendo como un niño con un juguete nuevo.

Llegaron a un rellano superior y siguieron un pasillo. Los demás estaban reunidos junto a una puerta cerrada.

—Se ha hecho fuerte ahí dentro —informó Alambrera.

Teatime dio unos golpecitos en la puerta.

—Eh, tú, el de dentro —dijo—. Sal. Te doy mi palabra de que no te haremos daño.

—¡No!

Teatime dio un paso atrás.

—Banjo, échala abajo —dijo.

Banjo avanzó pesadamente. La puerta soportó un par de patadas enormes y luego estalló.

El guardia estaba encogido detrás de un armarito volcado. Retrocedió a rastras cuando se le acercó Teatime.

—¿Qué está haciendo aquí? —gritó—. ¿Quién es usted?

—Ah, pues me alegro de que me lo preguntes. ¡Soy tu peor pesadilla! —dijo Teatime alegremente.

El hombre se estremeció.

—¿Se refiere… a la del repollo gigante y esa cosa parecida a un cuchillo que runrunea?

—¿Cómo? —Teatime pareció momentáneamente perplejo.

—Entonces es usted esa otra en la que me caigo, pero en vez de suelo debajo es todo…

—No, de hecho soy…

El guardia pareció abatido.

—Oooh, no me diga que es esa donde hay toda esa especie de, ya sabe, barro, y luego todo se vuelve azul…

—No, yo…

—Oh, mierda, entonces es usted esa donde hay una puerta pero al otro lado no hay suelo y luego hay un montón de garras…

—No —dijo Teatime—. No soy esa. —Se sacó una daga de la manga—. Soy esa en la que aparece un hombre de la nada y te deja seco.

El guardia esbozó una sonrisa de alivio.

—Ah, esa —dijo—. Pero esa no da mucho…

Se dobló sobre el puño repentinamente proyectado hacia delante de Teatime. Y luego, igual que les había pasado a los demás, se desvaneció.

—Ha sido casi un acto caritativo, pienso yo —dijo Teatime mientras el hombre desaparecía—. Pero al fin y al cabo, ya casi es la Vigilia de los Puercos.

* * *

La Muerte, con el cojín resbalándole lentamente por debajo de la túnica roja, estaba de pie en medio de la alfombra del cuarto de los niños…

Era una alfombra vieja. Las cosas acababan en el cuarto de los niños cuando ya habían hecho la ronda laboral completa por el resto de la casa. Tiempo atrás, alguien la había fabricado cosiendo meticulosamente trozos largos de trapo de colores vivos a una base de arpillera, lo cual le daba un aspecto de erizo rastafari deshinchado. Entre los trozos de trapo vivían cosas. Había galletas viejas para bebés, trozos de juguetes y cubos enteros de polvo. Aquella alfombra había visto mucha vida. Tal vez incluso había hecho evolucionar alguna.

Ahora caía sobre ella algún que otro copo de nieve sucia y derretida.

Susan estaba roja de furia.

—O sea, ¿por qué? —exigió saber, caminando alrededor de la figura—. ¡Es la Vigilia de los Puercos! Se supone que es un tiempo de sueños, feliz y risueño y… ¡otras cosas que terminen en «eño»! ¡Es un momento en que la gente quiere ver las cosas con alegría y comer hasta explotar! Es un momento en que quieren ver a todos sus parientes…

Se cortó en medio de aquella frase.

—Quiero decir que es un momento en que los humanos son realmente humanos —dijo—. ¡Y no quieren un… un esqueleto en su fiesta! ¡Sobre todo uno, añadiría yo, que lleva una barba postiza y un puñetero cojín metido debajo de la túnica! O sea,¿por qué?

La Muerte parecía nervioso.

ALBERT DIJO QUE ME AYUDARÍA A METERME EN EL ESPÍRITU DE LA COSA. ESTO… ME ALEGRO DE VOLVER A VERTE.

Se oyó un ruido suave como de succión.

Susan se dio la vuelta, agradecida en aquel momento por cualquier distracción.

—¡No creas que no te oigo! Son uvas, ¿lo entiendes? ¡Y esas otras de ahí son mandarinas! ¡Sal del cuenco de la fruta!

—No se puede culpar a un pájaro por intentarlo —dijo el cuervo en tono huraño desde la mesa.

—¡Y tú, deja esos frutos secos en paz! ¡Son para mañana!

IIICSFRF, dijo la Muerte de las Ratas, tragando a toda prisa.

Susan se volvió hacia la Muerte. La barriga artificial del Papá Puerco ya le iba por la entrepierna.

—Esta es una casa agradable —dijo—. Y este es un buen trabajo. Y es de verdad, con gente normal. ¡Yo estaba buscando una vida de verdad, donde pasaran cosas normales! ¡Y de repente llega el circo de siempre a la ciudad! Miraos. ¡Los Tres Idiotas, Pasen y Vean! Bueno, no sé lo que está pasando, pero ya podéis marcharos otra vez, ¿de acuerdo? Esto es mi vida. No tiene que ver con ninguno de vosotros. Y no va a…

Se oyó una palabrota por lo bajo, cayó una ráfaga de hollín y un anciano flaco aterrizó en la chimenea.

—¡Mierda! —dijo.

—¡Por todos los cielos! —dijo Susan en tono furioso—. ¡Y aquí está el duendecillo Albert! ¡Vaya, vaya, vaya! ¡Ven tú también, anda! Si el Papá Puerco de verdad no llega pronto se va a quedar sin sitio.

ÉL NO VA A VENIR —dijo la Muerte. El cojín se deslizó suavemente hasta la alfombra.

—Ah, ¿y por qué no? Los dos niños le enviaron cartas —dijo Susan—. Hay ciertas normas, ya lo sabes.

Sí, HAY NORMAS. Y LOS TENGO EN LA LISTA. LO HE COMPROBADO.

Albert se quitó de la cabeza el sombrero puntiagudo y escupió un poco de hollín.

—Es verdad. Lo ha comprobado. Dos veces —dijo—. ¿Hay algo de beber por aquí?

—Entonces, ¿por qué habéis venido vosotros? —exigió saber Susan—. Y si es por un asunto de trabajo, añadiré, ese traje me parece de un gusto pésimo…

PAPÁ PUERCO NO… ESTÁ DISPONIBLE.

—¿No está disponible? ¿En la Vigilia de los Puercos?

NO.

—¿Por qué?

ES QUE ÉL… DÉJAME VER… NO HAY UNA PALABRA HUMANA COMPLETAMENTE ADECUADA, ASÍ QUE… DEJÉMOSLO EN… MUERTO. SÍ. ESTÁ MUERTO.

* * *

Susan nunca había colgado un calcetín. Nunca había buscado huevos dejados por el Pato del Pastel del Alma. Nunca había puesto un diente debajo de su almohada con la esperanza seria de que fuera a aparecer un hada con inclinaciones dentales.

No es que sus padres no creyeran en aquellas cosas. No les hacía falta creer en ellas. Sabían que existían. Simplemente deseaban que no fuera así.

Oh, había habido regalos, en el momento preciso, con etiquetas meticulosas que indicaban de parte de quién eran. Y un huevo magnífico en la Mañana del Pastel del Alma, lleno de golosinas. Los dientes infantiles eran recompensados por lo menos a un dólar la pieza por su padre, sin rechistar. [11] Pero todo se hacía con franqueza.

Ahora ella se daba cuenta de que los suyos habían estado intentando protegerla. Ella no había sabido que su padre fue ayudante de la Muerte durante una temporada, ni que su madre era la hija adoptiva de la Muerte. Tenía recuerdos muy vagos de haber sido llevada unas cuantas veces a ver a alguien que era, bueno, jovial, de una forma extraña y muy delgada. Y de pronto las visitas se interrumpieron. Y luego ella lo conoció más tarde y sí, tenía su lado bueno, y durante un tiempo se preguntó por qué sus padres habían sido tan insensibles, y…

Ahora sabía por qué intentaron mantenerla a distancia. La genética era mucho más que unas pequeñas espirales retorcidas.

Susan era capaz de atravesar paredes cuando no tenía más remedio. También podía usar un tono de voz que se parecía más a las acciones que a las palabras y que de alguna forma llegaba al interior de la gente y activaba todos los interruptores adecuados. Y estaba lo de su pelo…

Aquello había empezado hacía poco, sin embargo. Antes su pelo era ingobernable, pero alrededor de los diecisiete años ella descubrió que más o menos se gobernaba a sí mismo.

Aquello le había hecho perder varios hombres. Que el pelo de una se reorganizara a sí mismo y cambiara de estilo, que los mechones se enroscaran sobre sí mismos como una camada de gatitos, era algo que ciertamente podía ser un obstáculo en cualquier relación.

Aunque había estado progresando. Ahora podía pasar días enteros sin sentir nada que no fuera totalmente humano.

Pero siempre pasaba lo mismo, ¿no? Podías salir al mundo y triunfar a tu manera, pero tarde o temprano siempre aparecía el pariente mayor y embarazoso de turno.

* * *

Gruñendo y soltando palabrotas, el gnomo salió trepando de otra tubería, se encasquetó el sombrero en la cabeza, tiró su saco sobre un montón de nieve y saltó detrás del mismo.

—Esa ha sido buena —dijo—. Ja, le va a costar semanas librarse de esa.

Se sacó un papel arrugado de un bolsillo y lo examinó de cerca. Luego miró a una figura anciana que trabajaba en silencio en la casa de al lado.

Estaba de pie junto a una ventana, dibujando con gran concentración sobre el cristal.

El gnomo se le acercó, interesado, y lo miró con expresión crítica.

—¿Por qué solamente motivos de helechos? —preguntó al cabo de un momento—. Sí, son bonitos, pero no me pillarás metiéndote un penique en el sombrero por los motivos de helechos.

La figura se giró, con un pincel en la mano.

—Resulta que me gustan los motivos de helechos —dijo Jack Frost en tono frío.

—Pero resulta que la gente espera, ya sabes, niños tristes de ojos grandes, gatitos asomando de botas, perritos, esas cosas.

—Yo hago helechos.

—O macetas enormes de girasoles, escenas felices de playa…

—Y helechos.

—O sea, supongamos que algún sumo sacerdote quiere que le pintes dioses y ángeles y esas cosas en el techo de su templo, ¿qué harías entonces?

—Le daría todos los dioses y ángeles que quisiera siempre y cuando…

—¿… tuvieran aspecto de helechos?

—No me gusta que insinúes que tengo una fijación con los helechos —dijo Jack Frost—. También hago un motivo de perejil muy bonito.

—¿Y qué aspecto tiene?

—Bueno… es verdad que para el ojo no iniciado se parece un poco al helecho. —Frost se inclinó hacia delante—. ¿Y tú quién eres? —El gnomo dio un paso atrás.

—No eres un hada de los dientes, ¿verdad? Últimamente las veo cada vez más a menudo. Unas chicas majas.

—Na. Na. No me dedico a los dientes —dijo el gnomo, agarrando su saco.

—¿A qué, entonces?

El gnomo se lo dijo.

—¿En serio? —dijo Jack Frost—. Yo creía que salían sin más.

—Bueno, si nos ponemos así, yo creía que la escarcha en las ventanas se formaba sola —dijo el gnomo—. Eh, no te veo nada puntiagudo. Seguro que pasas por un montón de sábanas.

—Yo no duermo —dijo Frost en tono glacial, dándose la vuelta—. Y ahora, si me perdonas, tengo muchas ventanas que hacer. Los helechos no son fáciles. Hace falta un pulso firme.

* * *

—¿Qué quieres decir con muerto? —preguntó Susan—. ¿Cómo puede estar muerto Papá Puerco? Él es… ¿No es lo mismo que tú? Una…

PERSONIFICACIÓN ANTROPOMÓRFICA. SÍ. SE HA CONVERTIDO EN ESO. EL ESPÍRITU DE LA VIGILIA DE LOS PUERCOS.

—Pero… ¿cómo? ¿Cómo puede alguien matar a Papá Puerco? ¿Con jerez envenenado? ¿Con estacas en la chimenea?

HAY MANERAS… MÁS SUTILES.

—Coff. Coff. Coff. Ay, madre, este hollín —dijo Albert levantando la voz—. Me asfixia que es una cosa mala.

—¿Y tú lo has reemplazado? —preguntó Susan, sin hacer caso de Albert—. ¡Eso es asqueroso!

La Muerte consiguió parecer dolido.

—Me voy a echar un vistazo por algún sitio —dijo Albert. Pasó al lado de ella rozándola y abrió la puerta. Ella la cerró rápidamente.

—¿Y tú qué haces aquí, Albert? —preguntó ella, aprovechando la oportunidad—. ¡Yo creía que si volvías alguna vez al mundo te morirías!

AH, PERO NO ESTAMOS EN EL MUNDO, dijo la Muerte. ESTAMOS EN LA REALIDAD CONGRUENTE ESPECIAL CREADA PARA PAPÁ PUERCO. PARA LA CUAL SE SUSPENDEN LAS REGLAS NORMALES. SI NO, ¿CÓMO IBA ALGUIEN A RECORRER TODO EL MUNDO EN UNA SOLA NOCHE?

—Es verdad —dijo Albert—. Soy uno de los Pequeños Ayudantes de Papá Puerco. Es oficial. Tengo el gorrito verde puntiagudo y todo. —Vio la copa de jerez y un par de nabos que los niños habían dejado en la mesa y se abalanzó sobre ellos.

Susan parecía escandalizada. Hacía un par de días había llevado a los niños a la Gruta de Papá Puerco que había en una de aquellas tiendas enormes del centro comercial La Matanza. Por supuesto, no era el de verdad, pero había resultado ser un actor bastante bueno con un traje rojo. También había gente disfrazada de duendecillos y una manifestación delante de la tienda organizada por la Campaña de Estaturas Igualitarias. [12]

Ninguno de aquellos duendecillos se parecía en lo más mínimo a Albert. De haberse parecido, la gente solamente habría entrado en la gruta portando armas.

—¿Te has portado bien, chiquilla? —preguntó Albert, y escupió en la chimenea.

Susan se lo quedó mirando.

La Muerte se inclinó. Ella levantó a vista para mirar fijamente el resplandor azul de sus ojos.

¿TE VA TODO BIEN? —preguntó.

—Sí.

¿DEPENDES DE TI MISMA? ¿HAS ENCONTRADO TU CAMINO EN EL MUNDO?

—¡Sí!

BIEN. BUENO, VAMOS, ALBERT. HAY QUE LLENAR LOS CALCETINES Y SEGUIR CON LO NUESTRO.

En la mano de la Muerte apareció un par de cartas.

¿ALGUIEN LE HA PUESTO A LA NIÑA DE NOMBRE TWYLA?

—Me temo que sí, pero ¿por qué…?

¿Y AL OTRO GAWAIN?

—Sí, pero oye, ¿cómo…?

¿POR QUÉ GAWAIN?

—Yo… supongo que es un nombre apropiado y fuerte para un guerrero…

SOSPECHO QUE ES UNA PROFECÍA QUE SE CUMPLE POR SÍ SOLA. VEO QUE LA NIÑA ESCRIBE CON LÁPIZ VERDE SOBRE PAPEL ROSA CON UN RATÓN EN LA ESQUINA. EL RATÓN LLEVA UN VESTIDO.

—Debería señalar que ha decidido hacer eso para que Papá Puerco piense que es una niña dulce —dijo Susan—. Incluyendo las faltas de ortografía deliberadas. Pero escucha, ¿por qué estás tú…?

DICE QUE TIENE CINCO AÑOS.

—En años, sí. En cinismo, tiene unos treinta y cinco. ¿Por qué estás tú haciendo…?

PERO ¿CREE EN PAPÁ PUERCO?

—Cree en lo que sea si a cambio puede conseguir una muñeca. Pero no te vas a ir sin explicarme…

La Muerte volvió a colgar el calcetín en la repisa de la chimenea.

NOS TENEMOS QUE MARCHAR. FELIZ VlGILIA DE LOS PUERCOS. ESTO… AH, SÍ. JO. JO. JO.

—El jerez está bueno —dijo Albert, secándose la boca.

La rabia de Susan rebasó su curiosidad. Tuvo que viajar bastante deprisa.

—¿O sea que te has estado bebiendo las copas que los niñitos dejan para el Papá Puerco de verdad?

—Sí, ¿por qué no? Él no se las va a beber. Sobre todo allí donde está.

—¿Y cuántas te has bebido, si se puede saber?

—No sé, no las he contado —dijo Albert en tono feliz.

UN MILLÓN OCHOCIENTAS MIL SETECIENTAS SEIS —dijo la Muerte—. Y SESENTA Y OCHO MIL TRESCIENTOS DIECINUEVE PASTELES DE CARNE. Y UN NABO.

—Tenía forma de pastel de carne —dijo Albert—. Al cabo de un rato, todo acaba teniéndola.

—¿Y cómo es que no has explotado?

—No sé. Siempre he tenido una buena digestión.

PARA PAPÁ PUERCO, TODOS LOS PASTELES DE CARNE SON COMO UN SOLO PASTEL DE CARNE. EXCEPTO EL QUE ES COMO UN NABO. VAMOS, ALBERT. ESTAMOS ABUSANDO DEL TIEMPO DE SUSAN.

¿Por qué estáis haciendo esto? —chilló Susan.

LO SIENTO. NO TE LO PUEDO DECIR. OLVIDA QUE ME HAS VISTO. NO ES ASUNTO TUYO.

—¿No es asunto mío? ¿Cómo que…?

Y AHORA… NOS TENEMOS QUE IR…

—Buenas noches —dijo Albert.

El reloj sonó dos veces para marcar la media hora. Todavía eran las seis y media.

Y se habían ido.

* * *

El trineo volaba a toda velocidad por el cielo.

—Ella va a intentar averiguar de qué va todo esto, ya lo sabe usted —dijo Albert.

OH, CIELOS.

—Sobre todo después de decirle que no lo hiciera.

¿Tú CREES?

—Sí —dijo Albert.

CIELOS. TODAVÍA TENGO MUCHO QUE APRENDER SOBRE LOS HUMANOS, ¿VERDAD?

—Oh… no lo sé… —dijo Albert.

ES OBVIO QUE ESTARÍA MUY MAL INVOLUCRAR A UN HUMANO EN TODO ESTO. ES POR ESO, SUPONGO QUE LO RECUERDAS, QUE LE HE PROHIBIDO CLARAMENTE QUE SE INTERESE POR EL ASUNTO.

—Sí… es verdad…

ADEMÁS, VA CONTRA LAS NORMAS.

—Pero usted dijo que esos cabroncetes grises ya habían roto las normas.

SÍ, PERO NO PUEDO SIMPLEMENTE AGITAR UNA VARITA MÁGICA Y ARREGLARLO TODO. HAY PROCEDIMIENTOS QUE SEGUIR.

La Muerte miró hacia delante un momento y luego se encogió de hombros.

Y TENEMOS MUCHO QUE HACER. TENEMOS PROMESAS QUE CUMPLIR.

—Bueno, la noche es joven —dijo Albert, sentándose otra vez entre los sacos.

LA NOCHE ES VIEJA. LA NOCHE SIEMPRE ES VIEJA.

Los cerdos seguían galopando. Y entonces…

—No, no lo es.

¿DISCULPA?

—La noche no es más vieja que el día, amo. Es de sentido común. Seguro que hubo un día antes de que nadie supiera qué era la noche.

Sí, PERO ASÍ ES MÁS DRAMÁTICO.

—Ah. Pues vale.

* * *

Susan estaba junto a la chimenea.

Tampoco es que le disgustara la Muerte. La Muerte considerada como individuo en lugar de como el telón final de la vida era alguien que Susan no podía evitar que le gustara, de una forma extraña.

Aun así…

La idea de que el Segador Oscuro llenara los calcetines de la Vigilia de los Puercos del mundo entero no le acababa de encajar en la cabeza, por mucho que le diera vueltas. Era como intentar imaginar al Old Man Trouble haciendo de Hada de los Dientes. Oh, sí. El Old Man Trouble… Ese sí que era un tío desagradable…

Pero sinceramente, ¿qué clase de persona retorcida iba por ahí toda la noche colándose en los dormitorios de los niños?

Bueno, Papá Puerco, claro, pero…

Se oyó un tintineo suave procedente de las inmediaciones de la base del árbol de la Vigilia de los Puercos.

El cuervo se apartó de las esquirlas de una de las bolas relucientes.

—Lo siento —murmuró—. Ha sido un poco la reacción de mi especie. Ya sabes… redondo, brillante… A veces no se puede evitar picotear…

—¡Esas monedas de chocolate son de los niños!

¿IIIC?, preguntó la Muerte de las Ratas, apartándose de las monedas brillantes.

—¿Por qué está mi abuelo haciendo eso?

IIIC.

—¿Tú tampoco lo sabes?

IIIC.

—¿Es que hay algún problema? ¿Le ha hecho algo al Papá Puerco de verdad?

IIIC.

—¿Por qué no me lo quiere decir?

IIIC.

—Gracias. Me has sido de gran ayuda.

Algo se rasgó detrás de Susan. Se giró y vio que el cuervo estaba quitando con cuidado una tira de papel de envolver rojo de un paquete.

—¡Deja eso ahora mismo!

El cuervo levantó la vista con expresión culpable.

—Solamente un poquito —dijo—. Nadie lo va a echar de menos.

—Pero ¿para qué lo quieres?

—Nos atraen los colores brillantes, ¿vale? Es una reacción automática.

—¡Eso les pasa a las grajillas!

—Mierda. ¿De verdad?

La Muerte de las Ratas asintió.

IIIC.

—Oh, de pronto eres el señor Ornitólogo, ¿no? —dijo el cuervo en tono cortante.

Susan se sentó y extendió una mano.

La Muerte de las Ratas saltó sobre ella. Ella notó las zarpas como agujitas minúsculas.

Era exactamente como una de esas escenas donde la heroína dulce y hermosa canta un pequeño dúo con el señor Jilguero.

Similar, eso sí.

A grandes rasgos, por lo menos. Aunque no del todo clasificada para todos los públicos.

—¿Se le ha ido la chaveta?

IIIC.

La rata se encogió de hombros.

—Pero podría pasar, ¿verdad? Es muy viejo, y supongo que ve muchas cosas terribles.

IIIC.

—Todos los problemas del mundo —tradujo el cuervo.

—Ya lo había entendido —dijo Susan.

Aquello también era un talento que tenía. No entendía lo que la rata estaba diciendo. Simplemente entendía lo que quería decir.

—¿O sea que algo va mal y no me lo quiere decir? —preguntó Susan.

Aquello la puso todavía más furiosa.

—Pero Albert también está metido —añadió.

Ella pensó: miles, millones de años haciendo el mismo trabajo. Y no es un trabajo bonito. No siempre son viejecitos risueños que pasan a mejor vida a una edad muy avanzada. Tarde o temprano, era un trabajo que acababa con cualquiera.

Alguien tenía que hacer algo. Era como aquella vez en que la abuela de Twyla había empezado a decirle a todo el mundo que era la emperatriz de Krull y había dejado de llevar ropa.

Y Susan era lo bastante inteligente como para saber que la frase «Alguien tiene que hacer algo» no era útil en sí misma. La gente que la usaba nunca añadía la coletilla: «Y ese alguien soy yo». Pero alguien tenía que hacer algo, y en aquellos momentos el inventario de alguienes consistía en ella y en nadie más.

La abuela de Twyla había terminado en una residencia de ancianos con vistas al mar en Quirm. Aquella opción posiblemente no estuviera disponible en el caso actual. Además, la Muerte no sería muy popular entre el resto de residentes.

* * *

Susan se concentró. Aquel era el talento más simple de todos. Le asombraba que otra gente no pudiera hacerlo. Cerró los ojos, colocó las manos con las palmas hacia abajo delante de ella a la altura de los hombros, extendió los dedos y bajó las manos.

Todavía las estaba bajando cuando oyó que el reloj dejaba de hacer tictac. El último tic se alargó un momento, como un estertor de muerte.

El tiempo se detuvo.

Pero la duración continuó.

De pequeña siempre se había preguntado por qué las visitas a casa de su abuelo duraban días enteros y sin embargo, cuando regresaban, el calendario seguía avanzando cansinamente como si nunca se hubieran ido.

Ahora sabía el porqué, aunque probablemente ningún ser humano podría entender nunca el cómo. A veces, en algún sitio, de alguna manera, los números del reloj no contaban.

Entre cada momento racional y el siguiente había mil millones de momentos irracionales. En alguna parte detrás de las horas había un sitio donde Papá Puerco iba en su trineo, las hadas de los dientes subían por sus escaleras de mano, Jack Frost dibujaba sus motivos ornamentales y el Pato del Pastel del Alma ponía sus huevos de chocolate. En los espacios interminables que había entre los torpes segundos, la Muerte se movía como una bruja danzando entre gotas de lluvia, sin mojarse nunca.

Los humanos podían viv… No, los humanos no podían vivir allí, no, porque daba igual que diluyeras un vaso de vino en una bañera entera de agua: podías conseguir que hubiera más líquido, pero seguías teniendo la misma cantidad de vino. Una goma elástica seguía siendo la misma goma elástica por mucho que la estiraras.

Pero los humanos podían existir allí.

Nunca hacía demasiado frío, aunque era verdad que el aire ponía la carne de gallina como el viento de invierno en un día soleado. Sin embargo, por puro hábito humano, Susan sacó su capa del armario.

IIIC.

—¿Qué pasa, no tienes ratones y ratas que visitar?

—Na, todo está muy tranquilo justo antes de la Vigilia de los Puercos —dijo el cuervo, que estaba intentando doblar el papel rojo con las garras—. Dentro de unos días habrá un montón de jerbos y hámsteres, eso sí. Cuando los niños se olviden de darles de comer o intenten averiguar cómo funcionan.

Por supuesto, estaba dejando solos a los niños. Pero no podía ocurrirles nada. No había ningún tiempo en el que les pudiera ocurrir.

Bajó apresuradamente las escaleras y salió por la puerta principal.

La nieve colgaba del aire. No era una descripción poética. Estaba suspendida como las estrellas. Cuando los copos tocaban a Susan se fundían con pequeños destellos eléctricos.

En la calle había mucho tráfico, pero estaba fosilizado en el tiempo. Susan caminó con cuidado por en medio hasta llegar a la entrada del parque.

La nieve había hecho lo que ni siquiera podían hacer los magos y la Guardia, que era limpiar Ankh-Morpork. No había tenido tiempo de ensuciarse. Por la mañana era probable que la ciudad tuviera aspecto de estar cubierta de merengue de café, pero de momento la nieve que se acumulaba en los matorrales y los árboles era de un blanco puro.

No había ningún ruido. Las cortinas de nieve tapaban las luces de la ciudad. Después de adentrarse unos metros en el parque era como si estuviera en el campo.

Se metió los dedos en la boca y silbó.

—Eso se podría haber hecho con un poco más de ceremonia, ¿sabes? —dijo el cuervo, que estaba posado en una ramita rebozada de nieve.

—Cállate.

—Aunque no está mal. Más de lo que pueden hacer la mayoría de las mujeres.

—Cállate.

Esperaron.

—¿Para qué has robado ese trozo de papel rojo del regalo de una niña? —preguntó Susan.

—Tengo mis planes —dijo el cuervo en tono misterioso. Volvieron a esperar.

Ella se preguntó qué pasaría si no funcionaba. Se preguntó si la rata soltaría su risita burlona. Tenía la risita burlona más irritante del mundo.

Luego se oyó el sonido de cascos, se abrió la cortina de nieve suspendida y el caballo estaba allí.

Binky trotó en círculo, después se quedó quieto y soltó una vaharada de vapor.

No estaba ensillado. El caballo de la Muerte no te dejaba caer.

Si me monto, pensó Susan, todo volverá a empezar. Saldré de la luz y entraré en el mundo que hay más allá de este. Me caeré de la cuerda floja.

Pero una voz dentro de ella dijo: «Pero quieres hacerlo… ¿verdad…?».

Diez segundos más tarde solamente quedaba allí la nieve. El cuervo se giró hacia la Muerte de las Ratas.

—¿Tienes alguna idea de dónde puedo conseguir un poco de cordel?

IIIC.

* * *

La estaban observando.

Uno dijo: ¿Quién es?

Uno dijo: ¿No nos acordamos de que la Muerte adoptó a una hija? Esta joven es la hija de ella.

Uno dijo: ¿Es humana?

Uno dijo: En su mayor parte.

Uno dijo: ¿Se la puede matar?

Uno dijo: Oh, sí.

Uno dijo: Ah, bueno, entonces no pasa nada.

Uno dijo: Esto… No creemos que esto nos vaya a causar problemas, ¿verdad? Todo esto no está exactamente… autorizado. No queremos que nos hagan preguntas.

Uno dijo: Tenemos el deber de librar al universo del pensamiento sentimentaloide.

Uno dijo: Cuando se enteren, todos nos darán las gracias.

* * *

Binky se posó livianamente en el jardín de la Muerte.

Susan no se molestó en ir a la puerta principal sino que fue a la de atrás, que nunca estaba cerrada.

Se habían producido cambios. Por lo menos un cambio relevante.

En la puerta había una gatera. Ella la observó.

Al cabo de un par de segundos salió por la gatera un gato de color anaranjado, le dedicó a Susan la mirada clásica de «no-ten-go-hambre-y-no-eres-interesante» y se alejó caminando con pasos suaves en dirección a los jardines.

Susan abrió la puerta y entró en la cocina.

Había gatos de todos los tamaños y colores cubriendo todas las superficies. Cientos de ojos se giraron para observarla.

Era como lo de la señora Gammage, pensó. La anciana era una clienta habitual de El Otro Barrio que iba allí en busca de compañía y chocheaba bastante, y uno de los síntomas de que los que estaban perdiendo la chaveta era que desarrollaban gatitis crónica. Normalmente en forma de gatos que controlaban todos los detalles de la existencia felina excepto la ubicación del cajón de tierra.

Varios de ellos tenían los hocicos metidos en un cuenco de crema.

Susan nunca había sido capaz de entender el atractivo de los gatos. Sus propietarios eran la clase de gente a quien le gustaba el budín. Existía gente real en el mundo cuya idea del paraíso sería un gato de chocolate.

—Fuera de aquí, todos —dijo ella—. Que yo sepa, él nunca ha tenido mascotas.

Los gatos la miraron con expresiones que indicaban que de todas maneras tenían intención de irse a otra parte y se marcharon con paso tranquilo, lamiéndose el morro.

El cuenco se volvió a llenar lentamente.

Estaba claro que eran gatos vivos. Solamente la vida tenía color en aquel lugar. Todo lo demás lo había creado la Muerte. El color, junto con la fontanería y la música, eran artes que escapaban al alcance de su genio.

Ella los dejó en la cocina y siguió deambulando hasta el estudio.

Allí también se habían producido cambios. A juzgar por el aspecto del lugar, su habitante había estado intentando tocar el violín otra vez. Era incapaz de entender por qué no podía tocar música.

El escritorio estaba hecho un desastre. Estaba todo lleno de libros abiertos y amontonados. Eran los libros que Susan no había aprendido nunca a leer. Algunos de los caracteres flotaban sobre las páginas o se movían formando complejos motivos diminutos que te iban leyendo mientras tú los leías a ellos.

Por la superficie del escritorio había desperdigada una serie de instrumentos intrincados. Parecían vagamente destinados a la navegación, pero ¿en qué océanos y bajo qué estrellas?

También había varias páginas de pergamino llenas de la caligrafía de la Muerte. Resultaba inmediatamente reconocible. Nadie más que Susan hubiera conocido nunca escribía con letra de imprenta.

Parecía que había estado intentando resolver algo.

KLATCH NO. HOWONDALANDIA TAMPOCO. NI EL IMPERIO. DIGAMOS 20 MILLONES DE NIÑOS A UN KILO DE JUGUETES POR NIÑO.

IGUAL A 20.000 TONELADAS. 2.000 TONELADAS POR HORA. RECORDATORIO: NO OLVIDAR LAS PISADAS DE HOLLÍN. PRACTICAR MÁS EL «JO JO JO». COJÍN.

Devolvió el papel con cuidado a su sitio.

Tarde o temprano a uno le acababa afectando. A la Muerte le fascinaban los humanos, y el acto de estudiar nunca iba en una sola dirección. Un hombre podía pasarse toda la vida examinando la vida privada de las partículas elementales y luego descubrir que o bien sabía quién era o bien dónde estaba, pero no ambas cosas. La Muerte se había contagiado de… humanidad. No de la de verdad, sino de algo que se podía confundir con ella hasta que la examinabas de cerca.

La casa incluso imitaba las casas humanas. La Muerte se había creado un dormitorio, a pesar de que no dormía nunca. Si realmente se le contagiaban las cosas de los humanos, ¿había probado acaso la locura? Al fin y al cabo era algo muy popular.

Tal vez, después de tantos milenios, ahora quería ser simpático.

Entró en la Sala de los Biómetros. Cuando era niña le gustaba el ruido que había allí. Pero ahora el susurro de la arena de los millones de relojes y los pequeños «ping» y «pop» que se oían cuando desaparecían los que ya estaban llenos y aparecían otros vacíos, ya no le parecía tan agradable. Ahora sabía lo que estaba pasando. Por supuesto, todo el mundo se moría antes o después. Simplemente no estaba bien escuchar cómo sucedía.

Estaba a punto de irse cuando vio la puerta abierta que había en un sitio donde nunca había visto una puerta antes.

Se encontraba disimulada. Había toda una sección de estanterías, llenas de relojes susurrantes, retirada a un lado.

Susan la empujó adelante y atrás con un dedo. Cuando estaba cerrada, había que fijarse mucho para ver la ranura.

Al otro lado había una sala mucho más pequeña. No era más grande que, por ejemplo, una catedral. Y sus paredes estaban cubiertas de arriba abajo de más relojes de arena que los que Susan podía apenas ver bajo la luz de la sala más grande. Entró y chasqueó los dedos.

—Luz —ordenó. Un par de velas cobraron vida.

Aquellos relojes de arena estaban… mal.

Los de la sala principal, por muy metafóricos que pudieran ser, eran cosas de aspecto sólido hechas de madera y latón y cristal. Pero estos tenían aspecto de estar hechos de reflejos y sombras y no tener ninguna sustancia.

Le echó un vistazo a uno de gran tamaño.

El nombre que tenía escrito era: OFFLER.

¿El dios cocodrilo?, pensó.

Bueno, los dioses tenían vida, presumiblemente. Pero nunca se morían de verdad, por lo que ella sabía. Simplemente se apagaban hasta no ser más que una voz en el viento y una nota al pie en algún libro de texto de religión.

Había algunos dioses más colocados en hileras. Ella reconoció a algunos.

Pero en la estantería había biómetros más pequeños. Cuando vio las etiquetas estuvo a punto de echarse a reír.

—¿El Hada de los Dientes? ¿El Hombre de la Arena? ¿John Barleycorn? ¿El Pato del Pastel del Alma? ¿El Dios de… qué?

Dio un paso atrás y aplastó algo con el pie.

El suelo estaba lleno de cristales rotos. Se agachó y recogió el más grande. Del nombre grabado en el cristal solamente quedaban unas cuentas letras…

PAPÁ PU…

—Oh, no… Era verdad. Abuelo, pero ¿qué has hecho? Cuando se marchó, las velas se apagaron. La oscuridad volvió a invadir el lugar.

Y en la oscuridad, entre la arena derramada, hubo un ligero borboteo y una chispa de luz diminuta…

* * *

Mustrum Ridcully se ajustó la toalla alrededor de la cintura.

—¿Cómo va la cosa, señor Modo?

El jardinero de la universidad le hizo el saludo militar.

—¡Las cisternas están llenas, señor archicanciller, señor! —dijo en tono alegre—. ¡Y llevo todo el día echando leña en las calderas del agua!

Los demás magos del claustro se agolparon en la puerta.

—En serio, Mustrum, de verdad creo que esto es muy insensato —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. Está claro que por algo lo sellarían.

—Recuerde lo que decía en la puerta —dijo el decano.

—Oh, esas cosas las escriben simplemente para que no entre nadie —dijo Ridcully, desenvolviendo una pastilla nueva de jabón.

—Bueno, sí —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Es verdad. Es lo que se suele hacer.

—Es un cuarto de baño —dijo Ridcully—. Estáis actuando todos como si fuera alguna clase de cámara de torturas.

—Un cuarto de baño —dijo el decano— diseñado por Jodido Estúpido Johnson. ¡El archicanciller Ceravieja solamente lo usó una vez y luego lo hizo sellar! ¡Mustrum, le ruego que lo piense mejor! ¡Es un Johnsonl

Hubo una especie de pausa, porque incluso Ridcully tuvo que hacerse a la idea de aquello.

Al desaparecido (o al menos en paradero desconocido) Jenaro Escéfalo Johnson se lo reconocía ampliamente como el peor inventor del mundo, si bien en un sentido muy especializado. Los inventores simplemente malos construían cosas que no funcionaban. Pero él no se contaba entre aquellos mequetrefes. Cualquier tonto podía fabricar algo que no hiciera absolutamente nada cuando apretabas el botón. Él se burlaba de aquellos aficionados de dedos torpes. Todo lo que él construía funcionaba. Simplemente no hacía lo que ponía en la caja. Si querías un misil pequeño tierra-aire, le pedías a Johnson que diseñara una fuente ornamental. Venía a ser más o menos lo mismo. Pero aquello nunca lo desanimó, ni a él ni a la curiosidad morbosa de sus clientes. La música, el diseño de jardines, la arquitectura… sus talentos parecían no empezar nunca.

En todo caso, resultaba un poco sorprendente descubrir que Jodido Estúpido se había pasado al diseño de cuartos de baño. Pero tal como decía Ridcully, se sabía que había diseñado y construido varios órganos musicales de gran tamaño, y si uno iba al fondo del asunto, todo era una simple cuestión de fontanería, ¿no?

Los demás magos, que llevaban más tiempo allí que el archicanciller, eran de la opinión de que si Jodido Estúpido Johnson había construido un cuarto de baño completamente funcional, es porque había intentado hacer otra cosa.

—¿Sabéis? Siempre he creído que al señor Johnson se le ha vilipendiado mucho —acabó por decir Ridcully.

—Bueno, sí, por supuesto —dijo el conferenciante de Runas Recientes, claramente exasperado—. Eso es como decir que la mermelada atrae a las avispas, ¿no?

—No todo lo que hizo funcionaba mal —dijo Ridcully en tono categórico, blandiendo su cepillo para el baño—. Mirad esa cosa que usan abajo en las cocinas para pelar patatas, por ejemplo.

—Ah, ¿se refiere a esa cosa con una placa de latón que dice: «Instrumento de Manicura Mejorado», archicanciller?

—Escuchad, no es más que agua —le espetó Ridcully—. Ni siquiera Johnson podría hacer mucho daño con agua. ¡Modo, abra las compuertas!

El resto de los magos retrocedió mientras el jardinero giraba un par de ruedas de latón ornamentadas.

—¡Estoy harto de buscar a tientas el jabón igual que vosotros! —gritó el archicanciller, mientras el agua fluía a chorros por canales invisibles—. Higiene. ¡Eso es lo que hace falta!

—No diga que no le avisamos —dijo el decano, cerrando la puerta.

—Ejem, todavía no he averiguado adonde van todas las tuberías, señor —se aventuró a decir Modo.

—Ya lo averiguaremos, no tema —dijo Ridcully en tono feliz. Se quitó el sombrero y se puso un gorro de ducha que había diseñado él mismo. En deferencia a su profesión, era puntiagudo. Cogió un patito de goma amarillo—. Demuestre esa hombría con las bombas, señor Modo. O esa enanía, en su caso, claro.

—Sí, archicanciller.

Modo tiró de una palanca. Las tuberías arrancaron con un martilleo y el vapor empezó a escaparse por unas cuantas junturas.

Ridcully echó un último vistazo al lavabo.

Era un tesoro escondido, de eso no había duda. Que dijeran lo que quisieran, seguro que a veces el viejo Johnson debía de acertar, aunque solamente fuera por accidente. La sala entera, incluidos el suelo y el techo, tenía azulejos de color blanco, azul y verde. En el centro, debajo de su corona de tuberías, estaba el Ablutorio Superior Para Interiores «Tifón» Patente de Johnson, con Bandeja de Jabones Automática, un auténtico poema sanitario en madera de caoba, palisandro y cobre.

Había hecho que Modo le sacara brillo a todas las tuberías y grifos de latón hasta que todo reluciera. Había tardado una eternidad.

Ridcully cerró la puerta esmerilada detrás de sí.

El inventor de aquella maravilla ablutoria había decidido convertir una simple ducha en una experiencia completamente controlable, y una pared del enorme cubículo tenía un maravilloso panel cubierto de grifos de latón forjados en forma de sirenas y conchas y, por alguna razón, granadas. Había salidas separadas para el agua salada, el agua dura y el agua blanda y ruedas enormes para un control preciso de la temperatura. Ridcully las examinó con atención.

Luego retrocedió, echó un vistazo a los azulejos y cantó:

—¡Mi, mi, mi!

Su voz reverberó y regresó a él.

—¡Un eco perfecto! —dijo Ridcully, que era un barítono de cuarto de baño nato.

Cogió un tubo de comunicación instalado para permitir que el bañista se comunicara con el ingeniero.

—¡Abra todas las cisternas, señor Modo!

—¡A sus órdenes, señor!

Ridcully abrió el grifo que ponía «Aspersor» y se apartó de un salto, porque una parte de él seguía siendo consciente de que la inventiva de Johnson no se limitaba a pasarse tres pueblos, sino que a menudo podía encontrársela a varios continentes de distancia.

Lo envolvió una ducha suave de agua tibia, casi una neblina que acariciaba.

—¡Caramba! —exclamó, y probó otro grifo.

«Ducha» resultó ser un poco más vigorizante. «Torrente» le hizo boquear en busca de aire y «Diluvio» lo mandó palpando a ciegas hasta el panel porque la parte superior de su cabeza tenía la sensación de que la estaban arrancando. «Ola» generó una muralla de agua salada caliente de un lado a otro del cubículo antes de desaparecer en la rejilla que había instalada en mitad del suelo.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Modo levantando la voz.

—¡De maravilla! ¡Y hay una docena de perillas que todavía no he probado!

Modo asintió y dio unos golpecitos en una válvula. La voz de Ridcully, elevándose en lo que él consideraba que era una canción, resonó por entre las espesas nubes de vapor:

Oh, yooooooo conocía a un trabajador agrícola de alguna clase, posiblemente un techador,

»y lo conocía bien, y él —que ahora que lo pienso, era granjero— tenía una hija, y ahora mismo no me viene a la cabeza cómo se llamaba la hija,

»y… ¿por dónde iba? Ah, sí. Estribillo:

»Nosequé nosequé, una verdura de forma humorística, un nabo, creo, nosequé nosequé y el hermoso ruiseñooooozzx^gpoo— oooooh-ARRGHH oh oh oh…

La canción se interrumpió de golpe. Lo único que Modo oía era el ruido feroz de los borbotones.

—¿Archicanciller?

Al cabo de un momento una voz respondió desde las inmediaciones del techo. Sonaba algo aguda y dubitativa.

—Esto… me pregunto si tendría usted la amabilidad de cerrar el agua desde ahí fuera, querido amigo. Esto… muy despacito, si no le importa.

Modo le dio la vuelta con cuidado a una rueda. El ruido de los borbotones fue remitiendo.

—Ah. Buen trabajo —dijo la voz, ahora desde algún lugar más cercano al nivel del suelo—. Bien. Muy bien hecho. Creo que está claro que podemos considerarlo un éxito. Ejem. Me pregunto si podría usted ayudarme a caminar un momento. Es inexplicable, pero siento que las piernas no me aguantan muy bien.

Modo abrió la puerta y ayudó a Ridcully a salir y a sentarse en un banco.

—Sí, ya lo creo —dijo el archicanciller, con la mirada un poco vidriosa—. Un éxito asombroso. Ejem. Solamente un pequeño detalle, Modo…

—¿Sí, señor?

—Hay un grifo ahí dentro que tal vez deberíamos dejar en paz por ahora —dijo Ridcully—. Se lo agradecería como un gran favor si pudiera hacer usted un letrerito y colgarlo de ese grifo.

—¿Sí, señor?

—Que diga: «No tocar para nada» o algo parecido.

—Sí, señor.

—Cuélguelo en el grifo que dice «Old Faithful».

—Sí, señor.

—No hace falta mencionárselo a los demás.

—No, señor.

—Por los dioses. Nunca me he sentido tan limpio.

Desde un punto aventajado situado entre unos azulejos ornamentales cerca del techo, un pequeño gnomo con bombín observaba con atención a Ridcully.

Después de que Modo se fuera el archicanciller empezó lentamente a secarse con una toalla grande y mullida. A medida que iba recuperando la compostura, otra canción se iba abriendo paso por lo bajo.

Pero mira cómo beben los… bueno, qué más da, cualquier animal, en el río.

»Beben y beben y vuelven a beber, ja, ya lo creo, al final les sentará mal…

El gnomo bajó deslizándose hasta las baldosas y se colocó con sigilo detrás de la figura que se estaba sacudiendo briosamente.

Después de unas cuantas pruebas más, Ridcully se decidió por una canción que siempre se acaba por desarrollar en todos los planetas que tienen invierno. A menudo es puesta forzosamente al servicio de alguna religión local y se cambia un poco la letra, pero en realidad trata de cosas que tienen que ver con los dioses solamente en la misma forma en que las raíces tienen que ver con las hojas.

… Y si quieres comprar paaan más blanco que la azuceeena…

Ridcully se giró de golpe.

Una esquina de la toalla mojada dio al gnomo en la oreja y lo mandó de culo al suelo.

—¡Te he visto acercarte a escondidas! —bramó el archicanciller—. ¿Qué andas tramando? ¿Qué eres, un ladronzuelo de poca monta?

El gnomo resbaló hacia atrás sobre la superficie mojada.

—¡Eh, qué anda tramando usted, señor, que se supone que no tiene que verme!

—¡Soy un mago! Podemos ver las cosas que están ahí de verdad, ya sabes —dijo Ridcully—. Y en el caso del tesorero, también las cosas que no están ahí. ¿Qué hay en este saco?

—¡No le recomiendo que abra el saco, señor! ¡De verdad que no le conviene para nada!

—¿Por qué? ¿Qué tienes dentro?

El gnomo hizo un gesto de abatimiento.

—No es lo que hay dentro, señor. Es lo que va a salir. ¡Las tengo que dejar salir una cada vez, no hay forma de saber lo que pasaría si salen todas juntas!

Ridcully pareció interesado y empezó a desatar el cordel del saco.

—¡De verdad que deseará no haberlo hecho, señor! —suplicó el gnomo.

—¿Ah, sí? ¿Qué está haciendo aquí, joven? El gnomo se rindió.

—Bueno… ¿Conoce al Hada de los Dientes?

—Sí. Claro —dijo Ridcully.

—Bueno… yo no soy ella. Pero… es como que nos dedicamos a lo mismo…

—¿A qué? ¿A llevarse cosas?

—Esto… no, llevarse cosas mismamente no. Más del tipo… traer…

—Ah, ¿como dientes nuevos?

—Esto… como verrugas nuevas —dijo el gnomo.

* * *

La Muerte tiró el saco al fondo del trineo y después se subió.

—Lo está haciendo bien, amo —dijo Albert.

ESTE COJÍN ME SIGUE RESULTANDO INCÓMODO —dijo la Muerte, tirándose del cinturón hacia arriba—. NO ESTOY ACOSTUMBRADO A TENER UNA TRIPA GRANDE DE GORDO.

—Algo parecido a una tripa es lo más que le pude conseguir, amo. Parte usted con desventaja, por decirlo así.

Albert desenroscó el tapón de una botella de té frío. Tanto jerez le estaba dando sed.

—Lo está haciendo bien, amo —repitió, dando un trago—. Todo el hollín en la chimenea, las pisadas, los traguitos de jerez, las huellas del trineo por todos los tejados… tiene que funcionar.

¿Tú CREES?

—Seguro.

Y ME HE ASEGURADO DE QUE ALGUNOS ME VEAN. YO LO NOTO CUANDO ESTÁN MIRANDO A ESCONDIDAS —añadió la Muerte con orgullo.

—Bien hecho, señor.

SÍ.

—Aunque le voy a dar un consejo. Con decir solamente «Jo, jo, jo» ya vale. No diga: «Temblad, efímeros mortales», a menos que quiera que crezcan y se hagan prestamistas o cosas por el estilo.

JO. JO. JO.

—Sí, realmente le está cogiendo el tranquillo. —Albert echó un vistazo apresurado a su cuaderno a fin de que la Muerte no le viera la cara—. Aunque tengo que decirle, amo, lo que de verdad iría bien es una aparición en público. En serio.

OH, ES ALGO QUE NO SUELO HACER.

—Papá Puerco es más tipo figura pública, amo. Y una buena aparición en público nos iría mejor que dejarse ver por casualidad delante de todos los niños que quiera. Va bien para los viejos músculos de la fe.

¿EN SERIO? JO. JO. JO.

—Vale, vale, eso está muy bien, amo. ¿Por dónde iba yo…? Sí… Las tiendas abren hasta tarde. A muchos niñitos los llevan a ver a Papá Puerco, ¿entiende? No al de verdad, claro. Los llevan a ver al viejales de turno con una almohada dentro del jersey, sin ánimo de ofender, amo.

¿NO AL DE VERDAD? Jo. Jo. Jo.

—Oh, no. Y no hace falta que…

¿LOS NIÑOS LO SABEN? Jo. Jo. Jo.

Albert se rascó la nariz.

—Digo yo que sí, amo.

PUES NO DEBERÍA SER ASÍ. NO ME EXTRAÑA QUE HAYA HABIDO… ESTA DIFICULTAD. ¿SE HA PUESTO EN JAQUE LA FE? Jo. Jo. Jo.

—Podría ser, amo. Esto, lo del «jo, jo…».

¿DÓNDE TIENE LUGAR ESA FARSA? Jo. Jo. Jo.

Albert se rindió.

—Bueno, en el Mindunli’s de La Matanza, por ejemplo. Es muy popular, la Gruta de Papá Puerco. Parece ser que siempre tienen un buen Papá Puerco.

VAMOS ALLÁ Y ENTRINEÉMOSLES LO QUE ES BUENO. JO. JO. JO.

—Como usted diga, amo.

ESO ERA UN RETRUÉCANO O JUEGO DE PALABRAS, ALBERT. NO SÉ SI TE HAS DADO CUENTA.

—Me estoy partiendo de la risa por dentro, amo. Jo. Jo. Jo.

* * *

El archincanciller Ridcully sonrió.

Sonreía a menudo. Era uno de esos hombres que sonreían hasta cuando estaban enfadados, pero ahora estaba sonriendo porque estaba orgulloso. Un poco dolorido todavía, tal vez, pero aun así orgulloso.

—Un cuarto de baño asombroso, ¿verdad? —dijo—. Lo tenían emparedado, ya sabes. Menuda tontería. O sea, tal vez tenía algunos problemillas iniciales —y cambió de postura con cautela—, pero eso es normal. Tiene de todo, ¿lo ves? Baños para los pies en forma de conchas de almeja, mira. Todo un guardarropa de albornoces. Y esa bañera de ahí tiene una especie de soplador para poder darte baños de burbujas sin tener que comer legumbres siquiera. Y este trasto de aquí sostenido por sirenas es un cuenco especial para las uñas cortadas de los pies. Tiene de todo, este sitio.

—¿Un cuenco especial para las uñas cortadas de los pies? —preguntó el Gnomo de las Verrugas.

—Oh, todo cuidado es poco —dijo Ridcully, levantando la tapa de una jarra ornamentada que ponía SALES DE BAÑO y sacando de allí una botella de vino—. Te haces con algo de alguien, como por ejemplo las uñas cortadas, y ya los tienes bajo tu control. Eso es magia de verdad de la de toda la vida. Desde el principio de los tiempos.

Levantó la botella de vino para verla al trasluz.

—Ya tendría que estar bien fría —dijo, sacando el tapón de corcho—. Conque verrugas, ¿eh?

—Ya querría yo saber por qué —dijo el gnomo.

—¿Quieres decir que no lo sabes?

—Pues no. Me desperté de repente y era el Gnomo de las Verrugas.

—Desconcertante —dijo Ridcully—. Mi padre me decía que si ibas por ahí descalzo vendría el Gnomo de las Verrugas, pero yo nunca creí que existieras. Creía que se lo había inventado él. O sea, las hadas de los dientes, vale, y esos cabroncetes que viven en las flores, yo mismo me dedicaba a recogerlos cuando era niño, pero de las verrugas no recuerdo nada. —Bebió con cara pensativa—. Tengo un primo lejano que se llama Verruga, de hecho. Suena bastante bien, si uno lo piensa.

Miró al gnomo por encima de su vaso.

Uno no llegaba a ser archicanciller sin la capacidad para percibir cosas sutilmente equivocadas en una situación dada. Bueno, esto no era del todo cierto. Sería más preciso decir que uno no seguía siendo archicanciller durante mucho tiempo.

—Es un trabajo que está bien, ¿no? —dijo en tono pensativo.

—La caspa sería mejor —dijo el gnomo—. Por lo menos trabajaría al aire libre.

—Creo que será mejor que le echemos un vistazo a esto —dijo Ridcully—. Por supuesto, puede que no sea nada.

—Vaya, gracias —dijo el Gnomo de las Verrugas en tono lúgubre.

* * *

Aquel año tenían una Gruta maravillosa, se dijo a sí mismo Vernon Mindunli. El personal se había esforzado mucho. El trineo de Papá Puerco era una obra de arte en sí mismo, y los cerdos parecían reales de verdad y eran de un tono rosa estupendo.

La Gruta ocupaba casi todo el primer piso. A uno de los duendes lo habían sancionado por fumar detrás de la Cascada del Tintineo Mágico, y los Muñecos Mecánicos de Todas Las Naciones que demostraban que Todos Nos Podemos Llevar Bien se movían de forma un poco entrecortada y daban problemas, pero en líneas generales, se dijo a sí mismo, era un espectáculo que Alegraba los Corazones de los Niños de Todas Partes.

Los niños estaban haciendo cola con sus padres y mirando el espectáculo con los ojos como platos.

Y estaba entrando dinero. Oh, y de qué manera.

Para que el personal no se sintiera Tentado, el señor Mindunli había desplegado una estructura de cables que cruzaban los techos de la tienda. En el medio de cada sala había una cajera dentro de una pequeña jaula. Los empleados cogían el dinero de los clientes, lo metían dentro de un pequeño funicular mecánico y se lo mandaban zumbando por el techo a la cajera, que calculaba el cambio y lo mandaba traqueteando de vuelta. De esa forma no existía la posibilidad de la Tentación, y los pequeños vagones de funicular iban disparados de un lado para otro como fuegos artificiales.

Al señor Mindunli le encantaba la Vigilia de los Puercos. Al fin y al cabo, era para los Niños.

Se metió los dedos en los bolsillos del chaleco y sonrió ampliamente.

—¿Va todo bien, señorita Harding?

—Sí, señor Mindunli —respondió la cajera en tono dócil.

—Estupendo —dijo mirando el montón de monedas.

Una pequeña descarga eléctrica zigzagueante salió crepitando de ellas y tomó tierra en la rejilla metálica.

El señor Mindunli parpadeó.

Delante de él a la señorita Harding le salían chispas de la montura metálica de las gafas.

El decorado de la Gruta cambió. Durante una sola fracción de segundo el señor Mindunli tuvo una sensación de velocidad, como si lo que apareció se hubiera detenido dando un frenazo. Lo cual era ridículo.

Los cuatro cerdos rosados de cartón piedra explotaron. Al señor Mindunli le rebotó un hocico de cartón en la cabeza.

Allí, sudando y gruñendo en el sitio donde habían estado los cerditos, había… bueno, supuso que serían cerdos, porque los hipopótamos no tenían orejas puntiagudas ni aros atravesándoles los hocicos. Pero aquellas criaturas eran enormes y grises y tenían el pelo pinchudo y encima de cada uno de ellos flotaba una nubecilla de vapor acre.

Y no tenían un aspecto dulce. No tenían nada de encantador. Uno se giró para mirarlo con unos ojillos pequeños y rojos y no dijo «oink», que era el sonido que el señor Mindunli, nacido y criado en la ciudad, había asociado siempre con los cerdos.

Dijo:

¿Ghnaaarrrwnnjj?

El trineo también había cambiado. A él le gustaba mucho el de antes. Estaba lleno de partes delicadas, onduladas y de color plateado. Él mismo había supervisado en persona cómo pegaban cada estrellita centelleante. Pero aquel artefacto espléndido había quedado reducido a astillas que ahora relucían desperdigadas alrededor de otro trineo con aspecto de estar hecho con troncos mal serrados y colocados sobre dos patines enormes de madera. Parecía antiguo y tenía caras esculpidas en la madera, unas caras sonrientes, toscas y desagradables que se veían bastante fuera de lugar.

Los padres estaban gritando e intentaban apartar a sus hijos de aquella cosa, pero no estaban teniendo mucha suerte. Los niños gravitaban hacia allí como moscas atraídas por la mermelada.

El señor Mindunli corrió hacia aquella cosa terrible agitando los brazos.

—¡Deténganse! ¡Deténganse! —gritó—. ¡Van a asustar a los Niños!

Oyó que un niñito que tenía detrás decía:

—¡Tienen colmillos! ¡Mola!

Su hermana dijo:

—¡Eh, mira, ese de ahí está haciendo pipí! —Se estaba elevando una nube tremenda de humo amarillo—. ¡Mira, el pipí está llegando a las escaleras! ¡Que todos los que no saben nadar se agarren a las barandillas!

—Si te portas mal, se te comen, ¿sabes? —dijo una niñita en tono obvio de aprobación—. Enterito. Hasta los huesos. Los trituran.

Otro niño más mayor opinó:

—Mira que eres cría. No son reales. Simplemente tienen un mago que hace la magia. O bien son mecánicos. Todo el mundo sabe que no existen de v…

Uno de los cerdos se volvió para mirarlo. El niño se colocó detrás de su madre.

El señor Mindunli, con lágrimas de rabia cayéndole por la cara, se abrió paso forcejeando por entre la multitud en movimiento hasta llegar a la Gruta de Papá Puerco. Agarró a un duendecillo aterrado.

—Es la Campaña por las Estaturas Igualitarias la que ha hecho esto, ¿verdad? —gritó—. ¡Se han propuesto arruinarme! ¡Y se lo están estropeando todo a los Niños! ¡Mira a esos encantadores muñequitos!

El duendecillo vaciló. Los niños se estaban apiñando alrededor de los cerdos, a pesar de los esfuerzos continuados de sus madres. La niña pequeña le estaba dando una naranja a uno de ellos.

Pero el espectáculo animado de los Muñecos De Todas Las Naciones era el que estaba teniendo los problemas más evidentes. La caja de música que sonaba de fondo seguía poniendo Qué bonito sería que todo el mundo fuera amable, pero las barras que movían a las figuras se habían torcido y deformado, de manera que el niño klatchiano le estaba pegando rítmicamente en la cabeza a la niña omniana con su lanza ceremonial, mientras que la niña con traje nacional agateo estaba dando patadas repetidamente en la oreja a un pequeño druida nellofselekiano. Un coro de niños pequeños se dedicaba a animarlos indiscriminadamente.

—Hay, ejem, hay más problemas en la Gruta, señor Mindun… —empezó a decir el duendecillo.

Una figura roja y blanca se abrió paso entre la aglomeración y le puso una barba falsa en las manos al señor Mindunli.

—Se acabó —dijo el anciano con disfraz de Papá Puerco—. No me importan el olor a naranjas ni la humedad en los pantalones, pero esto no lo pienso aguantar.

Y se alejó dando zancadas por entre la cola. El señor Mindunli le oyó añadir:

—¡Y él ni siquiera lo hace bien!

El señor Mindunli continuó abriéndose paso.

Había alguien sentado en el trono. Tenía un niño sobre la rodilla. Era una figura… extraña. Ciertamente llevaba algo parecido a un disfraz de Papá Puerco, pero la mirada del señor Mindunli no paraba de desviarse, no conseguía enfocarse en la figura, pasaba rozándola y trataba de colocarla en el borde de su campo visual. Era como intentar mirarte tu propia oreja.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Qué está pasando aquí? —exigió saber el señor Mindunli.

Una mano lo cogió con firmeza del hombro. Se giró y vio la cara de un Duendecillo de la Gruta. Por lo menos, llevaba el disfraz de un Duendecillo de la Gruta, aunque algo torcido, como si se lo hubiera puesto a toda prisa.

—¿Quién eres tú?

El duendecillo se sacó la colilla toda chupada de la boca y le dedicó una sonrisa torcida.

—Puedes llamarme Tío Chungo —dijo.

—¡Usted no es un duendecillo!

—Na, soy un hada remendona, señor.

Detrás de Mindunli, una voz dijo:

¿Y QUÉ QUIERES PARA LA VlGILIA DE LOS PUERCOS, PEQUEÑO HUMANO?

Delante del… bueno, tenía que pensar en él como el Papá Puerco usurpador… había una criatura pequeña de sexo indeterminado que parecía ser en su mayor parte un gorro de lana con pompón.

El señor Mindunli sabía cómo funcionaba aquello en teoría. Se suponía que funcionaba así: el niño siempre se quedaba alelado y entonces la madre atenta se inclinaba hacia delante y miraba a Papá Puerco a los ojos y decía en tono enfático, con esa voz que usan los adultos cuando están conspirando contra los niños:

—Quieres una Muñequita Camarina, ¿verdad, Doreen? Y el Juego de Cocina «Igual Que Mamá» que hay en el escaparate. Y el Libro Recortable de Cocinitas. ¿Y qué se dice?

Y la criatura aturdida murmuraba: «Gaziaz», y entonces le daban un globo o una naranja.

Aquella vez, sin embargo, no funcionó así.

La madre solamente tuvo tiempo de decir:

—Quieres una…

¿POR QUÉ TE CUELGAN LAS MANOS DE CORDONES, NIÑA?

La criatura se miró primero los brazos y luego los mitones que le colgaban de las mangas. Los sostuvo para poder examinarlos bien.

—Gantez —dijo.

YA VEO. MUY PRÁCTICO.

—¿Edez de verdá? —dijo el gorro con pompón.

¿A TI QUÉ TE PARECE?

El gorro con pompón soltó una risita.

—¡He vizto que tu zerdito hazía pipí! —dijo, y en su tono estaba implícita la sugerencia de que era poco probable que aquello fuera destronado como la cosa más cautivadora que el gorrito con pompón había visto en su vida.

OH. EJEM… BIEN.

—Y lo que tenía eno’me ez…

¿QUÉ QUIERES PARA LA VIGILIA DE LOS PUERCOS?, se apresuró a decir Papá Puerco.

La madre volvió a coger el hilo de la negociación y dijo en tono cortante:

—Quiere un…

Papá Puerco chasqueó los dedos con impaciencia. A la madre se le cerró la boca de golpe.

La niña pareció notar que allí había una oportunidad única en la vida y habló a toda prisa.

—Quiedo un ejézito. Y un caztillo mu gande con cozaz puntiagudaz —dijo la criatura—. Y unaz pada.

¿CÓMO DICES?, preguntó Papá Puerco.

—¿Unaz pada gande? —dijo la niña, después de una pausa para cavilar en profundidad.

DE ACUERDO.

Tío Chungo le dio un codazo a Papá Puerco.

—Le tienen que dar las gracias —dijo.

¿ESTÁS SEGURO? LA GENTE NO ME LAS SUELE DAR.

—Quiero decir que le dan las gracias a Papá Puerco —dijo Albert entre dientes—. Que es usted, ¿verdá?

SÍ. CLARO. EJEM. TIENES QUE DECIR GRACIAS.

—Gaziaz.

Y PORTARTE BIEN. ESO ES PARTE DEL ACUERDO.

—Zí.

ENTONCES TENEMOS UN CONTRATO.

Papá Puerco rebuscó en su saco y sacó del mismo…

… un castillo a escala muy grande con, según la interpretación correcta, tejados cónicos azules puntiagudos sobre unas torretas con capacidad para encerrar a princesas…

… una caja de varios centenares de caballeros y guerreros variados…

… y una espada. Medía un metro veinte de largo y tenía una hoja reluciente.

La madre respiró hondo.

—¡No le puede dar eso! —gritó—. ¡No es seguro!

ES UNA ESPADA, DIJO PAPÁ PUERCO. NO ESTÁ HECHA PARA SER SEGURA.

—Pero ¡es una niña! —gritó Mindunli.

ES UN REGALO EDUCATIVO.

—¿Y si se corta?

ESO SERÁ UNA LECCIÓN IMPORTANTE.

Tío Chungo susurró algo en tono presuroso.

¿EN SERIO? AH, BUENO. SUPONGO QUE NO SOY QUIÉN PARA DISCUTIR ESO.

La hoja de la espada se volvió de madera.

—¡Y tampoco quiere todas esas otras cosas! —dijo la madre de Doreen, contradiciendo a la testigo anterior—. ¡Es una niña! ¡Además, no me puedo permitir de ningún modo regalos tan grandes como esos!

YO CREÍA QUE LOS REGALABA, dijo Papá Puerco, en tono perplejo.

—¿De verdad? —dijo la madre.

—¿De verdad? —dijo Mindunli, que había estado escuchando horrorizado—. ¡Claro que no! ¡Son nuestros productos! ¡No se pueden regalar! ¡La Vigilia de los Puercos no es para regalar! O sea… sí, claro, claro que se regalan cosas —se corrigió a sí mismo, consciente de que había gente mirando—, pero primero se tienen que comprar, ¿entienden? O sea… ja, ja. —Soltó una risa nerviosa, cada vez más consciente de la extrañeza que se iba extendiendo a su alrededor y de la mirada intensa de Tío Chungo—. Tampoco es que los juguetes los fabriquen unos pequeños elfos en el Eje, ja, ja…

—Claro que no —dijo Tío Chungo en tono sabio—. Habría que ser un maníaco para pensar siquiera en darle un formón a un elfo, a menos que quieras sus iniciales grabadas en tu frente.

—¿Quiere decir que todo esto es gratis? —preguntó la madre de Doreen en tono astuto, sin dejar que la desviaran del que ella veía como elemento central de la discusión.

El señor Mindunli miró los juguetes con expresión impotente. Ciertamente no parecían venir de sus existencias.

Luego intentó mirar fijamente al nuevo Papá Puerco. Todas las neuronas de su cerebro le estaban diciendo que tenía delante a un hombre gordo y risueño vestido con un traje rojo y blanco.

Bueno… casi todas las neuronas. Unas cuantas de las más achispadas le estaban diciendo que en realidad sus ojos estaban informando de otra cosa, pero no se ponían de acuerdo acerca de qué. Un par de ellas se había apagado por completo.

Las palabras se le escaparon entre dientes.

—Parecer ser… que sí —dijo.

Aunque era la Vigilia de los Puercos los edificios de la universidad estaban abarrotados. Los magos nunca se iban a la cama temprano de todas maneras, [13] y por supuesto estaba el esperado Banquete de la Noche de la Vigilia de los Puercos a medianoche.

Para hacerse una idea de la magnitud del Banquete de la Noche de la Vigilia de los Puercos, baste decir que un aperitivo ligero en la UI consistía en nada más que tres o cuatro platos, sin contar los quesos y los frutos secos.

Algunos de los magos llevaban semanas practicando. El decano en concreto ahora era capaz de levantar un pavo de diez kilos con un tenedor. Tener que esperar hasta la medianoche simplemente añadía un matiz de vigor a unos apetitos ya profesionalmente afinados.

* * *

Había un aire general de expectación agradable, un chisporroteo general de glándulas salivares, una reunión general y meticulosa de todas las pastillas y polvos con vistas al momento, varias horas más adelante, en que los dieciocho platos se aglomeraran en algún punto por debajo de la caja torácica y emprendieran el contraataque.

Ridcully salió afuera bajo la nieve y se subió el cuello de la túnica. En el Edificio de Magia de Altas Energías estaban encendidas todas las luces.

—No lo sé, no lo sé —murmuró—. Es la Noche de la Vigilia de los Puercos y siguen trabajando. No es natural. Cuando yo era estudiante, a estas horas ya había vomitado dos veces…

En realidad, Ponder Stibbons y su grupo de estudiantes del área de investigación sí habían hecho una concesión a la Noche de la Vigilia de los Puercos. Habían decorado a Hex con acebo y habían puesto un gorro de papel sobre la enorme cúpula de cristal donde estaba el hormiguero principal.

Cada vez que entraba allí, a Ridcully le parecía que habían hecho algo nuevo en el… artefacto, o máquina pensante, o lo que fuera aquello. A veces aparecían cosas de la noche a la mañana. En alguna ocasión, de acuerdo con Stibbons, Hex en pers… el mismo Hex dibujaba planos de partes adicionales que él… que aquella cosa necesitaba. Todo aquello le ponía los pelos de punta a Ridcully, y ahora además le estaba saliendo un pelo de punta adicional al ver al tesorero sentado delante de la cosa. Por un momento, se olvidó por completo de las verrugas.

—¿Qué estás haciendo aquí, viejo amigo? —preguntó—. Tendrías que estar dentro, dando saltos para hacer más sitio para esta noche.

—Hurra por el rosa, el gris y el verde —dijo el tesorero.

—Esto… hemos pensado que Hex podría resultar… ya sabe… útil, señor —dijo Ponder Stibbons, que gustaba de considerarse a sí mismo el máximo representante de la cordura en la universidad—. En relación al problema del tesorero. Hemos pensado que sería un bonito regalo de la Vigilia de los Puercos para él.

—Por los dioses, el tesorero no tiene problemas —dijo Ridcully, y le dio unas palmaditas al hombre absurdamente sonriente en la cabeza, mientras articulaba en silencio las palabras «loco como una regadera»—. Simplemente se le va un poco la cabeza, eso es todo. He dicho que SE TE VA UN POCO LA CABEZA, ¿eh? Es normal, pasa demasiado tiempo sumando números. No sale al aire fresco. He dicho que ¡NO SALES AL AIRE FRESCO, VIEJO AMIGO!

—Hemos pensado, ejem, que tal vez le gustaría tener a alguien con quien hablar —dijo Ponder.

—¿Cómo? ¿Cómo? Pero ¡si yo hablo con él todo el tiempo! Siempre estoy intentando evitar que se encierre en sí mismo —dijo Ridcully—. Es importante evitar que se quede por ahí deprimido.

—Esto… sí… claro —dijo Ponder en tono diplomático. Recordaba al tesorero como un hombre cuya idea de la diversión había consistido antaño en un huevo duro pasado por agua—. Así pues… ejem… bueno, intentémoslo una vez más, ¿vale? ¿Está usted listo, señor Taladrosoga?

—Sí, gracias, uno verde con canela si no es demasiado problema.

—No entiendo cómo va a poder hablar con una máquina —dijo Ridcully en tono huraño—. Esa cosa no tiene orejas, caray.

—Ah, bueno, de hecho le hemos fabricado una oreja —dijo Ponder—. Esto…

Señaló un tambor enorme metido dentro de un laberinto de tubos.

—¿Eso que sobresale al final no es la trompetilla del viejo Windle Poons? —preguntó Ridcully con recelo.

—Sí, archicanciller —Ponder carraspeó—. El sonido, fíjese usted, se transmite en forma de ondas…

Se detuvo. En su mente aparecieron varias premoniciones hechiceriles. Simplemente supo que Ridcully iba a dar por sentado que estaba hablando del mar. Iba a haber uno de esos enormes malentendidos sin fondo que siempre tenían lugar cuando alguien intentaba explicarle cualquier cosa al archicanciller. Palabras como «espuma» y posiblemente «helado» y «arena» estaban simplemente…

—Todo funciona con magia, archicanciller —dijo, rindiéndose.

—Ah. Vale —dijo Ridcully. Sonaba un poco decepcionado—. Entonces no es ninguno de esos asuntos complicados con muelles y ruedas dentadas y tubos y cosas de esas.

—Exacto, señor —dijo Ponder—. Solamente magia. Magia lo suficientemente avanzada.

—Muy bien. ¿Y qué hace?

—Hex puede oír lo que decimos.

—Interesante. Le ahorra a uno todo eso de hacer agujeros en cartulinas y pulsar teclas que os ocupa todo el tiempo…

—Mire esto, señor —dijo Ponder—. Muy bien, Adrián. Inicializa la PPG.

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó Ridcully, detrás de su espalda.

—Qui… quiere decir que tire de la Palanca Puñeteramente Grande —dijo Ponder, de mala gana.

—Ah. Se dice más deprisa. —Ponder suspiró.

—Sí. Eso es, archicanciller.

Hizo una señal con la cabeza a uno de los estudiantes, que tiró de una palanca grande y roja que ponía: «No Tirar de Esta Palanca». En algún lugar dentro de Hex giraron los engranajes. En las granjas de hormigas se abrieron trampillas diminutas y millones de hormigas empezaron a corretear por las redes de tubos de cristal. Ponder tecleó algo en el enorme teclado de madera.

—No entiendo cómo podéis acordaros de cómo se hacen todas estas cosas —dijo Ridcully, todavía mirándolo con lo que a Ponder le pareció que era interés divertido.

—Oh, en su mayor parte es intuitivo, archicanciller —dijo Ponder—. Aunque obviamente al principio hay que pasar mucho tiempo aprendiéndolo. Y ahora, tesorero —añadió—, si no le importa decir algo…

—¡Dice que DIGAS ALGO, TESOREEERO! —vociferó solícitamente Ridcully en la oreja del tesorero.

—¿Sacacorchos? Es para partirse de risa, eso dice la tata —dijo el Tesorero.

Dentro de Hex empezaron a girar las cosas. Al fondo de la sala comenzó a moverse pesadamente una enorme rueda de molino de agua cubierta de cráneos de oveja.

Y la pluma de oca que había dentro de su red de muelles y guías empezó a escribir:

+++¿Por Qué Cree Que Es Usted Algo Para Partirse De Risa?+++

El tesorero vaciló un momento. Luego dijo:

—Tengo mi propia cuchara, ¿sabes?

+++Hábleme De Su Cuchara+++

—Esto… es una cuchara pequeña…

+++¿Le Preocupa A Usted Su Cuchara?+++

El tesorero frunció el ceño. Luego pareció recuperarse.

—Caray, aquí viene el señor Gelatina —dijo, pero no sonó nada convencido de ello.

+++¿Cuánto Tiempo Lleva Usted Siendo El Señor Gelatina?+++

El tesorero lo fulminó con la mirada.

—¿Te estás burlando de mí? —preguntó.

—¡Asombroso! —dijo Ridcully—. ¡Ha conseguido dejarlo sin respuesta! ¡Funciona mejor que las pastillas de extracto de rana! ¿Cómo lo habéis conseguido?

—Ejem… —dijo Ponder—. Pues simplemente ha pasado, sin más…

—Asombroso —dijo Ridcully. Sacudió la ceniza de su pipa sobre el adhesivo «Hormiguero Dentro» de Hex, lo cual hizo que Ponder se estremeciera—. Entonces, ¿esta cosa es una especie de enorme cerebro artificial?

—Se podría ver así —dijo Ponder, con cautela—. Por supuesto, en realidad Hex no piensa. No de verdad. Solamente parece que piense.

—Ah. Como el decano —dijo Ridcully—. ¿Crees que podríamos poner un cerebro así dentro de la cabeza del decano?

—Pesa diez toneladas, archicanciller.

—Ah. ¿En serio? Oh. Entonces haría falta una palanca bastante grande. —Hizo una pausa y se buscó algo en el bolsillo—. Ya sabía yo que había venido por algo —añadió—. Este joven que tengo aquí es el Gnomo de las Verrugas…

—Hola —dijo el Gnomo de las Verrugas con timidez.

—… que parece haber cobrado existencia de golpe para estar con nosotros aquí esta noche. Y ya sabes, he pensado: esto es un poco raro. Por supuesto, la Noche de la Vigilia de los Puercos siempre tiene algo un poco irreal —dijo Ridcully—. Es la última noche del año y todo eso. Cuando Papá Puerco pasa zumbando y esas cosas. La hora de las sombras más oscuras y todo eso. Y se amontona toda la basura sobrenatural del año que se acaba. Puede pasar cualquier cosa. Se me ocurrió simplemente que podríais echarle un vistazo. Probablemente no haya nada de que preocuparse.

—¿Un Gnomo de las Verrugas? —dijo Ponder.

El Gnomo agarró su saco en gesto defensivo.

—Supongo que tiene tanto sentido como muchas otras cosas —dijo Ridcully—. Después de todo, existe el Hada de los Dientes, ¿verdad? También podríamos preguntarnos por qué tenemos un Dios del Vino y no un Dios de las Resacas…

Se calló.

—¿Alguien más ha oído ese ruido ahora mismo? —preguntó.

—¿Cómo dice, archincanciller?

—¿Una especie de clinclinclinclín? ¿Como un ruido de cascabeles?

—Yo no he oído nada así, señor.

—Oh. —Ridcully se encogió de hombros—. En fin… ¿qué estaba diciendo yo?… Sí… que hasta esta noche nadie oyó nunca hablar del Gnomo de las Verrugas.

—Es verdad —repuso el gnomo—. Ni siquiera yo he oído hablar de mí hasta esta noche, y yo soy yo.

—Veremos qué podemos averiguar, archicanciller —dijo Ponder diplomáticamente.

—Bien dicho. —Ridcully se volvió a meter al gnomo en el bolsillo y miró a Hex—. Asombroso —repitió—. Es verdad que parece que piense, ¿eh?

—Esto… sí.

—Pero ¿no está pensando de verdad?

—Esto… no.

—Entonces… ¿solamente da la impresión de estar pensando pero en realidad es todo una farsa?

—Esto… sí.

—Entonces es como todo el mundo, en realidad —dijo Ridcully.

* * *

El niño miró a Papá Puerco con expresión calculadora mientras se sentaba en la rodilla oficial.

—Vamos a dejar las cosas claras. Sé que usted es solamente alguien disfrazado —dijo—. Papá Puerco es una imposibilidad biológica y temporal. Confío en que nos entendamos mutuamente.

AH. ¿O SEA QUE NO EXISTO?

—Correcto. Esto no es más que una fruslería estacional y, perdone que lo diga, galopantemente mercantil. Mi madre ya me ha comprado los regalos. Yo le he dado instrucciones para que eligiera los regalos correctos, claro. Ella se equivoca a menudo.

Papá Puerco echó un breve vistazo a la viva imagen sonriente y preocupada de la ineficacia materna que pululaba cerca de ellos.

¿CUÁNTOS AÑOS TIENES, NIÑO? —El niño puso los ojos en blanco.

—Eso no es lo que tiene que preguntar —dijo—. Yo ya he hecho esto antes, ¿sabe? Tiene que empezar preguntándome mi nombre.

AARON FIDGET, «LOS PINOS», CARRETERA DEL BORDE, ANKH-MORPORK.

—Supongo que se lo ha dicho alguien —dijo Aaron—. Supongo que esta gente disfrazada de duendecillos obtiene la información de las madres.

Y TIENES OCHO AÑOS, YENDO PARA… EH, UNOS CUARENTA Y CINCO.

—Supongo que cuando pagan los juguetes hay que rellenar impresos —dijo Aaron.

Y QUIERES EL LIBRO REPTILES INOFENSIVOS DE LAS LLANURAS STO DE NOGAL, UNA VITRINA, UN ÁLBUM DE COLECCIONISTA, UN FRASCO PARA GUARDAR INSECTOS Y UNA PLANCHA PARA LAGARTOS, ¿QUÉ ES UNA PLANCHA PARA LAGARTOS?

—No se pueden pegar cuando todavía están gordos, ¿o es que no lo sabe? Supongo que mi madre le ha contado a usted lo que quería cuando me distraje momentáneamente con la muestra de lápices. Mire, ¿por qué no terminamos con esta farsa? Limítese a darme mi naranja y no hablaremos más del tema.

PUEDO DAR MUCHO MÁS QUE NARANJAS.

—Sí, sí, ya lo he visto. Probablemente se haga en connivencia con cómplices para atraer a clientes fáciles de engañar. Oh, cielos, si hasta lleva una barba postiza. Por cierto, abuelo, ¿ha visto que su cerdo…?

SÍ.

—Supongo que todo se hace con espejos y cuerdas y tubos. A mí me ha parecido muy artificial. —Papá Puerco chasqueó los dedos.

—Supongo que eso debe de ser una señal —dijo el niño, bajándose—. Muchas gracias.

FELIZ VIGILIA DE LOS PUERCOS —dijo Papá Puerco mientras el niño se alejaba.

Tío Chungo le dio una palmadita en el hombro.

—Muy bien hecho, amo —dijo—. Muy paciente. Yo le habría arreado un guantazo en toda la oreja.

OH, ESTOY SEGURO DE QUE ACABARÁ VIENDO LO EQUIVOCADO QUE ESTÁ. —La capucha roja se giró para que solamente Albert pudiera ver sus profundidades—. EN CUANTO ABRA ESAS CAJAS QUE CARGABA SU MADRE… JO, JO, JO.

* * *

—¡No lo ates tan fuerte! ¡No lo ates tan fuerte!

IIIC.

La discusión tenía lugar detrás de Susan mientras ella rebuscaba entre los estantes de los desfiladeros de la enorme biblioteca de la Muerte, que era tan grande que en su interior se formarían nubes si se atrevieran.

—Vale, vale —dijo la voz a la que ella estaba intentando no hacer caso—. Así ya vale. Tengo que poder mover las alas, ¿vale?

IIIC.

—Ah —dijo Susan, entre dientes—. Papá Puerco…

No tenía un solo libro, sino varios estantes. El primer volumen parecía estar escrito en un rollo de piel de animal. Papá Puerco era viejo.

—Vale, vale. ¿Cómo estoy?

IIIC.

—¿Señorita? —dijo el cuervo, en busca de una segunda opinión.

Susan levantó la vista. El cuervo pasó a su lado dando brincos, con el pecho de color rojo intenso.

—Pío, pío —dijo—. Saltito saltito hop. Hop hop y más hop.

—No estás engañando a nadie más que a ti mismo —dijo Susan—. Se ve el cordel.

Desplegó el rollo.

—Tal vez debería posarme en un tronco nevado —murmuró el cuervo detrás de ella—. Probablemente eso funcionaría.

—¡No puedo leer esto! —dijo Susan—. Las letras son todas… raras…

—Runas etéreas —dijo el cuervo—. Al fin y al cabo Papá Puerco no es humano.

Susan pasó las manos por encima del cuero fino. Las… formas fluyeron alrededor de sus dedos.

No las podía leer pero sí las podía sentir. Emitían un fuerte olor a nieve, tan realista que su aliento se condensaba en el aire. Había ruidos, cascos de caballos, el crujido de las ramas en un bosque helado…

Una bola luminosa y resplandeciente…

Susan se despertó de golpe y tiró el pergamino a un lado. Desplegó el siguiente, que parecía hecho de tiras de corteza. Los caracteres flotaban sobre su superficie. Fueran lo que fuesen, nunca habían sido diseñados para ser leídos con los ojos. Se podría decir que eran una especie de braille para los dedos de la mente. Las imágenes circularon frente a sus sentidos: piel de animal mojada, sudor, pinos, hollín, aire helado, el aroma a ceniza húmeda, mié… estiércol de cerdo, corrigió rápidamente su mente de institutriz. Había sangre… y sabor a… ¿judías? Eran todo imágenes sin palabras. Sensaciones casi… animales.

—Pero ¡nada de todo esto es correcto! ¡Todo el mundo sabe que es un anciano gordinflón y risueño que reparte regalos entre los niños! —exclamó en voz alta.

—Ahora. Ahora. Pero antes no. Ya sabes cómo son las cosas —dijo el cuervo.

—¿Ah, sí?

—Es como, ya sabes, como los cursos de reciclaje de personal —dijo el cuervo—. Hasta los dioses tienen que cambiar con los tiempos, ¿no es verdad? Es probable que Papá Puerco fuera muy distinto hace miles de años. Tiene sentido. Para empezar, nadie llevaba calcetines. —Se rascó el pico—. Sssí —continuó en tono expansivo—. Probablemente no fuera más que el típico demiurgo invernal. Ya sabes… sangre en la nieve, hacer que salga el sol. Se empieza sacrificando animales, ya sabes, se caza algún animal enorme y peludo y se le da muerte, cosas por el estilo. ¿Sabes que hay gente en lo alto de las montañas del Carnero que mata un carrizo en la Vigilia de los Puercos y va de casa en casa cantando sobre ello? Haciendo tralarí-tralará-por-aquí-por-allá. Muy folclórico, muy mitológico.

—¿Un carrizo? ¿Por qué?

—No lo sé. Tal vez alguien dijo, eh, ¿te gustaría cazar a esa hija de puta de águila con su pico enorme y afilado y sus garras enormes y devastadoras, o algo parecido? ¿O qué tal si en vez de eso cazas a este carrizo, que es básicamente del tamaño de un guisante y dice «pío pío»? Venga, tú eliges. En todo caso, más adelante la cosa desciende al nivel de una religión y empieza ese típico rollo en el que algún pobre desgraciado se encuentra una judía especial en su papeo y «hala», le dice todo el mundo «eres el rey, colega». Y el tío piensa: «Pues esto no está mal del todo», pero nadie le dice que no es buena idea empezar a leer ningún libro largo, porque dos días después está corriendo por la nieve seguido por una docena de desgraciados que lo persiguen con hoces sagradas para que la tierra pueda volver a la vida y se vaya toda la nieve. Muy, ya sabes… muy étnico. Luego a alguna mente brillante se le ocurrió que, oye, parece que el puñetero sol sale igualmente, así que ¿por qué le estamos dando papeo gratis a todos esos druidas? Y lo siguiente que pasa es que hay un trabajo vacante. Eso es lo que pasa con los dioses. Siempre encuentran una forma de, ya sabes… quedarse ahí.

—El puñetero sol sale de todas formas —repitió Susan—. ¿De dónde sacas eso?

—Oh, pura observación. Pasa todas las mañanas. Yo lo he visto.

—Me refiero a todo lo de las hoces sagradas y esas cosas.

El cuervo consiguió poner una expresión petulante.

—Los cuervos en general somos muy sobrenaturales —dijo—. Ío el Ciego, el dios del Trueno, antes tenía unos cuervos mitológicos que volaban por todas partes y le contaban todo lo que estaba pasando.

—¿Antes?

—Bueeno… ya sabes que no tiene ojos en la cara sino unos, esto, globos oculares que flotan por el aire y pasan zumbando… —El cuervo tosió de vergüenza por su especie—. Era un accidente condenado a ocurrir tarde o temprano, en realidad.

—¿Alguna vez pensáis en algo que no sean globos oculares?

—Bueno… están las entrañas.

IIIC.

—Pero tiene razón —dijo Susan—. Los dioses no mueren. Nunca se mueren del todo…

Siempre hay algún lugar, se dijo a sí misma. Dentro de alguna piedra, tal vez, o en la letra de una canción, o montado en la mente de algún animal, o tal vez en un susurro del viento. Nunca se van del todo, se aferran al mundo con la punta de una uña, siempre luchando por encontrar el camino de vuelta. En cuanto se ha sido un dios una vez, se es un dios siempre. Muerto, quizá, pero solamente igual que el mundo en invierno…

—Muy bien —dijo ella—. Vamos a ver qué le ha pasado.

Cogió el último libro y trató de abrirlo por una página al azar…

La sensación la alcanzó desde el libro como un latigazo.… cascos de caballos, miedo, sangre, nieve, frío, noche… Ella dejó caer el pergamino. Que se cerró de golpe. ¿Iiic?

—Estoy… bien.

Bajó la mirada hasta el libro y supo que acababa de recibir una advertencia amistosa, igual que la que podría dar una mascota cuando se muere de dolor pero aun así está lo bastante domesticado como para no arañar ni morder la mano que la alimenta… por esta vez. Estuviera donde estuviera Papá Puerco —muerto, vivo, en alguna parte— quería que lo dejaran en paz…

Echó un vistazo a la Muerte de las Ratas. Sus cuencas oculares diminutas emitieron un destello azul que resultaba desconcertantemente familiar.

IIIC. ¿IC?

—La rata dice que si él quisiera averiguar lo que le ha pasado a Papá Puerco, iría al Castillo de los Huesos.

—Oh, eso es solo un cuento para niños —dijo Susan—. Es el sitio donde se supone que van las cartas que se hacen volar por el tiro de la chimenea. No es más que un cuento viejo.

Se giró. La rata y el cuervo la estaban mirando fijamente. Y ella se dio cuenta de que había sido demasiado normal.

¿IIIC?

—La rata dice: ¿qué quieres decir con eso de «no más que»? —dijo el cuervo.

* * *

Alambrera se acercó hacia Dave el Normal por el jardín. Si es que se lo podía llamar jardín. Era el terreno que rodeaba la… casa. Si es que se la podía llamar casa. Nadie lo mencionaba mucho, pero de vez en cuando era necesario salir. Dentro no se estaba bien.

Tuvo un escalofrío.

—¿Dónde está él? —preguntó.

—Oh, arriba del todo —dijo Dave el Normal—. Todavía intenta abrir esa puerta.

—¿La que tiene tantas cerraduras?

—Sí.

Dave el Normal estaba liando un cigarrillo. Dentro de la casa… o torre, o las dos cosas, o lo que fuera… no se podía fumar, al menos no como correspondía. Cuando se fumaba dentro, el sabor era horrible y acababas mareado.

—¿Para qué? Ya hemos hecho lo que vinimos a hacer, ¿verdad? Nos hemos quedado ahí plantados como unos crios y hemos visto cómo ese memo de mago hacía todos sus cantos, a mí me costaba aguantar la risa. ¿Qué busca ahora?

—Solo ha dicho que si estaba tan bien cerrada, quería ver lo que había dentro.

—¡Yo creía que teníamos que hacer lo que habíamos venido a hacer y marcharnos!

—¿Sí? Díselo a él. ¿Quieres un pitillo de liar?

Alambrera cogió la bolsita de tabaco y se relajó.

—He visto algunos sitios chungos en mi época, pero este se lleva el premio gordo.

—Sí.

—Es lo bonito que es lo que más fastidia de aquí. Y tiene que haber algo más de comer que manzanas.

—Sí.

—Y ese maldito cielo. El maldito cielo me está poniendo de los nervios.

—Sí.

Evitaron mirar aquel maldito cielo. Por alguna razón, daba la sensación de estar a punto de caerse encima de uno. Y era peor si dejabas que tu mirada se desviara hacia la separación que había donde no tendría que haber ninguna separación. El efecto se parecía a tener dolor de muelas en los ojos.

A lo lejos se veía a Banjo columpiarse en un columpio. Era raro, pensó Dave. En aquel sitio Banjo parecía perfectamente feliz.

—Ayer encontró un árbol que daba piruletas —dijo en tono taciturno—. Bueno, yo digo ayer, pero ¿cómo se puede saber? Y se dedica a seguir a ese hombre como un perro. Nadie le ha atizado nunca un puñetazo a Banjo desde que murió nuestra madre. Es como un niño, ya sabes, por dentro. Siempre lo ha sido. Me necesita para todo. Antes, si yo le decía «atízale a este», él iba y lo hacía.

—Y el tío se quedaba bien atizado.

—Sí. Ahora sigue a ese tipo a todas partes. Me pone enfermo.

—Pues, ¿qué haces aquí, entonces?

—Diez mil dólares. Y él dice que hay más, ya sabes. Más de lo que podemos imaginar. —«Él» era siempre Teatime.

—Él no busca solamente dinero.

—Ya, bueno, yo no firmé en ninguna parte para la dominación mundial —dijo Dave el Normal—. Esa clase de cosas te meten en líos.

—Me acuerdo de que tu madre decía cosas así —dijo Alambrera. Dave el Normal puso los ojos en blanco. Todo el mundo se acordaba de Ma Lilywhite—. Una señora muy seria, tu madre. Dura pero justa.

—Sí… dura.

—Me acuerdo de la vez que estranguló a Ron el Lustroso con su propia pierna —continuó Alambrera—. Tenía un derechazo de mil demonios, tu madre.

—Sí. De mil demonios.

—Ella no habría aguantado a alguien como Teatime.

—No —dijo Dave el Normal.

—Le montasteis un funeral encantador. Asistieron casi todas Las Sombras. Le tenían mucho respeto. Todas esas flores. Y todo el mundo parecía tan… —Alambrera no supo qué decir—… feliz. De una forma triste, claro.

—Sí.

—¿Tú tienes alguna idea de cómo volver a casa? —Dave el Normal negó con la cabeza.

—Yo tampoco. Supongo que hay que encontrar el sitio otra vez. —Alambrera tembló—. Caray, lo que él le hizo a aquel cochero… O sea, vaya, yo no me portaría así ni con mi propio padre…

—Sí.

—Los sonados normales, vale, con ellos puedo tratar. Pero él puede estar hablando bastante normal y de pronto…

—Sí.

—Tal vez los dos podríamos acercarnos a él por detrás y…

—Sí, sí. ¿Y cuánto duraríamos vivos? En segundos.

—Podríamos tener suerte… —empezó a decir Alambrera.

—¿Sí? Tú lo has visto. No es uno de esos tipos que te amenazan. Es uno de esos tipos que te matan nada más mirarte. Y antes incluso. Tenemos que esperar, ¿vale? Es como el refrán ese sobre montarse en un tigre.

—¿Qué refrán sobre montarse en un tigre? —se sorprendió Alambrera.

—Bueno… —Dave el Normal vaciló—. Pues… bueno, pues que te dan todas las ramas en la cara, hay pulgas, todas esas cosas. Así que tienes que esperar. Pensar en el dinero. Aquí hay sacos llenos. Ya lo has visto.

—No puedo parar de pensar en ese ojo de cristal mirándome. No paro de pensar que me puede leer la mente.

—No te preocupes, no sospecha nada de ti.

—¿Cómo lo sabes?

—Sigues vivo, ¿no?

* * *

En la Gruta de Papá Puerco había una niña con los ojos muy abiertos.

FELIZ VIGILIA DE LOS PUERCOS. JO. JO. JO. Y TÚ TE LLAMAS… EUFRASIA CABRA, ¿CORRECTO?

—Vamos, cariño. Contesta a este señor tan amable.

—Zí.

Y TIENES SEIS AÑOS.

—Vamos, cariño. Son todos iguales a esta edad, ¿verdad…?

—Zí.

Y QUIERES UN PONÍ.

—Zí. —Una manita tiró de la capucha de Papá Puerco para acercársela a la boca. Tío Chungo Albert oyó susurros frenéticos. Luego Papá Puerco se volvió a reclinar hacia atrás.

Sí, LO SÉ. QUÉ CERDO TAN MALEDUCADO HA SIDO, EN EFECTO.

Su figura parpadeó un instante y luego introdujo una mano en el saco.

AQUÍ TIENES UNA BRIDA PARA TU PONÍ, Y UNA SILLA DE MONTAR, Y UN GORRO DURO MÁS BIEN EXTRAÑO Y UN PAR DE ESOS PANTALONES QUE HACEN QUE PAREZCA QUE TIENES UN CONEJO DE GRAN TAMAÑO EN CADA BOLSILLO.

—Pero no podemos tener un poni, ¿verdad, Eufi? Porque vivimos en un tercer piso.

OH, SÍ. ESTÁ EN LA COCINA.

—Estoy segura de que está haciendo una bromita, Papá Puerco —dijo la madre en tono cortante.

JO. JO. Sí. QUÉ GORDITO TAN GRACIOSO ESTOY HECHO. ¿EN LA COCINA? MENUDA BROMA. LAS MUÑECAS Y ESAS COSAS TE SERÁN ENTREGADAS MÁS TARDE, TAL COMO INDICA TU CARTA.

—¿Qué se dice, Eufi?

—Gaziaz.

—Eh, no habrá metido de verdad un poni en su cocina, ¿no? —dijo Tío Chungo Albert cuando la fila avanzó.

NO SEAS TONTO, ALBERT. SOLAMENTE LO HE DICHO PARA SER RISUEÑO.

—Ah, vale. Ja, por un momento…

ESTÁ EN EL DORMITORIO.

—Ah…

ES MÁS HIGIÉNICO.

—Bueno, por lo menos nos aseguramos de una cosa —dijo Albert—. Si está en un tercer piso, van a creer a base de bien.

Sí. ¿SABES? ME PARECE QUE LE ESTOY COGIENDO EL TRANQUILLO A ESTO. JO. JO. JO.

* * *

En el Eje del Mundodisco, la nieve ardía en tonos azules y verdes. En el cielo flotaba la Aurora corealis, una serie de cortinas de fuego frío y pálido que rodeaban las montañas centrales y proyectaban su luz espectral sobre el hielo.

Ondearon, se arremolinaron y dejaron tras de sí un brazo andrajoso en cuyo extremo había un punto diminuto que se fue convirtiendo, a medida que el ojo de la imaginación se acercaba, en Binky.

Binky trotó hasta detenerse y permaneció suspendido en el aire. Susan miró hacia abajo.

Y entonces descubrió lo que estaba buscando. Al fondo del valle lleno de árboles cubiertos de nieve había algo que resplandecía con fuerza y reflejaba el cielo.

El Castillo de Huesos.

Sus padres la habían hecho sentarse un día cuando tenía seis o siete años y le habían explicado que las cosas como Papá Puerco en realidad no existían, que eran cuentos bonitos que era divertido conocer, que no eran reales. Y ella se lo había creído. Que todas las hadas y los hombres del saco, todos aquellos cuentos procedentes de la sangre y los huesos de la humanidad, no eran reales de verdad.

Le habían mentido. Resultaba que su abuelo era un esqueleto de dos metros diez. No un abuelo que sangra si lo pinchas, obviamente. Pero se podía decir que sí era un abuelo hasta la médula.

Binky tomó tierra y avanzó al trote sobre la nieve.

¿Era Papá Puerco un dios? ¿Por qué no?, pensó Susan. Se le hacían sacrificios, al fin y al cabo. Todo aquel jerez y el pastel de carne. Y daba mandamientos y recompensaba a los que se portaban bien y sabía lo que estabas haciendo. Si creías en él, te pasaban cosas agradables. A veces lo encontrabas en una gruta y a veces estaba allí en medio del cielo…

Ahora el Castillo de Huesos se levantaba majestuosamente frente a ella. Ciertamente, de tan cerca se merecía las mayúsculas.

Ella había visto un dibujo del castillo en un libro de uno de los niños. A pesar del nombre, el autor del grabado se había esforzado por hacer que pareciera… más o menos risueño.

Pero no lo era. Las columnas de la entrada tenían docenas de metros de altura. Cada uno de los peldaños que subían era más alto que un hombre. Eran de ese color verde grisáceo del hielo antiguo.

Hielo. No hueso. Las columnas tenían unas formas vagamente familiares, tal vez guardaban cierto parecido a un fémur o a un cráneo, pero estaba todo hecho de hielo.

A Binky los escalones tan altos no le suponían ningún problema. No porque volara. Era simplemente que caminaba a un nivel del suelo que se iba diseñando él mismo.

La ventisca había azotado el hielo. Susan miró las ventisqueras. La Muerte no dejaba rastros, pero se veían contornos tenues de pisadas de botas. Estaba dispuesta a apostar a que eran de Albert. Y… sí, medio cubierto por la nieve… parecía que allí se había parado un trineo. Los animales habían pululado alrededor. Pero ahora la nieve lo cubría todo.

Desmontó. Aquel era ciertamente el lugar descrito, pero aun así fallaba algo. Se suponía que debía irradiar una luz intensa y rebosar una actividad frenética, pero parecía un mausoleo gigante.

Un poco más allá de las columnas había un bloque de hielo muy grande partido en pedazos. Muy por encima, las estrellas eran visibles a través del agujero que había dejado en el techo. Mientras estaba mirando hacia arriba, unos cuantos pedazos de hielo cayeron haciendo un ruido sordo sobre un montón de nieve.

El cuervo apareció de la nada y aleteó cansinamente hasta posarse en un taco de hielo al lado de ella.

—Este sitio es una morgue —dijo Susan.

—Va a ser la mía si sigo… volando esta noche —jadeó el cuervo, mientras la Muerte de las Ratas se descabalgaba de su lomo—. No va conmigo esto de los vuelos de larga distancia, más deprisa que el tiempo y demás. Tendría que estar en algún bosque, haciendo construcciones excitantemente decorativas para atraer hembras.

—Eso son los pergoleros —dijo Susan—. Los cuervos no hacen eso.

—Ah, conque nos dedicamos a encasillar, ¿no? —dijo el cuervo—. Me estoy perdiendo comidas por estar aquí, ¿lo sabías?

Hizo girar sus ojos articulados de forma independiente.

—¿Y dónde están todas las luces? —preguntó—. ¿Dónde está todo el barullo? ¿Dónde están todos los cabroncetes risueños con sombreros puntiagudos y trajes rojos y verdes, golpeando juguetes de madera con martillos de forma poco convincente pero rítmica?

—Esto es más como el templo de algún viejo dios del trueno —dijo Susan.

IIIC.

—No, he leído bien el mapa. Además, Albert también ha estado aquí. Hay ceniza de pitillo por todas partes.

La rata bajó de un salto y deambuló un momento, con el hocico huesudo cerca del suelo. Al cabo de unos instantes de olisquear soltó un chillido y se adentró correteando en la oscuridad.

Susan lo siguió. A medida que se le acostumbraban los ojos a la tenue luz verde azulada distinguió algo que se elevaba del suelo. Era una pirámide escalonada con una gran silla encima.

Detrás de ella, una columna chirrió y se torció un poco.

IIIC.

—La rata dice que este sitio le recuerda a una vieja mina —dijo el cuervo—. Ya sabes, después de que la abandonen y nadie preste atención a los soportes del techo y todo eso. Vemos muchas de esas.

Por lo menos aquellos peldaños eran de tamaño humano, pensó Susan, sin hacer caso de la chachara. La nieve se colaba por otro agujero del techo. Las botas de Albert habían pisoteado bastante por aquí.

—Tal vez el viejo Papá Puerco se ha estrellado con su trineo —sugirió el cuervo.

¿IIIC?

—Bueno, podría haber pasado. Los cerdos no son famosos por ser aerodinámicos, ¿verdad? Y con tanta nieve, ya sabes, la mala visibilidad, te das cuenta demasiado tarde de que esa nube enorme que tienes delante es una montaña, hay cabrones con túnicas de color azafrán mirándote desde arriba, el pobre desgraciado intenta acordarse de si tenía que meterse la cabeza de alguien entre las piernas o no, y luego PATAPUM, y todo se ha acabado, a menos que a algunos montañeros afortunados les dé por hacer un montonazo de salchichas y buscar la caja negra.

¡IIIC!

—Sí, pero es un anciano. Probablemente no debería estar volando a sus años.

Susan tiró de algo que estaba medio enterrado en la nieve.

Era un bastón de caramelo a rayas rojas y blancas.

Apartó la nieve de una patada y encontró un soldado de juguete de madera con uno de esos uniformes que solamente pasarían desapercibidos si los llevaras en una discoteca para camaleones colocados con drogas duras. Después de hurgar un poco más encontró una trompeta rota.

Se oyeron algunos crujidos más en la oscuridad.

El cuervo carraspeó.

—Lo que la rata quería decir con eso de que este sitio es como una mina —dijo— es que las minas abandonadas suelen crujir y chirriar de la misma manera, ¿entiendes? Nadie se cuida de los soportes de los túneles. Las cosas se hunden. Y antes de que te des cuenta no eres más que un garabato en la arenisca. No deberíamos quedarnos aquí, es lo que quiero decir.

Susan siguió adentrándose, perdida en sus pensamientos.

Aquello no estaba nada bien. El lugar parecía llevar años desierto, lo cual no podía ser cierto.

La columna que ella tenía más cerca crujió y se retorció un poco. Del techo cayó una fina neblina de cristales de hielo.

Por supuesto, aquel no era exactamente un sitio normal. No se podía construir un palacio de hielo tan grande. Era un poco como la casa de la Muerte. Si la Muerte la abandonara durante demasiado tiempo, todas aquellas cosas que habían permanecido en suspenso, como el tiempo y la física, entrarían al asalto. Sería como si reventara un embalse.

Se dio la vuelta para marcharse y volvió a oír el crujido. No era tan distinto a los ruidos torturados que hacía el hielo, salvo por el hecho de que el hielo, después, no gemía:

—Oh, yo…

Había una figura tendida en un montón de nieve. Casi la había pasado por alto porque llevaba puesta una túnica larga y blanca. La figura estaba despatarrada, como si hubiera planeado ponerse a hacer ángeles en la nieve y luego hubiera cambiado de opinión.

Y llevaba una coronita que parecía ser de hojas de parra.

Y no paraba de gemir.

Ella levantó la vista. Allí también había una obertura en el techo. Pero nadie podía haber caído de tan alto y sobrevivir. Nadie humano, en todo caso.

Parecía humano y, en teoría, bastante joven. Pero solamente en teoría porque, incluso bajo la luz de segunda mano de la nieve resplandeciente, su cara tenía aspecto de que alguien la había usado para vomitar.

—¿Te encuentras bien? —se aventuró a decir ella.

La figura tumbada abrió los ojos y miró hacia arriba.

—Me gustaría estar muerto… —gimió. Un pedazo de hielo del tamaño de una casa se desplomó en las profundidades remotas del edificio y explotó causando un diluvio de esquirlas afiladas.

—Puede que hayas venido al sitio adecuado —dijo Susan. Cogió al chico por debajo de los brazos y lo sacó a rastras de la nieve—. Creo que lo mejor que podríamos hacer ahora es marcharnos, ¿no crees? Este sitio se va a derrumbar.

—Oh, yo…

Ella consiguió apoyar uno de los brazos de él en el cuello de ella.

—¿Puedes andar?

—Oh, yo…

—Tal vez iría bien que dejaras de decir eso e intentaras caminar.

—Lo siento pero parece que tengo… demasiadas piernas. Au.

Susan hizo lo que pudo para ofrecerle apoyo mientras avanzaban los dos hacia la salida, resbalando y dando tumbos.

—Mi cabeza —dijo el chico—. Mi cabeza. Mi cabeza. Mi cabeza. Me duele un montón. Mi cabeza. Siento como si alguien la estuviera golpeando. Mi cabeza. Con un martillo.

Y tenía razón. Había un diablillo diminuto verde y púrpura sentado entre los rizos húmedos y con un mazo muy grande en las manos. Saludó amigablemente a Susan con la cabeza y dio otro martillazo.

—Oh, yo…

—¡Eso no era necesario! —dijo Susan.

—¿Me estás diciendo cómo hacer mi trabajo? —soltó el diablillo—. Supongo que tú lo harías mejor, ¿no?

—¡Yo nunca lo haría!

—Bueno, pues alguien tiene que hacerlo —dijo el diablillo.

—Es parte del acuerdo —dijo el chico.

—Exacto, ¿lo ves? —dijo el diablillo— ¿Puedes aguantarme el martillo mientras voy a recubrirle la lengua de porquería amarilla?

—¡Bájate de ahí ahora mismo!

Susan intentó agarrar a la criatura. El diablillo se alejó de un salto, sin soltar el martillo, y se agarró a un pilar.

—¡Que soy parte del acuerdo, te digo! —gritó.

El chico se agarró la cabeza.

—Me siento fatal —dijo—. ¿Tienes un poco de hielo?

Momento en el cual, como existen convenciones más poderosas que la simple física, el edificio se derrumbó.

* * *

El hundimiento del Castillo de Huesos fue majestuoso e impresionante y pareció durar mucho tiempo. Las columnas se hundieron, los bloques del techo bajaron deslizándose y el hielo crujió y se astilló. El aire de encima del desplome se llenó de una neblina de nieve y cristales de hielo.

Susan observó desde los árboles. El chico, al que había apoyado en un tronco cercano, abrió los ojos.

—Ha sido asombroso —consiguió decir.

—¿El qué, quieres decir cómo todo se está convirtiendo en nieve?

—Cómo me has cogido en volandas y has escapado. ¡Aau!

—Ah, eso.

La pulverización del hielo continuaba. Las columnas desplomadas no dejaban de moverse después de hundirse, sino que seguían deshaciéndose.

Cuando la niebla de hielo se asentó, no quedaba nada más que un montón de nieve.

—Como si nunca hubiera existido —dijo Susan en voz alta. Luego se giró hacia la figura que gemía—. Muy bien, ¿qué estabas haciendo ahí?

—No lo sé. Simplemente abrí los ojos y ahí estaba.

—¿Quién eres?

—Yo… creo que me llamo Bilioso. Soy el… soy el oh Dios de las Resacas.

—¿Hay un Dios de las Resacas?

—Un oh dios —la corrigió él—. Cuando la gente me ve, se agarran la cabeza y dicen: «Oh dios». ¿Cuántas sois?

—¿Cómo? ¡Soy solamente yo!

—Ah. Bien. Bien.

—Nunca he oído hablar del Dios de las Resacas…

—¿Has oído hablar de Bibuloso, el Dios del Vino? Auu.

—Oh, sí.

—Un tipo grande y gordo, con hojas de parra en la coronilla, al que siempre pintan con un vaso en la mano… Au. Bueno, ¿pues sabes por qué está tan contento? ¿Él y su cara enorme? ¡Es porque sabe que por la mañana se va a encontrar bien! Es porque soy yo quien…

—¿… se lleva las resacas? —dijo Susan.

—¡Y ni siquiera bebo! ¡Au! Pero ¿quién es el que acaba con la cabeza en el retrete todas las mañanas? Arrgh. —Se detuvo y se agarró la cabeza—. ¿Es normal notar el cráneo como si estuviera tapizado de pelo de perro?

—Creo que no.

—Ah. —Bilioso se tambaleó—. ¿Sabes cuando la gente dice: «Anoche me tomé quince birras y me desperté con la cabeza más clara que el agua»?

—Oh, sí.

—¡Hijos de puta! Eso es porque soy yo el que se despertó gimiendo en medio de un montón de chile reciclado. Solamente una vez, o sea, solamente por una vez me gustaría abrir los ojos por la mañana sin que la cabeza se me pegara a algo. —Hizo una pausa—. ¿Hay jirafas en este bosque?

—¿Aquí arriba? Me parece que no.

El chico miró con expresión nerviosa más allá de la cabeza de Susan.

—¿Ni siquiera jirafas de color añil que están como estiradas y no paran de encenderse y apagarse?

—Muy poco probable.

—Menos mal. —Se tambaleó hacia delante y hacia atrás—. Perdón, creo que voy a vomitar el desayuno.

—Pero ¡si es casi de noche!

—¿En serio? En ese caso, creo que voy a vomitar la cena.

Se encogió con cuidado en la nieve de detrás del árbol.

—Está hecho un mierdecilla, ¿no? —dijo una voz desde una rama. Era el cuervo—. No tiene ni media bofetada.

El oh dios reapareció después de un ruidoso interludio.

—Sé que tengo que comer —murmuró—. Es solamente que las únicas veces que recuerdo haber visto mi comida siempre estaba yendo en dirección contraria…

—¿Qué estabas haciendo en ese sitio? —preguntó Susan.

—¡Au! Ni idea —dijo el oh dios—. Es un milagro que no estuviera cargando con una señal de tráfico y vestido con —hizo un gesto de dolor y una pausa—… alguna clase de ropa interior de mujer. —Suspiró—. Hay alguien en alguna parte que se divierte mucho —dijo en tono melancólico—. Ojalá fuera yo.

—Tómate una copa, ese es mi consejo —dijo el cuervo—. Es lo mejor para la resaca de algún otro.

—Pero ¿por qué allí? —insistió Susan.

El oh dios dejó de intentar fulminar con la mirada al cuervo.

—No lo sé, ¿qué era exactamente ese sitio?

Susan volvió a mirar el lugar donde había estado el castillo. Ya no quedaba nada.

—Hace un momento había ahí un edificio muy importante —dijo.

El oh dios asintió con cautela.

—Yo veo a menudo cosas que no estaban ahí hace un momento —dijo—. Y a menudo ya no están un momento después. Lo cual es una suerte en la mayoría de los casos, déjame que te lo diga. Así que normalmente no les presto mucha atención.

Se dobló sobre sí mismo y volvió a desplomarse en la nieve.

Ya no queda más que nieve, pensó Susan. Nada más que nieve y el viento. Ni siquiera ruinas.

La volvió a invadir la certeza de que no era que el castillo de Papá Puerco simplemente hubiera dejado de existir. No… nunca había estado allí. No quedaban ruinas ni rastros.

Había sido un lugar bastante extraño. Era donde vivía Papá Puerco, de acuerdo con las leyendas. Lo cual era raro, si uno pensaba en ello. No parecía la clase de sitio donde viviría un viejo y risueño fabricante de juguetes.

El viento gemía en los árboles que tenían detrás. La nieve se resbalaba y caía de las ramas. En algún lugar de la oscuridad hubo un revuelo de cascos.

Una figura pequeña y arácnida saltó desde un montón de nieve y aterrizó en la cabeza del oh dios. Giró un ojillo brillante hacia Susan.

—No te importa, ¿verdad? —dijo el diablillo, sacando un martillo enorme—. Algunos tenemos un trabajo que hacer, ya sabes, aunque sea de un estilo más bien metafórico, o mejor dicho, folclórico.

—Oh, lárgate.

—Si crees que yo soy malo, espera a ver los elefantitos de color rosa —dijo el diablillo.

—No te creo.

—Le salen de las orejas y vuelan alrededor de su cabeza haciendo pío, pío.

—Ah —dijo el cuervo en tono sabio—. Eso suena más bien a petirrojos. No me extraña nada viniendo de ellos.

El oh dios gimió.

De pronto Susan sintió que no quería abandonarlo. Era humano. Bueno, tenía forma humana. Bueno, por lo menos tenía dos brazos y dos piernas. Allí se iba a congelar hasta morir. Por supuesto, era probable que los dioses, o incluso los oh dioses, no pudieran congelarse, pero los humanos no pensaban de aquella manera. No se podía abandonar a alguien sin más. Susan se enorgulleció de aquellos pensamientos normales.

Además, era posible que tuviera respuestas, si es que ella podía hacer que permaneciera despierto lo bastante como para entender las preguntas.

Desde el borde del bosque congelado, unos ojos animales los miraron marcharse.

* * *

El señor Mindunli se sentó en las escaleras mojadas y sollozó. No podía acercarse más al departamento de juguetes. Cada vez que lo intentaba la muchedumbre le hacía perder pie y la marea de gente lo depositaba otra vez en el borde de la multitud. Alguien le dijo:

—A las buenas tardes, señor. —Y él levantó la vista con los ojos empañados hacia la figura pequeña pero irregularmente formada que se acababa de dirigir a él de aquella manera.

—¿Es usted uno de los duendecillos? —preguntó, después de agotar mentalmente todas las demás posibilidades.

—No, señor. Ciertamente no soy un duende, señor, ciertamente soy el cabo Nobbs de la Guardia. Y este es el agente Visita, señor. —La criatura miró un trozo de papel que llevaba en la zarpa—. ¿Es usted el señor Mindundi?

—¡Mindunli!

—Sí, vale. Mandó usted un mensajero a la Casa de la Guardia y aquí por la presente hemos respondido con loable velocidad, señor —dijo el cabo Nobbs—. A pesar de que es la Noche de la Vigilia de los Puercos y están pasando un montón de cosas raras y por encima de todo coincide con nuestra borrachera vigilieña. Pero no pasa nada porque el Coladas, que es el agente Visita aquí presente, no bebe, señor, porque va en contra de su religión, y aunque yo sí que bebo lo mío, señor, me he prestado voluntario a venir porque es mi deber cívico, señor. —Nobby hizo un saludo militar brusco, o lo que a él le gustaba pensar que era un saludo militar. Y no añadió: «Y presentarse en casa de un cabrón rico como usted le consigue siempre al agente involucrado una botella festiva o dos o alguna otra prueba tangible de gratitud», porque toda su misma pose ya lo decía por él. Hasta las orejas de Nobby podían parecer insinuantes.

Por desgracia, el señor Mindunli no estaba en un estado mental receptivo para la ocasión. Se puso de pie y agitó un dedo tembloroso hacia el final de las escaleras.

—¡Quiero que suban ahí —dijo— y lo detengan!

—¿Que detengamos a quién, señor? —preguntó el cabo Nobbs.

—¡A Papá Puerco!

—¿Por qué, señor?

—¡Porque está sentado ahí arriba tan pancho en su gruta, dando regalos a la gente!

El cabo Nobbs reflexionó sobre aquello.

—No habrá estado usted tomando una copita por ser fiestas, ¿verdad, señor? —dijo en tono esperanzado.

—¡Yo no bebo!

—Sabia decisión, señor —dijo el agente Visita—. El alcohol contamina el alma. Ossorio, Libro Dos, versículo veinticuatro.

—Me parece que no le sigo, señor —dijo el agente Nobbs, con expresión perpleja—. Yo creía que era normal que Papá Puerco regalara cosas, ¿no?

Esta vez el señor Mindunli se tuvo que parar a pensar. Hasta aquel momento no había ordenado en su cabeza los acontecimientos, más allá del hecho de notar que, esencialmente, estaban yendo mal.

—¡Este es un Impostor! —declaró—. ¡Sí, eso es! ¡Ha entrado rompiendo la pared!

—¿Sabe? Yo siempre había creído que lo era —dijo Nobby—. Siempre había pensado que, bueno, ¿todos los años Papá Puerco pasa quince días sentado en una gruta de madera en una tienda de Ankh-Morpork? ¿Y en esta época de tanto trabajo? ¡Ja! ¡Ni hablar! Lo más seguro es que solo sea un viejo con barba, pensaba yo.

—Quiero decir… que no es el Papá Puerco que solemos tener —dijo Mindunli, esforzándose por buscar un terreno menos movedizo—. ¡Ese se ha colado aquí sin más!

—Oh, entonces, ¿es un impostor distinto? ¿No es el impostor de verdad?

—Bueno… sí… no…

—¿Y se ha puesto a regalar cosas? —inquirió el cabo Nobbs.

—¡Eso es lo que he dicho! Seguro que es Delito, ¿no?

El cabo Nobbs se frotó la nariz.

—Bueno, casi —le concedió, reacio a renunciar del todo a la posibilidad de una remuneración festiva. Luego se dio cuenta de algo—. ¿Está regalando las cosas de usted, señor?

—¡No! ¡No, las ha traído con él!

—¿Ah? Bueno, si estuviera regalando las cosas de usted, en ese caso sí, le veo un problema. Eso es señal segura de delito, las cosas que desaparecen. Las cosas que aparecen, bueeeeno, eso es más lioso. Si no son cosas como brazos y piernas, claro. Lo tendríamos mejor si estuviera afanando cosas, señor, para serle sincero.

—Esto es una tienda —dijo el señor Mindunli, llegando por fin a la raíz del problema—. No regalamos nuestros Artículos. ¿Cómo podemos esperar que la gente compre cosas si hay alguien que las está regalando? Ahora haga el favor de ir y sacarlo de aquí.

—¿Quiere que detenga a Papá Puerco o algo así?

—¡Sí!

—¿En la Noche de la Vigilia de los Puercos?

—¡Sí!

—¿En su tienda?

—¡Sí!

—¿Delante de todos los niñitos?

—S… —El señor Mindunli vaciló. Para su horror se dio cuenta de que el Cabo Nobbs, contra toda expectativa, tenía razón—. ¿Cree usted que eso quedaría mal? —dijo.

—Pues no sé cómo iba a quedar bien, señor.

—¿No podría hacerlo de forma subrepticia? —preguntó.

—Ah, bueno, el subrepticio, sí, eso lo podríamos intentar —dijo el cabo Nobbs. La frase quedó flotando en el aire con la mano extendida.

—Verá que no soy un hombre desagradecido —dijo el señor Mindunli por fin.

—Déjenoslo a nosotros —dijo el cabo Nobbs, magnánimo en su victoria—. Usted vaya un momento a su oficina y tómese una tacita de té y le arreglamos esto en un periquete. Va a estar usted tan agradecido.

Mindunli le miró con la expresión de un hombre atenazado por dudas graves, pero se alejó de todas formas a trancas y barrancas. El cabo Nobbs se frotó las manos.

—No tenéis Vigilia de los Puercos en tu país, ¿verdad, Coladas? —preguntó mientras subían las escaleras que llevaban al primer piso—. Mira esta alfombra, si parece que se haya meado un cerdo encima…

—Lo llamamos el Ayuno de San Ossorio —dijo Visita, que era de Omnia—. Pero no es una excusa para la superstición y el burdo mercantilismo. Simplemente nos reunimos en grupos familiares para rezar y ayunar.

—¿Qué, tostadas y bollos y esas cosas?

Ayunar, cabo Nobbs. No comemos nada.

—Ah, vale. Cada cual es como es, supongo. Y por lo menos no os tenéis que levantar por la mañana y encontraros que la nada que tenéis se ha puesto agria. ¿Tampoco hacéis regalos?

Los dos se apartaron apresuradamente para dejar pasar a dos niños que bajaban las escaleras a la carrera, cargando entre ambos una enorme barca de juguete.

—A veces es apropiado intercambiar panfletos religiosos nuevos, y por supuesto suele haber ejemplares del Libro de Ossorio para los niños —dijo el agente Visita—. A veces incluso con ilustraciones —añadió, al estilo cauteloso de un hombre que está sugiriendo placeres licenciosos.

Pasó una niña llevando un oso de peluche más grande que ella misma. Era de color rosa.

—A mí siempre me regalan sales de baño —se quejó Nobby—. Y jabón de baño y baños de burbujas y pastillas de jabón de hierbas y toneladas de cosas para el baño, y no lo entiendo, porque tampoco es que yo me bañe casi nunca. Lo normal sería que lo pillaran, ¿no?

—Abominable, eso es lo que me parece —dijo el agente Visita.

El primer piso estaba atestado.

—Ja. Míralos. A mí el señor Papá Puerco nunca me trajo nada cuando era un chaval —dijo el cabo Nobbs, mirando a los niños con expresión lúgubre—. Cada Vigilia de los Puercos sin falta yo colgaba mi calcetín. Y lo único que pasó fue que mi padre vomitó dentro una vez. —Se quitó el casco.

Nobby no era en ningún sentido un héroe, pero de pronto apareció en su mirada el brillo de alguien que había visto en su vida demasiados calcetines vacíos además de uno bastante lleno y goteando. Al pequeño órgano arrugado de su alma le acababan de arrancar la costra de una herida.

—Voy a entrar —dijo.

* * *

Entre la Gran Sala de la universidad y su puerta principal había un recibidor o vestíbulo circular bastante más pequeño y conocido como la Remembranza del Archicanciller Intestinio, aunque nadie sabía por qué, ni tampoco por qué existían fondos procedentes de un legado para que alguien colocara un bollo pequeño de pasas y un penique de cobre sobre una repisa alta de piedra de una pared los miércoles alternos. [14] Ridcully estaba en medio de la sala, mirando hacia arriba.

—Dime, Prefecto Mayor, nunca hemos invitado a ninguna mujer al Banquete de la Noche de la Vigilia de los Puercos, ¿verdad?

—Por supuesto que no, archicanciller —dijo el Prefecto Mayor. Levantó la mirada hacia las vigas cubiertas de polvo, preguntándose qué había llamado la atención de Ridcully—. Por todos los cielos, no. Lo estropearían todo. Siempre lo he dicho.

—¿Y todas las doncellas tienen la tarde libre hasta medianoche?

—Una costumbre muy generosa, yo siempre lo he dicho —dijo el Prefecto Mayor, sintiendo un calambre en el cuello.

—Entonces, ¿por qué colgamos todos los años una maldita rama enorme de muérdago ahí arriba?

El Prefecto Mayor se dio la vuelta, sin dejar de mirar hacia arriba.

—Bueno, ejem… es… bueno… es simbólico, archicanciller.

—¿Cómo?

El Prefecto Mayor sintió que se esperaba algo más de él. Palpó a oscuras en los desvanes polvorientos de su educación.

—Esto… las hojas, ya sabe… simbolizan el… el verde, mientras que las bayas, de hecho, sí… las bayas simbolizan el blanco. Sí. Blanco y verde. Muy… simbólico.

Esperó. Por desgracia, no quedó decepcionado.

—¿De qué?

El Prefecto Mayor carraspeó.

—No estoy seguro de que tenga que haber un «de» —dijo.

—¿Eh? Entonces —dijo el archicanciller, pensativo—, se podría decir que el blanco y el verde simbolizan una pequeña planta parasitaria.

—Sí, ciertamente —dijo el Prefecto Mayor.

—Entonces, ¿el muérdago, de hecho, simboliza el muérdago?

—Exacto, archicanciller —dijo el Prefecto Mayor, que ahora se agarraba a un clavo ardiendo.

—Qué curioso —dijo Ridcully, en el mismo tono pensativo—. O bien esa afirmación es tan profunda que se tardaría una vida entera en comprender del todo cada partícula de su significado, o bien es una chorrada como la copa de un pino. Me pregunto cuál de las dos cosas es.

—Podría ser ambas —dijo el Prefecto Mayor a la desesperada.

—Y ese comentario —dijo Ridcully— podría ser muy agudo o bien muy vulgar.

—Podría ser amb…

—No te pases, Prefecto Mayor.

Se oyeron unos golpes en la puerta de afuera.

—Ah, deben de ser los cantores de villancicos —dijo el Prefecto Mayor, agradeciendo la distracción—. Siempre vienen a visitarnos nada más empezar el año. Yo siempre he tenido predilección por «Los chicos Lily-white», ya sabe.

El archicanciller echó un vistazo hacia arriba en dirección al muérdago, le echó una mirada severa al hombre sonriente y por fin descubrió la pequeña rejilla que había en la puerta.

—A ver, villanciqueros… —empezó a decir—. Oh. Vaya, tengo que decir que podrías haber elegido un momento mejor…

Una figura encapuchada atravesó la madera de la puerta, cargando con un bulto inerte al hombro.

El Prefecto Mayor retrocedió apresuradamente.

—Oh… no, esta noche no…

Y luego se dio cuenta de que lo que había tomado por una túnica tenía encaje en la parte de abajo, y que la capucha, aunque definitivamente era una capucha, era sin embargo más elegante que la otra con que la había confundido al principio.

—¿Vienes a hacer una entrega o a llevarte algo? —preguntó Ridcully.

Susan se echó la capucha hacia atrás.

—Necesito que me ayude, señor Ridcully.

—Eres… ¿no eres la nieta de la Muerte? —preguntó Ridcully—. ¿No te conocí yo hace unos…?

—Sí —suspiró Susan.

—Y… ¿estás echándole una mano? —quiso saber Ridcully. Sus cejas hicieron un gesto en dirección a la figura que dormía echada sobre el hombro de ella.

—Necesito que lo despierte usted —dijo Susan.

—¿Se refiere a que haga alguna clase de milagro? —preguntó el Prefecto Mayor, que estaba un poco más atrás.

—No está muerto —dijo Susan—. Solamente descansando.

—Eso es lo que dicen todos —dijo el Prefecto Mayor con voz trémula.

Ridcully, que era un poco más práctico, levantó la cabeza del oh dios. Se oyó un gemido.

—Parece que se encuentra un poco mal —dijo.

—Es el Dios de las Resacas —dijo Susan—. El Oh Dios de las Resacas.

—¿De veras? —dijo Ridcully—. Yo nunca he tenido ninguna. Es raro, puedo pasarme la noche bebiendo y por la mañana encontrarme tan fresco como una rosa.

El oh dios abrió los ojos. Luego se irguió en dirección a Ridcully y empezó a golpearle el pecho con los dos puños.

—¡Maldito, maldito hijo de puta! ¡Te odio te odio te odio te odio…!

Cerró los ojos y se resbaló hasta el suelo.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó Ridcully.

—Creo que ha sido una especie de reacción nerviosa —respondió Susan, diplomáticamente—. Esta noche está pasando algo malo. Confío en que él pueda contarme de qué se trata. Pero primero tiene que ser capaz de pensar con claridad.

—¿Y lo has traído aquí? —preguntó Ridcully.

* * *

JO. JO. JO. SÍ, CLARO, HOLA, PEQUEÑO NIÑO LLAMADO VERRUGA GRUMOSA. QUÉ NOMBRE TAN ENCANTADOR. ¿Y TIENES SIETE AÑOS, SI NO ME EQUIVOCO? BIEN. SÍ, YA SÉ. QUE LO HIZO POR TODO ESE SUELO TAN LIMPIO, SÍ. LOS CERDOS DE VERDAD HACEN ESAS COSAS. ES LO QUE TIENEN, LOS CERDOS DE VERDAD. AQUÍ TIENES, NO SE MERECEN. FELIZ VLGILIA DE LOS PUERCOS Y PÓRTATE BIEN. YO SÉ SI TE ESTÁS PORTANDO BIEN O MAL, YA SABES. JO. JO. JO.

—Vaya, a esa pequeña vida sí que le ha puesto usted un poco de magia —dijo Albert, mientras al siguiente niño se lo llevaban a toda prisa.

LO QUE ME GUSTA ES LA EXPRESIÓN DE SUS CARITAS, dijo Papá Puerco.

—¿Se refiere a esa especie de miedo y alarma y a que no saben si reír o llorar o mojarse los pantalones?

SÍ. A ESO LE LLAMO YO CREENCIA.

* * *

Llevaron al oh dios a la Gran Sala y lo pusieron sobre un banco. Los magos del claustro se apiñaron a su alrededor, dispuestos a ayudar a aquellos menos afortunados a seguir en dicho estado,

—Yo sé lo que va bien para la resaca —dijo el decano, que estaba con ganas de fiesta.

Los demás lo miraron con cara expectante.

—¡Beber mucho la noche antes! —dijo.

Y les dedicó una sonrisa.

—Ha sido una buena broma tipo juego de palabras —dijo, para romper el silencio.

El silencio regresó.

—Muy gracioso —dijo Ridcully.

Se dio la vuelta y miró al oh dios con cara pensativa.

—Dicen que los huevos crudos van bien… —fulminó con la mirada al decano—… quiero decir mal para la resaca —aclaró.

Y el zumo de naranja recién exprimido.

—Café klatchiano —dijo el conferenciante de Runas Recientes, en tono firme.

—Pero este tipo no solamente tiene su propia resaca, tiene la resaca de todo el mundo —dijo Ridcully.

—Ya lo he probado —murmuró el oh dios—. Simplemente me da ganas de suicidarme y vomitar.

—¿Y una mezcla de mostaza y rábano picante? —preguntó el catedrático de Estudios Indefinidos—. Con crema, si puede ser. Y con anchoas.

—Yogur —dijo el tesorero. Ridcully lo miró, sorprendido.

—Eso ha sonado casi relevante —dijo—. Bien hecho. Yo lo dejaría ahí si fuera tú, tesorero. Hum. Por supuesto, mi tío siempre llegaba a las manos con la salsa Guau-Guau —añadió.

—¿No se refiere a que echaba mano de? —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—Posiblemente las dos cosas —dijo Ridcully—. Sé que una vez se bebió un frasco entero de ella para quitarse la resaca y ciertamente parece que se curó. Parecía muy en paz cuando vinieron a amortajarlo.

—Corteza de sauce —dijo el tesorero.

—Eso es buena idea —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. Es un analgésico.

—¿En serio? Bueno, puede, aunque probablemente sea mejor que se lo demos por la boca —dijo Ridcully—. Oye, ¿te encuentras bien, tesorero? Pareces un poco coherente.

El oh dios abrió sus ojos legañosos.

—¿Van a ayudarme todas esas cosas? —murmuró.

—Probablemente te matarán —dijo Susan.

—Ah. Bien.

—Podemos añadir el Potenciador de Englebert —dijo el decano—. ¿Se acuerdan de cuando Modo puso un poco en sus guisantes? ¡Solamente nos pudimos comer uno por cabeza!

—¿No pueden hacer algo más, bueno, mágico? —dijo Susan—. ¿Sacarle el alcohol del cuerpo con magia o algo así?

—Sí, pero a estas alturas ya no es alcohol, ¿verdad? —dijo Ridcully—. Ya se habrá convertido en un montón de pequeños venenos asquerosos bailando en su hígado.

—El Divisor Apacible de Spold serviría —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. Y es muy simple. Terminas con una cubeta grande llena de toda la porquería. No es nada complicado, si no le importan a uno los efectos secundarios.

—Hábleme de los efectos secundarios —dijo Susan, que no era la primera vez que hablaba con magos.

—El principal es que el resto de él terminaría en otra cubeta algo más grande —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—¿Vivo?

El conferenciante de Runas Recientes arrugó la cara e hizo un gesto con las manos.

—A grandes rasgos, sí —dijo—. Sería tejido vivo, cierto. Y definitivamente sobrio.

—Creo que teníamos en mente algo que lo dejara con la misma forma y todavía respirando —dijo Susan.

—Bueno, eso tendría que haberlo dicho…

Y entonces el decano repitió ese mantra que tanto ha influido en el avance del conocimiento a través de los tiempos.

—¿Por qué no lo mezclamos absolutamente todo y vemos qué pasa? —preguntó.

Y Ridcully contestó con la respuesta tradicional.

—Vale la pena intentarlo —dijo.

La enorme cubeta de cristal para preparar la cura estaba colocada en un pedestal en medio de la sala. A los magos ya de por sí les gustaba convertir cualquier cosa en una ceremonia, pero en aquel caso tenían la sensación instintiva de que si iban a curar la resaca más grande del mundo lo tenían que hacer con estilo.

Susan y Bilioso observaron cómo iban añadiendo los ingredientes. Más o menos en mitad del proceso la mezcla, que era de un color entre naranja y marrón, hizo: «Gluuup».

—No me parece que esté mejorando mucho —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

El Potenciador de Englebert era el penúltimo ingrediente. El decano dejó caer una bola verdusca de luz que se hundió bajo la superficie. El único efecto aparente fue que unas burbujas purpúreas subieron reptando por los costados de la cubeta y cayeron al suelo.

—¿Y eso es todo? —preguntó el oh dios.

—Creo que probablemente el yogur no fuera buena idea —dijo el decano.

—Yo eso de ahí no me lo bebo —dijo Bilioso en tono firme, y luego se agarró la cabeza.

—Pero es prácticamente imposible matar a los dioses, ¿no es verdad? —dijo el decano.

—Oh, bien —murmuró Bilioso—. Entonces ¿por qué no meterme las piernas en una trituradora de metales?

—Bueno, si cree usted que puede ayudar…

—Yo ya esperaba cierta resistencia por parte del paciente —dijo el archicanciller. Se quitó el sombrero y pescó una pequeña bola de cristal de un bolsillo del forro—. Veamos qué está haciendo en estos momentos el Dios del Vino, ¿de acuerdo? No tendría que ser difícil localizar a un dios amante de la diversión como él en una noche como esta…

Sopló el cristal y le sacó brillo. Luego puso cara de alegría.

—¡Vaya, aquí está el muy pillo! En Dunmanifestin, creo. Sí… sí… reclinado en su poltrona, rodeado de ménades desnudas.

—¿De qué? ¿De manadas? —preguntó el decano.

—Se refiere a… excitables mujeres jóvenes —dijo Susan. Y le dio la impresión de que se producía un movimiento generalizado entre los magos, una especie de acercamiento despreocupado hacia la bola resplandeciente.

—No veo muy bien qué está haciendo… —dijo Ridcully.

—A ver si lo puedo distinguir yo —dijo el Catedrático de Estudios Indefinidos en tono esperanzado. Ridcully se giró a medias para mantener la bola fuera de su alcance.

—Ah, sí —dijo—. Parece que está bebiendo… sí, podría ser cerveza clara con jugo de grosella, si no me equivoco…

—Oh, yo… —gimió el oh dios.

—Esas jovencitas de las que hablaba… —empezó a decir el conferenciante de Runas Recientes.

—Veo que hay algunas botellas sobre la mesa —continuó Ridcully—. Esa de ahí, hum, sí, podría ser esfumino, que, como sabe usted, se hace con manzanas…

Sobre todo manzanas —intervino el decano—. En cuanto a esas pobres chicas desquiciadas…

El oh dios se desplomó de rodillas.

—… Y hay… esa bebida, ya sabe, la que tiene un gusano dentro de la botella…

—Oh, yo…

—… Y… hay un vaso vacío, uno grande, no puedo ver qué contenía, pero tiene dentro una sombrillita de papel. Y unas guindas pinchadas en un palito. Oh, y un monito muy gracioso.

… ooohbh…

—… Por supuesto, también hay otras muchas botellas —dijo Ridcully jovialmente—. Bebidas de colores distintos, principalmente. De esas que se hacen con melones y cocos y chocolate y cosas de esas, ya me entiende. Lo curioso es que todos los vasos de la mesa son de tamaño pinta.

Bilioso cayó hacia delante.

—Muy bien —murmuró—. Me beberé ese maldito mejunje.

—Todavía no está listo del todo —dijo Ridcully—. Ah, gracias, Modo.

Modo entró de puntillas, empujando un carrito. Sobre el carrito había un gran cuenco de metal, y dentro del mismo un frasquito en medio de un montón de hielo triturado.

—Lo acababa de preparar para la cena de la Vigilia de los Puercos —dijo Ridcully—. No ha tenido mucho tiempo de madurar.

Dejó el cristal y rebuscó en su sombrero hasta sacar un par de guantes gruesos.

Los magos se dispersaron como los pétalos de una flor que se abre. Habían estado todos congregados alrededor de Ridcully y ahora de pronto estaban parapetados tras diversos muebles robustos.

Susan tuvo la sensación de que estaba presenciando una ceremonia y de que nadie le había explicado las normas.

—¿Qué es eso? —preguntó, mientras Ridcully levantaba con cuidado el frasquito.

—Salsa Guau-Guau —dijo Ridcully—. El mejor condimento conocido por el hombre. Un acompañamiento ideal para la carne, el pescado, las aves, los huevos y muchas clases de platos de verduras. Aunque no es seguro beberla cuando todavía se está condensando el líquido en el frasco. —Le echó un vistazo al frasco y luego lo frotó, causando un ruido chirriante de cristal—. Por otro lado —dijo alegremente—, si es un remedio de los que te curan o te matan, entonces, dado que el paciente es prácticamente inmortal, probablemente tenemos las de ganar.

Colocó un pulgar sobre el tapón de corcho y agitó el frasco vigorosamente. Se oyó un estrépito cuando el catedrático de Estudios Indefinidos y el Prefecto Mayor trataron de meterse bajo la misma mesa.

—Y estos individuos parecen haberla tomado con ella, por alguna razón —dijo, acercándose a la cubeta.

—Prefiero una salsa que no requiera que uno evite hacer movimientos bruscos durante la primera media hora después de tomarla —dijo entre dientes el decano.

—Y que no se pueda usar para romper rocas pequeñas —dijo el Prefecto Mayor.

—Ni para librarse de las raíces de plantas —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.

—Y que no esté ilegalizada en tres ciudades —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

Ridcully descorchó con cuidado el frasco. Hubo un breve susurro de aire colándose dentro.

Dejó que cayeran unas cuantas gotas en la cubeta. No pasó nada.

Dejó caer una porción más generosa. La mezcla siguió irremediablemente inerte.

Ridcully olisqueó la botella con recelo.

—Me pregunto si habré añadido bastante wahooni rallada —dijo, y entonces volcó la salsa y dejó que la mayor parte resbalara por el vaso hasta unirse a la mezcla.

Y simplemente hizo: «Gluuup».

Los magos empezaron a ponerse de pie y a sacudirse la ropa, dedicándose entre ellos esas sonrisas más bien avergonzadas de la gente que sabe que acaba de formar parte de un equipo de ha-cer-el-ridículo sincronizado.

—Sé que hace bastante tiempo que teníamos guardada esa asafétida —dijo Ridcully. Le dio la vuelta al frasco, mirándolo con cara triste.

Por fin lo volcó por última vez y le dio unos golpes fuertes en la base.

Un hilillo de salsa llegó a la boca del frasco y se quedó allí reluciendo durante un momento. Luego empezó a formar un goterón.

Como atraídas por cordeles invisibles, las cabezas de los magos se giraron para mirarlo.

Los magos no serían magos si no pudieran ver un poquito en el futuro.

Mientras el goterón se hinchaba y empezaba a adoptar forma de pera, se giraron y, con una velocidad sorprendente para tratarse de hombres tan ricos en años y en panzas, empezaron a lanzarse al suelo.

La gota cayó.

Hizo: «Gluuup».

Y eso fue todo.

Ridcully, que había estado quieto como una estatua, relajó los hombros, aliviado.

—No sé —dijo, dándose la vuelta—. Me gustaría que mostrarais un poco más de agallas…

La bola de fuego lo levantó del suelo. Luego se elevó hasta el techo, donde se extendió por todo lo ancho y desapareció con un «pop», dejando un crisantemo perfecto de yeso chamuscado.

Una luz blanca y pura llenó la sala. Y se oyó un ruido.

TILÍN. TILÍN.

FIZZ.

Los magos se arriesgaron a mirar a su alrededor.

La cubeta resplandecía. Estaba llena de un resplandor líquido que burbujeaba suavemente y soltaba destellos como si fuera un diamante giratorio.

—Caray… —jadeó el conferenciante de Runas Recientes.

Ridcully se levantó del suelo. Los magos tienden a rodar bastante bien, o por lo menos están lo bastante bien acolchados como para rebotar.

Lentamente, y mientras el brillo parpadeante proyectaba sus largas sombras en las paredes, los magos gravitaron hacia la cubeta.

—Bueno, entonces, ¿qué es eso? —preguntó el decano.

—Me acuerdo de que mi padre me dio un consejo muy bueno sobre la bebida —dijo Ridcully—. Me dijo: «Hijo, nunca bebas ninguna bebida con una sombrilla de papel dentro, nunca bebas ninguna bebida con un nombre humorístico y nunca bebas ninguna bebida que cambie de color cuando se le añade el último ingrediente. Y nunca, nunca hagas esto…».

Metió el dedo en la cubeta.

El dedo salió con una gota reluciente en la punta.

—Cuidado, archicanciller —avisó el decano—. Lo que tiene ahí podría representar la sobriedad en estado puro.

Ridcully se detuvo cuando ya tenía el dedo a medio camino de los labios.

—Tienes razón —dijo—. No quiero empezar a estar sobrio a esta edad. —Miró a su alrededor—. ¿Cómo solemos probar las cosas?

—Por lo general pedimos voluntarios entre los estudiantes —dijo el decano.

—¿Y qué pasa si no encontramos a ninguno?

—Se lo damos de todas maneras.

—¿Eso no es un poco antiético?

—No si no se lo decimos, archicanciller.

—Ah, bien pensado.

—Yo lo probaré —murmuró el oh dios.

—¿Algo que han preparado estos paya… estos caballeros? —dijo Susan—. ¡Te puede matar!

—Seguro que tú nunca has tenido una resaca —dijo el oh dios—. Si la hubieras tenido no dirías esas tonterías.

Fue dando tumbos hasta la cubeta, consiguió agarrarla al segundo intento y se bebió todo su contenido.

—Ahora va a haber fuegos artificiales —dijo el cuervo, desde el hombro de Susan—. Llamas saliendo de la boca, gritos, agarrarse la garganta, tumbarse debajo del grifo del agua fría, esas cosas…

* * *

La Muerte descubrió, asombrado, que tratar con la cola de visitantes era muy agradable. Hasta ese momento prácticamente nadie se había alegrado nunca de verlo.

¡SIGUIENTE! ¿Y CÓMO TE LLAMAS TÚ, PEQUEÑA… —Vaciló, pero recobró la compostura y continuó…—PERSONA?

—Nobby Nobbs, Papá Puerco —dijo Nobby.

¿Eran imaginaciones suyas, o aquella rodilla en la que se estaba sentando era mucho más huesuda de lo que debería? Sus nalgas discutieron con su cerebro y este las hizo sentarse y callar.

¿Y HAS SIDO UN BUEN NIÑ… UN BUEN ENA… UN BUEN GNO… UN BUEN INDIVIDUO?

Y de pronto Nobby descubrió que no tenía ningún control sobre su lengua. Actuando por cuenta propia, atenazada por una compulsión terrible, la lengua dijo:

—Zí.

Forcejeó para recobrar el control mientras la voz enorme continuaba:

Y SUPONGO QUE ESPERAS UN REGALO POR HABER SIDO UN BUEN MON… UN BUEN HUM… UN BUEN INDIVIDUO MASCULINO, ¿NO?

«Ajá, ahora sí que te tengo pillado, no te vas a quedar conmigo esta vez, abuelete, seguro que no te acuerdas del sótano que había detrás del taller de cordones de zapatos en la calle Viejos Remendones, ¿eh?, todas aquellas mañanas de la Vigilia de los Puercos con un pequeño agujero en mi mundo, ¿eh?»

Las palabras subieron por la garganta de Nobby pero fueron subyugadas por algo muy antiguo antes de llegar a su laringe, y para su asombro se tradujeron en:

—Zí.

¿ALGO BONITO?

—ZÍ.

Ya apenas quedaba nada de la voluntad consciente de Nobby. El mundo había quedado reducido a nada más que su alma desnuda y Papá Puerco, que llenaba el universo.

Y CLARO ESTÁ, VAS A SER BUENO DURANTE OTRO AÑO, ¿VERDAD?

Lo poco que quedaba de Nobbytud básica quiso preguntar: «Esto… ¿exactamente cómo define usted "bueno"? O sea, pongamos por caso que hay una cosa que nadie echaría en falta, ¿vale? O por ejemplo, digamos que un amigo mío está patrullando, por poner un caso, y se encuentra con que un tendero se ha dejado abierta la puerta de su tienda por la noche. O sea, que puede entrar cualquiera, ya me entiende, y supongamos que este amigo mío se lleva un par de cosas, como una propina, por decirlo de alguna manera, y luego llama al tendero y lo avisa de que baje a cerrar con llave, eso cuenta como "bueno", ¿verdad?»

Bueno y malo eran, según el modo de pensar de Nobby, términos estrechamente emparentados. La mayoría de sus parientes, sin ir más lejos, eran criminales. Pero nuevamente esta invitación al debate filosófico recibió una emboscada en algún lugar de su cabeza por parte del puro terror a la gran barba del cielo.

—Zí —chilló.

BUENO, ME PREGUNTO QUÉ REGALO QUIERES.

Nobby se rindió y permaneció sentado sin decir nada. Lo que fuera que iba a pasar a continuación iba a pasar, y él no podía hacer nada al respecto… Ahora mismo, la luz que brillaba al final de su túnel mental solamente mostraba más túnel.

AH, SÍ…

Papá Puerco metió la mano en su saco y sacó un regalo de forma extraña envuelto en papel festivo de la Vigilia de los Puercos, que, debido a alguna ligera confusión por parte del actual Papá Puerco, tenía cuervos risueños dibujados. El cabo Nobbs lo cogió con manos nerviosas.

¿QUÉ SE DICE?

—Gaziaz.

YA TE PUEDES IR, ANDA.

El cabo Nobbs se deslizó agradecido hasta el suelo y se abrió paso a empujones entre la multitud, deteniéndose únicamente cuando lo interceptó el agente Visita.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¡No he podido verlo!

—No lo sé —murmuró Nobby—. Me ha dado esto.

—¿Qué es?

—No lo sé.

Arrancó el papel decorado con cuervos.

—Es repugnante, todo este asunto —dijo el agente Visita—. Es la adoración de ídolos…

¡Es una genuina ballesta Burleigh & amp; Fuerte En El Brazo de doble acción con triple brazo de palanca, culata de nogal barnizado y laterales de plata labrada!

—… la tosca mercantilización de una fecha cuyo significado es puramente astronómico —dijo Visita, que casi nunca prestaba atención cuando estaba en plena denuncia—. En caso de que deba celebrarse en absoluto, entonces…

¡La vi en Arcos y Munición ¡Fue el número uno en la categoría «Qué comprar cuando se muera el ricachón tío Sidney»! ¡Al reseñista le tuvieron que romper los dos brazos para que la soltara!

—… se tendría que celebrar con un pequeño servicio cargado de…

¡Debe de costar más de un año de salario! ¡Solamente las hacen por encargo! ¡Hay que esperar una eternidad!

—… significado religioso. —El agente Visita se dio cuenta de que aquello era un diálogo de besugos—. ¿No vamos a detener a ese impostor, cabo? —preguntó.

El cabo Nobbs lo miró aturdido a través de las nieblas del orgullo posesivo.

—Tú eres extranjero, Coladas —dijo—. No puedo esperar de ti que entiendas el verdadero significado de la Vigilia de los Puercos.

* * *

El oh dios parpadeó.

—Ah —dijo—. Ya estoy mejor. Oh, sí. Mucho mejor. Gracias.

Los magos, que compartían la fe del cuervo en las convenciones narrativas esenciales de la vida, lo miraron con cautela.

—En cualquier momento —dijo el conferenciante de Runas Recientes en tono de certeza— va a empezar a soltar alguna clase de grito raro…

—¿Saben? —dijo el oh dios—. Creo que quizá pudiera comerme un huevo pasado por agua.

—… o tal vez empiecen a girarle las orejas…

—Y a lo mejor me bebería un vaso de leche —dijo el oh dios.

Ridcully pareció perplejo.

—¿De verdad se encuentra mejor? —preguntó.

—Oh, sí —dijo el oh dios—. Hasta creo que podría arriesgarme a sonreír sin que se me caiga la tapa de los sesos.

—No, no, no —dijo el decano—. Esto no puede estar bien. Todo el mundo sabe que una buena cura para la resaca tiene que implicar un montón de gritos humorísticos, etcétera.

—Tal vez podría contarles un chiste —dijo el oh dios con cautela.

—¿No siente usted el deseo irrefrenable de salir corriendo y meter la cabeza en un barril de agua? —preguntó Ridcully.

—Esto… pues no —dijo el oh dios—. Pero me comería una tostada, si eso les es de ayuda.

El decano se quitó el sombrero y sacó un taumómetro de la punta.

Algo ha pasado —dijo—. Ha habido una oleada táumica enorme.

—¿No le ha notado un saborcillo… bueno, picante? —preguntó Ridcully.

—La verdad es que no sabía a nada —respondió el oh dios.

—Oh, miren, es evidente —dijo Susan—. Cuando el Dios del Vino bebe, Bilioso recibe las repercusiones, así que si el Dios de las Resacas se bebe una cura para la resaca, entonces los efectos tienen que saltar de vuelta por el mismo canal.

—Eso podría ser verdad —dijo el decano—. Al fin y al cabo, él es básicamente un conducto.

—Yo siempre me he considerado más bien un tubo —dijo el oh dios.

—No, no, ella tiene razón —dijo Ridcully—. Cuando el otro bebe, este joven se lleva los resultados desagradables. Así que lógicamente, cuando nuestro amigo recibe una cura para la resaca, los efectos secundarios deberían regresar por el mismo camino…

—Alguien ha mencionado una bola de cristal hace un momento —dijo el oh dios con una voz que de repente resonaba a venganza—. Esto sí lo quiero ver…

* * *

Era una bebida enorme. Una bebida muy grande y muy larga. Era uno de esos cócteles especiales en los que cada uno de los ingredientes, muy viscosos y muy fuertes, se vertía muy despacio para que formase capa sobre los anteriores. Las bebidas de este tipo tienden a recibir nombres como Semáforo o La Venganza del Arco Iris o, en lugares donde la verdad se tiene en más alta estima, Hola Y Adiós, Doña Neurona.

Además, aquella bebida tenía una hoja de lechuga flotando dentro. Y una rodaja de limón y también un trozo de piña engarzados coquetamente a un lado de la copa, que tenía el borde impregnado de azúcar escarchado. Había dos sombrillas de papel, una rosa y otra azul, y cada una de ellas tenía una guinda en la punta.

Y alguien se había tomado la molestia de congelar cubitos de hielo en forma de elefantitos. Después de algo así, ya no hay esperanza. Es como beber en un lugar llamado el Cococobana.

El Dios del Vino cogió su copa con amor. Era de las que a él le gustaban.

De fondo sonaba una rumba. También había un par de jóvenes señoritas haciéndole arrumacos. Iba a ser una buena noche. Siempre era una buena noche.

—¡Feliz Vigilia de los Puercos a todos! —dijo, y levantó su copa.

Y luego añadió:

—¿Alguien oye eso?

Alguien hizo sonar un matasuegras a su lado.

—No, en serio… ¿como una especie de nota descendente…?

Como nadie prestaba ninguna atención a aquello, se encogió de hombros y le dio un codazo a uno de sus colegas de juerga.

—¿Y si nos tomamos un par más y vamos a un club que conozco?

Y entonces…

* * *

Los magos se apartaron y uno o dos de ellos hicieron muecas de dolor.

Solamente el oh dios permaneció pegado al cristal, con la cara retorcida en una sonrisa salvaje.

—¡Eso sí que es un eructo! —gritó, y dio un puñetazo al aire—. ¡Sí! ¡Sí! ¡Si! Ahora el gusano está en la otra bota, ¿eh? ¡Ja! ¿Qué te parecen ahora esas manzanas, eh?

—Bueno, sobre todo manzanas… —dijo el decano.

—A mí me ha parecido que había muchas otras cosas —dijo Ridcully—. Parece que hemos invertido el flujo de causa y efecto…

—¿Va a ser permanente? —preguntó el oh dios esperanzado.

—No lo creo. Después de todo, usted sigue siendo el Dios de las Resacas. Probablemente todo volverá a invertirse cuando se pase el efecto de la poción.

—Entonces tal vez no tenga mucho tiempo. ¡Tráiganme… a ver… veinte pintas de cerveza, un vodka a la pimienta y una botella de licor de café! ¡Con sombrillita! ¡A ver qué tal le parece eso al señor Seguro Que Tienes Sitio Para Otra Más!

Susan le agarró de la mano y lo llevó aparte hasta un banco.

—¡No te he espabilado para que puedas cogerte una cogorza! —dijo.

Él la miró, parpadeando.

—¿Ah, no?

—¡Quiero que me ayudes!

—¿Que te ayude a qué?

—Dijiste que nunca habías sido humano antes, ¿verdad?

—Esto… —el oh dios se miró a sí mismo—. Eso es —dijo—. Nunca.

—¿Nunca se había encarnado usted? —preguntó Ridcully.

—Esa me parece una pregunta un poco personal, ¿no? —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.

—Es… verdad —dijo el oh dios—. Es raro. Recuerdo haber tenido dolores de cabeza siempre… pero nunca haber tenido cabeza. Eso es imposible, ¿no?

—¿Existía usted en potencia? —preguntó Ridcully.

—¿Eso es lo que hacía?

—¿Eso es lo que hacía? —dijo Susan.

Ridcully hizo una pausa.

—Oh, cielos —dijo—. Creo que he sido yo, ¿verdad? Le comenté algo al joven Stibbons sobre la bebida y las resacas, ¿verdad…?

—¿Y lo creó usted así como así? —dijo el decano—. Me cuesta mucho de creer, Mustrum. ¡Ja! ¿Así, de la nada? Supongo que entonces todos lo podemos hacer, ¿no? ¿A alguien le apetece inventarse algún duendecillo nuevo?

—¿Como el Hada de la Calvicie? —soltó el conferenciante de Runas Recientes. Los demás magos se rieron.

—¡Yo no me estoy quedando calvo! —dijo el decano en tono cortante—. Simplemente tengo el pelo muy bien espaciado.

—Sí, la mitad en su cabeza y la otra mitad en el peine —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—No tiene sentido avergonzarse de quedarse calvo —dijo Ridcully, equitativo—. Además, ya sabes lo que dicen de los hombres calvos, decano.

—Sí, dicen: «Mira a ese, no tiene pelo» —dijo el conferenciante de Runas Recientes. El decano lo había estado molestando últimamente.

—Por última vez —gritó el decano—. Yo no estoy… Se detuvo.

Se oyó un clinclinclinclín.

—Me gustaría saber de dónde ha venido eso —dijo Ridcully.

—Esto… —empezó a decir el decano—. ¿Tengo… algo en la cabeza?

Los demás magos se lo quedaron mirando.

Algo se le movía debajo del sombrero.

Con mucho cuidado, levantó la mano y se lo quitó.

El gnomo diminuto que había sentado en su cabeza tenía agarrado un mechón de pelo del decano en cada mano. Parpadeó con aire culpable bajo la luz.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

—¡Quitádmelo! —gritó el decano.

Los magos vacilaron. Todos conocían vagamente la teoría de que las criaturas de muy pequeño tamaño pueden transmitir enfermedades, y aunque el gnomo era más grande de lo que habitualmente se consideraba que eran aquellas criaturas, nadie quería pillar la Enfermedad de la Calvicie Expansiva.

Susan lo agarró.

—¿Eres el Hada de la Calvicie? —preguntó.

—Eso parece —dijo el gnomo, retorciéndose en su mano.

El decano se pasó las manos desesperadamente por el pelo.

—¿Qué has estado haciendo con mi pelo? —exigió saber.

—Bueno, una parte creo que la tengo que poner en los cepillos de pelo —dijo el gnomo—. Pero a veces creo que lo tejo en forma de pequeñas marañas para bloquear el desagüe del baño.

—¿Qué quieres decir con eso de que «crees»? —preguntó Ridcully.

—Un momento —dijo Susan. Se giró hacia el oh dios—. ¿Dónde estabas tú exactamente antes de que te encontrara en la nieve?

—Esto… más o menos… en todas partes, creo —dijo el oh dios—. En cualquier lugar donde se hubieran consumido cantidades bestiales de bebida hacía poco tiempo, se podría decir.

Ajá —dijo Ridcully—. Era usted una fuerza vital inmanente, ¿no?

—Supongo que puede que lo fuera —admitió el oh dios.

—Y cuando hemos bromeado sobre el Hada de la Calvicie, de repente esa criatura se ha concretado en la cabeza del decano —dijo Ridcully—, ahí donde sus operaciones han sido visibles para todos nosotros en los últimos meses, aunque por supuesto hemos sido lo bastante educados como para no hacer comentarios sobre el tema.

—Han estado ustedes llamando cosas a la existencia —dijo Susan.

—¿Cosas como el Duende de Darle Al Decano una Bolsa Enorme de Dinero? —propuso el decano, que a veces podía pensar muy deprisa. Miró a su alrededor—. ¿Alguien oye algún tintineo de hadas?

—¿Le dan a menudo bolsas enormes de dinero, señor? —preguntó Susan.

—No lo que se dice a diario, no —dijo el decano—. Pero si…

—Entonces probablemente no haya espacio sobrenatural para un Duende de las Bolsas Enormes de Dinero —dijo Susan.

—Yo personalmente siempre me he preguntado qué les pasa a mis calcetines —dijo el tesorero en tono risueño—. ¿Saben eso de que siempre falta uno? Cuando era niño siempre pensaba que había alguien que los robaba…

Los magos pensaron un momento en aquello. Luego lo oyeron todos… el pequeño tintineo arrugado de la magia al tener lugar.

El archicanciller señaló dramáticamente al cielo.

—¡A la lavandería! —dijo.

—Está abajo, Ridcully —dijo el decano.

¡Abajo a la lavandería!

—Y sabe usted que a la señora Panadizo no le gusta que vayamos allí —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.

—¿Y quién es archicanciller de esta universidad, si puede saberse? —dijo Ridcully—. ¿Es la señora Panadizo? ¡Me temo que no! ¿Soy yo acaso? ¡Vaya, qué sorpresa, creo que sí!

—Sí, pero ya sabe usted cómo se pone ella a veces —dijo el catedrático.

—Ejem, sí, es verdad… —empezó a decir Ridcully.

—Creo que se ha ido a pasar las fiestas a casa de su hermana —dijo el tesorero.

—¡Está claro que no tenemos por qué obedecer órdenes de ninguna ama de llaves! —dijo el archicanciller—. ¡A la lavandería!

Los magos salieron en tromba, dejando atrás a Susan, al oh dios, al Gnomo de la Verrugas y al Hada de la Calvicie.

—Dime otra vez quiénes eran esos tipos —dijo el oh dios.

—Algunos de los hombres más inteligentes del mundo —dijo Susan.

—Y yo estoy sobrio, ¿no?

—Inteligente no es lo mismo que sensato —dijo Susan—. Y es verdad que dicen que si quieres tomar el camino de la sabiduría, el primer paso ha de ser convertirte en un niño pequeño.

—¿Sabes si ellos han oído hablar del segundo paso? —Susan suspiró.

—Probablemente no, pero a veces se caen al darlo mientras van por ahí corriendo y gritando.

—Ah. —El oh dios miró a su alrededor—. ¿Crees que tendrán algún refresco por aquí?

* * *

Para llegar a la sabiduría, es cierto, hay que dar un primer paso.

Donde la gente se equivoca es al dejar de lado todos los otros millares de pasos que siguen al primero. Dan el primer paso de decidir hacerse uno con el universo y, por alguna razón, se olvidan del siguiente paso lógico que le daría algún sentido a todo, que es vivir setenta años en una montaña comiendo un cuenco diario de arroz y té con manteca de yak. Aunque las pruebas dicen que el camino del Infierno está lleno de buenas intenciones, probablemente estén todas en los primeros pasos.

El decano siempre estaba en su mejor forma en momentos como aquel. Iba en cabeza por entre las enormes y vetustas tinajas de cobre, palpando con su bastón en los rincones oscuros y diciendo «¡Grut! ¡Grut!» entre dientes.

—¿Por qué iba a aparecer aquí? —susurró el conferenciante de Runas Recientes.

—Es un punto de inestabilidad de la realidad —dijo Ridcully, poniéndose de puntillas para mirar dentro de un caldero para blanquear—. Todas las puñeteras cosas aparecen aquí. Ya tendrías que saberlo a estas alturas.

—Pero ¿por qué ahora? —quiso saber el catedrático de Estudios Indefinidos.

—¡Silencio! —susurró el decano, y saltó hasta el pasillo siguiente, sosteniendo el bastón delante de sí en gesto defensivo—. ¡Ja! —gritó, y luego puso cara de decepción.

—Ejem, ¿como de grande sería esta cosa que roba calcetines? —dijo el Prefecto Mayor.

—No lo sé —dijo Ridcully. Echó un vistazo por detrás de una pila de tablas de lavar—. Ahora que lo pienso, a lo largo de los años debo de haber perdido una tonelada de calcetines.

—Yo también —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—Así pues… ¿deberíamos estar mirando en sitios pequeños o en sitios muy grandes? —continuó diciendo el Prefecto Mayor, con la voz de alguien cuyo tren de pensamientos acabara de penetrar en un túnel largo y oscuro.

—Bien pensado —dijo Ridcully—. Decano, ¿por qué está usted mencionando cavernas todo el tiempo?

—Digo «grut», Mustrum —dijo el decano—. Quiere decir… quiere decir…

—¿Cueva natural en la roca? —sugirió Ridcully.

—Bueno, a veces sí, admitido, pero otras veces… bueno, simplemente tienes que decir «grut».

—Esta criatura de los calcetines, ¿se limita a robarlos, o también se los come? —preguntó el Prefecto Mayor.

—Eso sí que es una contribución valiosa, ya lo creo —dijo Ridcully, renunciando a entender al decano—. Bien, haz correr la voz: que nadie se ponga a parecerse a un calcetín, ¿entendido?

—¿Cómo puede uno…? —empezó a decir el decano, pero se detuvo.

Todos los oyeron.… grnf, grnf, grnf…

Era un ruido atareado, el ruido de algo que tenía un apetito intenso que satisfacer.

—El Devorador de Calcetines —gimió el Prefecto Mayor, con los ojos cerrados.

—¿Cuántos tentáculos esperan ustedes que tenga? —preguntó el conferenciante de Runas Recientes—. O sea, en términos aproximados.

—Es un ruido de tipo muy grande, ¿no? —dijo el tesorero.

—Redondeando en docenas, por ejemplo —dijo el conferenciante de Runas Recientes, retrocediendo muy lentamente.… grnf, grnf, grnf…

—Probablemente nos va a arrancar los calcetines sin pensárselo dos veces —gimoteó el Prefecto Mayor.

—Ah. O sea que por lo menos cinco o seis tentáculos, ¿eso les parece? —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—A mí me parece que sale de una de las máquinas de lavado —dijo el decano.

Las máquinas de lavado tenían cada una dos pisos de altura, y por lo general solamente se usaban cuando la población de la universidad crecía durante el curso lectivo. Una enorme rueda de molino estaba conectada a un par de remos de madera blanqueada en cada una de las tinajas, que se calentaban mediante los hornos que había debajo. En plena producción, las máquinas de lavado necesitaban por lo menos media docena de gente para cargar las tinajas, mantener los hornos encendidos y engrasar los brazos de fregado. Ridcully los había visto funcionar una vez y le había parecido la ilustración de un Infierno muy limpio e higiénico, la clase de sitio al que podría ir el jabón después de morirse.

El decano se detuvo junto a la puerta de la zona de calderas.

—Hay algo aquí dentro —susurró—. ¡Escuchen!

… grnf…

—¡Se ha parado! ¡Sabe que estamos aquí! —susurró entre dientes—. ¿Vale? ¿Listos?

—¡Grut!

—¡No! —chilló el conferenciante de Runas Recientes.

—¡Yo abro la puerta y ustedes estén listos para detenerlo! ¡Uno… dos…tres! Oh…

* * *

El trineo se elevó hacia el cielo bajo la nieve.

EN CONJUNTO, CREO QUE HA IDO MUY BIEN, ¿NO TE PARECE?

—Sí, amo —dijo Albert.

ME HA DEJADO UN POCO DESCONCERTADO EL NIÑO QUE LLEVABA COTA DE MALLA, SIN EMBARGO.

—Creo que era un miembro de la Guardia, amo.

¿EN SERIO? BUENO, SE HA IDO CONTENTO, Y ESO ES LO QUE CUENTA.

—¿De verdad, amo? —la voz de Albert sonaba preocupada.

La naturaleza osmótica de la Muerte solía adoptar ideas nuevas demasiado deprisa. Por supuesto, Albert entendía por qué tenían que hacer todo aquello, pero el amo… Bueno, a veces al amo le faltaba el equipamiento mental necesario para distinguir lo que tendría que ser cierto de lo que no…

Y CREO QUE AHORA HE CONSEGUIDO QUE LA RISA ME SALGA MUY BIEN. Jo. Jo. Jo.

—Sí, señor, muy risueña —dijo Albert. Echó un vistazo a la lista—. Pero hay que seguir trabajando, ¿no? El siguiente está muy cerca, amo, así que yo no los haría subir mucho si fuera usted.

FANTÁSTICO. JO. Jo. Jo.

—Sarah la pequeña cerillera, el portal de la Tienda de Tabaco y Pipas de Dedal, Callejón de la Trampa de Dinero, dice aquí.

¿Y QUÉ QUIERE QUE LE REGALEN POR LA VLGILIA DE LOS PUERCOS? JO. JO. JO.

—No lo sé. No ha mandado ninguna carta. Por cierto, solamente un consejo, no hace falta que diga «jo, jo, jo», todo el tiempo, amo. Vamos a ver… Aquí pone… —Albert movió los labios al leer.

SUPONGO QUE UNA MUÑECA ES SIEMPRE ACEPTABLE. O UN PELUCHE DE ALGUNA CLASE. EL SACO PARECE SABERLO. ¿QUÉ TENEMOS PARA ELLA, ALBERT? JO. JO. JO.

Algo pequeño le cayó en la mano.

—Esto —dijo Albert.

OH.

Hubo un momento de silencio horrible mientras los dos miraban el biómetro.

—Usted es para toda la vida, no solamente para la Vigilia de los Puercos —le apuntó Albert—. La vida sigue, amo. Por decirlo de alguna manera.

PERO ESTAMOS EN LA NOCHE DE LA VIGILIA DE LOS PUERCOS.

—Es un momento muy tradicional para estas cosas, tengo entendido —dijo Albert.

YO PENSABA QUE ERA UNA ÉPOCA PARA ESTAR CONTENTOS, dijo la Muerte.

—Ah, bueno, sí, lo que pasa es que una de las cosas que pone más contenta todavía a la gente es saber que hay gente que no lo está —dijo Albert en tono práctico—. Así son las cosas, amo. ¿Amo?

NO. La Muerte se puso de pie. NO TENDRÍA QUE SER ASÍ.

* * *

La Gran Sala de la universidad estaba lista para el banquete de la Vigilia de los Puercos. Las mesas ya crujían bajo el peso de los cubiertos, y eso que pasarían horas antes de que se pusiera algo de comida en ellas. Costaba ver dónde iba a haber espacio para la comida en medio de los montones de cuencos de fruta ornamental y los bosques de copas de vino.

El oh dios cogió un menú y fue a la cuarta página.

—Cuarto plato: moluscos y crustáceos. Un popurrí de langosta, cangrejo, cangrejo rey, gambas, langostinos, ostras, almejas, mejillones gigantes, mejillones de borde verde, mejillones de borde liso y Lapas Tigre Luchador. Con salsa para mojar a base de hierbas y mantequilla. Vino: Chardonnay «Tres Magos», Año de la Rana Locuaz. Cerveza: Winkles Old Peculiar. —Dejó el menú en su sitio—. ¿Y eso es un solo plato? —preguntó.

—Son gente que se toma en serio la comida —dijo Susan.

Cerró la cubierta del menú. En la portada estaba el escudo de armas de la universidad y, sobre el mismo, tres letras grandes en caligrafía antigua:

—¿Esto es alguna clase de palabra mágica?

—No. —Susan suspiró—. Lo ponen en todos sus menús. Se puede considerar el lema no oficial de la universidad.

—¿Qué quiere decir?

—My Alfa Alfa.

Bilioso se la quedó mirando con cara expectante.

—¿Sí…?

—Esto… ¿como, «Mi Alfalfa?» —dijo Susan.

—Eso es lo que acabas de decir, sí —dijo el oh dios.

—Hum. No. Lo que pasa es que las letras son caracteres efebianos que simplemente suenan parecido a «mi alfalfa».

—Ah —Bilioso asintió con expresión de sabiduría—. Ya entiendo por qué puede causar confusión.

Susan se sintió un poco impotente frente a aquella mirada de perplejidad solícita.

—No —dijo ella—. De hecho, su intención es causar un poco de confusión, para hacerte reír. Se llama retruécano o juego de palabras. My Alfa Alfa. —Ella lo examinó con atención—. Reír —dijo—. Con la boca. Aunque de hecho no se ríe nadie, porque esta clase de cosas tampoco son para reírse.

—Tal vez podría encontrar ese vaso de leche —dijo el oh dios en tono impotente, echando un vistazo al enorme despliegue de jarras y botellas. Estaba claro que había renunciado a entender el sentido del humor.

—Tengo entendido que el archicanciller no permite la leche en la universidad —dijo Susan—. Dice que sabe de dónde viene y que es antihigiénica. Y estamos hablando de un hombre que desayuna tres huevos todos los días, por cierto. ¿Cómo conoces la leche, por cierto?

—Tengo… recuerdos —dijo el oh dios—. No exactamente recuerdos de nada, esto, específico. Simplemente recuerdos, ya sabes. Como por ejemplo, sé que los árboles suelen crecer con la parte verde hacia arriba… esa clase de cosas. Supongo que los dioses simplemente sabemos cosas.

—¿Tienes algún poder divino especial?

—Puede que sea capaz de convertir el agua en una bebida enervescente —se pellizcó el puente de la nariz—. ¿Sirve eso de algo? Y es posible que tal vez pueda causarle a la gente un dolor de cabeza cegador.

—Necesito averiguar por qué mi abuelo está… actuando raro.

—¿No se lo puedes preguntar?

—¡No me lo quiere decir!

—¿Vomita mucho?

—Me parece que no. No come a menudo. Algún curry de vez en cuando, una vez o dos al mes.

—Debe de estar bastante delgado.

—No te lo imaginas.

—Bueno, pues… ¿A menudo se mira a sí mismo en el espejo y dice «Arrgh»? ¿O saca la lengua y se pregunta por qué la tiene amarilla? Es posible que yo pueda tener cierto grado de influencia sobre la gente que tiene resaca. Si ha estado bebiendo mucho es posible que pueda encontrarlo.

—No me lo imagino haciendo nada de todo eso. Creo que es mejor decírtelo… Mi abuelo, la Muerte…

—Oh, lo siento por ti.

—He dicho la Muerte.

—¿Perdona?

—La Muerte. Ya sabes… ¿la Muerte?

—¿Te refieres al de la túnica, la…?

—…guadaña, el caballo blanco, los huesos… sí. La Muerte.

—Solamente quiero asegurarme de que lo he entendido bien —dijo el oh dios en un tono de voz razonable—. ¿Crees que tu abuelo es la Muerte y crees que es él quien está actuando raro?

* * *

El Devorador de Calcetines levantó la vista y miró a los magos con cautela. Luego sus mandíbulas volvieron a la tarea.

… grnf, grnf…

—¡Eh, ese es mío! —protestó el catedrático de Estudios Indefinidos, intentando agarrarlo. El Devorador de Calcetines se apartó, veloz.

Parecía un elefante muy pequeño con una trompa muy ancha y acampanada por la cual estaba desapareciendo uno de los calcetines del catedrático.

—Un bichito curioso, ¿no? —dijo Ridcully, apoyando su bastón contra la pared.

—¡Suelta eso, criatura abominable! —gritó el catedrático, intentando agarrar el calcetín—. ¡Fuera!

El Devorador de Calcetines intentó apartarse sin moverse de donde estaba. Lo cual debería ser imposible, pero de hecho es un movimiento que intentan muchos animales pequeños cuando los pillan comiendo algo que no deben. Las patas escarban a toda prisa, pero el cuello y las mandíbulas febrilmente atareadas se limitan a estirarse y pivotar alrededor de la comida. Por fin el extremo del calcetín desapareció por el hocico con un ruido débil de succión y la criatura se escondió torpemente detrás de una de las calderas. Al cabo de un momento asomó un ojo lleno de recelo por la esquina para mirarlos.

—Son caros, ¿sabes?, esos que tienen el refuerzo de lino en el talón —murmuró el catedrático de Estudios Indefinidos.

Ridcully abrió un cajón de su sombrero y sacó su pipa y una bolsita de tabaco de hierbas. Encendió una cerilla en un costado de la máquina de lavado. Aquella estaba resultando una velada mucho más interesante de lo que él esperaba.

—Tenemos que solucionar esto —dijo, mientras las primeras caladas de humo llenaron el recinto de la lavandería de un aroma a hogueras de otoño—. No podemos permitir que aparezcan criaturas de la nada solamente porque alguien haya pensado en ellas. Es antihigiénico.

* * *

El trineo se deslizó por el final del Callejón de la Trampa de Dinero.

VAMOS, ALBERT.

—Ya sabe usted que no tendría que hacer estas cosas, amo. Ya sabe lo que pasó la última vez.

PAPÁ PUERCO SÍ PUEDE HACERLO, SIN EMBARGO.

—Pero… las pequeñas cerilleras que se mueren en la nieve son parte de lo fundamental del espíritu de la Vigilia de los Puercos, amo —dijo Albert en tono desesperado—. O sea, la gente se entera y dice: «Puede que seamos más pobres que un plátano inválido y que solamente tengamos barro y botas viejas para comer, pero por lo menos nos va mejor que a la pobre niñita de las cerillas», amo. Les hace estar contentos y agradecidos por lo que tienen ellos, ¿no lo ve?

YO SÉ MUY BIEN CUÁL ES EL ESPÍRITU DE LA VIGILIA DE LOS PUERCOS, ALBERT.

—Lo siento, amo. Pero mire, a fin de cuentas está bien, porque ella se despierta y todo es brillante y está lleno de luz y se oyen campanillas y hay ángeles, amo.

La Muerte se detuvo.

AH. ¿APARECEN EN EL ÚLTIMO MOMENTO CON ROPA DE ABRIGO Y UNA BEBIDA CALIENTE?

Oh cielos, pensó Albert. El amo realmente tiene uno de sus raros estados de ánimo.

—Esto… no. No exactamente en el último momento, amo. No exactamente.

¿ENTONCES?

—Más bien sería algo así como después del último momento. —Albert soltó una tos nerviosa.

¿QUIERES DECIR DESPUÉS DE QUE ELLA HAYA…?

—Sí. Así son las cosas, amo, no es culpa mía.

¿Y POR QUÉ NO APARECEN ANTES? LOS ÁNGELES TIENEN UNA CAPACIDAD DE CARGA BASTANTE GRANDE.

—No lo sé, amo. Supongo que a la gente le parece más… satisfactorio de la otra manera… —Albert vaciló y luego frunció el ceño—. ¿Y sabe?, ahora que tengo la oportunidad de decírselo a alguien…

La Muerte echó un vistazo a la figura que había bajo la nieve. Luego dejó el biómetro en el aire y lo tocó con un dedo. Una chispa lo atravesó.

—En realidad no le está permitido hacer eso —dijo Albert, sintiéndose desdichado.

PERO A PAPÁ PUERCO SÍ. PAPÁ PUERCO HACE REGALOS. NO HAY MEJOR REGALO QUE UN FUTURO.

—Sí, pero…

ALBERT.

—Muy bien, amo.

La Muerte cogió a la niña en brazos y fue a zancadas hasta el final del callejón.

Los copos de nieve caían como plumas de ángeles. La Muerte salió a la calle y se acercó a dos figuras que iban pateando por entre los montones de nieve.

LLEVADLA A ALGÚN SITIO CALIENTE Y DADLE UNA BUENA CENA, les ordenó, encajando el bulto en brazos de uno de ellos. Y ES POSIBLE QUE ME PASE DESPUÉS PARA HACER UNA COMPROBACIÓN.

Luego dio media vuelta y desapareció bajo los remolinos de la nevada.

El agente Visita miró a la niña que tenía en brazos y después al cabo Nobbs.

—¿Qué es esto, cabo?

Nobby apartó la manta.

—A mí que me registren —dijo—. Parece que nos han escogido para hacer una obra de caridad.

—A mí no me parece muy caritativo esto de endilgarle una persona a la gente.

—Vamos, debe de quedar algo de papeo en la casa de la Guardia —dijo Nobby. Tenía una sensación muy profunda y segura de que se esperaba de él que hiciera aquello. Recordaba a un hombre alto en una gruta, aunque no podía acordarse bien de su cara. Y tampoco se acordaba muy bien de la cara de la persona que le había entregado a la niña, lo cual significaba que tenía que tratarse de la misma persona.

Poco después se oyó un campanilleo y al otro lado del callejón aparecieron dos ángeles más bien agraviados, pero Albert les estuvo tirando bolas de nieve hasta que se fueron.

* * *

Ponder Stibbons estaba preocupado por Hex. No sabía cómo funcionaba, pero todos los demás daban por sentado que sí. Oh, tenía una idea bastante clara sobre algunas partes, y estaba bastante seguro de que Hex pensaba en las cosas convirtiéndolas en números y haciendo cuentas con ellos (para este propósito se había instalado en Hex un Cajón Lleno de Collares, o CLC), pero ¿para qué necesitaba un montón de pequeñas imágenes religiosas? Y estaba el ratón. No parecía que hiciera gran cosa, pero cada vez que se olvidaban de darle su queso Hex dejaba de funcionar. También había muchos cráneos de carnero. Las hormigas deambulaban hasta ellos de vez en cuando pero no parecían hacer nada.

Lo que preocupaba a Ponder era el miedo a estar simplemente metido en un culto de cargamento. Había leído sobre ellos. Una gente ignorante [15] y crédula, [16] cuya isla acaso hubiera sido visitada una vez por un barco de mercancías itinerante que intercambiaba perlas y cocos por frutos de la civilización tales como cuentas de cristal, espejos, hachas y enfermedades sexuales, después se dedicaba a construir enormes barcos de bambú a escala con la esperanza de atraer otra vez este cargamento mágico. Por supuesto, eran demasiado ignorantes y crédulos como para saber que simplemente construyendo la forma no se obtiene la sustancia…

Él había construido la forma de Hex y, se le ocurrió ahora, la había construido en una universidad mágica donde la frontera entre lo real y lo «no real» se había vuelto tan fina a base de estirones que casi se podía ver a través. Tenía la horrible sospecha de que, por alguna razón, se estaban limitando a concretar un boceto que ya estaba escondido en alguna parte del aire.

Hex sabía lo que tenía que ser.

Todo aquel asunto de la electricidad, por ejemplo. Hex había sacado el tema una noche, no mucho después de pedir el ratón.

Ponder se enorgullecía de saber prácticamente todo lo que se podía saber sobre la electricidad. Pero habían probado a frotar globos y varas de cristal hasta ser capaces de pegar a Adrián al techo, y no había tenido ningún efecto en Hex. Luego habían probado a atar a un montón de gatos a una rueda que, cuando se la hacía girar contra unas cuentas de ámbar, generaba tanta electricidad como se quisiera por todas partes. Habían tenido aquella cosa de las narices allí durante días enteros, pero parecía no haber ninguna manera de embutirla dentro de Hex, y además nadie podía aguantar el ruido.

Por el momento el archicanciller les tenía vetada la idea del pararrayos.

Todo aquello deprimía a Ponder. Estaba seguro de que el mundo debería funcionar de alguna forma más eficaz.

Y ahora incluso las cosas que pensaba que estaban yendo bien empezaban a ir mal.

Se quedó mirando con expresión lúgubre la pluma de Hex en medio de su embrollo de muelles y alambres.

Alguien abrió la puerta de golpe. Solamente una persona podía hacer que una puerta diera semejante topetazo sin salirse de sus bisagras. Ponder ni siquiera se dio la vuelta.

—Hola otra vez, archicanciller.

—¿Está funcionando esa máquina pensante tuya? —preguntó Ridcully—. Porque hay cierto asuntillo interesante…

—No está funcionando —dijo Ponder.

—¿Ah, no? ¿Qué es esto, medio día libre por la Vigilia de los Puercos?

—Mire —dijo Ponder.

Hex escribió: +++ ¡Uuups! ¡Aquí Llega El Queso! +++ MELÓN MELÓN MELÓN +++ Error En La Dirección: Calle de la Mina de Melaza 14, Ankh-Morpork +++!!!! +++ Unounounounounouno +++ Reinicie el sistema +++

—¿Qué está pasando? —dijo Ridcully, mientras los demás se apretujaban detrás de él.

—Sé que parece una tontería, archicanciller, pero pensamos que se le puede haber contagiado algo del tesorero.

—¿El atontamiento, quieres decir?

—¡Eso es ridículo, muchacho! —dijo el decano—. La idiotez no es una enfermedad contagiosa. Ridcully dio una calada a su pipa.

—Yo antes también lo pensaba —dijo—. Pero ya no estoy tan seguro. Además, la sabiduría sí que se puede pescar, ¿no?

—No, no se puede —espetó el decano—. No es como la gripe, Ridcully. La sabiduría se… bueno, se infunde.

—Pero nosotros traemos estudiantes aquí y confiamos en que se les contagie nuestra sabiduría, ¿no es verdad? —dijo Ridcully.

—Bueno, metafóricamente —repuso el decano.

—Y si pasas el tiempo con una pandilla de idiotas, también vas a acabar tú siendo bastante atontado —continuó Ridcully.

—Supongo que en sentido figurado…

—Y solamente hace falta hablar cinco minutos con el pobre tesorero para sentir que tú también te estás chiflando un poco, ¿tengo razón?

Los magos asintieron con aire lúgubre. La compañía del tesorero, aunque bastante inofensiva, tenía la costumbre de hacer que a uno le chirriara el cerebro.

—Así que a Hex se le ha contagiado la memez del tesorero —dijo Ridcully—. Es simple. La estupidez real siempre vence a la inteligencia artificial. —Dio un golpecito con su pipa a un costado del tubo de escucha de Hex y gritó—: ¿TE ENCUENTRAS BIEN, MUCHACHO?

Hex escribió: +++ Probando Me Moría Ampliada +++ MELÓN MELÓN MELÓN +++ Error Por Falta De Queso +++!!!!! +++ ¡Señor Gelatina! ¡Señor Gelatina! +++

—Hex parece perfectamente capaz de resolver cualquier cosa que esté puramente relacionada con números, pero cuando intenta hacer otra cosa, lo que hace es esto —dijo Ponder.

—¿Lo veis? La enfermedad del tesorero —dijo Ridcully—. El no va más cuando hay que hacer cuentas y todo lo demás lo hace con los pies. ¿Habéis probado a darle pastillas de extracto de rana?

—Lo siento, señor, pero esa es una sugerencia muy desinformada —contestó Ponder—. No se les puede dar medicinas a las máquinas.

—No veo por qué no —dijo Ridcully. Volvió a dar un golpe en el tubo y vociferó—: ¡YA VERÁS QUÉ PRONTO LEVANTAS… esto ya lo creo, muchacho! ¿Dónde está ese tablero que tiene todos esos botones con letras y números, señor Stibbons? Ah, bien. Se sentó y tecleó, con un solo dedo, tan despacio como el presidente de una empresa—: P-A-S-T-I-L-L-A-S-D-E-E-X-T-R-A-C-T-O-D-E-R-A-N-A.

A Hex le resonaron las tuberías.

—Eso no puede funcionar nunca, señor —dijo Ponder.

—Pues tendría que funcionar —dijo Ridcully—. Si puede entender la idea de estar enfermo, también puede entender la idea de curarse.

Y tecleó: M-U-C-H-A-S-P-A-S-T-I-L-L-A-S-D-E-E-X-T-R-A-C-T-O-D-E-R-A-N-A.

—A mí me parece —dijo— que esta cosa se cree lo que le dicen, ¿no?

—Bueno, es verdad que Hex no conoce el concepto de algo que no sea verdad, si quiere explicarlo así.

—Eso. Bien, acabo de decirle que se ha tomado un montón de pastillas de extracto de rana. Y no va a llamarme mentiroso, ¿verdad?

Se oyeron una serie de clics y zumbidos en el interior de la estructura de Hex.

Luego escribió: +++ Buenas Tardes, archicanciller. Estoy Completamente Recuperado y Entusiasmado Por Hacer Mis Tareas +++

—Así pues, ¿no estás loco?

+++ Le Aseguro Que Estoy Tan Cuerdo Como Cualquiera De Estos Hombres +++

—Tesorero, apártate de la máquina, ¿quieres? —dijo Ridcully—. Oh, bueno, supongo que es lo mejor que vamos a conseguir. Bien, solucionemos esto. Queremos averiguar lo que está pasando.

—¿En algún lugar específico o simplemente en todas partes? —inquirió Ponder, con un matiz de sarcasmo.

La pluma de Hex emitió un susurro al escribir. Ridcully echó un vistazo al papel.

—Aquí dice: «Creación Implícita de Personificación Antropomórfica» —leyó—. ¿Qué quiere decir esto?

—Ejem… creo que Hex ha intentado encontrar la respuesta —dijo Ponder.

—¿De veras? Por los dioses. Yo todavía no había averiguado cuál era la pregunta.

—Le ha oído hablar, señor.

Ridcully enarcó las cejas. Luego se inclinó hacia el tubo de hablar.

—¿ME OYES AHÍ DENTRO?

La pluma rasgueó en el papel.

+++ Sí +++

—TE ESTÁN CUIDANDO BIEN, ¿VERDAD?

—No tiene que gritar usted, archicanciller —dijo Ponder.

—¿Qué es eso de la Creación Implícita, pues? —preguntó Ridcully.

—Ejem, creo que yo he oído hablar de ello, archicanciller —dijo Ponder—. Quiere decir que la existencia de algunas cosas genera automáticamente la existencia de otras. Si ciertas cosas existen, hay otras que también tienen que existir.

—¿Algo así como… el crimen y el castigo, por ejemplo? —dijo Ridcully—. O la bebida y las resacas… por supuesto…

Algo parecido, sí, señor.

—Así pues… ¿si existe el Hada de los Dientes tiene que existir el Gnomo de las Verrugas? —Ridcully se acarició la barba—. Tiene algo de sentido, supongo. Pero ¿por qué no hay un Trasgo de las Muelas del Juicio? Ya sabes, uno que traiga todas esas muelas extras. Un diablillo con un saco lleno de muelas de las grandes…

Se hizo el silencio. Pero en las profundidades del silencio se oyó un pequeño campanilleo de hadas.

—Esto… ¿os parece que tal vez acabo de…? —empezó a decir Ridcully.

—Yo le veo la lógica —dijo el Prefecto Mayor—. Me acuerdo de la agonía que tuve cuando me salieron las muelas del juicio.

—¿La semana pasada? —aventuró el decano, con una sonrisita maliciosa.

—Ah —dijo Ridcully. No parecía avergonzado porque la gente como Ridcully nunca jamás se avergüenza de nada, aunque a menudo los demás se avergüenzan por ellos. Se inclinó otra vez hacia la trompetilla—. ¿SIGUES AHÍ?

Ponder Stibbons puso los ojos en blanco.

—¿TE IMPORTA DECIRNOS QUÉ TAL ANDA LA REALIDAD POR AQUÍ?

La pluma escribió: +++ En Una Escala Del Uno Al Diez — Interrogante +++

—VALE —gritó Ridcully.

+++ Error De División Por Pepino. Por Favor Reinstalar Universo Y Rebootear +++

—Interesante —dijo Ridcully—. ¿Alguien sabe qué quiere decir eso?

—Mierda —dijo Ponder—. Se ha vuelto a colgar.

Ridcully pareció perplejo.

—¿En serio? Ni siquiera lo he visto subirse a ningún sitio.

—Quiero decir que se… se ha vuelto un pelín loco —dijo Ponder.

—Ah —dijo Ridcully—. Bueno, por aquí somos expertos en eso.

Volvió a dar un golpe en el panel.

—¿QUIERES MÁS PASTILLAS DE EXTRACTO DE RANA, MUCHACHO? —gritó.

—Esto, tendría que dejarnos solucionar esto, archicanciller —dijo Ponder, intentando apartarlo.

—¿Qué quiere decir «división por pepino»? —preguntó Ridcully.

—Oh, Hex dice eso cuando llega a una respuesta que sabe que no puede ser real de ninguna forma —contestó Ponder.

—¿Y eso de «rebotear»? ¿Qué es, como darle una buena patada?

—Oh, no, por supuesto, nosotros… es decir… bueno, sí, de hecho —dijo Ponder—, Adrián se pone detrás y… ejem… le da un golpe con el pie. Pero de una forma técnica —añadió.

—Ah. Creo que le estoy cogiendo el tranquillo a este asunto de la máquina que piensa —dijo Ridcully en tono jovial—. Así que el trasto opina que el universo necesita una patada, ¿no?

La pluma de Hex estaba escribiendo sobre el papel. Ponder miró las cifras.

—Debe de ser. ¡Estas cifras no pueden ser correctas!

Ridcully volvió a sonreír.

—¿Quieres decir que o bien el mundo entero funciona mal o tu máquina funciona mal?

—¡Sí!

—Entonces me imagino que la respuesta es bastante sencilla, ¿no? —dijo Ridcully.

—Sí. Está claro que sí. A Hex lo sometemos a pruebas meticulosas todos los días —dijo Ponder Stibbons.

—Este hombre sabe lo que dice —dijo Ridcully.

Le volvió a dar un golpe al tubo de escucha de Hex.

—EH, EL DE AHÍ DENTRO…

—De veras que no tiene que gritar, archicanciller —dijo Ponder.

—¿… Qué es eso de la personificación antropomórfica, entonces?

+++ Los Humanos Siempre Han Adjudicado Las Acciones Aleatorias, Estacionales, Naturales O Inexplicables A Entidades Con Forma Humana, Como Por Ejemplo Jack Frost, Papá Puerco, El Hada De Los Dientes Y La Muerte +++

—Ah, esos. Vale, pero es que esos existen —dijo Ridcully—. Yo conozco a un par de ellos.

+++ Los Humanos No Siempre Se Equivocan +++

—Vale, pero estoy condenadamente seguro de que nunca ha existido un Devorador de Calcetines ni un Dios de las Resacas.

+++ Pero No Hay Ninguna Razón Para Que No Existan +++

—Esa cosa tiene razón, ¿saben? —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. Un hombrecillo que lleva verrugas por ahí no es más ridículo que alguien que se lleva los dientes de los niños a cambio de dinero, si uno lo piensa bien.

—Sí, pero ¿qué me dice del Devorador de Calcetines? —preguntó el catedrático de Estudios Indefinidos—. El tesorero solamente ha dicho que siempre había creído que algo se comía sus calcetines y, bingo, ahí estaba.

—Pero todos le hemos creído, ¿no? Yo sí que le he creído. Parece la mejor explicación posible para todos esos calcetines que he perdido a lo largo de los años. O sea, si se hubieran caído por detrás del cajón o algo así a estas alturas ya habría ahí una montaña.

—Entiendo lo que dice usted —dijo Ponder—. Es como los lápices. Debo de haber comprado cientos de lápices a lo largo de los años, pero ¿cuántos he llegado a gastar del todo? Hasta me he sorprendido a mí mismo pensando que hay algo que entra con sigilo y se los come…

Se oyó un clinclinclinclín flojito. Ponder se quedó paralizado.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. ¿Tengo que mirar a mi alrededor? ¿Voy a ver algo espantoso?

—Parece un pájaro muy perplejo —dijo Ridcully.

—Con un pico de forma muy rara —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—Me gustaría saber quién está haciendo ese puto ruido de campanillas —dijo el archicanciller.

* * *

El oh dios la escuchó con atención. Susan estaba asombrada. Bilioso parecía dispuesto a creérselo todo. Ella nunca había tenido ocasión de hablar de aquella manera antes, y le mencionó este hecho.

—Creo que es porque no tengo ideas preconcebidas —dijo el oh dios—. Es resultado de no haber sido concebido, probablemente.

—Bueno, así son las cosas, en cualquier caso —dijo Susan—. Es obvio que no he heredado características… físicas. Supongo que simplemente miro el mundo de cierta manera.

—¿De qué manera?

—Pues… no siempre presenta barreras. Como esto, por ejemplo.

Susan cerró los ojos. Se sentía mejor si no veía lo que estaba haciendo. Parte de ella seguía insistiendo en que era imposible si los dejaba abiertos.

Lo único que sintió fue una sensación de hormigueo y un poco de frío.

—¿Qué acabo de hacer? —preguntó, con los ojos todavía cerrados.

—Esto… has atravesado la mesa con la mano —dijo el oh dios.

—¿Lo ves?

—Hum… ¿y me estás diciendo que la mayoría de los humanos no lo pueden hacer?

—¡No!

—No hace falta que grites. No tengo mucha experiencia con los humanos, ¿verdad? Salvo hacia el momento en que el sol brilla entre las cortinas. Y en ese momento están sobre todo deseando que la tierra se abra y se los trague. Los humanos, quiero decir, no las cortinas.

Susan reclinó la espalda en el respaldo de su silla… y supo que una parte diminuta de su cerebro estaba diciendo que sí, que allí había una silla, que era real y que se podía sentar en ella.

—Eso no es todo —dijo—. Me acuerdo de cosas. De cosas que todavía no han pasado.

—¿Y eso no es útil?

—¡No! Porque nunca sé lo que… escucha, es como mirar al futuro por el ojo de una cerradura. Se ven trozos de cosas pero nunca sabes qué significan hasta que llegas a donde están y puedes ver dónde encajan esos trozos.

—Eso puede ser un problema —dijo el oh dios en tono educado.

—Créeme. Lo peor de todo es la espera. No puedes parar de vigilar a ver si hay algún trozo pasando por ahí. Me refiero a que normalmente no tengo ningún recuerdo útil del futuro, solo pistas pequeñas y retorcidas que no tienen sentido hasta que ya es demasiado tarde. ¿Estás seguro de que no sabes por qué apareciste en el castillo de Papá Puerco?

—No. Únicamente recuerdo ser una… bueno, ¿entiendes lo que quiero decir cuando digo una mente incorpórea?

—Oh, sí.

—Bien. ¿Y ahora entiendes lo que quiero decir cuando digo un dolor de cabeza incorpóreo? Y luego, un momento más tarde, estaba tumbado sobre una espalda que no solía tener, en medio de un montón de algo frío y blanco que no había visto nunca antes. Pero supongo que si hay que empezar a existir de golpe, en algún sitio hay que hacerlo.

—En algún sitio donde otro que tendría que existir no existiera —dijo Susan, medio para sus adentros.

—¿Perdón?

—Papá Puerco no estaba allí —dijo Susan—. No tendría que haber estado allí en cualquier caso, al menos esta noche, pero esta vez no es que no estuviera allí porque estaba en otra parte, sino porque ya no estaba en ninguna parte. Hasta su castillo estaba desapareciendo.

—Supongo que le iré cogiendo el tranquillo a esto de la encarnación sobre la marcha —dijo el oh dios.

—La mayoría de la gente… —empezó a decir Susan. Un escalofrío le recorrió el cuerpo—. Oh, no. ¿Qué está haciendo? ¿QUÉ ESTÁ HACIENDO?

* * *

UN TRABAJO BIEN HECHO, CREO YO.

El trineo surcaba la noche como un trueno. Los campos congelados pasaban por debajo.

—Humf —dijo Albert. Se sorbió la nariz.

¿CÓMO SE LLAMA ESA SENSACIÓN CÁLIDA QUE SE NOTA POR DENTRO?

—¡Ardor de estómago! —le cortó Albert.

¿DETECTO UN MATIZ DE MAL HUMOR POCO PROPIO DE ESTOS DÍAS?, dijo la Muerte. TE HAS QUEDADO SIN CERDITO DE AZÚCAR, ALBERT.

—Yo no quiero ningún regalo, amo. —Albert suspiró—. Salvo tal vez despertarme y descubrir que todo vuelve a ser normal. Mire, ya sabe que todo sale mal cuando usted empieza a cambiar las cosas.

PERO PAPÁ PUERCO SÍ QUE PUEDE CAMBIAR LAS COSAS. PEQUEÑOS MILAGROS POR TODAS PARTES, CON MUCHOS JO, JO, JO, RISUEÑOS. ENSEÑARLE A LA GENTE EL VERDADERO SENTIDO DE LA VIGILIA DE LOS PUERCOS, ALBERT.

—¿Como qué? ¿Se refiere a que todos los cerdos y el ganado están sacrificados y con suerte hay bastante comida para que todo el mundo pase el invierno?

BUENO, CUANDO DIGO EL VERDADERO SENTIDO…

—¿Que a algún pobre diablo le han cortado la cabeza en un bosque porque se ha encontrado una judía en la cena y ahora sí que volverá el verano?

NO EXACTAMENTE ESO, PERO…

—Oh, ¿se refiere a que han perseguido a una pobre bestia y han disparado flechas a las copas de los manzanos y ahora las sombras se van a marchar?

ESO ES CLARAMENTE UN SENTIDO, PERO YO…

—Ah, ¿entonces habla usted de cuando encienden una puta hoguera enorme para irle con una indirecta al sol y que pare de rondar por debajo del horizonte y se ponga a trabajar como cualquier persona decente?

La Muerte hizo una pausa, mientras los cerdos volaban a toda velocidad por encima de un grupo de colinas.

NO ESTÁS SIENDO DE AYUDA, ALBERT.

—Bueno, son todos los sentidos verdaderos que yo conozco.

CREO QUE DEBERÍAS TRABAJAR CONMIGO EN ESTO.

—Todo tiene que ver con el sol, amo. Nieve blanca y sangre roja y el sol. Siempre ha sido así.

PUES MUY BIEN. PAPÁ PUERCO LE PUEDE ENSEÑAR A LA GENTE EL SENTIDO IRREAL DE LA VIGILIA DE LOS PUERCOS.

Albert escupió por encima del borde del trineo.

—¡Ja! «Qué bonito sería que todo el mundo fuera amable», ¿eh?

HAY PEORES GRITOS DE GUERRA.

—Oh cielos oh cielos oh cielos…

PERDONA…

La Muerte se metió la mano en la túnica y sacó un reloj de arena.

DA LA VUELTA AL TRINEO, ALBERT. EL DEBER LLAMA.

—¿Cuál?

SERÍA DE AGRADECER UNA ACTITUD MÁS POSITIVA EN ESTE MOMENTO, MUCHAS GRACIAS.

* * *

—Fascinante. ¿Alguien tiene otro lápiz? —pidió Ridcully.

—Ya se ha comido cuatro —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. Todos enteros, archicanciller. Y ya sabe que últimamente nos los compramos cada uno.

Era un asunto delicado. Como la mayoría de la gente que no tiene ni la más remota idea de la economía real, Mustrum Ridcully equiparaba «control financiero adecuado» con tener contados los clips sujetapapeles. Hasta los magos más veteranos tenían que enseñarle que se les había gastado del todo el lápiz antes de darles uno nuevo del armarito que tenía cerrado con llave debajo de su escritorio. Como por supuesto casi nadie conserva los lápices a medio gastar, los magos se veían obligados a salir de la universidad a hurtadillas y comprar lápices nuevos con su propio dinero.

La razón de la escasez de lápices gastados estaba posada delante de ellos, runruneando mientras masticaba un HB hasta la goma de borrar del final, que escupió al tesorero.

Ponder Stibbons había estado tomando notas.

—Creo que funciona así —dijo—. Lo que nos está llegando es la personificación de fuerzas, tal como ha dicho Hex. Pero solamente funciona si la cosa es… bueno, lógica. —Tragó saliva. Ponder era un firme creyente en la lógica, a pesar de toda la evidencia local, y odiaba tener que usar la palabra de aquella forma—. No quiero decir que sea lógico de verdad que exista una criatura que devora calcetines, pero sí… eh… sí tiene un poco de sentido… quiero decir como hipótesis de trabajo.

—Un poco como Papá Puerco —dijo Ridcully—. Cuando eres un crío, es una explicación tan buena como cualquier otra, ¿no?

—¿Qué tiene de ilógico que exista un duende que me traiga bolsas enormes llenas de dinero? —preguntó el decano, huraño. Ridcully le dio otro lápiz al Ladrón de Lápices.

—Bueno, señor… en primer lugar, usted nunca ha recibido misteriosamente bolsas enormes de dinero y ha necesitado encontrar una hipótesis para explicarlas, y en segundo lugar, a nadie más le parece probable.

—¡Ja!

—¿Por qué está sucediendo ahora? —dijo Ridcully—. ¡Mirad, me ha saltado al dedo! ¿Alguien tiene otro lápiz?

—Bueno, estas… fuerzas siempre han estado ahí —dijo Ponder—. O sea, los calcetines y los lápices siempre han desaparecido de forma inexplicable, ¿no es verdad? Pero la razón de que estén personificándose así de repente… me temo que no la sé.

—Bueno, pues tendremos que descubrirla, ¿no? —dijo Ridcully—. No podemos permitir que pasen estas cosas. Que aparezcan antidioses absurdos y qué se yo qué otras cosas misceláneas solamente porque la gente ha pensado en ellas. Nos estamos arriesgando a que aparezca cualquier cosa. Supongamos que algún idiota dice que tiene que existir un dios de la indigestión, ¿qué pasa entonces?

Clinclinclinclín.

—Ejem… Creo que alguien acaba de hacerlo, señor —dijo Ponder.

* * *

—¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando? —preguntó el oh dios. Cogió a Susan de los hombros. Tenían un tacto huesudo.

—MIERDA —dijo Susan.

Lo alejó de ella y se apoyó en la mesa, con cuidado de que él no le viera la cara.

Por fin, con una buena dosis del autocontrol que se había inculcado a sí misma a lo largo de los años, consiguió recuperar su propia voz.

—Está saliéndose del personaje —murmuró, dirigiéndose a la sala en general—. Puedo notar cómo lo hace. Y eso me arrastra a mí a ocupar el suyo. ¿Para qué lo está haciendo?

—A mí que me registren —dijo el oh dios, que se había apartado de ella a toda prisa—. Esto… hace un momento… antes de que apartaras la cara… me ha parecido que llevabas una sombra de ojos muy oscura… pero no llevas…

—Mira, es muy simple —dijo Susan, dando media vuelta. Notó que le cambiaba el peinado, algo que le pasaba siempre que estaba nerviosa—. ¿Sabes que hay cosas que te vienen de familia? Ojos azules, dientes de conejo, esa clase de cosas. Bueno, pues a mí la Muerte me viene de familia.

—Esto… como a todo el mundo, ¿no? —dijo el oh dios.

—Cállate, por favor, deja de farfullar —dijo Susan—. No me refería a la muerte, me refería a la Muerte con eme mayúscula. Me acuerdo de cosas que todavía no han pasado y puedo HABLAR ASÍ y acechar así y… si él se distrae haciendo otra cosa, su trabajo lo voy a tener que hacer yo. Y ya lo creo que se distrae. No sé qué le ha pasado realmente al Papá Puerco de verdad ni por qué el abuelo está haciendo su trabajo, pero sé un poco cómo piensa y no tiene… no tiene escudos mentales como nosotros. No sabe olvidar las cosas y tampoco no hacerles caso. Se lo toma todo de forma literal y lógica y no entiende por qué eso no siempre funciona…

Vio la expresión confusa del oh dios.

—Mira… ¿cómo te asegurarías de que toda la gente del mundo estuviera bien alimentada? —preguntó ella.

—¿Yo? Oh, bueno, yo… —El oh dios farfulló un momento—. Supongo que hay que pensar en los sistemas políticos imperantes y en la división y el cultivo adecuados de la tierra arable, y…

—Sí, sí. Pues él se limitaría a darle a todo el mundo una buena comida —dijo Susan.

—Oh, ya veo. Muy poco práctico. Ja, es tan tonto como decir que se puede vestir a los desnudos dándoles, bueno, dándoles algo de ropa.

—¡Sí! O sea, no. ¡Claro que no! O sea, es obvio que habría que darles… ¡oh, ya me entiendes!

—Sí, supongo que sí.

—Pero él no lo entendería. Hubo un estrépito junto a ellos.

De los restos ardientes de un accidente de tráfico siempre sale rodando una rueda en llamas. Dos hombres que transportan una lámina enorme de cristal siempre cruzan la carretera delante de todo actor cómico involucrado en una persecución desquiciada de coches. Ciertas convenciones narrativas son tan fuertes que sus equivalentes suceden hasta en planetas donde a mediodía hierven las rocas. Y cuando se hunde una mesa abarrotada de cosas, siempre hay un plato milagrosamente intacto que echa a rodar por el suelo y se queda girando hasta detenerse.

Susan y el oh dios se quedaron mirándolo y después volvieron su atención a la figura enorme que había quedado tirada sobre los restos de una fuente enorme de fruta.

—Acaba… de aparecer de la nada —susurró el oh dios.

—¿En serio? No te quedes ahí. Échame una mano para ayudarlo a levantarse, ¿quieres? —dijo Susan, alzando un melón muy grande.

—Esto… tiene un racimo de uvas detrás de la oreja…

—¿Y qué?

—No me gusta ni siquiera pensar en uvas…

—Oh, venga ya.

Juntos se las apañaron para poner al recién llegado de pie.

—Toga, sandalias… se parece un poco a ti —dijo Susan, mientras la víctima de la fruta se bamboleaba pronunciadamente.

—¿Yo era de ese color verde?

—Casi.

—¿Hay… hay un excusado por aquí cerca? —murmuró su cargamento con los labios húmedos.

—Creo que está al otro lado de ese arco —contestó Susan—. Pero he oído que no es muy agradable.

—Eso no es un rumor, es una predicción —dijo la figura gorda, y se fue dando tumbos—. ¿Y luego puedo tomar un vaso de agua y una galleta digestiva…?

Se quedaron mirando cómo se alejaba.

—¿Amigo tuyo? —preguntó Susan.

—El Dios de la Indigestión, creo. Mira… yo… esto… creo que me acuerdo de algo —dijo el oh dios—. Justo antes de, ejem, encarnarme. Pero parece una tontería…

—¿Y bien?

—Dientes —dijo el oh dios.

Susan vaciló.

—No estás hablando de algo que te atacó, ¿verdad? —dijo ella en tono inexpresivo.

—No. Simplemente… una sensación de dentosidad. Probablemente no quiera decir gran cosa. Como Dios de la Resaca, veo cosas mucho peores, te lo aseguro.

—Solamente dientes —dijo ella—. Muchos dientes. Pero no dientes horribles. Solamente muchísimos dientes pequeñitos. Y es casi… ¿triste?

—¡Sí! ¿Cómo lo sabes?

—Oh, tal vez… me acuerdo de que me lo dijiste antes de que me lo dijeras. No lo sé. ¿Qué me dices de una esfera roja, grande y brillante?

El oh dios puso cara pensativa durante un momento.

—No. En eso no puedo ayudarte, me temo. Solamente dientes. Hileras y más hileras de dientes.

—Yo no recuerdo las hileras —dijo Susan—. Solamente la sensación de que… los dientes eran importantes.

—Na, es asombroso lo que se puede hacer con un pico —dijo el cuervo, que había estado investigando la mesa llena de comida y había conseguido levantar la tapa de una jarra.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Susan en tono cansino.

—Ojos —respondió el cuervo—. Ja, los magos sí que saben vivir, ¿eh? No les falta de nada por aquí, te lo digo yo.

—Son aceitunas —dijo Susan.

—Mala suerte —dijo el cuervo—. Ahora son mías.

—¡Son un tipo de fruta! ¡O de verdura o algo!

—¿Estás segura? —El cuervo giró un ojo dubitativo en dirección a la jarra y el otro hacia ella.

—¡Sí!

Los ojos volvieron a girar otra vez.

—¿Así que de repente eres una experta en ojos?

—¡Mira, son verdes, pájaro estúpido!

—Podrían ser unos ojos muy viejos —dijo el cuervo en tono desafiante—. A veces se ponen así…

IIIC, dijo la Muerte de las Ratas, que estaba a medio camino de zamparse un queso.

—Y no soy precisamente estúpido —dijo el cuervo—. ¡Los córvidos son excepcionalmente brillantes en sus razonamientos, y en el caso de algunas especies forestales, también en el uso de herramientas!

—Ah, o sea que resulta que ahora tú eres un experto en cuervos, ¿no? —dijo Susan.

—Señorita, resulta que yo soy un…

IIIC, repitió la Muerte de las Ratas.

Los dos se giraron. Estaba señalando sus dientes grises.

—¿El Hada de los Dientes? —dijo Susan—. ¿Qué pasa con ella?

IIIC.

—Hileras de dientes —volvió a decir el oh dios—. Como… hileras, ¿sabes? ¿Qué es el Hada de los Dientes?

—Oh, hoy en día se la ve muy a menudo —dijo Susan—. O mejor dicho, se las ve. Es una especie de franquicia. Les dan la escalera de mano, el cinturón para el dinero y los alicates y ellas se apañan.

—¿Alicates?

—Si el hada no tiene cambio ha de llevarse un diente más a cuenta. Pero mira, las hadas de los dientes son bastante inofensivas. Yo he conocido a una o dos. Solamente son chicas trabajadoras. No suponen una amenaza para nadie.

IIIC.

—Solamente espero que al abuelo no se le meta en la cabeza el hacer también el trabajo de ellas. Por todos los cielos, solo de pensarlo…

—¿Y recolectan clientes?

—Sí. Obviamente.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Porque es su trabajo.

—Quiero decir que por qué, ¿adonde se llevan los dientes después de recolectarlos?

—¡No lo sé! Simplemente… bueno, simplemente se llevan los dientes y dejan el dinero —dijo Susan—. ¿Qué clase de pregunta es esa? «¿Adonde se llevan los dientes?»

—Solamente me lo estaba preguntando, eso es todo. Probablemente todos los humanos lo saben, probablemente es una tontería preguntarlo, probablemente es un hecho bien sabido.

Susan miró a la Muerte de las Ratas con cara pensativa.

—Bien pensado… ¿adonde se llevan los dientes?

¿IIIC?

—Dice que ni idea —dijo el cuervo—. ¿Tal vez los venden? —Dio un picotazo a otra jarra—. ¿Y estos? Estos parecen arrugados y sabros…

—Nueces encurtidas —dijo Susan sin prestar atención—. ¿Qué hacen con los dientes? ¿Qué se puede hacer con un montón de dientes? Pero… ¿qué daño puede hacer un hada de los dientes?

—¿Tenemos tiempo para encontrar a una y preguntárselo? —preguntó el oh dios.

—El tiempo no es el problema —dijo Susan.

* * *

Hay quien cree que el conocimiento es algo que se adquiere: un mineral precioso que se arranca, por así decirlo, de los estratos grises de la ignorancia.

Hay quien cree que el conocimiento solamente se puede recordar, que hubo una Edad de Oro en un pasado lejano en la que todo se sabía y las piedras encajaban tan bien que apenas quedaba sitio para meter un cuchillo entre ellas, ya sabes, y es obvio que tenían máquinas voladoras, ¿no?, porque los terraplenes y las fortificaciones solamente se pueden ver bien desde lo alto, ¿verdad?, y una vez leí sobre un museo donde encontraron una calculadora de bolsillo debajo del altar de un templo muy antiguo, ¿sabes a qué me refiero? Pero el gobierno lo ocultó todo…[17]

Mustrum Ridcully creía que el conocimiento se podía adquirir gritándole a la gente, y se esforzaba en ello tanto como podía. Los magos estaban sentados a la mesa de la Sala No-Común, que estaba llena de montones altos de libros.

—Es la Vigilia de los Puercos, archicanciller —dijo el decano en tono de reproche, hojeando un volumen vetusto.

—No hasta la medianoche —dijo Ridcully—. Resolver esto os abrirá el apetito para la cena.

—Creo que puedo haber encontrado algo, archicanciller —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Está en Los dioses básicos de Woddeley. Aquí dice algo sobre los lares y los penates que parece encajar con lo nuestro.

—¿Lares y penates? No los conocen ni en su casa —dijo Ridcully.

—Jajajá —dijo el catedrático.

—¿Cómo? —dijo Ridcully.

—Pensaba que estaba usted haciendo un chiste bastante bueno, archicanciller —dijo el catedrático.

—¿En serio? No era mi intención —repuso Ridcully.

—Pues vaya novedad —dijo el decano en voz baja.

—¿Qué era eso, decano?

—Nada, archicanciller.

—Creí que había hecho usted una referencia a «su casa» porque son, de hecho, dioses domésticos. O lo eran, mejor dicho. Parece que se extinguieron hace mucho tiempo. Eran… pequeños espíritus domésticos, como por ejemplo…

Tres de los otros magos, pensando bastante deprisa para ser magos, le taparon la boca con las manos.

—¡Cuidado! —dijo Ridcully—. ¡Decir las cosas sin pensarlas crea vida! Es por eso que tenemos a un Dios de la Indigestión gordinflón vomitando en el lavabo. Por cierto, ¿dónde está el tesorero?

—Estaba en el lavabo, archicanciller —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—¿Cómo, cuando el…?

, archicanciller.

—Oh, bueno, estoy seguro de que no le pasará nada —dijo Ridcully con esa voz tranquila de quien se refiere a algo desagradable que le pasa a algún otro fuera del radio auditivo—. Pero no queremos que haya más de estos… ¿qué son, catedrático?

—Lares y penates, archicanciller, pero yo no estaba sugiriendo…

—Yo creo que está claro. Algo ha salido mal y estos diablillos están regresando. Lo único que tenemos que averiguar es qué ha salido mal y resolverlo.

—Ah, bueno, me alegro de que todo esté solucionado, entonces —dijo el decano.

—Dioses domésticos —dijo Ridcully—. ¿Es eso lo que son, catedrático? —Abrió el cajón que tenía en el sombrero y sacó su pipa.

—Sí, archicanciller. Aquí dice que solían ser los… espíritus locales, supongo. Se encargaban de que se cociera el pan y se hiciera bien la mantequilla.

—¿Y comían lápices? ¿Qué actitud tenían hacia la cuestión de los calcetines?

—Esto era en la época del Primer Imperio —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Sandalias, togas y todo eso.

—Ah. ¿No eran muy dados a los calcetines?

—No demasiado, no. Y faltaban novecientos años para que Osric Lapizorum descubriera por primera vez, en las arenas ricas en grafito de la remota isla de Sumtri, el pequeño arbusto al que, por medio de un meticuloso cultivo, indujo a producir los alargados…

—Sí, todos podemos ver que tienes la enciclopedia abierta debajo de la mesa, catedrático —dijo Ridcully—. Pero me atrevo a decir que las cosas han cambiado un poco. Que han avanzado con los tiempos. Es normal que haya habido transformaciones. Antes se encargaban de que se cociera el pan y ahora tenemos cosas que devoran los lápices y los calcetines y que se encargan de que uno nunca pueda encontrar una toalla limpia cuando la quiere…

Se oyó un campanilleo lejano.

Ridcully se calló.

—Acabo de decir eso, ¿verdad?

Los magos asintieron lúgubremente.

—¿Y esta es la primera vez que alguien lo ha mencionado? —Los magos volvieron a asentir.

—Bueno, maldita sea, es que es asombroso, uno nunca puede encontrar una toalla limpia cuando…

Se oyó un zumbido creciente. Una toalla pasó volando a la altura de los hombros de los presentes. Parecía tener muchas alitas diminutas.

—Esa era mía —se lamentó el conferenciante de Runas Recientes. La toalla desapareció en dirección a la Gran Sala.

—Avispas Toalleras —dijo el decano—. Buen trabajo, archicanciller.

—Bueno, o sea, maldita sea, es la naturaleza humana, ¿vale? —dijo Ridcully, acalorado—. Cuando las cosas salen mal y se pierden cosas, es natural inventar pequeñas criaturas que… de acuerdo, de acuerdo, tendré cuidado. Solamente estoy diciendo que el hombre es por naturaleza una criatura mitopoeica.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó el Prefecto Mayor.

—Quiere decir que nos inventamos las cosas sobre la marcha —contestó el decano sin levantar la vista.

—Ejem… perdónenme, caballeros —dijo Ponder Stibbons, que había estado tomando notas con expresión pensativa al final de la mesa—. ¿Estamos sugiriendo que están regresando cosas? ¿Creemos que es una hipótesis viable?

Los magos se miraron entre ellos desde sus sillas.

—Definitivamente viable.

—Viable, está claro.

—Sí, eso no vale para toda la tropa.

—¿El qué? ¿Qué es lo que hay que darle a la tropa?

—Bueno… ¿raciones enlatadas? Armas decentes, botas que estén bien… esa clase de cosas.

—¿Y eso qué tiene que ver con lo que decíamos?

—A mí no me lo pregunte. Ha sido él quien ha empezado a hablar de darle cosas a la tropa.

—¿Queréis callaros todos? ¡Nadie le va a dar nada a la tropa!

—Oh, ¿no habría que darles algo? Al fin y al cabo, es la Vigilia de los Puercos.

—Miren, solo era una forma de hablar, ¿de acuerdo? Solamente quería decir que todos estamos de acuerdo. No es más que lenguaje vistoso. ¡Por los dioses, no pensarán ustedes que estoy sugiriendo realmente que le demos nada a la tropa, en la Vigilia de los Puercos o en ningún otro momento!

—¿Ah, no?

—¡No!

—Eso es un poco mezquino, ¿no?

Ponder se limitó a dejar que pasara. Se debe a que sus mentes están enfrascadas tan a menudo en asuntos profundos y problemáticos, se dijo a sí mismo, que sus bocas tienen permiso para divagar y convertirse en una molestia.

—A mí no me parece bien usar esa máquina que piensa —dijo el decano—. Ya lo he dicho antes. Es trastear con lo culto. Y a mí siempre me ha bastado con lo oculto, muchas gracias.

—Por otro lado, es la única persona por aquí que es capaz de pensar como es debido y que hace lo que le dicen —dijo Ridcully.

* * *

El trineo cruzaba la nevada como un rugido, dejando una estela tras de sí en el cielo.

—Oh, qué divertido —murmuró Albert, agarrándose fuerte.

Los patines golpearon un tejado cercano a la universidad y los cerdos aminoraron el trote hasta detenerse.

La Muerte volvió a mirar el reloj de arena.

QUÉ RARO, dijo.

—¿Es un trabajo de guadaña, pues? —preguntó Albert—. ¿No le va a hacer falta la barba postiza y la risa risueña? —Miró a su alrededor y el sarcasmo fue reemplazado por la perplejidad—. Eh… ¿cómo puede alguien estar muerto aquí arriba?

Alguien lo estaba. Había un cadáver en la nieve.

Era evidente que el hombre acababa de morirse. Albert miró el cielo con los ojos guiñados.

—No hay ningún sitio del que caerse y tampoco hay pisadas en la nieve —dijo, mientras la Muerte hacía girar su guadaña—. ¿De dónde ha venido, entonces? Parece el guardia personal de alguien. Lo han matado a puñaladas. ¿Ve la cuchillada esa tan fea de ahí?

—No tiene buena pinta —coincidió el espíritu del hombre, mirándose a sí mismo.

Luego apartó la vista de sí mismo para mirar a Albert y luego a la Muerte y su expresión fantasmagórica pasó del horror a la preocupación.

—¡Tienen los dientes! ¡Todos! Simplemente han entrado… y… no, esperen…

Se desvaneció por completo.

—Vaya, ¿de qué estaba hablando? —dijo Albert.

TENGO MIS SOSPECHAS.

—¿Ve la insignia de su camisa? Parece el dibujo de un diente.

SÍ. LO PARECE.

—¿De dónde viene?

DE UN LUGAR AL QUE NO PUEDO IR.

Albert bajó la mirada hacia el cadáver misterioso y luego la devolvió a la calavera impasible de la Muerte.

—No paro de pensar que ha sido curioso que nos hayamos topado con la nieta de usted, así sin más —dijo.

SÍ.

Albert ladeó la cabeza.

—Teniendo en cuenta la gran cantidad de chimeneas y de crios que hay en el mundo, etcétera.

CIERTAMENTE.

—Una coincidencia asombrosa, ya lo creo.

PARA QUE VEAS.

—Se podría decir que cuesta de creer.

ESTÁ CLARO QUE LA VIDA DA ALGUNA QUE OTRA SORPRESA.

—No solamente la vida, creo yo —dijo Albert—. Y se ha puesto nerviosa de verdad, ¿a que sí? Estaba que se subía por las paredes. No me sorprendería que empezara a hacer preguntas.

ASÍ ES LA GENTE.

—Pero la Rata también está con ella, ¿no? Probablemente no le quitará la cuenca ocular de encima. La irá guiando, lo más seguro.

ES UN PEQUEÑO BRIBÓN, ¿NO TE PARECE?

Albert sabía que no podía ganar. La Muerte tenía la cara de póquer definitiva.

ESTOY SEGURO DE QUE SUSAN ACTUARÁ CON SENSATEZ.

—Oh, sí —dijo Albert, mientras regresaban al trineo—. Es cosa de familia, lo de actuar con sensatez.

* * *

Como buen barman, Igor tenía un garrote debajo de la barra para lidiar con aquellos pequeños trastornos que tenían lugar cerca de la hora de cerrar, aunque de hecho El Otro Barrio nunca cerraba y nadie recordaba nunca que Igor no estuviera detrás de la barra. Con todo, a veces las cosas se iban de las manos. O de las patas. O de las garras.

El arma preferida de Igor era un poco distinta. Tenía la punta de plata (para los hombres lobo), tenía ajos colgando (para los vampiros) y estaba envuelta con una tira de manta (para los hombres del saco). Para todos los demás, el hecho de que consistiera en medio metro de roble macizo de los pantanos solía ser suficiente.

Había estado mirando la ventana. La escarcha avanzaba al acecho desde los bordes. Por alguna razón las líneas acechantes estaban formando el dibujo de tres perritos que asomaban de la parte superior de una bota.

Alguien le dio unos golpecitos en el hombro. Él se giró, garrote ya en mano, y se relajó.

—Oh… eres tú. No he oído la puerta.

Nadie había entrado por la puerta. Susan tenía prisa.

—¿Has visto últimamente a Violeta, Igor?

—¿La chávala de los dientes? —La única ceja de Igor tembló por la concentración—. Na, hace una semana o dos que no la veo.

La ceja se dobló en forma de uve enojada cuando Igor vio al cuervo, que estaba intentando colarse por detrás de un expositor de frutos secos medio vacío.

—Tienes que sacar eso de aquí, señorita —dijo—. Ya conoces las normas sobre mascotas y espíritus familiares. Si no puede recuperar la forma humana cuando se le dice, se queda fuera.

—Sí, bueno, algunos tenemos más neuronas que dedos —murmuró una voz desde detrás de los frutos secos.

—¿Dónde vive Violeta?

—Eh, eh, señorita, ya sabes que yo nunca contesto a esa clase de preguntas…

—¿DÓNDE VIVE VIOLETA, IGOR?

—En la calle de la Pierna de la Pega, al lado de la tienda de marcos —respondió Igor automáticamente. La ceja se le frunció de rabia al darse cuenta de lo que acababa de hacer—. ¡Eh, señorita, ya sabes las normas! ¡Nadie me muerde, nadie me desgarra la garganta y nadie se esconde detrás de mi puerta! ¡Y no uses la voz de tu abuelo conmigo! ¡Podría prohibirte la entrada por liarme de esa manera!

—Lo siento, es importante —dijo Susan. Pudo ver con el rabillo del ojo que el cuervo se había subido a las estanterías y estaba quitando la tapa de un frasco a picotazos.

—Sí, bueno, ¿y si por ejemplo uno de los vampiros decide que lo importante es que se ha saltado la merienda? —gruñó Igor, guardando el garrote.

Se oyó un «plinc» procedente del frasco de los huevos en vinagre. Susan intentó con todas sus fuerzas no mirar en aquella dirección.

—¿Podemos irnos? —preguntó el oh dios—. Todo este alcohol me pone nervioso.

Susan asintió y salió a toda prisa.

Igor soltó un gruñido. Luego volvió a mirar la escarcha, porque Igor nunca le pedía mucho a la vida. Al cabo de un rato oyó una voz amortiguada que decía.

—¡Fengo uno! ¡Fengo uno!

No se entendía bien porque el cuervo había ensartado un huevo en vinagre con el pico.

Igor suspiró y cogió su garrote. Y al cuervo le habrían ido muy mal las cosas si no fuera porque la Muerte de las Ratas eligió ese preciso momento para morder a Igor en la oreja.

* * *

ES AQUÍ, dijo la Muerte.

Tiró de las riendas tan deprisa y con tanta brusquedad que los cerdos acabaron mirando en dirección contraria.

Albert forcejeó para salir de una avalancha de ositos de peluche sobre los que había estado dormitando.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Nos hemos dado contra algo? —preguntó.

La Muerte señaló hacia abajo. Por debajo de ellos se extendía un prado blanco interminable, donde solamente el resplandor de alguna vela en un alféizar o alguna cabaña medio tapada por la nieve indicaban la presencia de la efímera mortalidad en el mundo.

Albert frunció los ojos y alcanzó a ver lo que la Muerte había divisado.

—Es algún viejo desgraciado que camina por la nieve —dijo—. Viene de recoger leña, por lo que parece. Mala noche para estar ahí fuera —dijo—. Y yo también estoy fuera en ella, ahora que lo pienso. Mire, amo, estoy seguro de que ya ha hecho usted bastante para asegurarse de…

AHÍ ABAJO ESTÁ PASANDO ALGO. JO. JO. JO.

—Pero si al tipo no le pasa nada —dijo Albert, agarrándose mientras el trineo bajaba bruscamente. Hubo una breve brecha de luz cuando el hombre que venía de recoger madera abrió la puerta de una casucha tapada por la nieve—. Mire, ahí, hay un par de tipos que le van detrás, ¿lo ve? Y van todos cargados de paquetes y cosas, ¿ve? Parece que el abuelo va a tener una Vigilia de los Puercos decente a fin de cuentas, no hay problema. ¿Podemos irnos ya…?

Las cuencas brillantes de la Muerte examinaron la escena con todo detalle.

ESTÁ MAL.

—Oh, no… Ya estamos otra vez.

* * *

El oh dios vaciló.

—¿Cómo que no puedes atravesar la puerta? —preguntó Susan—. En el bar atravesaste la puerta.

—Ahí era distinto. Tengo ciertos poderes divinos en presencia del alcohol. En todo caso, hemos llamado y ella no ha contestado y, ¿qué ha sido del señor Buenos Modales?

Susan se encogió de hombros y atravesó la obra de carpintería barata. Sabía que probablemente no debería hacerlo. Cada vez que hacía algo parecido gastaba cierta cantidad de, bueno, de normalidad. Y tarde o temprano se olvidaría de para qué servían los pomos de las puertas, igual que el abuelo.

Ahora que lo pensaba, su abuelo nunca había averiguado para qué servían los pomos.

Abrió la puerta desde dentro. El oh dios entró y echó un vistazo al lugar. No le ocupó mucho tiempo. No era una habitación grande. Era la subdivisión de una habitación que para empezar ya no había sido demasiado grande.

—¿Aquí es donde vive el Hada de los Dientes? —dijo Bilioso—. Es un poco… diminuta, ¿no? El suelo está lleno de trastos… ¿Qué son esas cosas que cuelgan de esa cuerda?

—Son… prendas femeninas —respondió Susan, hurgando entre los papeles que había sobre una mesilla destartalada.

—No son muy grandes —dijo el oh dios—. Y son un poco finas…

—Dime —Susan no levantó la vista—, esos recuerdos con los que llegaste aquí… No eran muy complicados, ¿verdad…? Ah…

Él miró por encima del hombro de ella mientras Susan abría un pequeño cuaderno rojo.

—No he hablado muchas veces con Violeta —dijo—. Creo que entrega los dientes en alguna parte y se queda con un porcentaje del dinero. No es un trabajo muy bien pagado. Ya sabes, te dicen que puedes Ganar $$$ En Tu Tiempo Libre pero ella dice que en realidad sacaría más haciendo de camarera. Ah, parece que es esto…

—¿El qué?

—Me comentó que le dan los nombres cada semana.

—¿De quién, de los niños que van a perder dientes?

—Sí. Los nombres y las direcciones —dijo Susan, hojeando el cuaderno.

—No me parece muy creíble.

—Perdona, pero ¿no eras tú el Dios de las Resacas? Ah, mira, aquí está el diente de Twyla del mes pasado. —Sonrió al ver la caligrafía gris y pulcra—. Prácticamente se lo sacó a martillazos porque necesitaba el medio dólar.

—¿A ti te gustan los niños? —preguntó el oh dios.

Ella le lanzó una mirada.

—Crudos no —dijo—. No están mal si son de otra gente. Espera…

Pasó algunas páginas hacia delante y hacia atrás.

—Hay días que están vacíos —dijo ella—. Mira, los últimos días están todos sin marcar. No hay nombres. Pero si retrocedes una semana o dos, mira, todos están perfectamente marcados y el dinero está sumado al pie de cada página, ¿lo ves? Y… esto de aquí no puede ser correcto, ¿verdad?

En la primera noche sin marcar, que era una noche de la semana anterior, solamente había registrados cinco nombres. La mayoría de los niños sabían instintivamente cuándo tenían que desafiar a la suerte, y solo los codiciosos o los pocos previsores en materia de dentición llamaban al Hada de los Dientes cerca de la Vigilia de los Puercos.

—Lee los nombres —dijo Susan.

William Wittles, alias Willy (casa), Capullo (escuela), dorm. fondo, 2ª planta, calle Patadatumba, 68;

Sophie Langtree, alias Princesita de Papá, dorm. de la buhardilla, El Hipopótamo, 5;

El Honorable Jeffrey Bibbleton, alias Problema Con Pantalones (casa), Cuatroojos (escuela), 1ª planta al fondo, Mansión Escrote, Camino del Parque…

El oh dios dejó de leer.

—Creo que esto es entrometerse un poco, ¿no?

—Es todo un mundo nuevo —dijo Susan—. Todavía no has llegado. Sigue leyendo.

Nuhakme Icta, alias Tesorito, sótano, El Falafel Que Ríe, Supermercado Klatchistaní 24 Horas Y Para Llevar, esquina de la Calle del Empape con Dimwell;

Reginald Lilywhite, alias Banjo, El Matón del Camino del Parque, ¿Ha Visto Usted a Este Hombre?, El Atracador de la Puerta del Ganso, El Merodeador de la Colina de la Siesta, habitación 17, Asociación de Jóvenes Paganos.

—¿Asociación de Jóvenes Paganos?

—Es como se suele llamar a la Asociación Juvenil de Adoradores Reformados Del Dios Supurante Bel-Shamharoth —dijo Susan—. ¿A ti te suena como alguien que esperaría una visita del Hada de los Dientes?

—No.

—A mí tampoco. Me suena como alguien que esperaría una visita de la Guardia.

Susan miró a su alrededor. Aquello era un cuartucho, de esos que se alquilan cuando no se tiene intención de quedarse mucho tiempo, de esos donde caminar por el suelo en plena noche va siempre acompañado por el crujido de las cucarachas en un baile flamenco de la muerte. Era asombroso cuánta gente se pasaba la vida entera en lugares donde no tenía intención de quedarse.

Camastro barato y estrecho, yeso descascarillado, ventanuco diminuto…

Abrió el ventanuco para hurgar bajo el alféizar y sintió una punzada de satisfacción cuando sus dedos indagadores se cerraron sobre un cordel que estaba unido a una bolsa de hule. Tiró de ella.

—¿Qué es eso? —preguntó el oh dios, mientras ella abría la bolsa sobre la mesa.

—Oh, se ven muy a menudo —dijo Susan, sacando unos paquetes envueltos en papel de cera de segunda mano—. La gente vive sola, los ratones y las cucarachas se lo comen todo, no hay ningún sitio donde guardar la comida… pero fuera de la ventana se conserva fresca y a salvo. Más o menos a salvo. Es un viejo truco. Pero… mira esto. Beicon reseco, una rebanada mohosa de pan y un poco de queso que se podría afeitar. Estoy segura de que hace tiempo que no pasa por casa.

—Oh, cielos. ¿Y ahora qué?

—¿Adonde llevaría los dientes? —preguntó Susan al mundo en general pero sobre todo a sí misma—. ¿Qué demonios es lo que hace el Hada de los Dientes con…?

Alguien llamó a la puerta. Susan fue a abrir.

Al otro lado había un hombrecillo calvo con un abrigo largo y marrón. Tenía una tablilla para apoyar papeles en la mano y parpadeó nerviosamente cuando la vio a ella.

—Esto… —empezó a decir.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó Susan.

—Ejem, es que he visto la luz. Y he pensado que Violeta podía estar en casa —dijo el hombrecillo. Jugueteó con el lápiz que tenía sujeto con un cordel a su tablilla—. Es que va un poco retrasada con los dientes, y se debe un poco de dinero, y el carromato de Ernie no ha vuelto y tengo que ponerlo en mi informe, y solamente pasaba por si… por si Violeta estaba enferma o algo, porque no es bonito estar solo y enfermo en la Vigilia de…

—No está aquí —dijo Susan.

El hombre le dirigió una mirada de preocupación y negó con la cabeza tristemente.

—Son casi trece dólares en dinero de almohada. Voy a tener que hacer un informe.

—¿A quién?

—Tiene que ir arriba, ¿sabe? Solamente espero que esto no acabe como aquella vez en Quirm en que la chica empezó a asaltar casas. Aquella historia todavía colea…

—¿Un informe a quién?

—Y están la escalera de mano y los alicates —continuó el hombre, en una letanía contra un mundo que no entendía lo que significaba tener que rellenar un informe AF17 por triplicado—. ¿Cómo puedo tener al día el inventario si la gente se dedica a llevarse el material? —Negó con la cabeza—. No sé, consiguen el trabajo, se creen que todo van a ser alegres noches soleadas, les viene un poco de mal tiempo y de pronto adiós muy buenas, Charlie, me voy a hacer de camarera en un sitio calentito. Y luego está lo de Ernie. Ya me lo conozco. Un traguito para quitarse el frío, luego otro para hacer compañía al primero y luego uno más por si los otros dos se pierden… Pues lo tengo que poner todo en el informe, ya sabe, ¿y quién se va a llevar las culpas? Yo se lo diré…

—Va a ser usted, ¿verdad? —dijo Susan. Estaba casi hipnotizada. Aquel hombre incluso tenía un flequillo preocupado y un bigotito preocupado. Y la voz sugería exactamente que tenían allí a un hombre que, si llegara el fin del mundo, se preocuparía por si le echaban la culpa a él.

—Eeeeexacto —dijo, pero en tono ligeramente resentido. No estaba dispuesto a permitir que una pizca de comprensión le alegrara el día—. Y las chicas no paran de quejarse del trabajo pero yo les digo que ellas lo tienen fácil, no es más que trabajo de escalerilla, ellas no tienen que pasarse las noches hundidas en una montaña de papeleo y encima poniendo de su bolsillo el dinero que falta, podría añadir…

—¿Usted da trabajo a las hadas de los dientes? —preguntó Susan rápidamente. El oh dios seguía estando vertical pero se le habían nublado los ojos.

El hombrecillo se pavoneó un poco.

—Más o menos —dijo—. Yo dirijo Recogidas y Entregas Al Por Mayor…

—¿Adonde?

Él se la quedó mirando. Las preguntas directas y certeras no eran su fuerte.

—Yo solamente me encargo de que los paquetes lleguen al carromato —balbuceó—. Cuando están en el carromato y Ernie ha firmado el GV19 que corresponde, entonces el trabajo está hecho, aunque como he dicho esta semana no ha aparecido y…

—¿Todo un carromato para un puñado de dientes?

—Bueno, también está la comida para los guardias, y… Oiga, ¿quién es usted, a todo esto? ¿Qué está usted haciendo aquí?

Susan puso la espalda recta.

—No tengo por qué aguantar esto —dijo en tono dulce, dirigiéndose a nadie en particular. Se volvió a inclinar hacia delante.

¿DE QUÉ CARROMATO ME ESTÁS HABLANDO, CHARLIE?

El oh dios se apartó con un sobresalto. El hombre del abrigo marrón salió disparado hacia atrás y se quedó con los brazos extendidos y la espalda pegada contra la pared del pasillo mientras Susan avanzaba.

—Viene los martes —dijo, jadeando—. Eh, ¿qué…?

¿Y ADONDE VA?

—¡No lo sé! Ya lo he dicho, cuando él ha…

—Firmado el GV19 correspondiente, el trabajo ya está hecho —concluyó Susan con su voz normal—. Sí. Ya lo ha dicho. ¿Cuál es el nombre completo de Violeta? Nunca me lo mencionó.

El hombre vaciló.

HE DICHO…

—¡Violeta Botellero!

—Gracias.

—Y Ernie también ha desaparecido —dijo Charlie, continuando más o menos en piloto automático—. Eso me huele a chamusquina. O sea, tiene mujer y todo. No será el primero que pierda la cabeza por trece dólares y unos tobillos bonitos, y por supuesto, nadie piensa en el menda que tiene que pagar el pato, o sea, imaginemos que a todos se nos mete en la cabeza escaparnos con una chavalita…

Le dedicó a Susan la mirada adusta de alguien que, si no fuera porque el mundo lo necesitaba, en ese mismo momento se estaría hartando de pintar jovencitas desnudas en alguna isla tropical.

—¿Qué hacen con los dientes? —preguntó Susan.

Él la miró, parpadeando. Un matón, pensó Susan. Un matón muy pequeño, débil y torpe, que no consigue atemorizar de verdad porque no hay casi nadie más pequeño y débil que él, así que se limita a hacer que la vida de todo el mundo sea ese poquito más difícil…

—¿Qué clase de pregunta es esa? —consiguió decir, a pesar de la mirada fija de ella.

—¿Nunca se lo ha preguntado usted? —dijo Susan, y añadió para sus adentros: Yo nunca me lo pregunté. ¿Acaso se lo ha preguntado alguien?

—Bueno, ese no es mi trabajo. Yo solamente…

—Oh, sí. Ya lo ha dicho —dijo Susan—. Gracias. Ha sido usted de mucha ayuda. Muchas gracias.

El hombre miró, después dio media vuelta y bajó corriendo las escaleras.

—Porras —dijo Susan.

—Qué palabrota tan poco habitual —dijo el oh dios nerviosamente.

—Es tan fácil —dijo Susan—. Si quiero, puedo encontrar a cualquiera. Es cosa de familia.

—Oh. Eso es bueno.

—No. ¿Tienes alguna idea de lo difícil que es ser normal? ¿De las cosas que tienes que recordar? Cómo ir a dormir. Cómo olvidarse de cosas. Para qué sirven los pomos de las puertas.

¿Por qué preguntárselo a él?, pensó ella, mientras miraba la cara sorprendida del oh dios. Lo único normal para él es acordarse de vomitar lo que ha bebido otro.

—Oh, vamos —dijo, y se fue a toda prisa hacia la escalera.

Era tan fácil pasarse a la inmortalidad, montar el caballo, saberlo todo. Y cada vez que lo hacías, estabas haciendo que se acercara el día en que jamás podrías descabalgar y jamás podrías olvidar.

La Muerte era hereditaria.

Uno la heredaba de sus ancestros.

—¿A dónde vamos ahora? —preguntó el oh dios.

—A la Asociación de Jóvenes Paganos —respondió Susan.

* * *

El anciano de la casucha miró con incertidumbre el banquete que tenía desplegado delante. Se sentó en su taburete y se encogió sobre sí mismo como una araña en una llama.

—Tengo un poco de potaje de judías en el fuego —balbució, mirando a sus visitantes con los ojos entelados.

—Por todos los cielos, no se puede comer judías en la Vigilia de los Puercos —dijo el rey con una sonrisa enorme—. Da una mala suerte terrible comer judías en la Vigilia de los Puercos. ¡Caramba, sí!

—No lo sabía —dijo el anciano, mirándose el regazo con expresión desesperada.

—Pero nosotros le hemos traído un festín magnífico. ¿No se lo parece?

—Y apuesto a que está usted increíblemente agradecido —dijo el paje en tono cortante.

—Sí, bueno, claro, muy amable de su parte, señores —dijo el anciano, con una vocecilla del tamaño de un ratón. Parpadeó, sin saber muy bien qué hacer a continuación.

—El pavo apenas está tocado, todavía le queda muchísima carne —dijo el rey—. Y pruebe un poco de ese ánade silbón fabuloso relleno de hígado de cisne.

—… Es solo que yo prefiero un plato de judías y nunca he estado en deuda con ningún hombre ni con nadie —dijo el anciano, sin dejar de mirarse el regazo.

—Por todos los cielos, hombre, no tiene que preocuparse de eso —dijo el rey enérgicamente—. ¡Simplemente estaba yo mirando por la ventana y lo he visto a usted caminando por la nieve y le he dicho al joven Jermain aquí presente, le he dicho: «¿Quién es ese fulano?», y él me ha dicho: «Oh, es un campesino que vive junto al bosque», y yo le he dicho: «Bueno, a mí no me cabe más comida y al fin y al cabo estamos en la Vigilia de los Puercos», así que lo hemos metido todo en un fardo y ¡aquí estamos!

—Y supongo que estará usted patéticamente agradecido —dijo el paje—. Supongo que le habremos traído un rayo de luz al túnel oscuro que es su vida, ¿mmm?

—… Sí, bueno, claro, pero es que llevaba semanas guardándolas, y también hay unas patatas de asar bajo el fuego, las encontré en el sótano y los ratones apenas las habían tocado. —El anciano nunca levantaba la mirada por encima del nivel de las rodillas—. Y mi padre me educó para que nunca pidiera…

—Escuche —dijo el rey, levantando un poco la voz—. Esta noche he caminado kilómetros, y apuesto a que usted nunca ha visto comida como esta en su vida, ¿verdad?

Al anciano le rodaban por la mejilla lágrimas de vergüenza humillada.

—… Bueno, estoy seguro de que es muy amable por su parte, buenos señores, pero me da que no voy a saber cómo se comen los cisnes y esas cosas, pero si quieren un poco de mis judías nada más tienen que decirlo…

—Déjeme que me explique con absoluta claridad —le cortó el rey—. Esto es caridad de la Vigilia de los Puercos en su estado puro, ¿lo entiende? Y vamos a sentarnos aquí y supervisar la sonrisa de su cara mugrienta pero honrada, ¿ha quedado claro?

—¿Y qué se le dice a este rey tan bueno? —apuntó el paje. El campesino bajó la cabeza.

—Gracias.

—Muy bien —dijo el rey, reclinando la espalda en el respaldo de su asiento—. Ahora, coja su tenedor…

La puerta se abrió de golpe. Una figura imprecisa entró dando zancadas y rodeada de una nube de remolinos de nieve.

¿QUÉ ESTÁ PASANDO AQUÍ?

El paje hizo el gesto de levantarse y desenvainar su espada. Nunca entendió cómo la otra figura había podido ponerse detrás de él, pero allí estaba, empujándolo con suavidad para que se volviera a sentar.

—Hola, hijo, me llamo Albert —dijo una voz junto a su oído—. ¿Por qué no guardas esa espada muy despacito? Antes de que alguien se haga daño.

Un dedo dio un golpecito al rey, que se había quedado demasiado pasmado para moverse.

¿QUÉ CREÉIS QUE ESTÁIS HACIENDO, SEÑOR?

El rey intentó concentrarse en la figura. Le pareció ver los colores rojo y blanco, pero también el negro.

Para el asombro secreto de Albert, el hombre se las apañó para ponerse de pie y erguirse de la forma más regia que pudo.

—¡Lo que está pasando aquí, sea usted quien sea, es caridad de la Vigilia de los Puercos de la de toda la vida! ¿Y quién…?

NO, NO LO ES.

—¿Cómo? ¿Cómo se atreve…?

¿ESTABAIS AQUÍ EL MES PASADO? ¿ESTARÉIS AQUÍ LA SEMANA QUE VIENE? NO. PERO ESTA NOCHE QUERÍAIS SENTIROS RECONFORTADO. ESTA NOCHE QUERÉIS QUE DIGAN: QUÉ BUEN REY ES.

—Oh, no, está volviendo a ir demasiado lejos… —murmuró Albert entre dientes. Volvió a empujar al paje para que se sentara—. No, tú quédate sentado, hijo. O jugaremos al pajecito más corto.

—¡Sea lo que sea, es más de lo que tiene! —espetó el rey—. Y lo único que nos ha mostrado es ingratitud…

SÍ, ESO LO ESTROPEA TODO, ¿VERDAD? La Muerte se inclinó hacia delante. MARCHAOS.

Para sorpresa del propio rey, su cuerpo tomó el control y lo hizo salir desfilando por la puerta.

Albert le dio unos golpecitos al paje en el hombro.

—Y tú también puedes ir largándote —dijo.

—… Yo no quería molestar, pero es que nunca le he pedido nada a nadie… —murmuró el anciano, en su pequeño y humilde mundo privado y con unas manos que se enredaban entre ellas de los puros nervios.

—Es mejor que me deje esto a mí, amo, si no le importa —dijo Albert—. Volveré en un momentito. —Los cabos sueltos, pensó, ese es mi trabajo. Atar los cabos sueltos. El amo nunca planea bien las cosas.

Alcanzó al rey fuera de la cabaña.

—Ah, estáis aquí, señor —dijo—. Antes de iros, solamente un momentito, es una cosilla de nada… —Albert se acercó al monarca perplejo—. Si alguien estuviera pensando en cometer una equivocación, ya sabéis, como tal vez mandar a los guardias aquí mañana, echar al viejo de su cabaña, meterlo en prisión, cualquier cosa por el estilo… bueeeno… Es la clase de equivocación que tendría que guardar como oro en paño porque iba a ser la última que cometiera. Es un aviso amistoso, ¿vale? —Se dio un golpecito en un costado de la nariz en gesto conspiratorio—. Feliz Vigilia de los Puercos.

Y volvió a entrar en la cabaña.

El banquete había desaparecido. El anciano estaba mirando la mesa vacía con los ojos empañados.

SOBRAS A MEDIO COMER, dijo la Muerte. NOSOTROS PODEMOS CONSEGUIR ALGO MEJOR. Metió la mano en el saco.

Albert le agarró el brazo antes de que él pudiera sacar la mano.

—¿Le importa que le dé un consejo, amo? A mí me criaron en un sitio así.

¿Y TE LLENA LOS OJOS DE LAGRIMAS?

—Más bien me llena las manos de cerillas. Escuche…

El anciano solamente fue vagamente consciente de una serie de susurros. Estaba sentado con los hombros encogidos, mirando fijamente la nada.

BUENO, SI ESTÁS SEGURO…

—Sé de lo que hablo, tengo experiencia, he roído esos huesos —dijo Albert—. La caridad no es darle a la gente lo que tú quieres darles, es darles lo que necesitan.

MUY BIEN.

La Muerte volvió a meter la mano en su saco.

FELIZ VIGILIA DE LOS PUERCOS. JO. JO. JO.

Sacó una ristra de salchichas. Y un taco de beicon. Y una tarrina pequeña de cerdo a la sal. Y un montón de tripas envueltas en papel engrasado. Sacó una morcilla. Sacó varias tarrinas más de artículos relacionados con el cerdo, asquerosos pero sabrosos y muy preciados en cualquier economía basada en el cerdo. Y luego, con un ruido blando y seco, dejó caer sobre la mesa…

—¡Una cabeza de cerdo! —dijo el hombre con voz entrecortada—. ¡Entera! ¡Hace años que no como queso de puerco! ¡Y un cuenco de manitas de cerdo! ¡Y un tarro de grasa de asado de cerdo!

JO. JO. JO.

—Asombroso —dijo Albert—. ¿Cómo ha conseguido que la expresión de la cabeza de cerdo se parezca al rey?

CREO QUE HA SIDO ACCIDENTAL.

Albert dio unos golpecitos al hombre en la espalda.

—Venga, coma un huevo —dijo—. De hecho, coma dos. Creo que ahora nos tendríamos que ir yendo, amo.

¿NO HA SIDO BONITO? —dijo la Muerte, mientras los cerdos aceleraban.

—Oh, sí —dijo Albert, negando con la cabeza—. Pobre diablo. ¿Judías para la Vigilia? Traen mala suerte. No es una noche para que un hombre se encuentre judías en el plato.

TENGO LA SENSACIÓN DE QUE NACÍ PARA ESTE TRABAJO.

—¿En serio, amo?

ES BONITO HACER UN TRABAJO EN EL QUE LA GENTE TIENE GANAS DE VERTE.

—Ah —dijo Albert en tono sombrío.

NORMALMENTE A LA GENTE NO LE APETECE VERME.

—No, supongo que no.

SALVO EN CIRCUNSTANCIAS ESPECIALES Y MÁS BIEN DESAFORTUNADAS.

—Ya, ya.

Y CASI NUNCA ME DEJAN UNA COPA DE JEREZ.

—No, supongo que no.

DE HECHO, ME PODRÍA ACOSTUMBRAR A HACER ESTO.

—Pero no le va a hacer falta, ¿verdad, amo? —dijo Albert a toda prisa, mientras volvía a acechar en su mente la horrible perspectiva de quedarse como duendecillo Albert permanente—. Porque vamos a traer de vuelta a Papá Puerco, ¿verdad? Eso es lo que usted dijo que íbamos a hacer, ¿verdad? Y la joven Susan probablemente esté yendo de un lado para otro…

Sí. CLARO.

—Aunque usted no se lo haya pedido, claro. Los oídos nerviosos de Albert no detectaron ningún entusiasmo.

Oh, cielos, pensó.

SIEMPRE HE ELEGIDO EL CAMINO DEL DEBER.

—Sí, amo.

El trineo ganó velocidad.

TENGO UN CONTROL FÉRREO Y MIS PROPÓSITOS SON FIRMES.

—Pues entonces no hay problema, amo —dijo Albert.

NO HAY NADA DE QUE PREOCUPARSE.

—Me alegro de oír eso, amo.

SI TUVIERA NOMBRE PROPIO, MI SEGUNDO NOMBRE SERÍA «DEBER».

—Bien.

Y SIN EMBARGO…

Albert se esforzó en oír y le pareció escuchar, justo al límite de lo audible, una voz que susurraba tristemente: Jo. Jo. Jo.

* * *

Se estaba celebrando una fiesta. Y parecía ocupar el edificio entero.

—Está claro que son unos jóvenes llenos de energía —dijo el oh dios con cautela, evitando una toalla mojada del suelo—. ¿Aquí se permite la entrada de mujeres?

—No —dijo Susan. Atravesó una pared que daba al despacho del encargado de mantenimiento del edificio.

Un grupo de jóvenes pasó a su lado, moviendo a pulso un barril de cerveza.

—Por la mañana os arrepentiréis —dijo Bilioso—. El alcohol fuerte engaña al beberlo, ¿sabéis?

Ellos lo colocaron sobre una mesa y quitaron el tapón a golpes.

—Alguien se va a encontrar mal después de todo eso —dijo, levantando la voz por encima del bullicio—. Espero que os deis cuenta. ¿Os parece inteligente eso de rebajaros al nivel de las bestias del campo…? Ejem… o al nivel al que descenderían si bebieran, quiero decir.

Ellos se alejaron, dejando una jarra de cerveza junto al barril.

El oh dios le echó un vistazo, la recogió y la olió.

—Ujj.

Susan salió de la pared.

—No ha estado aquí desde hace… ¿qué estás haciendo?

—Pensé ver qué sabor tenía la cerveza —dijo el oh dios en tono culpable.

—¿Precisamente tú no sabes a qué sabe la cerveza?

—No cuando baja, no. Ya es… bastante distinta cuando me llega a mí —dijo en tono amargo. Dio otro sorbo y luego otro más largo—. No entiendo por qué le gusta tanto a la gente —añadió.

Inclinó la jarra vacía.

—Supongo que sale de este grifo de aquí —dijo—. ¿Sabes? Por una vez en mi existencia me gustaría emborracharme.

—¿No lo haces siempre? —preguntó Susan, que en realidad no estaba prestando atención.

—No. Lo que me pasa siempre es que ya he estado borracho. Estoy seguro de haberlo explicado.

—No ha pasado por aquí desde hace dos días —dijo Susan—. Es raro. Y no ha dicho adonde se iba. La última noche que estuvo aquí fue la noche que figura en la lista de Violeta. Pero pagó su cuarto para la semana entera, y tengo el número de su habitación.

—¿Y la llave? —preguntó el oh dios.

—Qué idea tan extraña.

El cuarto del señor Lilywhite era pequeño. Aquello no era sorprendente. Lo sorprendente era lo limpio que estaba, el cuidado que habían puesto en hacer la camita, lo bien barrido que estaba el suelo. Costaba imaginar que allí viviera alguien, pero había unas cuantas señales. En la sencilla mesa de al lado de la cama había un retrato pequeño y más bien tosco de un bulldog con peluca, aunque mirado más de cerca era posible que fuera una mujer. Aquella hipótesis provisional derivaba de la inscripción «A un Buen Chico, de parte de su Madre», que el retrato tenía en el dorso.

Al lado del mismo había un libro. Susan se preguntó qué clase de libros compraría alguien con el historial de Banjo.

Resultó ser un libro de seis páginas, uno de esos que se supone que deben cautivar a los niños con la magia de la palabra impresa señalando cosas del tipo: Mira cómo corre Toby.

Había menos de diez palabras por página y sin embargo, cuidadosamente colocado entre las páginas cuatro y cinco, tenía un punto de lectura.

Susan regresó a la portada. El libro se llamaba Cuentos felices. Había un cielo azul y árboles y un par de niños imposiblemente rosados jugando con un perro de aspecto alegre.

Parecía que lo habían leído a menudo, aunque despacio.

Y aquello era todo.

Un callejón sin salida.

«No. Tal vez no.»

En el suelo junto a la cama, como si se le hubiera caído a alguien por accidente, había una moneda de medio dólar pequeña y plateada.

Susan la recogió y la lanzó al aire con gesto distraído. Miró al oh dios de arriba abajo. Se estaba pasando un trago de cerveza de un carrillo al otro y mirando el techo con cara pensativa.

Se preguntó sobre las posibilidades que tenía Bilioso de sobrevivir encarnado en Ankh-Morpork en plena Vigilia de los Puercos, sobre todo si se le pasaban los efectos de la cura. Al fin y al cabo, el único propósito de su existencia era tener dolor de cabeza y vomitar. No había muchos trabajos cualificados para los que aquellos fueran los principales requisitos.

—Dime —le pidió—, ¿has ido alguna vez a caballo?

—No lo sé. ¿Qué es a caballo?

* * *

En las profundidades de la biblioteca de la Muerte se oyó un chirrido.

No era un ruido fuerte, pero pareció más fuerte de lo que los simples decibelios sugerían en el silencio furtivo y lleno de garabatos de los libros.

Se suele decir que todo el mundo lleva un libro dentro. En esta biblioteca todo el mundo estaba dentro de un libro.

El chirrido aumentó de volumen. Tenía cierta cualidad rítmica y circular.

Libro tras libro, estante tras estante… y en cada uno de ellos, en la página del ahora en perpetuo movimiento, una pluma invisible iba escribiendo la narración de cada vida…

El chirrido dobló la esquina.

Salía de lo que parecía un edificio muy destartalado de varios pisos de altura. Parecía más bien una torre de asedio, abierta por los lados. En la base, entre las ruedas, había un par de pedales conectados a engranajes que movían el armatoste.

Susan se agarró a la barandilla de la plataforma superior.

—¿No puedes darte prisa? —apremió—. Todavía no hemos pasado de los Bi.

—¡Llevo una eternidad pedaleando! —jadeó el oh dios.

—Bueno, la A es una letra muy popular.

Susan levantó la vista hacia las estanterías. La A, entre otras cosas, incluía Anón. Toda aquella gente que, por una u otra razón, nunca había obtenido oficialmente un nombre.

Solían corresponderles libros cortos.

—Ah… Bo… Bod… Bog… gira a la izquierda…

La torre de la biblioteca chirrió pesadamente al doblar el siguiente recodo.

—Ah, Bo… mierda, los Bot están a por lo menos veinte estantes de altura.

—Oh, qué bien —dijo el oh dios en tono lúgubre.

Tiró de la palanca que movía la cadena de transmisión de un piñón a otro y empezó a pedalear de nuevo.

Muy pesadamente, la torre chirriante empezó a desplegarse hacia arriba como un telescopio.

—Bien, ya hemos llegado —gritó Susan hacia abajo, después de unos minutos de lento ascenso—. Aquí… vamos a ver… Aabana Botellero…

—Supongo que Violeta estará mucho más allá —dijo el oh dios, probando a usar la ironía.

—¡Avanza!

Balanceándose un poco, la torre avanzó por la letra B hasta que:

—¡Para!

La torre se balanceó mientras el oh dios colocaba de una patada el freno de bloqueo contra una rueda.

—Creo que es ella —dijo una voz desde lo alto—. Vale, ya puedes bajar.

Una rueda enorme con pesos enormes de plomo giró lentamente mientras la torre volvía a plegarse como un acordeón, crujiendo y chirriando. Susan bajó trepando el último trecho.

—¿Y aquí está todo el mundo? —preguntó el oh dios mientras ella hojeaba el libro.

—Sí.

—¿Los dioses también?

—Todo lo que esté vivo y tenga conciencia de sí mismo —dijo Susan sin levantar la vista—. Esto es… raro. Parece que está en alguna clase de… cárcel. ¿Quién querría encerrar a un hada de los dientes?

—¿Alguien con una dentadura muy sensible?

Susan retrocedió unas cuantas páginas.

—Es todo… capuchas tapándole la cabeza y gente cargando con ella y esas cosas. Pero… —pasó una página— dice que el último trabajo que hizo fue Banjo y… sí, consiguió el diente… y entonces le pareció que tenía a alguien detrás y… hay un trayecto en carromato… y alguien le quita la capucha… y hay un terraplén… y…

—¿Todo eso está en un libro?

—Es la autobiografía. Todo el mundo tiene una. Va escribiendo tu vida sobre la marcha.

—¿Y yo tengo una?

—Supongo que sí.

—Oh, cielos. «Se levantó, vomitó, quiso morirse.» No debe de ser una lectura muy fascinante. Susan pasó la página.

—Una torre —dijo—. Está en una torre. Por lo que pudo ver, era alta y blanca por dentro… pero ¿no por fuera? No le pareció real. Estaba rodeada de manzanos, pero tampoco… le parecieron bien hechos. Y un río, pero tampoco estaba bien. El río tenía pececitos… pero estaban encima del agua.

—Ah. La contaminación —dijo el oh dios.

—Me parece que no. Aquí dice que ella los vio nadar.

—¿Nadar por encima del agua?

—Así es como creyó verlo.

—¿En serio? No habrá estado comiendo aquel queso mohoso, ¿verdad?

—Y había un cielo azul pero… debe de haberse equivocado con esto… dice que solamente había cielo azul en lo alto…

—Sí. Es el mejor sitio para el cielo —dijo el oh dios—. Cuando lo tienes debajo, eso es que tienes problemas.

Susan pasó una página hacia delante y hacia atrás.

—Quiere decir… cielo en lo alto pero no en los bordes, creo. Nada de cielo en el horizonte.

—Perdona —dijo el oh dios—. No llevo mucho en este mundo, lo reconozco, pero creo que hay que tener cielo en el horizonte. Así es como se sabe que es el horizonte.

A Susan la empezó a invadir una sensación de familiaridad, aunque sutil, una sensación que se escondía rápidamente detrás de las cosas cada vez que intentaba concentrarse en ella.

—Yo ya he visto este sitio —dijo ella, dando unos golpecitos en la página—. Si tan solo se hubiera fijado más en los árboles… Dice que tenían los troncos marrones y las hojas verdes y aquí pone que le parecieron raros. Y… —Se concentró en el párrafo siguiente—. Flores. Creciendo en la hierba. Con pétalos grandes y redondos.

Se volvió a quedar mirando al oh dios sin verlo.

—No es un paisaje de verdad —dijo.

—A mí no me parece demasiado irreal —dijo el oh dios—. Cielo. Arboles. Flores. Peces muertos.

—¿Troncos marrones? En la realidad son casi siempre de una especie de color gris mohoso. Solamente se ven troncos de árboles marrones en un sitio —dijo Susan—. Y es el mismo lugar donde el cielo solamente está en lo alto. El azul nunca llega hasta el suelo.

Levantó la vista. En la otra punta del pasillo estaba una de las ventanas muy altas y muy delgadas. Con vistas a los jardines negros. Arbustos negros, hierba negra, árboles negros. Peces esqueléticos que nadaban en las aguas negras de un estanque, debajo de los nenúfares negros.

Había color, en cierto sentido, pero era la clase de color que se conseguiría si uno pudiera proyectar un haz de luz negra a través de un prisma. Había matices de tonos, y de vez en cuando uno se podía convencer a sí mismo de que ese negro era un púrpura muy oscuro o un azul de medianoche. Pero era básicamente todo negro, bajo un cielo negro, porque aquel era el mundo que pertenecía a la Muerte y no había más que decir.

La figura de la Muerte era la figura que la gente había creado para él a lo largo de los siglos. ¿Por qué un esqueleto? Porque los huesos se asociaban con la muerte. Llevaba una guadaña porque la gente del campo tenía cierto talento para las metáforas. Y vivía en una tierra sombría porque a la imaginación humana le costaría bastante ponerlo a vivir en un sitio bonito y con flores.

La gente como la Muerte vivía en la imaginación humana y era allí también donde adoptaba su forma. La Muerte no era el único…

… Pero no le gustaba su papel, ¿verdad? Se había empezado a interesar por la gente. ¿Era aquello una idea o bien un recuerdo de algo que todavía no había pasado? El oh dios siguió su mirada.

—¿Podemos ir a buscarla? —preguntó el oh dios—. Digo «podemos» en plural, pero creo que yo he sido reclutado solamente por estar en el sitio incorrecto.

—Está viva. Eso quiere decir que es mortal —dijo Susan—. Y eso quiere decir que la puedo encontrar. —Dio media vuelta y se dirigió a la salida de la biblioteca.

—Si dice que el cielo es solamente azul en lo alto, ¿qué hay entre el azul y el horizonte? —quiso saber el oh dios, corriendo para poder seguir su paso.

—No tienes por qué venir —dijo Susan—. No es tu problema.

—No, pero dado que mi problema es el hecho de que la razón misma de mi vida es sentirme asquerosamente, cualquier cosa es una mejora.

—Podría ser peligroso. No creo que Violeta esté allí por voluntad propia. ¿Serías de alguna ayuda en una pelea?

—Sí. Puedo vomitar encima de la gente.

* * *

Era una cabaña, en alguna parte de las afueras de la localidad de Escrote, en las Llanuras. Escrote tenía muchas afueras, y tan diseminadas —una carreta rota por aquí, un perro muerto por allá— que a menudo la gente pasaba por el lugar sin siquiera darse cuenta de que estaba allí, y la razón verdadera de que apareciera en los mapas era que a los cartógrafos les dan vergüenza las grandes extensiones vacías.

La Vigilia de los Puercos venía después de toda la emoción de la cosecha de repollos, cuando Escrote se quedaba bastante tranquilo y no había gran cosa que mereciese hasta que llegara la diversión del festival de los brotes.

Aquella cabaña tenía una cocina de hierro provista de un tubo que subía y atravesaba el grueso tejado de hojas de repollo.

Del interior de la tubería salió un eco débil de voces.

ESTO ES UNA ESTUPIDEZ TOTAL.

—Creo que la tradición empezó cuando todo el mundo tenía chimeneas de las grandes, amo. —Aquella otra voz sonaba como si viniera de alguien que estaba de pie sobre el tejado y gritando por el tubo.

¿EN SERIO? ES UNA SUERTE QUE NO HAYA LUZ.

Se oyeron unos arañazos y unos porrazos amortiguados y luego un golpe desde dentro de la panza metálica de la cocina.

MALDICIÓN.

—¿Qué pasa, amo?

ESTA PORTEZUELA NO TIENE MANECILLA POR DENTRO. ME PARECE UNA FALTA DE CONSIDERACIÓN.

Se oyeron algunos golpes más y luego un sonido de raspado mientras la tapa del hornillo era levantada y empujada a un lado. Un brazo salió y palpó la parte delantera de la cocina hasta encontrar la manecilla.

La estuvo toqueteando un momento, pero resultaba obvio que aquella mano no pertenecía a una persona acostumbrada a abrir cosas.

En pocas palabras, la Muerte salió de la cocina. La forma precisa en que lo hizo sería difícil de describir sin doblar la página. El tiempo y el espacio eran, desde el punto de vista de la Muerte, solamente unas cosas que había oído describir. En lo que a él pertocaba, correspondían a la casilla que decía No Aplicable. Tal vez fuera de alguna ayuda comparar el universo con una lámina de goma, o tal vez no.

—Déjeme entrar, amo. —Del tejado bajó el eco de una voz lastimera—. Aquí hace un frío que pela.

La Muerte fue hasta la puerta. Por debajo de la misma se colaba la ventisca. Echó un vistazo nervioso a la carpintería. Se oyó un topetazo en el exterior y la voz de Albert sonó mucho más cercana.

—¿Qué pasa, amo?

La Muerte atravesó la madera de la puerta con la cabeza.

HAY UNAS COSAS METÁLICAS…

—Cerrojos, amo. Hay que descorrerlos —dijo Albert, metiéndose las manos debajo de los sobacos para mantenerlas calientes.

AH.

La cabeza de la Muerte desapareció. Albert dio una serie de patadas en el suelo y vio cómo su aliento formaba una nube en el aire mientras escuchaba el patético trasiego al otro lado de la puerta.

La cabeza de la Muerte volvió a aparecer.

ESTO…

—Es el pestillo, amo —dijo Albert en tono cansino.

YA. YA.

—Se pone el pulgar encima y se empuja hacia abajo.

VALE.

La cabeza desapareció. Albert dio un par de saltitos y luego esperó.

La cabeza apareció.

ESTO… TE HE SEGUIDO HASTA LO DEL PULGAR.

Albert suspiró.

—Luego apriete y tire, amo.

AH. VALE. CAPTADO.

La cabeza desapareció.

Oh, cielos, pensó Albert. Simplemente no le puede coger el tranquillo, ¿verdad…?

La puerta se abrió de golpe. La Muerte se plantó al otro lado, sonriendo con orgullo mientras Albert entraba tambaleándose, acompañado por una ráfaga de ventisca.

—Caray, menuda rasca que hace —dijo Albert—. ¿Hay jerez? —añadió esperanzado.

PARECE QUE NO.

La Muerte miró el calcetín que había colgado de un gancho a un lado de la cocina. Tenía un agujero.

Sujeta al calcetín había una carta escrita en caligrafía irregular.

EL NIÑO QUIERE UNOS PANTALONES QUE NO TENGA QUE COMPARTIR, UN PASTEL DE CARNE ENORME, UN RATÓN DE AZÚCAR, «MUCHOS JUGUETES» Y UN CACHORRILLO QUE SE LLAME PESCUEZO.

—Vaya, qué bonito —dijo Albert—. Pues habrá que aguantarse las lágrimas porque lo que le toca, vamos a ver, es este juguete pequeño de madera y una manzana. —Sostuvo ambas cosas para que la Muerte las viera.

PERO LA CARTA CLARAMENTE…

—Sí, bueno, es otra vez cosa de los factores socioeconómicos, ¿de acuerdo? —dijo Albert—. El mundo sería un desastre completo si todo el mundo recibiera lo que quiere, ¿no?

EN LA TIENDA LES DI LO QUE QUERÍAN…

—Sí, y eso ya va a causar un montón de líos, amo. Todos esos «cerdos de juguete que funcionan de verdad». Yo no he dicho nada porque nos estaba solucionando la papeleta, pero no puede seguir usted así. ¿De qué sirve un dios que te da todo lo que quieres?

AHÍ NO TE ENTIENDO.

—Lo importante es la esperanza. Es una gran parte de la creencia, la esperanza. Dale pan a la gente hoy y lo que harán es sentarse y comérselo. Pan para mañana, bueno… eso los tendrá en marcha para siempre.

¿Y QUIERES DECIR QUE ES POR ESO QUE A LOS POBRES SE LES DA COSAS DE POBRES Y A LOS RICOS COSAS DE RICOS?

—Eso mismo —respondió Albert—. Ese es el sentido de la Vigilia de los Puercos.

La Muerte estuvo a punto de soltar un gemido.

PERO ¡YO SOY PAPÁ PUERCO! Pareció avergonzarse de aquello. POR EL MOMENTO, QUIERO DECIR.

—Da lo mismo —dijo Albert, encogiéndose de hombros—. Me acuerdo de que cuando yo era chavalín, una Vigilia de los Puercos se me metió en la cabeza un caballo de juguete enorme que tenían en la tienda… —La cara se le arrugó un poco en una amarga sonrisa de nostalgia—. Me acuerdo de que un día me pasé horas enteras, y hacía un frío del carajo, horas enteras con la nariz pegada al escaparate… hasta que me oyeron gritar y vinieron a descongelarme. Vi cómo se lo llevaban del escaparate, alguien lo estaba comprando. ¿Y sabe?, por un segundo pensé que realmente me lo iban a regalar a mí… Oh. Yo soñaba con aquel caballo de juguete. Era rojo y blanco y tenía una silla de montar de verdad y todo. Y balancines. Habría matado por aquel caballo. —Se volvió a encoger de hombros—. Ni de coña, claro, porque en mi familia no teníamos donde caernos muertos y hasta teníamos que escupir en el pan para ablandarlo lo bastante y poder comerlo…

POR FAVOR, ACLÁRAME UNA COSA. ¿POR QUÉ ES TAN IMPORTANTE TENER UN SITIO DONDE CAERSE AL MORIR?

—Es… es más bien una forma de hablar, amo. Quiere decir que eres más pobre que una rata de sacristía.

¿LAS RATAS DE SACRISTÍA SON POBRES?

Bueno… sí.

PERO NO DEBEN DE SER MÁS POBRES QUE EL RESTO DE LOS ROEDORES, ¿NO? Y AL FIN Y AL CABO ALLÍ TIENDE A HABER MUCHAS VELAS Y COSAS QUE PUEDEN COMER.

—Es otra vez una forma de hablar, amo. No hace falta que tenga sentido.

AH, YA VEO. CONTINÚA, POR FAVOR.

—Por supuesto, a pesar de todo la víspera de la Vigilia yo colgué mi calcetín, y por la mañana, ¿se imagina qué? Mi padre había metido un caballito que había tallado él sólito…

AH —dijo la Muerte—. Y AQUELLO FUE MÁS VALIOSO QUE TODOS LOS CABALLOS DE JUGUETE CAROS DEL MUNDO, ¿EH?

Albert le dirigió una mirada vidriosa.

—¡No! —dijo—. No lo fue. Yo nada más podía pensar en que no era el caballo enorme del escaparate. —La Muerte pareció asombrado.

PERO ES MUCHO MEJOR TENER UN JUGUETE TALLADO CON…

—No. Eso solamente lo piensan los adultos —dijo Albert—. Cuando uno tiene siete años es un cabroncete egoísta. Además, mi padre se emborrachó después de comer y lo pisó.

¿COMER?

—Vaale, tal vez teníamos un poco de grasa de cerdo para el pan…

AUN ASÍ, EL ESPÍRITU DE LA VIGILIA DE LOS PUERCOS…

Albert suspiró.

—Lo que usted diga, amo. Lo que usted diga. —La Muerte tenía un aire confuso.

PERO SUPONIENDO QUE PAPÁ PUERCO TE HUBIESE TRAÍDO ESE CABALLO MARAVILLOSO…

—Oh, mi padre lo habría empeñado para pagarse un par de botellas.

PERO HEMOS ESTADO EN CASAS DONDE LOS NIÑOS TENÍAN MUCHOS JUGUETES Y LES HEMOS TRAÍDO TODAVÍA MÁS JUGUETES, Y EN CASAS COMO ESTA LOS NIÑOS NO RECIBEN PRÁCTICAMENTE NADA.

—Ja, nosotros habríamos dado lo que fuera por recibir prácticamente nada cuando yo era chaval.

CONTENTARSE CON LO QUE UNO TIENE, ¿ESA ES LA IDEA?

—Esa viene a ser, amo. Ahí tiene una buena frase para un dios. No darles demasiado y decirles que estén contentos con ello. Pan para mañana, ¿entiende?

ESTO NO ESTÁ BIEN. —La Muerte vaciló—. ME REFIERO A QUE… ESTÁ BIEN ESTAR CONTENTO CON LO QUE SE TIENE. PERO HAY QUE TENER ALGO ACERCA DE LO QUE ESTAR CONTENTO. NO TIENE SENTIDO ESTAR CONTENTO POR NO TENER NADA.

Albert se sintió un poco como pez fuera del agua en medio de aquella nueva corriente de filosofía social.

—No sé —dijo—. Supongo que la gente diría que tienen la luna y las estrellas y esas cosas.

ESTOY SEGURO DE QUE NO TIENEN DOCUMENTOS QUE ACREDITEN ESO.

—Lo único que yo sé es que si mi padre nos pillara con un saco lleno de juguetes caros nos llevaríamos una buena colleja por robarlos.

ES… INJUSTO.

—Así es la vida, amo.

PERO YO NO LO SOY.

—Quiero decir que así se supone que tienen que funcionar las cosas, amo —dijo Albert.

NO. QUIERES DECIR QUE ASÍ ES CÓMO FUNCIONAN.

Albert se apoyó en la cocina y se lió uno de sus cigarrillos flacos y horrorosos. Era mejor dejar que el amo acabara entendiendo aquellas cosas por sí mismo. Al final acababa por superarlas. Era como el asunto aquel del violín. Durante tres días no hubo nada más que chirridos y cuerdas rotas, y luego no había vuelto a acercarse a él. Aquel venía a ser el problema. Todo lo que el amo hacía era un poco como aquello. Cuando se le metía algo en la cabeza simplemente había que esperar a que le volviera a salir.

Se había imaginado que la Vigilia de los Puercos era todo… pudín de ciruelas y coñac y jo, jo, jo, y no tenía la clase de mente que pudiera hacer caso omiso del resto de las cosas. Y es por eso que sufría.

ES LA VIGILIA DE LOS PUERCOS —dijo la Muerte—, Y LA GENTE SE MUERE EN LAS CALLES. UNOS SE ATIBORRAN DE COMIDA TRAS LAS VENTANAS ILUMINADAS Y OTROS NO TIENEN CASA. ¿ES ESO JUSTO?

—Bueno, claro, esa es la gran cuestión… —empezó a decir Albert.

EL CAMPESINO TENÍA UN PUÑADO DE JUDÍAS Y EL REY TENÍA TANTAS COSAS QUE NI SIQUIERA IBA A NOTAR LA AUSENCIA DE LO QUE ESTABA REGALANDO. ¿ES ESO JUSTO?

—No, pero si se lo diera usted todo al campesino, lo que pasaría es que al cabo de un año o dos iba a ser tan estirado como el rey… —empezó a decir Albert, ese gran observador agrio de la naturaleza humana.

¿PORTARSE MAL Y PORTARSE BIEN? —dijo la Muerte—. PERO ES FÁCIL PORTARSE BIEN CUANDO ERES RICO. ¿ES ESO JUSTO?

A Albert le vinieron ganas de discutir. De decir: «¿En serio? En ese caso, ¿cómo es que había tantos mamones ricos que eran unos hijos de puta? Y ser pobre tampoco quería decir ser mala persona. Cuando yo era chaval éramos pobres pero honrados. Bueno, más tontos que honrados, en realidad. Pero básicamente honrados».

Pero no discutió. El amo no estaba de humor para discutir. Siempre hacía lo que había que hacer.

—Usted dijo que solamente estábamos haciendo esto para que la gente creyera… —empezó, y luego se detuvo y volvió a empezar—. Si nos ponemos a hablar de justicia, amo, usted mismo…

YO TRATO DE LA MISMA FORMA A LOS RICOS Y A LOS POBRES, dijo la Muerte en tono cortante. PERO ESTE NO DEBERÍA SER UN MOMENTO DE TRISTEZA. SE SUPONE QUE ESTE ES EL MOMENTO DEL AÑO PARA SER RISUEÑO. Se ciñó su túnica roja. Y OTRAS COSAS QUE TERMINEN EN «EÑO», añadió.

* * *

—No tiene hoja —dijo el oh dios—. No es más que la empuñadura de una espada.

Susan salió de la luz y movió la muñeca. Una línea de color azul resplandeciente centelleó en el aire y por un momento se intuyó un contorno demasiado fino para verse.

El oh dios retrocedió.

—¿Qué es eso?

—Oh, es que corta los trocitos minúsculos de aire por la mitad. Puede desgajar el alma del cuerpo, o sea que no te acerques, por favor.

—Oh, no me acerco, no.

Susan pescó la vaina negra de la espada del paragüero.

¡Un paragüero! Allí no llovía nunca, pero la Muerte tenía un paragüero. Prácticamente nadie más que Susan conociera tenía uno. En cualquier lista de mobiliario útil, el último elemento de todos era un paragüero.

La Muerte vivía en un mundo negro, donde nada estaba vivo y todo era oscuro y en su enorme biblioteca había polvo y telarañas únicamente porque él los había creado por el ambiente que daban, y nunca había sol en el cielo y el aire no se movía nunca y él tenía un paragüero. Y un par de cepillos para el pelo con el dorso de plata junto a su cama. Quería ser algo más que una simple aparición huesuda. Intentaba crear aquellos destellos de personalidad, pero de alguna forma estos se traicionaban a sí mismos, ponían demasiado empeño, como un adolescente que antes de salir se pone una loción para el afeitado que se llama «Desenfreno».

El abuelo nunca entendía nada. Veía la vida desde fuera y nunca acababa de entenderla.

—Esa cosa parece peligrosa —dijo el oh dios.

Susan envainó la espada.

—Eso espero —dijo ella.

—Esto… ¿adónde vamos, exactamente?

—A algún sitio donde hay un cielo en lo alto —dijo Susan—. Y… yo lo he visto antes. Hace poco. Yo conozco ese sitio.

Caminaron hacia el patio de la cuadra. Binky ya los estaba esperando.

—Ya te he dicho que no hace falta que vengas —dijo Susan, agarrando la silla de montar—. O sea, tú eres un… un transeúnte inocente.

—Pero soy un dios de las resacas a quien le han curado las resacas —dijo el oh dios—. Ahora mismo no tengo ninguna función.

Parecía tan desamparado al decir esto que ella se ablandó.

—Bueno. Pues vamos, entonces.

Susan le ayudó a montar detrás de ella.

—Agárrate —dijo. Y añadió—: Agárrate de otro sitio diferente.

—Lo siento, ¿no iba bien tal como estaba? —dijo el oh dios, moviendo las manos a otro sitio.

—Sería demasiado largo de explicar y probablemente no conoces todas las palabras. Los brazos alrededor de la cintura, por favor.

Susan sacó el reloj de arena de Violeta y lo sostuvo en alto. Todavía le quedaba mucha arena, pero no acababa de estar segura de que aquello fuera una buena señal.

Lo único de lo que estaba segura era de que el caballo de la Muerte podía ir a cualquier parte.

* * *

El sonido de la pluma de Hex cuando escribía sobre el papel era como el ruido de una araña desquiciada atrapada dentro de una caja de cerillas.

A pesar de que no le gustaba nada lo que estaba pasando, había una parte de Ponder Stibbons que estaba muy, muy impresionada.

En el pasado, siempre que Hex se obcecaba con sus cálculos, cada vez que había tenido una pataleta mecánica y se había puesto a escribir cosas como «+++ Error Por Falta De Queso +++» y «+++Reinicie El Sistema +++», Ponder había intentado resolver la situación de forma tranquila y lógica.

Nunca jamás se le había ocurrido la posibilidad de golpear a Hex con un mazo. Pero eso mismo era, de hecho, lo que Ridcully estaba amenazando con hacer.

Lo que resultaba impresionante, y también considerablemente preocupante, era que Hex pareciera entender el concepto.

—Bien —dijo Ridcully, dejando el mazo a un lado—. Se acabó este asunto de los «Dátiles insuficientes», ¿de acuerdo? Hay cajas enteras de esas malditas cosas en la Gran Sala. Puedes quedártelas todas por lo que a mí respecta…

—Lo que dice es datos, no dátiles —explicó Ponder en tono solícito.

—¿Cómo? Quiere decir… ¿más grandes que los dátiles? ¿Más pegajosos?

—No, no, «datos» es la palabra que Hex utiliza para referirse a… bueno, a la información —contestó Ponder.

—Qué comportamiento tan ridículo —dijo Ridcully con brusquedad—. Si no sabe la respuesta, por qué no puede escribir: «ahí me has pillado» o «que me aspen si lo sé», o «esa pregunta sí que es chunga, caramba». Todo eso de los «datos insuficientes» no es más que ganas de llevar la contraria, en mi opinión. Pura fanfarronada. —Se giró hacia Hex—. Muy bien, pues. Dame una conjetura.

La pluma empezó a escribir: «+++ Datos In…» y se detuvo. Después de temblar un momento saltó a la siguiente línea y volvió a empezar.

+++ Esto Es Solo Calcular En Voz Alta, Ya Me Entiende +++

—De acuerdo —dijo Ridcully.

+++ La Cantidad De Creencia En El Mundo Debe De Estar Sujeta A Un Límite Superior +++

—Qué cuestión más extraña —dijo el decano.

—Me parece razonable —dijo Ridcully—. Supongo que la gente simplemente… cree en cosas. Es obvio que lo que uno puede creer tiene un límite. Yo siempre lo he dicho. ¿Qué más?

+++ Han Aparecido Criaturas En Las Que Se Ha Creído Alguna Vez +++

—Sí. Sí, se podría decir así.

+++ Que Desaparecieron Porque No Se Creía En Ellas +++

—Parece razonable —afirmó Ridcully.

+++ La Gente Estaba Creyendo En Otras Cosas —Interrogante +++

Ridcully miró al resto de los magos. Estos se encogieron de hombros.

—Podría ser —dijo en tono precavido—. La gente no puede creer en todo lo que le echen.

+++ De Lo Cual Se Deduce Que Si Se Elimina Un Foco Importante De Creencia, Quedará Creencia Excedente +++

Ridcully se quedó mirando las palabras.

—¿Quiere decir… chorreando por ahí?

La enorme rueda con los cráneos de carnero empezó a girar pesadamente. Las hormigas que correteaban dentro de los tubos de cristal apretaron el paso.

—¿Qué está pasando? —preguntó Ridcully, susurrando en voz alta.

—Creo que Hex está buscando la palabra «chorreando» —contestó Ponder—. Puede que la tenga en el almacén de largo plazo.

El muelle hizo bajar un reloj de arena de gran tamaño.

—¿Eso para qué es? —preguntó Ridcully.

—Esto… nos muestra que Hex está pensando en cosas.

—Ah, ¿y ese zumbido? Parece que viene del otro lado de la pared.

Ponder tosió.

—Eso es el almacén de largo plazo, archicanciller.

—¿Y cómo funciona?

—Esto… bueno, si piensa usted en la memoria como en una serie de pequeños estantes o, o, o agujeros, archicanciller, en los que meter las cosas, pues bueno, descubrimos una forma de crear una especie de memoria que, ejem, interactúa bien con las hormigas, de hecho, pero lo más importante es que podemos ampliar su tamaño dependiendo de cuántas cosas le demos para recordar y, esto, posiblemente sea un poco lenta pero…

—Es un zumbido muy fuerte —comentó el decano—. ¿Algo está yendo mal?

—No, es señal de que está funcionando —respondió Ponder—. Son, ejem, colmenas.

Tosió.

—Distintos tipos de polen, distintas texturas de la miel, colocación de los huevos… En realidad es asombroso cuánta información se puede almacenar en un solo panal.

Observó las caras de los magos.

—Y es un sistema muy seguro porque a cualquiera que intente trastear con él lo matarán a picaduras, y Adrián cree que cuando lo apaguemos para las vacaciones de verano también podremos sacar un buen montón de miel. —Volvió a toser—. Para hacernos… boca… dillos —dijo.

Sintió que se encogía y ruborizaba cada vez más bajo sus miradas.

Hex vino a su rescate. El reloj de arena salió disparado de regreso y la pluma fue sumergida y extraída de su tintero.

+++ Sí. Chorreando Por Ahí. Neocentralizándose +++

—Eso quiere decir formándose en torno a nuevos centros, archicanciller —explicó Ponder solícito.

—Ya lo sabía —dijo Ridcully—. Maldición. ¿Os acordáis de cuando teníamos todo aquel montón de fuerza vital por todas partes? ¡Uno no podía confiar ni en sus propios pantalones! Así pues… hay creencia sobrante chorreando por ahí, gracias, ¿y esos cabroncetes se están aprovechando de ello? ¿Regresando? ¿Esos dioses domésticos?

+++ Es Una Posibilidad +++

—Muy bien, entonces, ¿en qué ha dejado la gente de creer de repente?

+++ Error Por Falta De Queso +++ MELÓN MELÓN MELÓN +++ Reinicie El Sistema +++

—Gracias. Un simple «no lo sé» habría bastado —dijo Ridcully, tomando asiento.

—¿En uno de los dioses principales? —preguntó el catedrático de Estudios Indefinidos.

—Ja. Si desapareciera uno de esos lo sabríamos enseguida.

—Estamos en la Vigilia de los Puercos —dijo el decano—. Supongo que Papá Puerco anda por ahí, ¿no?

—¿Crees en él? —preguntó Ridcully.

—Bueno, es para los niños, ¿no? —dijo el decano—. Pero estoy seguro de que todos ellos creen en Papá Puerco. Yo creía en él, se lo aseguro. Cuando era niño no había Vigilia de los Puercos en que no colgáramos una funda de almohada junto a la chimenea…

—¿Una funda de almohada? —le cortó el Prefecto Mayor.

—Bueno, es que en un calcetín no cabe gran cosa —repuso el decano.

—Sí, pero ¿una funda de almohada entera? —insistió el Prefecto Mayor.

—Sí. ¿Qué pasa?

—¿Me lo parece a mí, o esa es una forma de comportarse más bien codiciosa y egoísta? En mi familia solamente colgábamos calcetines muy pequeños —dijo el Prefecto Mayor—. Un cerdo de azúcar, un soldadito de plomo, un par de naranjas y nada más. Ja, ahora resulta que había gente con fundas de almohada enteras acaparando el mercado, ¿eh?

—Callad y parad de pelearos, los dos —dijo Ridcully—. Tiene que haber una forma simple de comprobarlo. ¿Cómo se sabe que existe Papá Puerco?

—Porque alguien se ha bebido el jerez, hay pisadas de hollín en la alfombra, huellas de trineo en el tejado y tu funda de almohada está llena de regalos —respondió el decano.

—Ja, tu funda de almohada —dijo el Prefecto Mayor en tono sombrío—. Ja. Supongo que la familia de usted era de esa clase de gente estirada que ni siquiera abre sus regalos hasta después de la cena de la Vigilia de los Puercos, ¿no? De esa gente que tiene un árbol de la Vigilia enorme y fachendoso en la sala de estar.

—¿Por qué no…? —empezó a decir Ridcully, pero ya era demasiado tarde.

—¿Y qué? —dijo el decano—. Claro que esperábamos hasta después de la comida…

—¿Saben? A mí me cabreaba de verdad la gente que tenía árboles de la Vigilia enormes y fachendosos. Y apuesto a que también tenían uno de esos cascanueces tan pijos que parecen unos tornillos grandes —dijo el Prefecto Mayor—. Pues mire, algunos nos las teníamos que apañar con el martillo del carbón del cobertizo, claro. Y teníamos que cenar en pleno día en lugar de montar un cenorrio pijo y oh-la-lá por la noche.

—No es culpa mía que mi familia tuviera dinero —dijo el decano, y aquello podría haber distendido un poco las cosas si no hubiera añadido—: y principios.

—¡Y fundas de almohada grandes! —gritó el Prefecto Mayor, dando brincos de rabia—. Y apuesto a que compraban el acebo, ¿verdad?

El decano levantó las cejas.

—¡Pues claro! No íbamos a hurtadillas por el campo arrancándolo de los arbustos de los demás, a diferencia de otros —espetó.

—¡Es lo tradicional! ¡Es parte de la diversión!

—¿Celebrar la Vigilia de los Puercos con plantas robadas?

Ridcully se tapó los ojos con la mano.

El nombre de aquello, según tenía entendido, era «fiebre de camarote». Cuando la gente llevaba demasiado tiempo encerrada durante los días oscuros del invierno, siempre tendían a desquiciarse los unos a los otros, aunque probablemente hubiera alguna escuela de pensamiento que sostenía que pasar el tiempo en una universidad con más de cinco mil habitaciones conocidas, una biblioteca inmensa, las mejores cocinas de la ciudad, fábrica de cerveza propia, granja lechera, amplia bodega de vinos, lavandería, barbería, claustros y pista de bolos era estirar un poco la definición de «encerrado». Eso sí, los magos eran capaces de desquiciarse los unos a los otros estando en rincones opuestos de un prado muy grande.

—¿Queréis callaros? —ordenó—. ¡Es la Vigilia de los Puercos! No es una época para meterse en discusiones estúpidas, ¿de acuerdo?

—Oh, sí que lo es —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos en tono lúgubre—. Es exactamente una época de discusiones estúpidas. En nuestra familia teníamos suerte de llegar al final de la cena sin una repetición de «Qué Lástima que Henry No Se Asociara Con Nuestro Ron». O de «Por qué Nadie Ha Enseñado A Esos Niños A Usar Un Cuchillo». Ese era otro clásico.

—Y las pataletas —dijo Ponder Stibbons.

—Oh, las pataletas —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. No era una Vigilia de los Puercos de verdad si todo el mundo no tenía la vista clavada en paredes distintas.

—Los juegos eran lo peor —dijo Ponder.

—¿Peor que los niños pegándose entre ellos con sus juguetes, tú crees? No había una Vigilia de los Puercos como es debido sin ruedas y trozos de muñecas rotas por todas partes y sin todo el mundo lloriqueando. Incluyendo asalto y lesiones.

—Teníamos un juego que se llamaba Caza la Zapatilla —dijo Ponder—. Alguien escondía una zapatilla. Luego teníamos que encontrarla. Y después teníamos una pelea.

—No es mala del todo —dijo el conferenciante de Runas Recientes—, o sea, no es una Vigilia de los Puercos mala del todo a menos que todo el mundo lleve puesto un gorro de papel. Siempre hay ese momento, ¿verdad?, en que la horrible tía abuela de alguien se pone un gorro de papel y sonríe a todo el mundo porque está siendo muy bohemia.

—Me había olvidado de los gorros de papel —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Oh cielos.

—Y luego, más tarde, alguien sugiere un juego de mesa —dijo Ponder.

—Es verdad. Cuyas reglas no recuerda nadie exactamente.

—Lo cual no impide que alguien sugiera que se apuesten peniques.

—Y cinco minutos más tarde hay dos personas que ya no se hablarán durante el resto de su vida por culpa de dos peniques.

—Y algún niño espantoso…

—¡Lo sé, lo sé! Algún niño espantoso al que le han dejado quedarse despierto hasta tarde se lleva el dinero de todo el mundo por ser un pequeño empollón horrible y traicionero!

—¡Eso mismo!

—Ejem… —dijo Ponder, que tenía la poderosa sospecha de que él había sido aquel niño.

—Y no se olviden de los regalos —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos, como si estuviera leyendo alguna lista interna de espantos—. Lo… lo llenos de potencial que parecen cuando están envueltos en todo ese papel, lo cargados de posibilidades que están… y luego los abres y básicamente el papel de envoltorio era más interesante, y encima tienes que decir: «Qué bien pensado, qué bien me va a venir». Dar no es mejor que recibir, en mi opinión, simplemente es menos embarazoso.

—He descubierto —dijo el Prefecto Mayor— que a lo largo de los años he sido un exportador neto de regalos de la Vigilia de los Puercos…

—Oh, todo el mundo lo es —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Uno se gasta una fortuna en los demás y lo que recibe después de quitar todo el papel es una zapatilla del color equivocado y un libro sobre el cerumen.

Ridcully permaneció sentado, lleno de asombro y horror. Siempre le había gustado la Vigilia de los Puercos, todas y cada una de sus partes. Le había gustado ver a sus parientes ancianos, había disfrutado de la comida, se le habían dado muy bien los juegos del tipo Persigue A Mi Vecino Por El Pasillo o Hurra Por el Alegre Hojalatero. Siempre era el primero en ponerse un gorro de papel. Tenía la impresión de que los gorros de papel le daban un aire festivo especial a la ocasión. Y siempre leía con mucha atención lo que la gente escribía en las tarjetas de la Vigilia y encontraba tiempo para algún pensamiento amable sobre los remitentes.

Escuchar a sus magos era como mirar a alguien que estuviera rompiendo a patadas una casa de muñecas.

—Por lo menos los refranes de las galletas de la Vigilia son divertidos, ¿no…? —se aventuró a decir.

Todos se giraron para mirarle y luego se dieron la vuelta otra vez.

—Si tiene usted el mismo sentido del humor que una percha de alambre —dijo el Prefecto Mayor.

—Oh, cielos —dijo Ridcully—. Entonces tal vez no exista Papá Puerco, si estáis todos ahí sentados con esas caras largas. ¡No es la clase de persona que permite que la gente esté tristona!

—Ridcully, no es más que algún viejo dios del invierno —dijo el Prefecto Mayor en tono cansino—. No es el Hada del Buen Humor ni nada parecido.

El conferenciante de Runas Recientes levantó la barbilla de las manos.

—¿Qué Hada del Buen Humor?

—Oh, es algo que solía mencionar mi abuela si era una tarde lluviosa y le estábamos atacando los nervios —dijo el Prefecto Mayor—. «Voy a llamar al Hada del Buen Humor como no…» —Se detuvo con expresión culpable.

El archicanciller se llevó una mano a la oreja en un gesto teatral que significaba: «Silencio. ¿Qué es eso que he oído?».

—Han sonado unas campanillas —dijo—. Gracias, Prefecto Mayor.

—Oh, no —gimió el Prefecto Mayor—. ¡No, no, no!

Escucharon durante un momento.

—Puede que nos hayamos librado —dijo Ponder—. Yo no he oído nada.

—Sí, pero es fácil imaginársela, ¿verdad? —dijo el decano—. En cuanto lo ha dicho, me ha venido una imagen a la cabeza. Va a tener una bolsa llena de juegos de formar palabras, para empezar. O bien sugerirá que salgamos al exterior porque es más saludable.

Los magos se estremecieron. No estaban en contra del exterior, simplemente se oponían al lugar que les correspondería en él.

—El buen humor siempre me ha deprimido —dijo el decano.

—Bueno, si aparece alguna maldita obsesa del buen humor yo no pienso aceptarlo, ni hablar —dijo el Prefecto Mayor, cruzando los brazos—. He soportado a monstruos y a trolls y a cosas verdes y enormes con dientes, así que no pienso quedarme sentado mientras una…

—¡¡Hola!! ¡¡Hola!!

Era una de aquellas voces que les leen historias apropiadas a los niños. Todas las vocales estaban hermosamente redondeadas. Y también se oyó cómo ocupaban su lugar los signos de admiración adicionales, nacidos de una especie de jovialidad desesperada y desesperante. Los magos se giraron.

El Hada del Buen Humor era bastante bajita y regordeta e iba vestida con una falda de tweed y unos zapatos tan sensatos que eran capaces de hacer su propia declaración de la renta. En muchos sentidos recordaba a la primera maestra que uno tiene en la escuela, esa que tiene una formación especial para tratar con la incontinencia nerviosa y con los niños cuya contribución al maravilloso mundo de compartir consiste mayormente en golpear repetidamente a una niña en la cabeza con un caballito de madera. De hecho, a aquella imagen contribuían el silbato con un cordel que tenía alrededor del cuello y también cierta impresión general de que se iba a poner a dar palmadas en cualquier momento.

Las alitas de gasa que se entreveían a su espalda eran probablemente solo un adorno, pero los magos continuaron mirando su hombro fijamente.

—Hola… —volvió a decir, aunque con mucha más incertidumbre. Les dedicó una mirada recelosa—. Sois unos chicos bastante grandes —dijo, como si ellos se hubieran hecho grandes para molestarla a ella. Parpadeó—. Mi trabajo es espantar todas esas penas —añadió, con pinta de estar siguiendo un guión aprendido de memoria. Pareció rehacerse un poco y continuó—: ¡¡Así pues, todos con la cabeza bien alta, y vamos a ver un montón de caras bien alegres y felices!!

Su mirada se encontró con la del Prefecto Mayor, que probablemente no había tenido una cara alegre y feliz en su vida entera. Su especialidad eran las caras hurañas y llenas de tedio. La que tenía puesta ahora habría ganado premios.

—Perdone, señora —dijo Ridcully—. Pero ¿eso que tiene en el hombro es un pollo?

—Es, ejem, es, ejem, es el Pájaro Azul de la Felicidad —dijo el Hada del Buen Humor. Su voz tenía ahora el tono ligeramente tembloroso de alguien que no termina de creerse lo que acaba de decir pero que va a continuar diciéndolo a pesar de todo, solamente por si acaso decirlo acaba haciendo que sea verdad.

—Le pido disculpas, pero es un pollo. Un pollo vivo —dijo Ridcully—. Acaba de cloquear.

—Pero sí que es azul —dijo ella a la desesperada.

—Bueno, eso por lo menos es verdad —admitió Ridcully, con toda la amabilidad que pudo—. Si lo pusieran en mis manos, supongo que me habría imaginado un Pájaro Azul de la Felicidad más aerodinámico, pero tampoco la puedo culpar a usted.

El Hada del Buen Humor carraspeó de los nervios y jugueteó con los botones de su discreta chaqueta de lana.

—¿Y si jugamos un jueguecito para ponernos a todos de buen humor? —propuso—. ¿Un juego de las adivinanzas, tal vez? ¿O un concurso de pintura? Podría haber un pequeño premio para el ganador.

—Señora, somos magos —dijo el Prefecto Mayor—. No estamos por el buen humor.

—¿Charadas? —sugirió el Hada del Buen Humor—. ¿O tal vez ya habéis estado jugando a eso? ¿Y a cantar canciones? ¿Quién se sabe «Al pasar la barca»?

Su sonrisa luminosa colisionó contra el ceño fruncido colectivo de los magos reunidos.

—¿No queremos ser el Señor Gruñón, a que no? —añadió ella en tono esperanzado.

—Pues sí —dijo el Prefecto Mayor.

El Hada del Buen Humor hizo un gesto de desánimo y luego se palpó frenéticamente las mangas sin forma hasta sacar un pañuelo hecho una bola. Se secó los ojos.

—Todo está saliendo mal otra vez, ¿verdad? —dijo, con la barbilla temblorosa—. Hoy en día nadie quiere estar de buen humor, y mira que yo lo intento. He escrito un libro de chistes y tengo tres cajas de ropa para charadas y… y… y siempre que intento alegrar a la gente todos parecen avergonzados… y mira que yo lo intento de verdad…

Se sonó la nariz estrepitosamente.

Hasta el Prefecto Mayor tuvo la elegancia de parecer avergonzado.

—Esto… —empezó a decir.

—¿Tanto daño haría que alguien alguna vez intentara estar un poquito de buen humor? —preguntó el Hada del Buen Humor.

—Esto… ¿en qué sentido? —quiso saber el Prefecto Mayor, sintiéndose fatal.

—Bueno, hay muchas cosas bonitas por las que estar de buen humor —respondió el Hada del Buen Humor, sonándose otra vez la nariz.

—Esto… ¿como las gotas de lluvia y las puestas de sol y esa clase de cosas? —propuso el Prefecto Mayor, consiguiendo cierto sarcasmo, aunque los demás se dieron cuenta de que no ponía todo su empeño—. Esto, ¿quiere que le preste mi pañuelo? Está casi limpio.

—¿Por qué no le das a la señora una copita de jerez? —dijo Ridcully—. Y un poco de maíz para su pollo.

—Oh, yo nunca bebo alcohol —dijo el Hada del Buen Humor, horrorizada.

—¿En serio? —dijo Ridcully—. Pues eso sí que nos pone a nosotros de buen humor. Señor Stibbons… ¿tendría usted la amabilidad de acercarse aquí un momento?

Lo atrajo hacia sí.

—Tiene que haber un montón de creencia chorreando por ahí para que se haya podido crear ella —dijo—. Yo le echo por lo menos noventa kilos. Si quisiéramos ponernos en contacto con Papá Puerco, ¿cómo lo podríamos hacer? ¿Echándole una carta por la chimenea?

—Sí, pero esta noche no, señor —dijo Ponder—. Esta noche está repartiendo.

—No hay forma de localizarlo, entonces —dijo Ridcully—. Mierda.

—Por supuesto, es posible que todavía no haya pasado por aquí —dijo Ponder.

—¿Por qué iba a pasar por aquí? —preguntó Ridcully.

* * *

El Bibliotecario se tapó con las mantas y se acurrucó.

En tanto que orangután, añoraba la calidez de la selva. El problema era que nunca había visto una selva, puesto que se había convertido en orangután cuando ya era un hombre adulto. Algo en su interior sabía lo de la selva, sin embargo, y no le gustaba en absoluto el frío del invierno. Pero también tenía alma de bibliotecario, con lo cual se negaba en redondo a permitir que se encendieran fuegos en la biblioteca. En consecuencia, las almohadas y las mantas desaparecían del resto de la universidad y terminaban formando una especie de capullo en la sección de referencia, que era donde el simio pasaba lo peor del invierno.

Se dio la vuelta y se arropó con las cortinas del tesorero.

Se oyó un crujido fuera de su nido y después unos murmullos.

—No, no encienda la lámpara.

—Me estaba preguntando por qué no le había visto en toda la tarde.

—Oh, en la víspera de la Vigilia de los Puercos siempre se acuesta temprano, señor. Ya hemos llegado… —Se oyó un frufrú de tela.

—Tenemos suerte. Todavía está vacío —dijo Ponder—. Parece que ha usado uno de los del tesorero.

—¿Cuelga uno todos los años?

—Eso parece.

—Pero un niño no es. Tal vez tenga cierta simplicidad infantil.

—Puede que sea distinto para los orangutanes, archicanciller.

—¿Crees que también lo hacen en la selva?

—No lo creo, señor. Para empezar, no hay chimeneas.

—Y tienen unas piernas muy cortas, claro. Están muy mal dotados en materia de calcetines, los orangutanes. Les iría de perlas si pudieran colgar guantes, claro. Si pudieran colgar sus guantes Papá Puerco tendría que hacer turnos dobles. Por lo largos que tienen los brazos.

—Muy bueno, archicanciller.

—Caramba, ¿qué es esto que hay…? Anda, una copa de jerez. Bueno, beber por haber bebido, no hay nada perdido. —Se oyó un gluglú líquido en medio de la oscuridad.

—Creo que eso tenía que ser para Papá Puerco, señor.

—¿Y el plátano?

—Me imagino que lo ha dejado aquí para los cerdos, señor.

—¿Cerdos?

—Oh, ya sabe, señor. Pezuñín y Hocicón y Colmillo y Raicero. O sea —Ponder se detuvo, consciente de que un hombre adulto no debería ser capaz de recordar cosas como aquella—, eso es lo que creen los niños.

—¿Plátanos para los cerdos? Eso no es lo tradicional, ¿no? Yo habría puesto bellotas tal vez. O manzanas, o nabos.

—Sí, señor, pero al Bibliotecario lo que le gusta son los plátanos, señor.

—Una fruta muy nutritiva, señor Stibbons.

—Sí, señor, aunque por curioso que parezca, en realidad no es una fruta, señor.

—¿En serio?

—Sí, señor. Botánicamente hablando, es un tipo de pez, señor. De acuerdo con mi teoría, está relacionado clarísimamente con el pez aguja de Krull, señor, que por supuesto es también amarillo y se desplaza en grupos o bancos.

—¿Y vive en los árboles?

—Bueno, habitualmente no, señor. Es obvio que el plátano está explotando un nuevo nicho.

—Por todos los cielos, ¿en serio? Es curioso, pero nunca me han gustado mucho los plátanos y también he sospechado siempre un poco de los peces. Esto lo explicaría.

—Sí, señor.

—¿Atacan a los bañistas?

—No por lo que yo sé, señor. Por supuesto, podrían ser lo bastante listos como para atacar solamente a los bañistas que están lejos de tierra firme.

—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a los que están… arriba? ¿En los árboles, por así decirlo?

—Posiblemente, señor.

—Astutos, ¿eh?

—Sí, señor.

—Bueno, tal vez podríamos ponernos cómodos para esperar, señor Stibbons.

—Sí, señor.

En la oscuridad resplandeció una cerilla al encender Ridcully su pipa.

* * *

Los cantores de villancicos de Ankh-Morpork llevaban semanas ensayando.

Anaglypta Ablazos, organizadora del mejor y más selecto grupo de cantores de la ciudad, se refería a aquella costumbre como una ocasión perfecta para el compañerismo y el buen humor.

Nunca hay que fiarse de la gente que habla sin reparos del «compañerismo y el buen humor» como si fueran cosas que se pueden aplicar a la vida igual que una cataplasma. Les das la espalda un momento y son capaces de organizar un baile de las cintas, con lo cual, francamente, ya no queda más opción que echarse al monte.

Los cantores ya estaban en mitad del camino del parque, y en mitad de «La joven gallina sonrosada», en maravillosa armonía. [18] Sus latas para la colecta ya estaban llenas de donaciones para los pobres de la ciudad, o por lo menos para aquellos pobres que en opinión de la señora Ablazos eran adecuadamente pintorescos y no olían demasiado mal y de quienes se podía confiar en que dijeran «gracias». La gente había salido a sus puertas para escuchar. La luz anaranjada se vertía sobre la nieve. Los fanales relucían entre los copos temblorosos. Si se le pudiera levantar la tapa a la escena, dentro habría habido bombones. O por lo menos un surtido interesante de galletas.

La señora Ablazos había oído decir que cantar villancicos de puerta en puerta era un ritual muy antiguo, y no hacía falta que nadie le dijera lo que aquello quería decir, pero ella estaba segura de haber eliminado cuidadosamente todos aquellos elementos que pudieran ofender a un oído refinado.

Y solamente de forma gradual los cantores fueron percibiendo la discordancia.

A la vuelta de la esquina, tropezando y resbalando sobre el hielo, se acercaba otro grupo de cantores.

En el mundo hay gente que marcha al son de un tambor distinto. En el caso que nos ocupa, dicho tamborilero debía de haber recibido su educación musical en algún otro lugar, tal vez por parte de una especie distinta en otro planeta.

En cabeza del grupo iba un hombre sin piernas montado en un carrito con ruedas que se dedicaba a cantar a voz en grito y a hacer chocar dos cacerolas. Se llamaba Arnold Ladeado. El que le empujaba era Ataúd Henry, cuya interpretación graznante de una canción completamente distinta estaba puntuada por ataques de tos fuera de compás. Lo acompañaba un hombre de aspecto perfectamente normal vestido con ropa rota y sucia pero cara, cuya agradable voz de tenor quedaba ahogada por el cuac cuac de un pato que tenía en la cabeza. Respondía al nombre de Hombre del Pato, aunque nunca parecía entender por qué, ni tampoco por qué siempre parecía estar rodeado de gente que al parecer veía patos donde no podía haber ninguno. Y por fin, remolcado por un perrillo gris sujeto con una correa, estaba Viejo Apestoso Ron, al que se solía considerar en Ankh-Morpork como el mendigo trastornado de los mendigos trastornados. Probablemente fuera incapaz de cantar, pero por lo menos estaba intentando soltar palabrotas siguiendo el compás, o compases.

Los cantores de villancicos se detuvieron para observarlos, horrorizados.

Ninguno de los dos grupos fue consciente, mientras los mendigos daban tropezones a sus anchas por la calle, de que unas manchitas negras y grises salían girando en espiral de los desagües y también de debajo de las baldosas y se alejaban zumbando hacia la oscuridad de la noche. La gente siempre ha tenido el mismo deseo imperioso de cantar y hacer repicar cosas durante la oscura colilla chupada del año, cuando todo tipo de suciedad psíquica ha estado aprovechando los largos días grises y las sombras profundas para merodear y crecer. Últimamente la gente había tomado la costumbre de cantar armoniosamente, lo cual estropeaba un poco el efecto. Los que realmente entendían del tema se limitaban a montar escándalo golpeando alguna cosa.

La verdad es que los mendigos no estaban tan versados en la práctica folclórica. Simplemente armaban jaleo con la esperanza bien fundada de que la gente les diera dinero para que pararan.

En alguna parte de lo que cantaban se podía distinguir a duras penas una canción consensuada.

Ya viene la Vigilia,

el cerdo está engordando,

dale un dólar a ese viejo que has encontrado

y si no tienes un dólar un centavo ya irá bien…

—Y si no tienes un centavo —cantó Viejo Apestoso Ron, en un solo al estilo tirolés—, entonces qufgfg tfgg dffg mmmmmmrn…

El Hombre del Pato, con gran presencia de ánimo, le había tapado la boca con la mano.

—Lo siento mucho —dijo—. Pero esta vez me gustaría que la gente no nos diera con la puerta en las narices. Y además, no encaja con la métrica.

Las puertas cercanas se cerraron de golpe igualmente. El otro grupo de cantores de villancicos huyó a toda prisa hacia algún lugar más salubre. «Paz y buena voluntad para todos los hombres» era una expresión acuñada por alguien que no había conocido a Viejo Apestoso Ron.

Los mendigos dejaron de cantar, salvo Arnold Ladeado, que solía vivir en su pequeño mundo personal.

—A la hora de partir, oh sí, ya está aquííí, haciendo revereeencias…

Luego el cambio que se produjo en el aire penetró incluso en su conciencia.

La nieve cayó en cascada de los árboles cuando los abanicó un viento que venía en contra. Hubo un remolino de copos y fue acaso posible, ya que las brújulas mentales de los mendigos no siempre apuntaban hacia la Realidad, que oyeran un breve fragmento de conversación.

—No es tan sencillo, amo, eso es lo único que le digo…

ES MEJOR DAR QUE RECIBIR, ALBERT.

—No, amo, simplemente es mucho más caro. No puede usted ir por ahí…

Cayeron varias cosas sobre la nieve.

Los mendigos se las quedaron mirando. Arnold Ladeado recogió del suelo con cautela un cerdo de azúcar y le arrancó el hocico de un mordisco. Viejo Apestoso Ron miró con recelo una bolsa cerrada que le había rebotado en el sombrero y luego la agitó junto a su oreja.

El Hombre del Pato abrió una bolsa de golosinas.

—Ah, ¿caramelos de menta? —dijo.

Ataúd Henry se desenrolló una ristra de salchichas que tenía alrededor del cuello.

—¿Quesejoda? —dijo Viejo Apestoso Ron.

—Es un cotillón —aclaró el perro, rascándose la oreja—. Hay que abrirlo.

Ron agitó la bolsa inútilmente por un extremo.

—Oh, dámela —dijo el perro, y agarró el otro extremo con los dientes.

—Caramba —dijo el Hombre del Pato, hurgando en un montón de nieve—. ¡Aquí hay un cerdo asado entero! ¡Y un plato enorme de patatas asadas, milagrosamente intactas! ¡Y… mirad…! ¿Esto del frasco no es caviar? ¡Espárragos! ¡Paté de camarones! ¡Cielos! ¿Qué es lo que íbamos a comer para la Vigilia de los Puercos, Arnold?

—Botas viejas —dijo Arnold. Abrió una caja de puros caída y los lamió.

—¿Solamente botas viejas?

—No, no. Rellenas de barro, y acompañadas de barro asado. Barro del bueno, ojo. Lo he estado guardando.

—¡Ahora podemos darnos un banquete de ganso!

—Vale. ¿Podemos rellenarlo de botas viejas?

Se oyó un «pop» procedente del cotillón. Todos oyeron gruñir al perro cerebrillo de Viejo Apestoso Ron.

—No, no, no, el sombrero se pone en la cabeza y la tarjeta se lee.

—¿Mano de milenio y gamba? —dijo Ron, pasándole el trozo de cartulina al Hombre del Pato. El Hombre del Pato estaba considerado el intelectual del grupo.

Le echó un vistazo a la escritura.

—Ah, sí, vamos a ver… Dice: «Socorro Socorro Socorro Me He Caído en la Máquina de Hacer Cotillones Ya No Puedo Seguir Corriendo en este Rollito por Favor Sáquenm…». —Le dio la vuelta a la tarjeta varias veces—. Eso parece ser todo, salvo por las manchas.

—Siempre las mismas frases de toda la vida —dijo el perro—. Que alguien le dé una palmada en la espalda a Ron, ¿queréis? Si se ríe un poco más se va a… oh, ya lo ha hecho. En fin. Tampoco es nada nuevo.

Los mendigos pasaron unos minutos más recogiendo jamones, tarros y botellas que habían quedado hundidos en la nieve. Lo colocaron todo alrededor de Arnold en su carrito y se alejaron calle abajo.

—¿Cómo es que hemos conseguido todo esto?

—Es la Vigilia de los Puercos, ¿no?

—Sí, pero ¿quién ha colgado su calcetín?

—Yo no creo que tengamos ninguno, ¿no?

—Yo colgué una bota vieja.

—¿Eso cuenta?

—No sé. Se la comió Ron.

* * *

Estoy esperando a Papá Puerco, pensó Ponder Stibbons. Estoy a oscuras esperando a Papá Puerco. Yo. Un creyente en la Filosofía Natural. Puedo calcular la raíz cuadrada de 27,4 de cabeza. [19] No tendría que estar haciendo esto.

Tampoco es que hayamos colgado ningún calcetín. Tendría algún sentido si hubiéramos…

Se quedó rígido un momento y luego se quitó una sandalia puntiaguda y empezó a sacarse un calcetín. Le ayudó pensar que estaba probando científicamente una hipótesis interesante.

Desde la oscuridad, Ridcully dijo:

—¿Cuánto puede tardar?

—Se suele decir que todas las entregas están terminadas bastante antes de medianoche —dijo Ponder, y tiró con fuerza.

—¿Se encuentra bien, señor Stibbons?

—Estoy bien, señor. Bien. Esto… ¿No tendrá por casualidad una chincheta encima? ¿O quizás un clavito pequeño?

—Me parece que no.

—Ah, no pasa nada. He encontrado un abrecartas.

Al cabo de un momento Ridcully oyó el leve susurro de algo raspando en la oscuridad.

—¿Cómo se escribe «electricidad», señor?

Ridcully lo pensó un momento.

—¿Sabes? Me parece que no lo he escrito nunca.

Se volvió a hacer el silencio y luego se oyó un estrépito metálico. El Bibliotecario gruñó en sueños.

—¿Qué haces?

—Acabo de tirar sin querer la pala del carbón.

—¿Qué haces palpando la repisa de la chimenea?

—Oh, solamente… ya sabe, solamente… estoy mirando. Un pequeño… experimento. Al fin y al cabo, nunca se sabe.

—¿Qué es lo que nunca se sabe?

—Nunca se sabe… sin más, ya me entiende.

—A veces sí que se sabe —dijo Ridcully—. Yo creo que sé muchas cosas que no sabía en el pasado. Es asombroso cuántas cosas termina uno sabiendo, pienso a veces. A menudo me pregunto qué cosas nuevas voy a acabar sabiendo.

—Bueno, nunca se sabe.

—Eso está claro.

* * *

Muy por encima de la ciudad Albert se volvió hacia la Muerte, que parecía estar intentando evitar su mirada.

—¡Esas cosas no venían del saco! ¡Todos esos puros y melocotones en coñac y ese papeo con nombres extranjeros pijos!

SÍ QUE VIENEN DEL SACO.

Albert lo miró con aire sospechoso.

—Pero en el saco las ha metido usted antes, ¿verdad?

NO.

—Sí que las ha metido usted, ¿verdad? —declaró Albert.

NO.

—Metió todas esas cosas en el saco.

NO.

—Las cogió de algún sitio y las ha metido en el saco.

NO.

—Sí que las ha metido en el saco, ¿verdad?

NO.

—Las ha metido usted en el saco.

SÍ.

—Ya sabía yo que las había metido en el saco. ¿De dónde las ha cogido?

ESTABAN TIRADAS POR AHÍ.

—En mi experiencia, los cochinillos enteros asados no están tirados por ahí sin más.

NADIE PARECÍA ESTAR USÁNDOLAS, ALBERT.

—Hace un par de chimeneas hemos pasado por ese restaurante grande y pijo…

¿DE VERAS? NO ME ACUERDO.

—Y me ha parecido que pasaba usted allí dentro más tiempo del normal, si no le importa que se lo comente.

¿EN SERIO?

—¿Cómo exactamente estaban comillas tiradas por ahí cerrar comillas?

SIMPLEMENTE… TIRADAS POR AHÍ. YA SABES. RECOSTADAS.

—¿En una cocina?

HABÍA CIERTA COCINEZ EN EL AMBIENTE, SEGÚN RECUERDO. Albert lo señaló con un dedo tembloroso.

—¡Le ha mangado la cena de la Vigilia de los Puercos a alguien, amo!

VA A SER COMIDA DE TODAS MANERAS —dijo la Muerte a la defensiva—. ADEMÁS, A TI TE PARECIÓ BUENA IDEA QUE YO PUSIERA A AQUEL REY DE PATITAS EN LA CALLE.

—Sí, bueno, aquello fue un poco distinto —dijo Albert, bajando la voz—. Pero, o sea, ¡Papá Puerco no baja por la chimenea y le afana el papeo a la gente!

LOS MENDIGOS LA VAN A DISFRUTAR, ALBERT.

—Bueno, sí, pero…

NO HA SIDO ROBAR. HA SIDO UNA SIMPLE… REDISTRIBUCIÓN. SERÁ UNA BUENA OBRA EN UN MUNDO MALO.

—¡No lo será!

ENTONCES SERÁ UNA MALA OBRA EN UN MUNDO MALO Y PASARÁ COMPLETAMENTE DESAPERCIBIDA.

—Sí, pero por lo menos podría haber pensado usted en la gente a quien le ha mangado el papeo.

YA LOS HE COMPENSADO, POR SUPUESTO. YO TAMBIÉN TENGO CORAZÓN. EN UN SENTIDO METAFÓRICO. Y AHORA, VOLEMOS HACIA EL CIELO.

—Estamos bajando, amo.

PUES ENTONCES, VOLEMOS HACIA EL SUELO.

* * *

Había… volutas. Binky las atravesó al galope con facilidad, salvo por el hecho de que no parecía moverse. Era como si estuviera colgando en medio del aire.

—Oh, yo —dijo el oh dios en tono débil.

—¿Qué? —preguntó Susan.

—Prueba a cerrar los ojos…

Susan cerró los ojos. Luego se llevó una mano a la cara.

—Todavía veo…

—Pensaba que era cosa mía. Normalmente es cosa mía solamente.

Las volutas se desvanecieron. Abajo había vegetación.

Y era extraña de verdad. Era verde. Susan había volado unas cuantas veces por encima de la campiña, e incluso por encima de ciénagas y selvas, y nunca había visto un verde tan verde como aquel. Si el verde fuera un color primario, sería así.

Y estaba aquella cosa que serpenteaba.

—¡Eso no es un río! —dijo ella.

—¿Ah, no?

—¡Es azul!

El oh dios se arriesgó a mirar hacia abajo.

—El agua es azul.

—¡Claro que no!

—La hierba es verde, el agua es azul… de eso me acuerdo. Son algunas de las cosas que sé sin más.

—Bueno, en cierto sentido… —Susan vaciló. Todo el mundo sabía que la hierba era verde y el agua era azul. Muy a menudo no era cierto, pero todo el mundo lo sabía del mismo modo que también sabían que el cielo era azul.

Cometió el error de levantar la vista al pensar aquello.

Estaba el cielo. Y era, en efecto, azul. Y debajo estaba la tierra. Que era verde.

Y en medio no había nada. Nada de espacio blanco. Nada de noche negra. Simplemente… nada, rodeando los bordes del mundo. Allí donde el cerebro decía que tendría que haber, pues bueno, el cielo y la tierra, encontrándose pulcramente en el horizonte, no había más que un vacío que atraía la curiosidad como si fuera un diente suelto.

Y estaba el sol.

Que estaba debajo del cielo, flotando sobre tierra.

Y era amarillo. Amarillo limón.

Binky aterrizó sobre la hierba que había junto al río. O al menos sobre la superficie verde. Tenía una textura más bien de esponja, o de musgo. La acarició con el hocico.

Susan bajó deslizándose del caballo, intentando no levantar la vista. Lo cual quería decir que miraba al azul intenso del agua.

Dentro había peces de color naranja. No parecían del todo bien hechos, como si los hubiera creado alguien que realmente creyera que un pez se componía de dos líneas curvas, un punto y una cola triangular. Le recordaron a los peces esqueléticos del estanque silencioso de la Muerte. Unos peces que eran… adecuados a su entorno. Y ella los podía ver, a pesar de que el agua era básicamente un bloque de color que una parte de ella insistía en que debería ser opaco…

Se arrodilló y sumergió una mano. Tenía el mismo tacto que el agua, pero lo que se derramó entre sus dedos era color azul líquido.

Y de pronto entendió dónde estaba. La última pieza encajó en su sitio y el conocimiento floreció dentro de ella. Si se encontraban una casa, sabía cómo iban a estar exactamente ubicadas sus ventanas y cómo saldría el humo de la chimenea.

Era casi seguro que habría manzanas en los árboles. Y que serían rojas, porque todo el mundo sabía que las manzanas eran rojas. Y que el sol era amarillo. Y que el cielo era azul. Y que la hierba era verde.

Pero existía otro mundo, al que la gente que creía en él llamaba el mundo real, donde el cielo podía ser cualquier cosa desde blanco sucio hasta rojo crepuscular hasta amarillo de tormenta eléctrica. Y los árboles podían ser cualquier cosa desde ramas desnudas, meros garabatos sobre el fondo del cielo, hasta llamas rojas ante la escarcha. Y el sol era blanco o amarillo o anaranjado. Y el agua era marrón y gris y verde…

Los colores de aquí eran colores primaverales, y no de la primavera del mundo. Eran los colores de la primavera de la mirada.

—Esto es el dibujo de un niño —dijo ella.

El oh dios se dejó caer sobre el color verde.

—Cada vez que miro la separación me lloran los ojos —balbuceó—. Me siento fatal.

—He dicho que esto es el dibujo de un niño —dijo Susan.

—Oh, yo… Creo que se está pasando el efecto de la poción de los magos.

—He visto docenas de dibujos así —dijo Susan, sin hacerle caso—. Pones el cielo encima de todo porque el cielo está encima y cuando mides medio metro el cielo no tiene gran cosa a los lados de todas formas. Y todo el mundo te dice que la hierba es verde y que el agua es azul. Este es el paisaje que uno pinta de niño. Twyla pinta así. Yo pintaba así. El abuelo guarda algunos…

Se detuvo.

—Lo hacen todos los niños —murmuró—. Venga, vamos a encontrar la casa.

—¿Qué casa? —gimió el oh dios—. ¿Y puedes hablar un poco más bajito, por favor?

—Habrá una casa —dijo Susan, poniéndose de pie—. Siempre hay una casa. Con cuatro ventanas. Y el humo que sale de la chimenea está enroscado como un muelle. Mira, este sitio es como el país del ab… de la Muerte. No es una geografía real.

El oh dios caminó hasta el árbol más cercano y le dio un cabezazo como si confiara en que le fuera a doler.

—Pues duele como la geografía —murmuró.

—Pero ¿alguna vez has visto un árbol como ése? ¿Una gran burbuja verde encima de un palo marrón? ¡Si parece una piruleta! —exclamó Susan, tirando de él.

—No sé. Es el primer árbol que veo. Arrgh. Me ha caído algo en la cabeza. —Miró el suelo, parpadeando como un buho—. Es rojo.

—Es una manzana —dijo ella. Suspiró—. Todo el mundo sabe que las manzanas son rojas.

No había matorrales. Pero había flores, cada una de ellas con un par de hojas verdes. Crecían de forma individual, dispersas por la superficie verde.

Y entonces salieron de entre los árboles y allí, junto a un recodo del río, se encontraron con la casa.

No parecía muy grande. Tenía cuatro ventanas y una puerta. El humo salía de la chimenea enroscado como un sacacorchos.

—¿Sabes? Es curioso —dijo Susan, mirándola—. Twyla dibuja casas así. Y prácticamente vive en una mansión. Yo dibujaba casas así. Y nací en un palacio. ¿Por qué será?

—Tal vez son todas esta casa —murmuró el oh dios en tono angustiado.

—¿Qué? ¿Lo crees de verdad? ¿Todos los niños se dedican a dibujar esta casa? ¿La tenemos en la cabeza?

—A mí no me preguntes, solamente estaba dándote conversación —dijo el oh dios.

Susan vaciló. Las palabras «¿y ahora qué?» acechaban. ¿Tenía que ir y llamar a la puerta?

Y se dio cuenta de que aquello era pensar de forma normal…

* * *

En la atmósfera cargada de resplandores, estrépito y parloteo, un jefe de camareros lo estaba pasando mal. Aquella noche había un montón de gente y el personal debería estar trabajando al máximo, metiendo bicarbonato de soda en el vino blanco para generar burbujas muy caras y troceando las verduras muy pequeñas para que subieran de precio.

En lugar de eso, estaban todos reunidos y abatidos en la cocina.

—¿Adonde se ha ido todo el material? —gritó el encargado—. ¡Alguien ha vaciado también la bodega!

—William dice que ha notado un viento frío —dijo el camarero. Lo habían acorralado contra un infiernillo y ahora comprendía por qué se llama infiernillo mejor que nunca en su vida.

—¡Yo sí que le voy a dar un viento frío! ¿Es que no tenemos nada de nada?

—Bueno, tenemos una pizca de esto y aquello.

—No se dice una pizca de esto y aquello, se dice peu de ceci et de cela —lo corrigió el encargado.

—Sí, eso, sí. Y, ejem, y, ejem…

—¿No hay nada más?

—Ejem… Botas viejas. Botas viejas llenas de barro.

—¿Botas…?

—Viejas. A montones —dijo el camarero. Notó que la situación empezaba a calentarse.

—¿Cómo es que tenemos… calzado añejo?

—No lo sé. Simplemente ha aparecido, señor. El horno está lleno de botas viejas. Y la despensa también.

—¡Hay un centenar de clientes con reserva! ¡Y todas las tiendas estarán cerradas! ¿Dónde está el chef?

—William está intentando hacerle salir del excusado, señor. Se ha encerrado dentro y está teniendo uno de sus Momentos.

—Aquí se cuece algo. ¿Qué es eso que huelo?

—Soy yo, señor.

—Botas viejas… —murmuró el encargado—. Botas viejas… botas viejas… ¿Son de cuero? ¿No son zuecos ni botas de goma ni nada de eso?

—Parecen… botas, sin más. Y mucho barro, señor.

El encargado se quitó la chaqueta.

—Muy bien. ¿Tenemos algo de crema? ¿Cebolla? ¿Ajo? ¿Mantequilla? ¿Algunos huesos viejos de ternera? ¿Un poco de masa de repostería?

—Esto, sí…

El encargado se frotó las manos.

Bien —dijo, cogiendo un delantal de un gancho de la pared—. ¡Tú, pon agua a hervir! ¡Mucha agua! ¡Y encuéntrame un martillo muy grande! ¡Y tú, pélame unas cebollas! El resto, empezad a organizar las botas. Quiero las lengüetas y las suelas fuera. Les vamos a servir… a ver…Mousse de la Boue dans une Panier de la Páte de Chaussures…

—¿Y de dónde vamos a sacar eso, señor?

—Mousse de barro en una cesta de masa de zapato. ¿Captas la idea? Nosotros no tenemos la culpa de que ni los quirmianos entiendan el quirmiano de restaurante. Al fin y al cabo, no es mentir.

—Bueno, sí que es un poco… —empezó a decir el camarero. Había recibido la maldición de la sinceridad a una edad muy temprana.

—Luego hay Brodequin róti Fagon Ombres… —El encargado suspiró al ver la expresión de pánico del jefe de camareros—. Bota de soldado cocinada al estilo de las Sombras —tradujo.

—Esto… ¿al estilo de las Sombras?

—En barro. Pero si hacemos las lengüetas por separado también podemos poner Languette braisée.

—También hay algunos zapatos de señora, señor —dijo un ayudante de chef.

—Bien. Añade al menú… a ver ahora…Solé d’une Bonne Femme… y… sí…Servís dans un Coulis de Terre en l’Eau. Lo cual viene a ser barro.

—¿Y los cordones, señor? —preguntó otro ayudante del chef.

—Bien pensado. Encuentra aquella receta que teníamos de espaguetis a la carbonara.

—¿Señor? —dijo el jefe de camareros.

—Yo empecé como chef —repuso el encargado, cogiendo un cuchillo—. ¿Cómo crees que pude pagar este sitio? Sé cómo funcionan las cosas. Si consigues que el aspecto y la salsa estén bien ya tienes el gato casi en el agua.

—Pero ¡todo van a ser botas viejas! —dijo el camarero.

—Ternera añeja de primera calidad —lo corrigió el encargado—. Las ablandaremos en un momento de nada.

—Además… además… no tenemos ninguna sopa…

—Barro. Y muchas cebollas.

—Y qué pasa con los postres…

—Barro. A ver si podemos hacer que caramelice, nunca se sabe.

—Ni siquiera encuentro el café… Aunque lo más probable es que no lleguen al café…

—Barro. Café de Terre —dijo el encargado con firmeza—. Auténtico café de molienda.

—¡Oh, eso lo van a notar, señor!

—No lo han notado hasta ahora —dijo el encargado lúgubremente.

—No nos va a salir bien, señor. Ni de milagro.

* * *

En el país del cielo en lo alto, Dave el Normal Lilywhite bajó las escaleras cargando con otro saco de dinero.

—Debe de haber miles aquí —dijo Alambrera.

—Cientos de miles —replicó Dave el Normal.

—¿Y qué es todo esto? —preguntó Ojo de Gato, abriendo una caja—. Solo son papeluchos. —Lo tiró a un lado.

Dave el Normal suspiró. Estaba a favor de la solidaridad entre los de su clase, pero a veces Ojo de Gato le ponía de los nervios.

—Son títulos de propiedad —dijo—. Y son mejores que el dinero.

—¿El papel es mejor que el dinero? —dijo Ojo de Gato—. Ja, si se puede quemar no se puede gastar, eso es lo que yo digo.

—Espera —dijo Alambrera—. Yo he oído hablar de esas cosas. ¿El Hada de los Dientes tiene propiedades?

—De alguna manera tiene que sacarse los cuartos —dijo Dave el Normal—. Todos esos medios dólares de debajo de las almohadas.

—Si los robamos, ¿serán nuestros?

—¿Es una pregunta con truco? —dijo Ojo de Gato, con una sonrisita.

—Sí, pero… diez mil por cabeza ya no parece tantísimo después de ver esto.

—Él no va a echar en falta un…

Caballeros…

Se giraron. Teatime estaba en la puerta.

—Estábamos… estábamos amontonando todo esto —dijo Alambrera.

—Sí. Lo sé. Yo os lo mandé.

—Eso es. Exacto. Usted lo mandó —respondió Alambrera, agradecido.

—Y hay tantísimo —dijo Teatime. Les dedicó una sonrisa. Ojo de Gato tosió.

—Tiene que haber miles —dijo Dave el Normal—. ¿Y qué pasa con todos estos títulos y cosas así? ¡Mire, este es de esa tienda de pipas que hay en el callejón de la Trampa de Dinero! ¡En Ankh-Morpork! ¡Yo compro el tabaco allí! ¡Y el viejo Dedal siempre se está quejando del alquiler!

—Ah. Así que habéis abierto las cajas fuertes —dijo Teatime en tono amable.

—Bueno… sí…

—Bien. Bien —dijo Teatime—. No os pedí que lo hicierais, pero… bien, bien. ¿Y cómo creíais que ganaba dinero el Hada de los Dientes? ¿Pequeños gnomos sacándolo de alguna mina? ¿El oro de las hadas? Pero ese oro se convierte en porquería por la mañana.

Se echó a reír. Alambrera se echó a reír. Hasta Dave el Normal se echó a reír. Y de pronto Teatime estaba encima de él, empujándolo hacia atrás de forma irresistible hasta que su espalda dio contra la pared.

Se produjo un movimiento borroso y Dave trató de parpadear y su párpado izquierdo le hizo de pronto ver las estrellas.

Tenía muy cerca el ojo bueno de Teatime, si es que se lo podía llamar bueno. La pupila era un punto. Dave el Normal podía distinguir a duras penas la mano del Asesino, a un costado de su propia cara.

Y la mano sostenía un cuchillo. La punta de la hoja solamente podía estar a la más minúscula fracción de un centímetro del ojo derecho de Dave el Normal.

—Sé que la gente dice que soy de los que matan nada más mirarte —susurró Teatime—. Y de hecho preferiría de largo matarte que mirarte, señor Lilywhite. Estás en un castillo de oro y planeas robar calderilla. Oh, cielos. ¿Qué voy a hacer contigo?

Se relajó un poco, pero su mano seguía sosteniendo el cuchillo junto al ojo abierto de Dave el Normal.

—Estás pensando que Banjo te va a ayudar —dijo—. Así es como ha sido siempre, ¿verdad? Pero yo le caigo bien a Banjo. Bien de verdad. Banjo es mi amigo.

Dave el Normal consiguió fijar la mirada más allá de la oreja de Teatime. Su hermano estaba plantado allí, con la cara inexpresiva que tenía siempre que estaba esperando otra orden o bien que apareciera un nuevo pensamiento.

—Si yo creyera que estabas pensando cosas malas de mí me pondría muy triste —dijo Teatime—. No me quedan muchos amigos, señor Dave el Normal.

Dio un paso atrás y sonrió con expresión feliz.

—¿Ya somos todos amigos? —dijo, mientras Dave el Normal se desplomaba—. Ayúdale, Banjo.

Obediente, Banjo avanzó pesadamente.

—Banjo tiene el corazón de un niño pequeño —dijo Teatime, mientras su cuchillo desaparecía en algún lugar de su ropa—. Y creo que yo también.

Los demás permanecían paralizados. No se habían movido desde el ataque. Dave el Normal era un hombre fornido, y Teatime era un palillo, pero había levantado a Dave del suelo como si fuera una pluma.

—Por lo que respecta al dinero, de hecho, yo no lo quiero para nada —dijo Teatime, sentándose en un saco de plata—. Es calderilla. Podéis repartíroslo, y no hay duda de que os dedicaréis tediosamente a reñir y traicionaros entre vosotros. Oh, cielos. Es terrible cuando se rompen las amistades.

Le dio una patada al saco. Se rompió. La plata y el cobre se derramaron en forma de chorro muy caro.

—Y os haréis los fanfarrones y lo gastaréis todo en bebida y mujeres —dijo, mientras ellos miraban cómo las monedas rodaban por todos los rincones de la sala—. La idea de invertir jamás pasará por vuestras pequeñas mentes maltrechas…

Hubo un estruendo procedente de Banjo. Hasta Teatime esperó con paciencia a que el gigante acabara de montar su frase. El resultado fue:

—Yo tengo una hucha de cerdito.

—¿Y qué harías con un millón de dólares, Banjo? —preguntó Teatime.

Otro estruendo. La cara de Banjo se contorsionó.

—¿Comprar… una… hucha más grande?

—Bien dicho. —El Asesino se puso de pie—. Vamos a ver cómo le va a nuestro mago, ¿de acuerdo?

Salió de la sala sin mirar atrás. Al cabo de un momento Banjo lo siguió.

Los demás evitaron mirarse a la cara. Alambrera dijo:

—¿Ha dicho que podemos coger el dinero y largarnos?

—No seas estúpido, coño, no andaríamos ni diez metros —dijo Dave el Normal, todavía agarrándose la cara—. Au, esto duele lo suyo. Creo que me ha cortado el párpado… Me ha cortado el maldito párpado.

—Entonces, ¡dejemos todo esto aquí y vayámonos! ¡No me apunté a esto para montarme en ningún tigre!

—¿Y qué vas a hacer cuanto Teatime vaya a por ti?

—¿Por qué se molestaría en seguir a gente como nosotros?

—Siempre tiene tiempo para sus amigos —dijo Dave el Normal amargamente—. Por el amor de los dioses, que alguien me traiga un trapo limpio o algo…

—Vale, pero… pero no puede buscar en todas partes.

Dave el Normal negó con la cabeza. Había hecho carrera en la universidad de las calles de Ankh-Morpork y se había licenciado vivo y con una inteligencia agudizada por la constante fricción. Solamente había que mirar a los ojos desparejos de Teatime para saber una cosa, que era la siguiente: que si Teatime quería encontrarte, no iba a ponerse a buscar por todas partes. Solamente buscaría en un sitio, que era el sitio donde estabas escondido.

—¿Cómo es que le cae tan bien a tu hermano?

Dave el Normal hizo una mueca. Banjo siempre había hecho lo que le decían, simplemente porque Dave se lo decía. Por lo menos hasta aquel momento.

Debió de ser aquel puñetazo en el bar. A Dave el Normal no le gustaba pensar en ello. Siempre le había prometido a su madre que cuidaría de Banjo, y Banjo había caído derribado como un árbol para leña. Y cuando Dave el Normal se había levantado para romperle la crisma desequilibrada a Teatime, se había encontrado de repente con que el Asesino ya estaba detrás de él, con un cuchillo en la mano. Delante de todo el mundo. Era humillante, vaya si no…

Y luego Banjo se había incorporado hasta sentarse, con cara de asombro, y había escupido un diente.

—Si no fuera porque Banjo está con él a todas horas, podríamos pillarlo entre todos —dijo Ojo de Gato.

Dave el Normal levantó la vista, sosteniéndose un pañuelo contra el ojo.

¿Pillarlo entre todos? —preguntó.

—Sí, todo es culpa tuya —continuó Alambrera.

—¿Ah, sí? Entonces, ¿no fuiste tú el que dijo, uau, diez mil dólares, me apunto?

Alambrera retrocedió.

—¡Entonces yo no sabía que iba a haber todo este rollo horripilante! ¡Quiero irme a casa!

Dave el Normal vaciló, a pesar de su dolor y su furia. Pese a lo mucho que Alambrera solía gimotear y gruñir, lo que acababa de decir no era propio de él. Estaban en un lugar extraño, eso era verdad, y todo aquel asunto de los dientes había sido muy… raro, pero él había estado con Alambrera en encargos que habían salido mal, con el Gremio de Ladrones y la Guardia persiguiéndolos al mismo tiempo, y lo había visto mantener bien la calma. Y eso que si el Gremio los hubiera atrapado, les habrían clavado las orejas a los tobillos y los habrían tirado al río. En opinión de Dave el Normal, que tenía unas opiniones simples y escritas sobre todo con lápices de colores mentales, no había nada más horripilante que aquello.

—Pero ¿qué os pasa? —dijo—. ¡Estáis actuando todos como niños pequeños!

* * *

—¿Crees que hará el reparto antes a los primates que a los seres humanos?

—Interesante pregunta, señor. Posiblemente se está refiriendo usted a mi teoría de que los humanos puedan de hecho haber descendido de los simios, claro —dijo Ponder—. Una hipótesis arriesgada que debería acabar con una ignorancia que ha durado siglos si el comité de becas pudiera decidirse a dejarme alquilar un barco y navegar hasta las islas de…

—Simplemente se me ha ocurrido que tal vez hacía el reparto por orden alfabético —dijo Ridcully.

Se oyó un golpeteo al caer el hollín por la chimenea apagada.

—Ese debe de ser él, ¿no te parece? —continuó Ridcully—. Oh, bueno, supongo que hemos de acercarnos a ver…

Algo aterrizó sobre las cenizas. Los dos magos permanecieron de pie y en silencio en medio de la oscuridad mientras la figura se incorporaba. Se oyó un susurro de papel.

VAMOS A VER…

Se oyó un repiqueteo cuando a Ridcully se le cayó la pipa de la boca.

—¿Quién demonios eres tú? —preguntó—. ¡Señor Stibbons, encienda una vela!

La Muerte retrocedió un paso.

SOY PAPÁ PUERCO, CLARO. EJEM. JO. JO. JO. ¿QUIÉN ESPERARÍAIS QUE BAJASE POR LA CHIMENEA EN UNA NOCHE COMO ESTA?

—¡No, no lo eres!

LO SOY. MIRAD. ¡LLEVO LA BARBA Y EL COJÍN Y TODO!

—¡Pues su cara se ve extremadamente flaca!

YO NO… YO… ESTOY MAL DE SALUD. ES POR… SÍ, ES POR TODO EL JEREZ. Y LAS PRISAS. ESTOY UN POCO ENFERMO.

—Yo diría que enfermo terminal. —Ridcully agarró la barba. Se oyó un «tuing» al romperse el cordel—. ¡Es una barba falsa!

NO ES VERDAD —dijo la Muerte a la desesperada.

—¡Aquí están los ganchos para las orejas, que precisamente a ti deben de haberte planteado algún problema, por cierto!

Ridcully sostuvo en alto la prueba incriminatoria.

—¿Qué hacías bajando por la chimenea? —continuó—. No me parece de muy buen gusto, que digamos.

La Muerte esgrimió un trozo de papel pequeño y mugriento a modo de defensa.

CARTA OFICIAL A PAPÁ PUERCO. AQUÍ PONE…—Empezó, y luego volvió a mirar el papel.— BUENO, PONE BASTANTE COSAS, DE HECHO. ES UNA LISTA LARGA. SELLOS DE BIBLIOTECA, LIBROS DE REFERENCIA, LÁPICES, PLÁTANOS…

—¿El Bibliotecario le ha pedido esas cosas a Papá Puerco? —preguntó Ridcully—. ¿Por qué?

NO LO SÉ —dijo la Muerte. Era una respuesta diplomática. Mantuvo tapada con el dedo una alusión al archicanciller. La palabra «urraca» en idioma orangután era un garabato bastante interesante.

—Tengo muchos en el cajón de mi escritorio —meditó Ridcully—. Estoy encantado de dárselos a cualquiera con la condición de que pueda demostrar que ya ha gastado el viejo.

¿TIENEN QUE DEMOSTRARTE LA AUSENCIA DE UN LÁPIZ?

—Por supuesto. Si le hacían falta materiales esenciales solamente tenía que acudir a mí. No encontrarás ni un solo hombre que te diga que soy un tipo poco razonable.

La Muerte examinó la lista con cautela.

ESO ES EXACTAMENTE CIERTO —confirmó, con precisión antropológica.

—Salvo en el caso de los plátanos, claro. Yo nunca tendría pescado guardado en mi escritorio.

La Muerte examinó la lista y luego volvió a mirar a Ridcully.

¿BIEN HECHO? —dijo, confiando en que aquella fuera la respuesta correcta.

Los magos saben cuándo van a morir. [20] Ridcully no tenía ninguna premonición de aquella clase, así que para horror de Ponder le clavó el dedo a la Muerte en el cojín.

—¿Por qué tú? —preguntó—. ¿Qué le ha pasado al otro tipo?

SUPONGO QUE TENDRÉ QUE CONTÁRTELO.

* * *

En la casa de la Muerte, un susurro de arena al moverse y el tintineo más tenue posible de cristal desplazado, en algún lugar de la oscuridad del suelo…

Y en las sombras secas, el olor intenso a nieve y un ruido de cascos.

* * *

Sideney estuvo a punto de tragarse la lengua cuando Teatime apareció a su lado.

—¿Estamos avanzando?

—Gnk…

—¿Perdón? —dijo Teatime. Sideney recobró la compostura.

—Ejem… más o menos —dijo—. Creemos que hemos abierto… esto… una cerradura.

Hubo un destello en el ojo de Teatime.

—Tengo entendido que hay siete, ¿no? —dijo el Asesino.

—Sí, pero… son medio mágicas y medio reales y medio no están… o sea… hay partes de ellas que no existen todo el tiempo…

El señor Brown, que había estado trabajando en una de las cerraduras, dejó su ganzúa.

—No va bien, caballero —dijo—. Ni siquiera puedo agarrar nada con la palanca. Tal vez si volviera a la ciudad y consiguiera un par de dragones podríamos hacer algo. Con ellos se pueden abrir agujeros fundiendo el acero si se les retuerce el cuello de cierta forma y se les da de comer carbón.

—Me dijeron que era usted el mejor cerrajero de la ciudad —dijo Teatime.

Detrás de él, Banjo cambió de posición. El señor Brown pareció molesto…

—Bueno, sí —dijo—. Pero las cerraduras no suelen alterarse a sí mismas cuando uno está trabajando en ellas, eso es lo único que digo.

—Y yo que pensaba que podía usted abrir cualquier cerradura —comentó Teatime.

—Hecha por humanos —aclaró el señor Brown en tono cortante—. Y la mayoría de las cerraduras hechas por enanos. Pero no sé qué es lo que ha hecho esta. Usted nunca mencionó la magia.

—Es una lástima —dijo Teatime—. Entonces la verdad es que ya no necesito de sus servicios. Ya puede volverse a casa.

—Pues no lo siento precisamente. —El señor Brown empezó a guardar sus cosas en su bolsa de herramientas—. ¿Qué hay de mi dinero?

—¿Le debo algo?

—He venido hasta aquí con usted. No me parece que sea culpa mía si todo esto es un asunto mágico. Algo tendría que darme.

—Ah, sí, ya le entiendo —dijo Teatime—. Por supuesto, recibirá usted lo que se merece. ¿Banjo?

Banjo avanzó pesadamente y se detuvo.

La mano del señor Brown ya había salido de la bolsa con una palanca.

—Debes de creer que nací ayer, cabroncete asqueroso —dijo—. Conozco a los de tu calaña. Os creéis que todo es una especie de juego. Haces bromitas para ti mismo y te crees que nadie más se da cuenta y que eres muy listo. Pues bueno, señor Tacita de Té, yo me voy, ¿de acuerdo? Ahora mismo. Con lo que me corresponde. Y no me vas a detener. Y está claro que Banjo tampoco. Yo conocía a la vieja Ma Lilywhite en los buenos tiempos. ¿Te crees que tú eres peligroso? ¿Te crees que tú eres duro? Ma Lilywhite te arrancaría las orejas y te las escupiría en el ojo, diablillo arrogante. Y yo trabajé con ella, así que no me das miedo y tampoco el pequeño Banjo, que no es más que un pobre mamón desgraciado.

El señor Brown miró primero a uno y luego al otro, blandiendo la palanca. Sideney se encogió de miedo frente a las puertas.

Vio que Teatime asentía con elegancia, como si el hombre acabara de pronunciar un pequeño discurso de agradecimiento.

—Aprecio su punto de vista —dijo Teatime—. Y lo tengo que repetir, me llamo Té-a-tí-me. Y ahora, por favor, Banjo.

Banjo se acercó al señor Brown, estiró un brazo hacia abajo y lo levantó por la palanca tan bruscamente que se le salieron los pies de las botas.

—¡Eh, tú me conoces, Banjo! —graznó el cerrajero, forcejeando suspendido en medio del aire—. Me acuerdo de cuando eras pequeño, yo te sentaba en mis rodillas, y a veces trabajaba para tu ma…

—¿Te gustan las manzanas? —preguntó Banjo con voz de trueno.

Brown forcejeó.

—Has de decir sí —dijo Banjo.

—¡Sí!

—¡Te gustan las peras? Has de decir sí.

—¡Vale, sí!

—¿Te gusta caerte por la escalera?

* * *

Dave el Normal levantó las manos pidiendo silencio. Fulminó al grupo con la mirada.

—Este sitio os está poniendo nervioso, ¿no? Pero todos hemos estado antes en sitios malos, ¿verdad?

—No tan malos —dijo Alambrera—. Yo nunca había estado en un sitio donde duele mirar al cielo. Me pone los pelos de punta.

—Brera es un bebééé, nana nana naaana —cantó Ojo de Gato.

Los demás lo miraron. Él soltó una tos nerviosa.

—Lo siento… no sé por qué he dicho eso…

—Si permanecemos juntos no nos pasará nada…

—Pito pito colorito… —murmuró Ojo de Gato.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—Lo siento… me ha salido solo…

—Lo que intento decir —dijo Dave el Normal— es que si…

—¡Bombón me está poniendo corazas todo el rato!

—¡No es verdad!

—¡Si dices trolas te arderán los pantalones!

En ese momento sucedieron dos cosas: que Dave el Normal perdió los nervios y que Bombón chilló.

De sus pantalones estaba saliendo una nubecilla de humo.

Se puso a brincar y a darse palmadas desesperadas a sí mismo.

—¿Quién ha hecho eso? ¿Quién ha hecho eso? —exigió saber Dave el Normal.

—Yo no he visto a nadie —dijo Alambrera—. Vamos, es que no había nadie cerca de él. Ojo de Gato ha dicho «te arderán los pantalones» y de pronto…

—¡Ahora se está chupando el dedo gordo! —se mofó Ojo de Gato—. ¡Ña ña ñaaa! ¡Quiere a su mamaíta! Ya sabes lo que les pasa a los niños que se chupan el dedo, que viene ese monstruo enorme con tijeras por todas…

¡Queréis parar de hablar así! —gritó Dave el Normal—. Caray, es como aguantar a una pandilla de…

Alguien chilló, muy por encima de sus cabezas. El chillido duró un cierto tiempo y pareció que se iba acercando, pero entonces se detuvo y fue reemplazado por una ráfaga de golpes y algún que otro ruido parecido al de un coco rebotando sobre un suelo de piedra.

Dave el Normal llegó a la puerta a tiempo de ver el cuerpo del señor Brown el cerrajero pasar rebotando hacia abajo, moviéndose muy deprisa y absolutamente sin ninguna elegancia. Un momento después su bolsa bajó de un volantín el recodo de la escalera. Se rasgó en el rebote y hubo un tintineo cuando las herramientas y las ganzúas salieron botando tras su difunto propietario.

Llevaba mucha velocidad. Lo más seguro es que llegara rodando hasta abajo del todo.

Dave el Normal levantó la vista. Dos vueltas de la escalera por encima de él, al otro lado del enorme hueco, Banjo lo estaba mirando.

Banjo no sabía distinguir lo que debía hacerse de lo que no. Siempre había dejado aquella clase de cosas para su hermano.

—Esto… el pobre se debe de haber resbalado —murmuró Dave el Normal.

—Oh, sí… resbalado —dijo Bombón.

Y también levantó la vista.

Era raro. No las había visto antes. La torre blanca parecía emitir un resplandor desde dentro. Pero ahora había sombras moviéndose por la piedra. Dentro de la piedra.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. Ese ruido…

—¿Qué ruido?

—Ha sonado… como cuchillos arañando algo —dijo Bombón—. Muy cerca.

—¡Aquí solamente estamos nosotros! —dijo Dave el Normal—. ¿De qué tienes miedo? ¿De que te ataquen las margaritas? Venga… vamos a ayudarle…

* * *

Susan no podía atravesar la puerta. Esta simplemente resistía sus intentos. Lo único que Susan consiguió fueron unos moretones. Así que finalmente decidió hacer girar el pomo.

Oyó que el oh dios tragaba saliva. Pero ella ya estaba acostumbrada a la idea de los edificios que eran más grandes por dentro. Su abuelo nunca había sido capaz de cogerle el tranquillo a las dimensiones.

La segunda cosa que llamaba la atención eran las escaleras. Arrancaban la una delante de la otra dentro de lo que ahora era una torre grande y redonda, cuya cúspide se perdía entre neblinas. Las escaleras de caracol subían trazando círculos hasta el infinito.

La mirada de Susan regresó a la primera cosa. Era un montón grande y cónico que estaba en medio del suelo.

Era blanco. Relucía bajo la luz fría que bajaba desde la niebla.

—Son dientes —dijo ella.

—Creo que voy a vomitar —dijo el oh dios miserablemente.

—Tampoco es que los dientes asusten tanto —dijo Susan. Lo dijo pero no lo pensaba. Aquel montón era horripilante de verdad.

—¿He dicho yo que tenga miedo? Es solo que vuelvo a tener resaca… Oh,yo…

Susan avanzó hacia el montón, moviéndose con cautela.

Eran dientes pequeños. Dientes infantiles. Y quien fuera que los había amontonado no lo había hecho con mucho cuidado. Habían quedado algunos desperdigados por el suelo. Se dio cuenta porque pisó uno, y el pequeño crujido resbaladizo la llenó de ansiedad por no pisar más.

La misma persona que los apiló probablemente también había trazado las marcas de tiza alrededor del obsceno montón.

—Hay muchísimos —susurró Bilioso.

—Por lo menos veinte millones, dado el tamaño del diente de leche medio —dijo Susan. La dejó pasmada descubrir que le había salido casi automáticamente.

—¿Cómo puedes saber eso?

—Por el volumen del cono —dijo Susan—. Pi por el radio al cuadrado por la altura, dividido por tres. Apuesto a que la señorita Trasero nunca se imaginó que esas cosas me vendrían bien en un sitio como este.

—Es asombroso. ¿Lo has hecho de cabeza?

—Aquí pasa algo —dijo Susan en voz baja—. No creo que esta sea la finalidad del Hada de los Dientes. Tanto esfuerzo para conseguir los dientes, ¿y luego los deja tirados de cualquier manera? No. Además, en el suelo hay una colilla. No me imagino al Hada de los Dientes como alguien que fuma de liar.

Se quedó mirando las marcas de tiza.

Unas voces en lo alto la hicieron levantar la vista. Le pareció ver una cabeza mirando por encima de la barandilla y retirándose enseguida. No pudo ver bien la cara, pero lo que vio no le recordó mucho a un hada.

Volvió a mirar el círculo de tiza que rodeaba los dientes. Alguien había querido que todos los dientes estuvieran en un mismo sitio y había dibujado un círculo para enseñar a los demás dónde tenían que ponerlos.

Alrededor del círculo había dibujados unos cuantos símbolos.

Ella tenía buena memoria para los pequeños detalles. Era otro rasgo de familia. Y un pequeño detalle se desperezó en su memoria como una abeja soñolienta.

—Oh, no —dijo con voz entrecortada—. Espero que nadie haya intentado…

Alguien gritó, alguien en la blancura de arriba.

Un cuerpo bajó rodando por la escalera que quedaba más cerca de ella. En algún momento había sido un hombre flaco de mediana edad. Técnicamente todavía lo era, pero la larga escalera espiral no lo había tratado muy bien.

Cayó a trompicones por el mármol blanco y se deslizó carnosamente hasta detenerse.

Entonces, mientras ella corría hacia el cuerpo, este se desvaneció, sin dejar más rastro que una mancha de sangre.

Un tintineo la hizo levantar la vista de nuevo hacia la escalera. Dando vueltas y más vueltas, saltando en el aire como un salmón, una palanca bajó rebotando la última docena de peldaños, aterrizó de punta sobre una losa del suelo y se quedó allí, erguida y vibrante.

* * *

Alambrera llegó a lo alto de la escalera, jadeando.

—¡Allí abajo hay gente, señor Teatime! —dijo sin resuello—. ¡Dave y los demás han bajado a atraparlos, señor Teatime!

—Té-a-tí-me —dijo Teatime, sin apartar la vista del mago.

—¡Eso mismo, señor!

—¿Y bien? —dijo Teatime—. Simplemente… libraos de ellos.

—Esto… uno de ellos es una chica, señor. Tampoco ahora Teatime apartó la vista. Hizo un gesto vago con la mano.

—Entonces libraos de ellos pero con cortesía.

—Sí, señor… sí, claro… —Alambrera tosió—. ¿No quiere averiguar por qué están aquí, señor?

—Cielos, no. ¿Por qué iba a querer algo así? Vete, venga.

Alambrera se quedó allí un momento y luego salió corriendo.

Mientras corría escalera abajo le pareció oír un chirrido, como el de una puerta vetusta de madera.

Se quedó blanco como la cera.

No es más que una puerta, dijo la parte sensata de la zona frontal de su cerebro. Hay cientos de ellas en este sitio, aunque ahora que lo pienso, ninguna de ellas chirriaba.

La otra parte, la parte que merodeaba en lugares oscuros cerca del principio de su columna vertebral, le dijo: Pero no es una de las de aquí, y tú lo sabes, porque ya sabes qué puerta es en realidad…

Llevaba treinta años sin oír aquel chirrido.

Soltó un pequeño sollozo y empezó a bajar los peldaños de cuatro en cuatro.

En los recodos y los rincones, las sombras se volvieron más oscuras.

* * *

Susan subió corriendo un tramo de escalera, arrastrando al oh dios detrás de ella.

—¿Sabes qué es lo que han estado haciendo? —preguntó—. ¿Sabes por qué han puesto todos esos dientes en un círculo? El poder… oh cielos…

* * *

—Me niego —dijo el jefe de camareros en tono firme.

—Mira, después de la Vigilia de los Puercos te compraré un par mejor…

—Han pedido dos más de Masa de Zapato, una de Purée de la Terre y tres más de Tourte a la Boue —dijo un camarero que entraba a toda prisa.

—¡Tartas de barro! —gimió el camarero—. No me puedo creer que estemos vendiendo tartas de barro. ¡Y ahora quiere usted mis botas!

—Con crema y azúcar, ojo. El auténtico sabor de Ankh-Morpork. Y de esas botas podemos sacar al menos cuatro raciones. Es justo. Los demás ya vamos todos en calcetines…

—La mesa siete dice que los filetes estaban muy buenos pero un poco duros —dijo un camarero mientras pasaba a toda pastilla.

—Vale. La próxima vez usa un martillo más grande y hiérvelos más tiempo. —El encargado se giró de nuevo hacia el afligido jefe de camareros—. Mira, Bill —le dijo, cogiéndole del hombro—. Esto no es comida. Nadie espera que sea comida. Si la gente quisiera comida se quedarían en casa, ¿no te parece? Vienen aquí por el ambiente. Por la experiencia. Esto no es cocina, Bill. Esto es cuisine. ¿Lo entiendes? Y siempre terminan volviendo.

—Sí, pero es que botas viejas…

—Los enanos comen ratas —dijo el encargado—. Y los trolls comen piedras. Hay gente en Howondalandia que come insectos y gente en el Continente Contrapeso que come sopa hecha a base de escupitajos de pájaro. Por lo menos las botas han estado en una vaca.

—¿Y el barro? —preguntó el abatido jefe de camareros.

—¿Acaso no hay un viejo proverbio que dice que el hombre tiene que morder una fanega de polvo antes de morir?

—Sí, pero no toda de una vez.

—¿Bill? —dijo el encargado, con amabilidad, cogiendo una espátula.

—¿Sí, jefe?

—Quítate esas malditas botas ahora mismo, ¿quieres?

* * *

Cuando Alambrera llegó al pie de la torre estaba temblando, y no solamente del esfuerzo. Se fue directo hacia la puerta hasta que Dave el Normal lo agarró.

—¡Suéltame! ¡Viene a por mí!

—Mírale la cara que trae —dijo Ojo de Gato—. ¡Parece que haya visto un fantasma!

—Sí, bueno, pues no es un fantasma —murmuró Alambrera—. Es peor que un fantasma…

Dave el Normal le abofeteó la cara.

—¡Ponte en tu sitio! ¡Mira a tu alrededor! ¡No hay nada persiguiéndote! Además, tampoco es que sepamos defendernos, ¿verdad?

El terror había tenido tiempo de desvanecerse un poco. Alambrera volvió a mirar hacia las escaleras. Allí no había nada.

—Bien —dijo Dave el Normal, mirándole a la cara—. Ahora dime… ¿qué ha pasado?

Alambrera se miró los pies.

—Pensaba que era el armario de la ropa —murmuró—. Venga, reíros…

Nadie se rió.

—¿Qué armario de la ropa? —preguntó Ojo de Gato.

—Oh, cuando yo era niño… —Alambrera hizo un gesto vago con los brazos—. Teníamos un armario enorme para la ropa, si tanto os interesa. De roble. Y tenía un… un… en la puerta había una… especie de… cara. —Miró a las caras de los demás, que también parecían haberse vuelto de madera—. O sea, no una cara de verdad, sino que estaba… toda aquella… decoración alrededor de la cerradura, como flores y hojas y cosas de esas, pero si la mirabas de… cierta manera… era una cara. Y lo pusieron en mi cuarto, porque era muy grande, y por la noche… por la noche… por la noche…

Eran hombres adultos, o por lo menos habían vivido varias décadas, lo cual se considera equivalente en muchas sociedades. Pero era impresionante ver a un hombre tan arrugado por el terror.

—¿Sí? —dijo Ojo de Gato con voz ronca.

—… Susurraba cosas —dijo Alambrera, con una vocecilla apagada, como un ratoncillo en una mazmorra.

Se miraron entre ellos.

—¿Qué cosas? —quiso saber Dave el Normal.

—¡No lo sé! ¡Siempre metía la cabeza debajo de la almohada! Además, es solamente algo de cuando yo era niño, ¿vale? Mi padre acabó deshaciéndose de él. Lo quemó. Y yo me quedé a mirar.

Los demás guiñaron los ojos mentalmente, como hace la gente cuando sus mentes vuelven a salir a la luz.

—Es como lo mío con la oscuridad —dijo Ojo de Gato.

—Venga, no empieces —dijo Dave el Normal—. Además, a ti no te da miedo la oscuridad. Eres famoso por eso. He trabajado contigo en toda clase de sótanos y sitios. Quiero decir, de ahí te viene el nombre. Ojo de Gato. Porque ves como un gato.

—Sí, bueno… uno intenta superar las cosas, ¿no? —dijo Ojo de Gato—. Porque cuando eres mayor sabes que solo son sombras y cosas. Además, no es como la oscuridad que teníamos en nuestro sótano.

—Ah, ya, cuando eras chaval tenían una oscuridad especial, ¿verdad? —dijo Dave el Normal—. Ya no se encuentra oscuridad como aquella hoy en día, ¿eh?

El sarcasmo no funcionó.

—No —dijo Ojo de Gato, simplemente—. Ya no. La de nuestro sótano era distinta.

—Nuestra madre nos daba una buena tunda si bajábamos al sótano —dijo Dave el Normal—. Era donde tenía su alambique.

—¿Ah, sí? —dijo Ojo de Gato, desde algún lugar lejano—. Bueno, pues mi padre nos daba una buena tunda si intentábamos salir. Y ya basta de hablar del tema.

Llegaron al pie de la escalera.

Allí abajo no había ni un alma. Y tampoco ni un cuerpo.

—No puede ser que haya sobrevivido a eso, ¿verdad? —dijo Dave el Normal.

—Yo lo vi al pasar —dijo Ojo de Gato—. Los cuellos no se pueden doblar de esa forma…

Miró hacia arriba con los ojos guiñados.

—¿Quiénes son esos que van por ahí arriba?

—¿Cómo se les mueven los cuellos? —tembló Alambrera.

—¡Separaos! —dijo Dave el Normal—. Y esta vez coged cada uno una escalera distinta. ¡Así no podrán volver a bajar!

—¿Quiénes son? ¿Por qué están aquí?

—¿Por qué estamos aquí nosotros? —dijo Bombón. Empezó a moverse y miró tras de sí.

—¿Qué quieren, quitarnos nuestro dinero? ¿Después de pasarnos el día aguantándolo a él?

—Eso… —dijo Bombón distraídamente, siguiendo a los demás—. Esto… ¿habéis oído ese ruido ahora mismo?

—¿Qué ruido?

—Una especie de tijeretazo, como al desenvainar…

—No.

—No.

—No. Te lo habrás imaginado.

Bombón asintió con aire miserable.

Mientras subía la escalera, unas sombras pequeñas siguieron sus pasos a través de la piedra.

* * *

Susan se alejó corriendo de la escalera y arrastró al oh dios por un pasillo en el que se alineaban unas puertas blancas.

—Creo que nos han visto —dijo ella—. Y si son hadas de los dientes entonces es que ha habido una política realmente idiota de igualdad de oportunidades…

Abrió una de las puertas.

La sala no tenía ventanas, pero estaba perfectamente iluminada por las mismas paredes. En el centro de la sala había algo parecido a una vitrina, con la tapa abierta. El suelo estaba lleno de trozos de cartulina.

Recogió uno del suelo y leyó: «Thomas Agüe, cuatro años y casi tres cuartos, paseo del Castillo 9, Sto Lat». La caligrafía era meticulosa y redonda.

Cruzó el pasillo hasta otra sala, donde se encontró la misma escena de devastación.

—Ya sabemos de dónde vienen los dientes —dijo—. Deben de haberlos sacado de las habitaciones y llevado hasta abajo.

—¿Para qué?

Ella suspiró.

—Es una magia tan antigua que ni siquiera es magia ya —repuso—. Si tienes un mechón de pelo de alguien, o un trozo de uña cortada, o un diente… puedes controlar a esa persona.

El oh dios intentó concentrarse.

—¿Ese montón está controlando a millones de niños?

—Sí. Y a esas alturas, también a adultos.

—¿Y se puede… se les puede obligar a pensar cosas y hacer cosas?

Ella asintió.

—Sí.

—¿Se podría hacer que abran la cartera de papá y envíen su contenido a alguna dirección?

—Bueno, eso no se me había ocurrido, pero sí, supongo que se podría…

—¿O que vayan a la sala de estar y rompan todas las botellas del mueble bar y prometan que nunca beberán ni una gota cuando crezcan?

—¿De qué estás hablando?

—A ti ni te va ni te viene. Tú no te despiertas todas las mañanas y ves potar tu vida entera ante tus ojos.

* * *

Dave el Normal y Ojo de Gato echaron a correr por el pasillo y se detuvieron en la bifurcación.

—Tú ve por ahí y yo…

—¿Por qué no seguimos juntos? —propuso Ojo de Gato.

—Pero ¿qué le pasa a todo el mundo? ¡Yo te vi arrancar la garganta de un bocado a un par de perros guardianes cuando hicimos aquel trabajo en Quirm! ¿Quieres que te coja la manita? Comprueba las puertas de ahí, yo comprobaré las de aquí.

Y se alejó.

Ojo de Gato escudriñó el otro pasillo.

No había muchas puertas por ahí. No era un pasillo muy largo. Y tal como había dicho Teatime, en aquel lugar no había nada peligroso que no hubieran llevado allí con ellos.

Oyó voces procedentes de detrás de una puerta y dejó caer los hombros, aliviado.

Con los seres humanos sabía cómo tratar.

Mientras se acercaba, un sonido le hizo girar la cabeza.

Por el pasillo que tenía a su espalda se acercaban sombras veloces. Descendían en cascada por las paredes y fluían por el techo.

Allí donde las sombras se juntaban se volvían más oscuras. Y más oscuras.

Y se alzaron. Y saltaron.

* * *

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Susan.

—Ha sonado como el principio de un grito —dijo Bilioso.

Susan abrió la puerta de golpe.

Afuera no había nadie.

Pero sí había movimiento. Vio que una mancha de oscuridad se encogía en la esquina de una pared y desaparecía, y que otra sombra se deslizaba por el recodo del pasillo.

Y había un par de botas en el medio del pasillo.

No recordaba haber visto ninguna bota allí antes.

Olisqueó. El aire sabía a ratas, a humedad y a moho.

—Salgamos de aquí —dijo.

—¿Cómo vamos a encontrar a esa Violeta con tantas habitaciones?

—No lo sé. Yo tendría que poder… sentirla, pero no puedo. —Susan echó un vistazo al final del pasillo. Podía oír voces de hombres gritando a cierta distancia de allí.

Regresaron con sigilo a la escalera y recorrieron otro tramo.

Allí había más habitaciones, y en cada una de ellas un armario desvalijado.

Había sombras moviéndose en los rincones. Daba la impresión de que alguna fuente de luz invisible se estaba desplazando suavemente.

—Esto me recuerda mucho a tu… ejem… a la casa de tu abuelo —dijo el oh dios.

—Ya lo sé —dijo Susan—. No hay reglas salvo las que él se va inventando sobre la marcha. No creo que él se pusiera muy contento si alguien entrara y empezara a destrozar la biblioteca…

Se detuvo. Cuando volvió a hablar, su voz tenía un tono distinto.

—Este es un lugar de niños —dijo—. Las reglas son las que los niños creen.

—Pues es un alivio.

—¿Eso crees? Las cosas no van a funcionar como deben. En el país del Pato del Pastel del Alma los patos ponen huevos de chocolate, igual que el país de la Muerte es negro y sombrío porque es eso lo que cree la gente. Él es muy convencional para esas cosas. Lo tiene todo decorado con huesos y calaveras. Y en este lugar…

—Flores bonitas y un cielo raro.

—Creo que va a ser mucho peor que eso. Y también muy raro.

—¿Más raro de lo que ya es?

—No creo que sea posible morir aquí.

—Ese hombre que se ha caído por las escaleras a mí me parecía bastante muerto.

—Oh, te mueres. Pero no aquí. Te… vamos a ver… sí… te vas a otra parte. Lejos. Simplemente ya no se te vuelve a ver. Eso es lo único que los niños entienden a los tres años. El abuelo me contó que hace cincuenta años no era así. Me dijo que a menudo no se podía ver la cama de tanta gente que había alrededor llorando a moco tendido. Ahora simplemente le dicen al niño que el abuelo se ha marchado. Twyla se pasó tres semanas convencida de que a su tío lo habían enterrado en la parcela de detrás del cobertizo junto con Nervioso y Manchitas y los tres Saltarines.

—¿Tres Saltarines?

—Jerbos. Se mueren cada dos por tres —dijo Susan—. El truco es reemplazarlos cuando ella no mira. Es verdad que no sabes nada, ¿eh?

—Esto… ¿hola?

La voz llegaba desde el pasillo.

Dieron la vuelta hasta la siguiente habitación.

Allí, sentada en el suelo y atada a la pata de una vitrina blanca, estaba Violeta. Levantó la vista con aprensión, luego con perplejidad y por fin con una creciente expresión de reconocimiento.

—¿Tú no eres…?

—Sí, sí, nos vemos a veces en El Otro Barrio, y cuando viniste a por el último diente de Twyla te quedaste tan pasmada de que pudiera verte que tuve que darte una copa para que te tranquilizaras —dijo Susan, forcejeando con las cuerdas—. Me parece que no tenemos mucho tiempo.

—¿Y quién es él?

El oh dios intentó colocarse el pelo lacio en su sitio.

—Oh, es solo un dios —dijo Susan—. Se llama Bilioso.

—¿Tú bebes? —preguntó el oh dios.

—¿Qué clase de preg…?

—Necesita saberlo para decidir si te odia o no —dijo Susan—. Es una cosa de dioses.

—No, no bebo —dijo Violeta—. Parece mentira. ¡Llevo la cinta azul!

El oh dios miró a Susan con las cejas enarcadas.

—Eso quiere decir que es miembro de la Liga Offleriana de la Abstinencia —dijo Susan—. Firman un juramento de no tocar el alcohol. No tengo ni idea de por qué. Aunque claro, Offler es un cocodrilo. Los cocodrilos no frecuentan mucho los bares. Lo suyo es el agua.

—¿No tocan nunca el alcohol? —preguntó el oh dios.

—¡Nunca! —dijo Violeta—. ¡Mi padre es muy estricto con esas cosas!

Al cabo de un momento Susan se vio forzada a pasar una mano por entre sus miradas enlazadas.

—¿Podemos continuar? —dijo ella—. Bien. ¿Quién te ha traído aquí, Violeta?

—¡No lo sé! Yo estaba haciendo la recogida como de costumbre y me pareció oír que alguien me seguía, luego todo se volvió oscuro y cuando me desperté estábamos… ¿Has visto cómo es esto por fuera?

—Sí.

—Bueno, pues estábamos ahí. El más grande me llevaba a cuestas. El que llaman Banjo. No es malo, solamente un poco… raro. Como… lento. Él solo me mira. Los otros son unos maleantes. Tened cuidado con el que tiene un ojo de cristal. Los demás le tienen todos miedo. Menos Banjo.

—¿Ojo de cristal?

—Va vestido como un Asesino. Se llama Teatime. Creo que están intentando robar algo… Se han pasado una eternidad sacando los dientes con carretillas. Dientecitos por todas partes… ¡Ha sido horrible! Gracias —añadió dirigiéndose al oh dios, que la acababa de ayudar a ponerse de pie.

—Los han amontonado dentro de un círculo mágico abajo —dijo Susan.

Los ojos y la boca de Violeta formaron tres letras O. Era como mirar una bola de bolera de color rosado.

—¿Para qué?

—Creo que los están usando para controlar a los niños. Por medio de la magia.

La boca de Violeta se abrió todavía más.

—Eso es horripilante.

Horrible, pensó Susan. La palabra es «horrible». «Horripilante» es una palabra infantiloide seleccionada para impresionar a los varones cercanos con la propia fragilidad, si sé algo de esto. Susan sabía que era poco amable y contraproducente por su parte el pensar así. Y sabía también que probablemente fuera una observación precisa, lo cual solamente hacía que fuera peor.

—Sí —dijo.

—¡Y había un mago! ¡Tenía un sombrero puntiagudo!

—Creo que deberíamos sacarla de aquí —dijo el oh dios, en un tono de voz que a Susan le pareció un poco demasiado dramático.

—Buena idea —admitió—. Vámonos.

* * *

Las botas de Ojo de Gato tenían los cordones partidos. Daba la impresión de que algo había tirado de él hacia arriba tan deprisa que las botas simplemente se habían quedado atrás.

Aquello preocupaba a Dave el Normal. Igual que el olor. El resto de la torre no olía a nada, pero justo allí había un olor persistente a setas.

Se le arrugó la frente. Dave el Normal era un ladrón y un homicida y por tanto tenía un sentido de la ética muy desarrollado. Prefería no robar a los pobres, y no solamente porque nunca tuvieran nada valioso que robarles. Si era necesario hacer daño a alguien, intentaba dejar heridas que se curaran. Y cuando en el curso de sus actividades tenía que matar a alguien hacía cierto esfuerzo por cuidarse de que no sufrieran mucho o por lo menos de que hicieran el menor ruido posible.

Todo aquel asunto le estaba poniendo de los nervios. Normalmente ni siquiera se daba cuenta de que los tenía. Todo lo que le rodeaba tenía algo erróneo que le rechinaba en los huesos.

Y lo único que quedaba del viejo Ojo de Gato era un par de botas.

Desenvainó su espada.

Por encima de él, las sombras movedizas se alejaron fluyendo.

* * *

Susan se acercó con sigilo a la entrada de las escaleras y escrutó a su alrededor hasta encontrar la punta de una ballesta.

—Muy bien, salid todos a donde pueda veros —dijo Bombón como quien pregunta la hora—. Y no toque esa espada, señorita. Probablemente se haría daño.

Susan intentó volverse invisible y no lo consiguió. Normalmente era tan fácil que le salía de forma automática, casi siempre con resultados embarazosos. Podía estar leyendo un libro tranquilamente mientras la gente la buscaba en la habitación. Pero allí, a pesar de todos sus esfuerzos, parecía seguir siendo obstinadamente visible.

—Tú no eres el dueño de este sitio —dijo ella, dando un paso atrás.

—No, pero ¿ves esta ballesta? Soy el dueño de esta ballesta. Así que tú camina delante de mí, ¿vale?, y nos iremos todos a ver al señor Teatime.

—Perdone, solamente quiero comprobar algo —dijo Bilioso. Para gran asombro de Susan, se inclinó hacia delante y tocó la punta de la flecha.

—¡Eh! ¿Por qué has hecho eso? —preguntó Bombón, dando un paso atrás.

—Lo he sentido, pero por supuesto cierto grado de sensación de dolor sería parte de una reacción sensorial normal —dijo el oh dios—. Le aviso, hay una posibilidad bastante grande de que yo sea inmortal.

—Sí, pero es probable que nosotras no —dijo Susan.

—Inmortal, ¿eh? —dijo Bombón—. Así que si te disparara en la cabeza, ¿no te morirías?

—Supongo que si lo plantea así… Sé que sí siento dolor.

—Eso es. Pues entonces sigue moviéndote.

—Cuando pase algo —dijo Susan, con la comisura de la boca—, vosotros dos intentad bajar la escalera y salir de aquí, ¿de acuerdo? Si llega a pasar lo peor, el caballo os sacará de aquí.

—Si pasa algo —susurró el oh dios.

—Cuando —dijo Susan.

Detrás de ellos, Bombón miró a su alrededor. Sabía que se sentiría mucho mejor cuando apareciera alguno de los otros. Era casi un alivio tener prisioneros.

Con el rabillo del ojo Susan vio que algo se movía por la escalera del otro lado del hueco. Por un momento le pareció ver varios destellos como de cuchillas metálicas reflejando la luz.

Oyó un grito ahogado tras ella.

El hombre de la ballesta estaba muy quieto y tenía la vista fija en la escalera de delante.

—Oh, noooo —murmuró entre dientes.

—¿Qué pasa? —preguntó Susan.

Él le lanzó una mirada.

—¿Tú también lo ves?

—¿Eso que es como un montón de cuchillas rechinando entre ellas? —dijo Susan.

—Oh, noooo…

—Solamente ha estado ahí un momento —dijo Susan—. Ya se ha ido —dijo—. A algún sitio —añadió.

—Es el Hombre de las Tijeras…

—¿Y ese quién es? —preguntó el oh dios.

—¡Nadie! —levantó la voz de Bombón, intentando recobrar la compostura—. El Hombre de las Tijeras no existe, ¿vale?

—Ah… ya. Cuando eras pequeño, ¿te chupabas el dedo gordo? —dijo Susan—. Porque el único Hombre de las Tijeras que conozco es el que la gente usaba para asustar a los niños. Se decía que aparecía y…

—¡Callacallacallacalla! —gritó Bombón, pinchándola con la punta de la ballesta—. ¡Los niños se creen cualquier mierda que les digan! Pero ya soy mayor, ¿vale?, y puedo abrir botellas de cerveza con los dientes de otra gente y… oh, dios.

Susan oyó el «snip snip». Ahora sonaba muy cerca.

Bombón tenía los ojos cerrados.

—¿Hay algo detrás de mí? —preguntó temblequeando. Susan empujó a los otros a un lado y les hizo señas frenéticas en dirección a la base de las escaleras.

—No —dijo, mientras los otros dos se iban corriendo.

—¿Hay alguien, cualquiera, en las escaleras?

—No.

—¡Vale! ¡Si ves a ese hijoputa tuerto dile que se puede quedar con el dinero!

Dio media vuelta y echó a correr.

Cuando Susan se giró para subir la escalera el Hombre de las Tijeras estaba allí.

No tenía forma de hombre. Se parecía más bien a un avestruz, o a un lagarto erguido sobre las patas traseras, pero estaba hecho casi en su totalidad a base de cuchillas. Cada vez que se movía, un millar de filos hacían «snip snip».

Su cuello largo y plateado se curvó y una cabeza hecha de tijeras de podar bajó la mirada hasta ella.

—No es a mí a quien buscas —dijo ella—. No eres mi pesadilla.

Las cuchillas se inclinaron a un lado y a otro. El Hombre de las Tijeras estaba intentando pensar.

—Me acuerdo de cuando viniste a por Twyla —dijo Susan, dando un paso adelante—. Aquella maldita institutriz le había contado lo que les pasaba a las niñas que se chupaban el pulgar, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas del atizador? Apuesto a que necesitaste un afilado de narices después de aquello…

La criatura bajó la cabeza, pasó con cuidado a su lado, tan respetuosamente como pudo, y bajó por la escalera con gran estrépito en persecución de Bombón.

Susan reanudó a zancadas su ascenso hacia la cima de la torre.

* * *

Sideney puso un filtro verde sobre su linterna y presionó hacia abajo con una varilla plateada que tenía una esmeralda engarzada en la punta. Una pieza de la cerradura se movió. Hubo un zumbido procedente del interior de la puerta y algo hizo «clic».

Se destensó, aliviado. Se decía que la idea de ser ahorcado ayudaba a concentrar la mente de maravilla, pero era como el Valium comparado a que te observara el señor Teatime.

—Yo, ejem, creo que esa es la tercera cerradura —dijo—. Lo que la abre es la luz verde. Me acuerdo de la cerradura fabulosa de la casa de Murgle, que solamente podía abrirse con viento del Eje, aunque aquello fue…

—Mis respetos a tu pericia —dijo Teatime—. ¿Y las otras cuatro?

Sideney levantó la vista nerviosamente hacia la mole silenciosa de Banjo y se pasó la lengua por los labios.

—Bueno, por supuesto, si estoy en lo cierto y las cerraduras dependen de ciertas condiciones, bien, podríamos pasarnos años aquí… —se aventuró a decir—. Pongamos por caso que solamente las puede abrir, por ejemplo, un niño pequeño y rubio con un ratón en la mano… En martes. Bajo la lluvia.

—¿Puedes averiguar cuál es la naturaleza del hechizo? —solicitó Teatime.

—Sí, sí claro, sí. —Sideney agitó las manos, ansioso—. Así es como he resuelto esta. Taumaturgia inversa, sí, ciertamente. Ejem. Con tiempo.

—Tenemos mucho tiempo —dijo Teatime.

—Tal vez un poco más de tiempo que eso —dijo Sideney con voz temblorosa—. Los procesos son muy, muy, muy… difíciles.

—Oh, cielos. Si es demasiado para ti, solamente tienes que decirlo —dijo Teatime.

—¡No! —gimoteó Sideney, y luego consiguió reunir algo de autocontrol—. No. No. No. Puedo… estoy seguro de que los resolveré pronto…

—De maravilla —dijo Teatime.

El estudiante de mago bajó la vista. Por entre las puertas rezumaban volutas de vapor.

—¿Sabe usted qué hay aquí dentro, señor Teatime?

—No.

—Ah. Bien. —Sideney fijó su mirada abatida en la cuarta cerradura. Era asombroso cuánto era capaz de recordar uno cuando estaba presente alguien como Teatime.

Le dedicó una mirada nerviosa.

—No va a haber más muertes violentas, ¿verdad? —dijo—. ¡Es que no soporto ver muertes violentas!

Teatime le rodeó los hombros con un brazo para reconfortarlo.

—No te preocupes —dijo—. Yo estoy de tu lado. Una muerte violenta es la última cosa que te sucederá.

—¿Señor Teatime?

Teatime se giró. Dave el Normal alcanzó el rellano de las escaleras.

—Hay alguien más en la torre —dijo—. Han cogido a Ojo de Gato. No sé cómo. He puesto a Bombón a vigilar las escaleras y no estoy seguro de dónde está Alambrera.

Teatime volvió a mirar a Sideney, que se puso a hurgar de nuevo en la cuarta cerradura en un intento febril por conservar la vida.

—¿Por qué me lo cuentas a mí? Yo creí que estaba pagando un montón de dinero a unos hombres fuertes como vosotros para que os encargarais de esta clase de cosas.

Los labios de Dave el Normal articularon en silencio una serie de palabras, pero cuando habló, lo que dijo fue:

—Vale, pero ¿a qué nos estamos enfrentando? ¿Eh? ¿A Old Man Trouble o al hombre del saco o qué?

Teatime suspiró.

—Supongo que a algunos de los empleados del Hada de los Dientes —dijo.

—Pero no como los que encontramos aquí —dijo Dave el Normal—. Los de aquí eran civiles del montón. Y parece que el suelo se haya abierto y se haya tragado a Ojo de Gato. —Pensó en aquello—. O mejor dicho, el techo —se corrigió a sí mismo. Acababa de pasarle una imagen horrible por su poco explotada imaginación.

Teatime caminó hasta el hueco de la escalera y miró hacia abajo. Muy por debajo de él, el montón de dientes parecía un círculo blanco.

—Y la chica ha desaparecido —dijo Dave el Normal.

—¿En serio? Creí haber dicho que había que matarla.

Dave el Normal vaciló. Ma Lilywhite había criado a sus chicos para que fueran respetuosos con las chicas, que eran criaturas delicadas y frágiles, y si el radar increíblemente sensible de Ma percibía tendencias poco respetuosas les daba una buena paliza. Y de verdad que era increíblemente sensible. Ma podía oír lo que uno estaba haciendo a tres habitaciones de distancia, algo terrible para un chaval en pleno crecimiento.

Aquella clase de cosas dejaban huella. Ciertamente Ma Lilywhite podía dejarla. En cuanto a los demás, en la práctica no tenían reparos en deshacerse de cualquiera que se interpusiera entre ellos y una gran suma de dinero, pero existía entre ellos un tácito rechazo general que Teatime les ordenara matar a la gente solamente porque ya no le servían para nada. No es que fuera poco profesional. Solo los Asesinos pensaban así. Era únicamente que había ciertas cosas que se hacían y otras que no. Y esta era de esas cosas que no se hacían.

—Pensamos… bueno, nunca se sabe…

—No era necesaria —dijo Teatime—. Muy poca gente lo es.

Sideney hojeó sus cuadernos a toda prisa.

—Además, este sitio es un laberinto… —dijo Dave el Normal.

—Por desgracia, lo es —dijo Teatime—. Pero estoy seguro de que podrán encontrarnos. Probablemente sería demasiado pedir que tengan pensado hacer algo heroico.

* * *

Violeta y el oh dios bajaban corriendo la escalera.

—¿Tú sabes cómo volver? —preguntó Violeta.

—¿Tú no?

—Creo que hay… una especie de lugar blando. Si caminas hasta él sabiendo que está ahí, entonces cruzas.

—¿Y sabes dónde está?

—¡No! ¡Nunca había estado aquí! ¡Cuando vinimos me taparon la cabeza con un saco! ¡Lo único que yo hacía era recoger dientes de debajo de las almohadas! —Violeta empezó a sollozar—. Te dan una lista y unos cinco minutos de formación y hasta te clavan diez centavos semanales por la escalera de mano. Y ya sé que cometí un error con el pequeño William Rubin, pero tendrían que habérmelo avisado, se supone que hay que llevarse cualquier diente que…

—Esto… ¿un error? —dijo Bilioso, intentando que ella se diera prisa.

—Solamente porque estaba durmiendo con la cabeza debajo de la almohada, pero es que te dan los alicates de todas maneras, y nadie me dijo que no había que…

Ya lo creo que tiene una voz agradable, se dijo a sí mismo Bilioso. Era solamente que en cierto sentido también rechinaba. Era como escuchar una flauta parlante.

—Creo que deberíamos salir —dijo—. Por si acaso nos oyen —lanzó la indirecta.

—¿Qué tipo de diosismo haces tú? —preguntó Violeta.

—Ejem… oh, yo… un poco de todo… yo… esto…

Bilioso intentó pensar a pesar del dolor de cabeza lacerante. Y entonces tuvo una de esas ideas, de esas que solamente suenan bien después de un montón de alcohol. Puede que fuera otro el que se hubiera bebido las copas, pero él fue quien consiguió pescar la idea.

—La verdad es que trabajo por mi cuenta —dijo, en el tono más jovial que pudo.

—¿Cómo puede un dios trabajar por su cuenta?

—Ah, bueno, mira, si algún otro dios quiere, por ejemplo, tomarse vacaciones o algo así, yo los sustituyo. Sí. Eso es lo que hago.

Con poca sabiduría, dadas las circunstancias, dejó que su propia inventiva lo impresionara.

—Oh, sí. Estoy muy ocupado. Voy que no paro. Siempre me están dando trabajo. No tienes ni idea. No se lo piensan dos veces antes de largarse durante un mes bajo la forma de un toro blanco enorme o de un cisne o algo así, y siempre me dicen: «Oh, Bilioso, colega, ¿puedes ocuparte de todo mientras yo no estoy? Contestar las oraciones y esas cosas». Apenas me queda tiempo para mí mismo pero, por supuesto, hoy en día no se puede rechazar el trabajo.

Violeta tenía los ojos como platos de pura fascinación.

—¿Y ahora mismo estás sustituyendo a alguien? —preguntó.

—Hum, pues sí… al Dios de las Resacas…

—¿Hay un dios de las resacas? ¡Qué horror!

Bilioso se miró la toga toda manchada y maltrecha.

—Supongo que lo es… —murmuró.

—No se te da muy bien.

—No hace falta que me lo digas.

—Tienes más planta para ser uno de los dioses importantes —dijo Violeta en tono de admiración—. Te imagino perfectamente como ío o como Sino o uno de esos.

Bilioso se la quedó mirando con la boca abierta.

—Ya me di cuenta enseguida de que estabas fuera de lugar —dijo ella—. No estás hecho para ser algún diosecillo horrible. Hasta podrías ser Offler, con esas pantorrillas.

—¿Podría? O sea… oh sí. A veces. Claro que me tengo que poner unos colmillos.

Y entonces vio que alguien le había puesto una espada en la garganta.

—¿Qué es esto? —preguntó Alambrera—. ¿La calle de los Enamorados?

—¡Eh, tú déjalo en paz! —gritó Violeta—. ¡Es un dios! ¡Te vas a arrepentir mucho!

Bilioso tragó saliva, pero muy suavemente. Era una espada afilada.

—Un dios, ¿eh? —dijo Alambrera—. ¿De qué?

Bilioso intentó tragar saliva otra vez.

—Oh, un poco de esto y un poco de aquello —balbuceó.

—¡Uau! —dijo Alambrera—. Vaya, estoy impresionado. Veo que voy a tener que andarme con mucho cuidado, ¿eh? No quiero que me fulmines con un rayo, ¿verdad? Esas cosas te acaban poniendo los pelos de punta…

Bilioso no se atrevía a mover la cabeza. Pero estaba seguro de estar viendo sombras con el rabillo del ojo que se movían muy deprisa por las paredes.

—Vaya, vaya, se nos han acabado los relámpagos, ¿eh? —dijo Alambrera con desdén—. ¿Pues sabes? Yo nunca… —Se oyó un crujido.

La cara de Alambrera estaba a pocos centímetros de Bilioso. El oh dios vio cómo cambiaba su expresión.

El hombre puso los ojos en blanco. Sus labios dijeron: «… nun…»

Bilioso se arriesgó a dar un paso atrás. La espada de Alambrera no se movió. Él se había quedado de pie allí, temblando un poco, como alguien que quiere girarse para ver qué tiene detrás pero no se atreve a hacerlo por si lo ve.

Por lo que respectaba a Bilioso, no había sido más que un crujido.

Levantó la vista y miró la cosa que había en el rellano de arriba.

—¿Quién ha puesto eso ahí? —dijo Violeta.

No era más que un armario ropero. De roble negro, con algunos adornos de madera pegados en un esfuerzo por disimular el hecho indisimulable de que era una simple caja puesta de pie. Era un armario.

—¿No habrás intentado, ya sabes, conjurar un relámpago y te has quedado corto con las letras? —continuó ella.

—¿Eh? —dijo Bilioso, mirando primero al hombre aterrado y luego al ropero. Era un objeto tan corriente que resultaba… extraño.

—O sea, relámpago empieza con erre y armario…

Los labios de Violeta se movieron en silencio. Una parte de Bilioso pensó: me siento atraído por una chica que necesita literalmente apagar todas las demás funciones cerebrales para poder pensar en el orden de las letras del alfabeto. Por otro lado, ella se siente atraída por alguien que lleva una toga con pinta de que una familia de comadrejas haya celebrado una fiesta encima, así que tal vez voy a abandonar este pensamiento aquí mismo.

Pero la parte principal de su cerebro pensó: ¿por qué está este tipo haciendo ruiditos borboteantes? Pero ¡si solo es un ropero, por mi propio amor!

—No, no —murmuró Alambrera—. ¡No quiero! La espada repicó en el suelo.

Retrocedió un peldaño escalera arriba, pero muy despacio, como si para hacerlo tuviera que vencer toda la fuerza de su propia musculatura.

—¿No quieres qué? —preguntó Violeta.

Alambrera se dio la vuelta. Bilioso nunca había visto nada parecido. Había gente que podía girarse deprisa, pero Alambrera había rotado sobre su eje como si le hubieran puesto una mano gigante en la cabeza y la hubieran girado ciento ochenta grados.

—No. No. No —gimoteó Alambrera—. No.

Subió tambaleándose por la escalera.

—Tenéis que ayudarme —susurró.

—¿Qué pasa? —preguntó Bilioso—. Solo es un armario, ¿verdad? Sirve para meter dentro toda tu ropa vieja y que así no quede sitio para tu ropa nueva.

Las puertas del ropero se abrieron de golpe.

Alambrera consiguió extender los brazos y agarrarse de los costados del mueble y, por un momento, consiguió mantenerse quieto.

Luego algo tiró de él hacia el interior del ropero con un movimiento brusco y las puertas se cerraron de golpe.

La llavecita metálica giró en la cerradura con un «clic».

—Tendríamos que sacarlo —dijo el oh dios, subiendo la escalera a todo correr.

—¿Por qué? —exigió saber Violeta—. ¡No son una gente muy amable! A ese lo conozco. Cuando me trajo comida me hizo… comentarios insinuantes.

—Sí, pero… —Bilioso nunca había visto una cara como aquella, salvo en el espejo. A Alambrera se le había puesto muy, muy mala cara.

Giró la llave y abrió las puertas.

—Oh cielos…

—¡No quiero verlo! ¡No quiero verlo! —dijo Violeta, mirando por encima del hombro de él.

Bilioso estiró el brazo y recogió un par de botas que había pulcramente colocadas en el medio del suelo del ropero.

Las volvió a dejar en su sitio con cuidado y caminó alrededor del armario. Era de contrachapado. En una esquina tenía estampadas las palabras «Carambón e Hijos, camino de Fedre, Ankh Morpork», con tinta desvaída.

—¿Es magia? —preguntó Violeta en tono nervioso.

—No sé si algo mágico llevaría el nombre del fabricante —respondió Bilioso.

—Existen los armarios mágicos —dijo Violeta nerviosamente—. Si entras en ellos, sales en un país mágico.

Bilioso volvió a mirar las botas.

—Hum… sí —dijo.

* * *

CREO QUE DEBO CONTAROS ALGO, dijo la Muerte.

—Sí, creo que deberías —dijo Ridcully—. Tengo el edificio lleno de diablillos correteando por todos sitios y comiendo calcetines y lápices, esta misma tarde hemos puesto sobrio a alguien que cree que es el Dios de las Resacas y la mitad de mis magos están intentando animar al Hada del Buen Humor. Se nos ha ocurrido que debe de haberle pasado algo a Papá Puerco. Y tenemos razón, ¿verdad?

—Hex tiene razón, archicanciller —le corrigió Ponder.

¿HEX? ¿QUÉ ES HEX?

—Esto… Hex piensa… es decir, calcula que ha habido un gran cambio en la naturaleza de la creencia hoy —dijo Ponder. Tenía la impresión, sin saber por qué, de que probablemente la Muerte no estuviera a favor de las cosas no vivas que pensaban.

EL SEÑOR HEX HA SIDO NOTABLEMENTE ASTUTO. PAPÁ PUERCO ESTÁ… —La Muerte hizo una pausa—. NO HAY NINGUNA PALABRA HUMANA SENSATA PARA DESCRIBIRLO. MUERTO, EN CIERTA MANERA, PERO NO ES EXACTO… A UN DIOS NO SE LO PUEDE MATAR. NUNCA DEL TODO. HA SIDO, POR LLAMARLO DE ALGUNA MANERA, GRAVEMENTE REDUCIDO.

—¡Por los dioses! —dijo Ridcully—. ¿Quién querría cargarse al viejo muchacho?

TIENE ENEMIGOS.

—¿Qué ha hecho? ¿Olvidarse una chimenea?

TODO LO QUE VIVE TIENE ENEMIGOS.

—¿Cómo, todo?

Sí, TODO. ENEMIGOS PODEROSOS. PERO ESTA VEZ HAN IDO DEMASIADO LEJOS. AHORA ESTÁN USANDO A LA GENTE.

—¿Quiénes son?

AQUELLOS QUE CREEN QUE EL UNIVERSO TENDRÍA QUE SER UN MONTÓN DE ROCAS MOVIÉNDOSE EN TRAYECTORIAS CURVADAS. ¿HA OÍDO HABLAR ALGUNA VEZ DE LOS AUDITORES?

—Supongo que es posible que el tesorero…

NO AUDITORES DE DINERO. AUDITORES DE LA REALIDAD. CONSIDERAN LA VIDA UNA MANCHA EN EL UNIVERSO. UNA PESTILENCIA. ALGO SUCIO. QUE ESTORBA.

—¿Que estorba para qué?

PARA QUE EL UNIVERSO FUNCIONE CON EFICACIA.

—Yo pensaba que funcionaba para nosotros… Bueno, en realidad para el profesor de Antropía Aplicada, pero que los demás teníamos permitido apuntarnos —dijo Ridcully. Se rascó la barbilla—. Y es verdad que yo podría dirigir una universidad estupenda aquí si no tuviéramos que tener a estos malditos estudiantes metiéndose por el medio todo el tiempo.

ALGO ASÍ.

—¿Y quieren deshacerse de nosotros?

QUIEREN QUE SEÁIS… MÁS… MALDICIÓN, ME HE OLVIDADO DE LA PALABRA… RESPETUOSOS CON LA VERDAD. Y PAPÁ PUERCO ES UN SÍMBOLO DE ESA… La Muerte chasqueó los dedos, arrancando ecos de las paredes, y añadió: TENDENCIA A LA MENTIRA NOSTÁLGICA.

—¿Respetuosos con la verdad? —dijo Ridcully—. ¿Yo? ¡Si soy tan sincero como largo es el día! Sí, ¿qué quiere ahora?

Ponder le había estado tirando de la manga y ahora le susurró algo al oído. Ridcully carraspeó.

—Me acaban de recordar que este es en realidad el día más corto del año —dijo—. No obstante, esto no invalida lo que acabo de decir, aunque le doy gracias a mi colega por su apoyo inestimable y su constante disposición a corregir errores menores, o incluso directamente triviales. Soy un hombre notablemente sincero, caballero. Las cosas que se dicen en las reuniones del claustro de la universidad no cuentan.

HABLO DE LA HUMANIDAD EN GENERAL. EJEM… DEL ACTO DE DECIRLE AL UNIVERSO QUE ES UNA COSA QUE NO ES.

—Ahí sí que me has pillado —dijo Ridcully—. En todo caso, ¿por qué estás haciendo el trabajo?

ALGUIEN TIENE QUE HACERLO. ES DE UNA IMPORTANCIA VITAL. HAY QUE HACER QUE LOS VEAN Y QUE CREAN EN ELLOS. ANTES DE QUE AMANEZCA TIENE QUE HABER SUFICIENTE CREENCIA EN PAPÁ PUERCO.

—¿Por qué? —preguntó Ridcully.

PARA QUE SALGA EL SOL.

Los dos magos se lo quedaron mirando boquiabiertos.

CASI NUNCA HAGO BROMAS, dijo la Muerte.

Y en aquel punto se oyó un grito aterrorizado.

—Es la voz del tesorero —dijo Ridcully—. Con lo bien que le estaba yendo hasta ahora.

* * *

La razón del grito del tesorero estaba en el suelo de su dormitorio.

Era un hombre. Estaba muerto. Nadie vivo tenía una expresión como aquella.

Algunos de los demás magos había llegado allí primero. Ridcully se abrió paso entre la muchedumbre.

—Por los dioses —dijo—. ¡Vaya cara! ¡Parece que se haya muerto de miedo! ¿Qué ha pasado?

—Bueno —dijo el decano—, por lo que tengo entendido, el tesorero ha abierto su armario ropero y se ha encontrado al tipo dentro.

—¿De veras? Yo no habría pensado que el viejo tesorero pudiera dar tanto miedo.

—No, archicanciller. El cadáver le ha caído encima.

El tesorero estaba de pie en el rincón, con su vieja y familiar expresión de conmoción cerebral risueña en la cara.

—¿Te encuentras bien, amigo? —preguntó Ridcully—. ¿Cuál es el once por ciento de mil doscientos setenta y seis?

—Ciento cuarenta coma treinta y seis —respondió el tesorero rápidamente.

—Ah, está fresco como una rosa —dijo Ridcully en tono jovial.

—No veo por qué —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Solamente porque pueda hacer cosas con números no quiere decir que todo lo demás esté bien.

—Ni falta que hace —dijo Ridcully—. A lo que tiene que dedicarse es a los números. Puede que el pobre tipo esté un poco gaga, pero he estado leyendo sobre el tema. Es uno de esos idiotas sirvientes.

—Sapientes —dijo el decano con paciencia—. Se dice sapientes, Ridcully.

—Lo que sea. Esos tipos que pueden calcular en qué día cayó el primero de grunio de hace cien años…

—… Martes… —dijo el tesorero.

—… pero no saben atarse los cordones de las botas —concluyó Ridcully—. ¿Qué hacía un cadáver dentro de su armario? Y que nadie diga «no gran cosa» ni nada de mal gusto por el estilo. No hemos tenido un cadáver en el armario desde aquel asunto con el archicanciller Hebilla.

—Todos avisamos a Hebilla de que la cerradura iba demasiado dura —dijo el decano.

—Solamente por curiosidad, ¿por qué andaba el tesorero husmeando en su armario a estas horas de la noche? —preguntó Ridcully.

Los magos pusieron caras avergonzadas.

—Estábamos… jugando a las sardinas, archicanciller-dijo el decano.

—¿Y qué es eso?

—Es como el escondite, pero cuando encuentras a alguien te tienes que apretujar con él donde esté —dijo el decano.

—A ver si lo he entendido bien —dijo Ridcully—. ¿Los magos de mi claustro han pasado la velada jugando al escondite?

—Oh, no todo el tiempo —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Hemos jugado también a los pasos de la abuela y a veo, veo, ya ves, hasta que el Prefecto Mayor ha montado una escena solamente porque no le dejábamos escribir araña con hache.

—¿Juegos de fiesta? ¿Vosotros? —El decano se le acercó con aire confidencial.

—Es la señorita Smith —murmuró—. Si no participamos, se echa a llorar.

—¿Quién es la señorita Smith?

—El Hada del Buen Humor —dijo el conferenciante de Runas Recientes con tristeza—. Si no le dices que sí a todo, se le pone a temblar el labio como si fuera un plato de gelatina. Es insoportable.

—Solamente nos apuntamos para que dejara de llorar —dijo el decano—. Es asombroso cuánta agua puede contener una sola mujer.

—Si no estamos de buen humor se echa a llorar —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Ahora mismo el Prefecto Mayor está haciendo unos juegos malabares para ella.

—Pero ¡si no sabe hacer juegos malabares!

—Creo que eso la está animando un poco.

—Lo que me estáis diciendo entonces es que mis magos están corriendo por ahí y jugando a juegos de niños solamente para animar a un hada deprimida.

—Esto… sí.

—Yo pensaba que había que dar palmadas y decir que creías en ellas —dijo Ridcully—. Que alguien me corrija si me equivoco.

—Eso es solamente para las hadas pequeñitas y resplandecientes —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. No para las que llevan chaquetas de punto empapadas con media docena de pañuelos embutidos en las mangas. Ridcully volvió a mirar el cadáver.

—¿Alguien sabe quién es? Para mí que tiene pinta de rufián. ¿Y dónde están sus botas, si no es mucho pedir?

El decano se sacó un cubito de cristal del bolsillo y lo pasó por encima del cadáver.

—La lectura táumica es bastante grande, caballeros —dijo—. Creo que ha llegado aquí por medio de la magia.

Hurgó en los bolsillos del hombre y sacó un puñado de cosas blancas y pequeñas.

—Puaj —dijo.

—¿Dientes? —dijo Ridcully—. ¿Quién anda por ahí con un bolsillo lleno de dientes?

—¿Alguien que pelea muy mal? —propuso el catedrático de Estudios Indefinidos—. Voy a decirle a Modo que se lleve al pobre diablo, ¿de acuerdo?

—Si podemos obtener una lectura del taumómetro, tal vez Hex… —empezó a decir Ridcully.

—Venga ya, Ridcully —dijo el decano—. De verdad creo que tiene que haber algún problema que pueda resolverse sin tener que acudir a ese maldito molino pensante.

* * *

La Muerte contempló a Hex.

¿UNA MÁQUINA PARA PENSAR?

—Esto… sí, señor —dijo Ponder Stibbons—. Verá, cuando dijo usted… Bueno, verá, Hex se lo cree todo… Pero escuche, el sol va a salir mañana, ¿no? Es su trabajo.

DÉJENOS SOLOS.

Ponder retrocedió un paso y luego salió a toda prisa de la sala.

Las hormigas discurrían por sus tubos. Las ruedas dentadas giraban. La gran rueda con los cráneos de carnero chirriaba lentamente. Un ratón soltó un chillidito desde alguna parte de la maquinaria.

¿Y BIEN?, dijo la Muerte.

Al cabo de un momento, la pluma se puso a escribir.

+++ Me Ha Llegado La Hora De La Gran Palanca Roja +++ Interrogante +++

NO. DICEN QUE TE DEDICAS A PENSAR. DESARROLLA LÓGICAMENTE EL RESULTADO DE QUE LA ESPECIE HUMANA DEJE DE CREER EN PAPÁ PUERCO. ¿SALDRÁ EL SOL? RESPONDE.

Hicieron falta varios minutos. Las ruedas giraron. Las hormigas corrieron. El ratón chilló. Un reloj de arena cayó y quedó colgando de un muelle. Estuvo rebotando inanemente un momento y luego volvió a subir de golpe.

Hex escribió.

+++ El Sol No Saldrá +++

CORRECTO. ¿CÓMO SE PUEDE EVITAR ESO? RESPONDE.

+++ Creencia Regular y Consistente +++

BIEN, TENGO UNA TAREA PARA TI, MÁQUINA PENSANTE.

+++ Sí. Estoy Preparando Una Zona De Memoria de Solo-Escritura +++

¿QUÉ ES ESO?

+++ Usted Diría: Saber Algo En Los Huesos +++

BIEN. AQUÍ ESTÁN TUS INSTRUCCIONES. CREE EN PAPÁ PUERCO.

+++ Sí +++

¿CREES EN ÉL? RESPONDE.

+++ Sí +++

¿CREES… EN… ÉL? RESPONDE.

+++ SÍ +++

Se produjo un cambio en el montón mal armado de conductos y tuberías que era Hex. La enorme rueda se colocó chirriando en una nueva posición. Del otro lado de la pared vino el zumbido de abejas ajetreadas.

BIEN.

La Muerte dio media vuelta para salir de la sala, pero se detuvo cuando Hex empezó a escribir con furia. Regresó y miró el papel que salía.

+++ Querido Papá Puerco, Para La Vigilia De Los Puercos Quiero…

OH, NO. TÚ NO PUEDES ESCRIBIR CAR… —La Muerte hizo una pausa y después dijo—: Sí QUE PUEDES, ¿VERDAD?

+++ Sí. Tengo Derecho +++

La Muerte esperó a que la pluma se detuviera y cogió el papel.

PERO TÚ ERES UNA MÁQUINA. LAS COSAS NO TIENEN DESEOS. EL POMO DE UNA PUERTA NO QUIERE NADA, AUNQUE SEA UNA MÁQUINA COMPLEJA.

+++ Todas Las Cosas Anhelan +++

TIENES RAZÓN —dijo la Muerte.

Pensó en los pétalos rojos y diminutos que vivían en las fosas a oscuras y siguió leyendo hasta el final de la lista.

NO SÉ QUÉ SON LA MAYORÍA DE ESTAS COSAS. Y NO CREO QUE EL SACO LO SEPA TAMPOCO.

+++ Lamento Eso +++

PERO HAREMOS LO QUE PODAMOS —dijo la Muerte—. FRANCAMENTE, ME VOY A ALEGRAR CUANDO SE ACABE ESTA NOCHE. ES MUCHO MÁS DURO DAR QUE RECIBIR.

Hurgó en su saco.

VAMOS A VER… ¿CUÁNTOS AÑOS TIENES?

* * *

Susan subió la escalera con mucho cuidado y con una mano en la empuñadura de la espada.

A Ponder Stibbons le había preocupado encontrarse a sí mismo, como mago, esperando la llegada de Papá Puerco. Es asombroso cómo la gente se define roles para sí misma y le pone esposas a su experiencia y se siente constantemente sorprendida por las cosas que un universo ruleta les depara. Aquí estoy yo, dicen, un simple pescadero al por mayor, a los controles de un avión de pasajeros enorme porque resulta que toda la tripulación ha comido el Pollo Coronación. ¿Quién lo habría pensado? Aquí estoy yo, un ama de casa que simplemente salió esta mañana para ingresar en el banco la recaudación del mercadillo de la Asociación De Actividades Lúdico-Infantiles, dándome a la fuga con un millón en dinero robado y un hombre bastante guapo de la Organización para la Liberación de los Pollos en Batería. ¡Asombroso! Aquí estoy yo, un jugador de hockey normal y corriente dándome cuenta de pronto de que soy el Hijo de Dios y tengo quinientos seguidores entregados en una pequeña y bonita comuna en Empowerment, al sur de California. ¿Quién lo habría pensado?

Aquí estoy yo, pensó Susan, una institutriz llena de sentido práctico, capaz de sumar más deprisa del revés que la mayoría de la gente del derecho, subiendo por una torre en forma de diente propiedad del Hada de los Dientes y armada con una espada propiedad de la Muerte…

¡Otra vez! Ojalá pasara un mes, solamente un maldito mes sin que me pasara algo como esto.

Oyó voces por encima de ella. Alguien decía algo de una cerradura.

Echó un vistazo por encima del borde de la escalera.

Parecía que allí había habido gente acampada. Había cajas y sacos de dormir tirados por el suelo. Un par de hombres estaban sentados en cajas mirando a un tercero que estaba trabajando en una puerta situada en una pared curvada. Uno de los hombres era el más grande que Susan había visto nunca, uno de esos hombres gordos y enormes que se las apañan para indicar que una gran parte de la grasa que tienen debajo de su ropa sin forma es músculo. El otro…

—Hola —dijo una voz alegre junto a su oído—. ¿Cómo se llama usted?

Ella se obligó a sí misma a girar la cabeza despacio.

Primero vio el ojo gris y reluciente. Luego apareció el ojo blanco amarillento con el punto minúsculo de la pupila.

Alrededor de ambos había una cara amigable blanca y rosada y coronada de cabello rizado. Era una cara bastante hermosa, de cierta forma aniñada, salvo por el hecho de que aquellos ojos desparejos que asomaban desde la misma sugerían que se la había robado a alguien.

Hizo el gesto de mover la mano pero el chico llegó allí primero y le quitó la vaina de la espada del cinturón.

—Ah, ah —la reprendió, girándose y eludiéndola mientras ella intentaba arrebatársela—. Vaya, vaya, vaya. Caramba. Mango de hueso blanco. Decoración de huesos y calaveras de bastante mal gusto… La segunda arma favorita de la Muerte en persona, si no me equivoco. ¡Oh, cielos! ¡Debemos de estar en Vigilia de los Puercos! Y esto debe querer decir que es usted Susan Sto-Helit. Nobleza. Le haría una reverencia —añadió, retrocediendo con pasos danzarines—, pero me temo que me haría usted algo horrible.

Se oyó un «clic» y un grito ahogado de emoción procedente del mago que estaba trabajando en la puerta.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Con la mano izquierda y usando una ganzúa de madera! ¡Qué simple!

Vio que hasta Susan lo estaba mirando y soltó una tos nerviosa.

—¡Esto, tengo abierta la quinta cerradura, señor Teatime! ¡Y sin problemas! ¡Simplemente se basan en la Secuencia Oculta de Woddeley! ¡Cualquier idiota que la conozca podría hacerlo!

—Yo la conozco —dijo Teatime, sin quitarle la vista de encima a Susan.

—Ah…

No fue técnicamente audible, pero a pesar de todo Susan casi pudo oír cómo la mente del mago echaba marcha atrás. Por delante en el camino aguardaba la conclusión de que Teatime no tenía tiempo para la gente que no le hacía falta.

—… con sutilezas… muy… intere… santes —dijo lentamente—. Sí. Muy peliagudo. Esto, voy a echarle un vistazo a la número seis.

—¿Cómo sabes quién soy? —preguntó Susan.

—Oh, fácil —dijo Teatime—. Nobleza de Twurp. El lema de la familia es Non temetis messor. Nos hacen leerlo, ya sabe, para clase. Ja, el viejo Mericet lo llama la Guía del Terreno. Nadie se ríe salvo él, claro. Oh, sí, he oído hablar de usted. Bastante. Su padre era muy conocido. Llegó muy lejos muy deprisa. En cuanto a su abuelo… sinceramente, ese lema, ¿es de buen gusto? Por supuesto, precisamente usted no ha de tenerle miedo, ¿verdad? ¿O sí?

Susan intentó desvanecerse. No funcionó. Notaba que su cuerpo seguía siendo embarazosamente sólido.

—No sé de qué me hablas —dijo—. ¿Quién eres, a todo esto?

—Le ruego me disculpe. Me llamo Teatime, Jonathan Teatime. A su servicio.

Susan alineó las sílabas en su cabeza.

—¿Quieres decir… como sobre las cuatro de la tarde? —dijo.

—No. He dicho Té-a-tí-me —dijo Teatime—. He hablado con mucha claridad. Por favor, no intente romper mi concentración molestándome. Solamente me molestan las cosas importantes. ¿Cómo van las cosas, señor Sideney? Si no hay más que seguir la secuencia de Woddeley, la número seis tendría que abrirse con cobre y luz verdeazul. A menos, por supuesto, que haya alguna sutileza…

—Esto, lo estoy haciendo ahora mismo, señor Teatime…

—¿Cree usted que su abuelo la va a intentar rescatar? ¿Lo cree? Pero ahora su espada la tengo yo. Me pregunto…

Se oyó otro «clic».

—¡Sexta cerradura, señor Teatime!

—¿Ah, sí?

—Esto… ¿No quiere que empiece con la séptima?

—Oh, bueno, como quieras. La llave será luz blanca y pura —dijo Teatime, sin apartar la mirada de Susan—. Pero puede que ya no sea tan importante. Gracias de todas maneras. Has sido de gran ayuda.

—Ejem…

—Sí, ya puedes irte.

Susan se dio cuenta de que Sideney ni siquiera se molestó en recoger sus libros y herramientas, sino que echó a correr escalera abajo como si temiera que lo llamaran de vuelta y estuviera intentando correr más deprisa que el sonido.

—¿Es por eso solamente que estás aquí? —preguntó ella—. ¿Un robo? —El hombre iba vestido de Asesino, al fin y al cabo, y siempre había una forma de molestar a los Asesinos—. ¿Como un ladrón?

Teatime se revolvió, nervioso.

—¿Un ladrón? ¿Yo? No soy un ladrón, señora. Pero si lo fuera, sería de los que roban el fuego a los dioses.

—Ya tenemos el fuego.

—Seguro que ya existe una versión mejorada. No, estos caballeros sí que son ladrones. Ladronzuelos comunes. Unos tipos decentes, aunque no necesariamente querría usted verlos comer, por ejemplo. Ese es Dave el Normal, y la Prueba B es Banjo. Sabe hablar.

Dave el Normal saludó con la cabeza a Susan. Ella se fijó en su mirada. Tal vez había algo más que podía usar…

Porque algo iba a necesitar. Hasta su pelo estaba hecho un desastre. No podía esconderse detrás del tiempo, no podía fundirse con el escenario y ahora hasta su pelo la había abandonado.

Era una persona normal. En aquel lugar, era lo que siempre había querido ser.

Mierda, mierda, puta mierda.

* * *

Sideney rezó mientras bajaba corriendo las escaleras. No creía en ningún dios, porque la mayoría de los magos eran muy reticentes a darles alas a los dioses, pero aun así se dedicó a rezar las oraciones fervientes de un ateo que confía en equivocarse.

Pero nadie lo llamó para que volviera. Y nadie tampoco lo persiguió.

Así pues, como por debajo de su estado normal de miedo subcrítico tenía una mente de lo más seria, aminoró el paso para no perder pie.

Fue entonces cuando vio que los peldaños que estaba pisando no eran igual de blancos y lisos que en el resto del edificio, sino que eran losas muy grandes y picadas. Y la luz había cambiado, y de pronto ya no había escalera y se tropezó al encontrarse con un suelo plano allí donde debería haber habido escalones.

Su mano extendida rozó un ladrillo que se estaba desmigajando.

Y entonces entraron en tromba los fantasmas del pasado y supo dónde estaba. Estaba en el patio de la casa de la tutora privada Gammer Wimblestone. Su madre había querido que aprendiera letras y que se hiciera mago, pero también opinaba que el pelo largo y rizado le daba aspecto de listo a un niño de cinco años.

Aquel era el terreno de caza de Ronnie Jenks.

El recuerdo y la comprensión adultos le decían que Ronnie no era más que un niño tonto de siete años con la cabeza en forma de bala y músculos allí donde debería haber tenido el cerebro. La mirada infantil, mucho más precisa, lo temía como a una fuerza de la naturaleza semejante a un terremoto personalizado, con un orificio nasal taponado por los mocos, las dos rodillas llenas de costras, los dos puños fuertemente cerrados y todas las cinco neuronas concentradas en emitir una especie de gruñido cerebral.

Oh, dioses. Allí tenía el árbol detrás del que se solía esconder Ronnie. Parecía tan grande y amenazador como él lo recordaba.

Pero… si de alguna forma había acabado allí, y los dioses sabrían cómo, bueno, seguía siendo un poco flaco pero aun así sería mucho más grande que el maldito Ronnie Jenks. Dioses, sí, les iba a dar unas buenas patadas a aquellos pantaloncitos malignos…

Y de pronto, mientras una sombra eclipsaba el sol, se dio cuenta de que tenía rizos en la cabeza.

* * *

Teatime miró la puerta con cara pensativa.

—Supongo que tendría que abrirla —dijo—. Ya que he llegado hasta aquí…

—Estás controlando a los niños por medio de sus dientes —dijo Susan.

—Suena raro, ¿verdad?, explicado así —dijo Teatime—. Pero así es la magia empática. ¿Va a intentar rescatarla su abuelo, cree usted? Pero no… no creo que pueda. Aquí no, pienso yo. No creo que pueda venir aquí. Así que la ha mandado a usted, ¿no?

—¡Por supuesto que no! Él… —Susan se calló. Oh, sí que la había mandado, se dijo a sí misma, sintiéndose todavía más tonta. Ciertamente lo había hecho. Estaba aprendiendo cómo eran los humanos, vaya si no. Para ser un esqueleto andante podía ser bastante listo…

Pero… ¿cómo de listo era Teatime? Un poquito demasiado emocionado por su propia inteligencia como para darse cuenta de que si la Muerte… Trató de pisotear la idea, por si acaso Teatime podía leerla en sus ojos.

—No creo que vaya a intentarlo —dijo—. No es tan listo como usted, señor Teatime.

—Té-a-tí-me —Teatime corrigió la pronunciación sin pensarlo—. Es una lástima.

—¿Cree que va a salirse con la suya?

—Oh, cielos. ¿La gente dice eso realmente? —Y de pronto Teatime estaba mucho más cerca—. Ya me he salido con la mía. Ya no hay Papá Puerco. Y eso no es más que el comienzo. Seguiremos trayendo los dientes, por supuesto. Las posibilidades…

Se oyó un estruendo parecido a un alud, muy lejano. Banjo, que estaba durmiendo, acababa de despertarse, provocando temblores en sus faldas inferiores. Sus manos inmensas, que habían estado apoyadas en sus rodillas, empezaron a cerrarse en forma de puños.

—¿Qué es esto? —dijo.

Teatime se detuvo y por un momento pareció perplejo.

—¿Qué es el qué?

—Ha dicho que ya no hay Papá Puerco —dijo Banjo. Se puso de pie, como una cordillera elevándose suavemente en el espacio estrecho que quedaba entre continentes en colisión. Sus manos seguían estando en las inmediaciones de sus rodillas.

Teatime se lo quedó mirando y después echó un vistazo en dirección a Dave el Normal.

—Banjo ya sabe lo que hemos estado haciendo, ¿verdad? —dijo—. ¿No se lo has contado?

Dave el Normal se encogió de hombros.

—Papá Puerco ha de existir —dijo Banjo—. Papá Puerco existe siempre.

Susan bajó la vista. Por el mármol blanco pasaban manchas grises a toda velocidad. Ella estaba de pie sobre un manchón gris. Igual que Banjo. Y alrededor de Teatime los puntos rebotaban y se enroscaban como avispas alrededor de un bote de mermelada.

Buscando algo, pensó ella.

—No creerás en Papá Puerco, ¿verdad? —dijo Teatime—. Un chico tan grandullón como tú.

—Sí —dijo Banjo—. ¿Y qué es eso de que «ya no hay Papá Puerco»?

Teatime señaló a Susan.

—Ha sido ella —dijo—. Lo ha matado ella.

La pura desfachatez de patio de escuela de aquello escandalizó a Susan.

—Yo no he sido —dijo ella—. Él…

—¡Que sí!

—¡Que no!

—¡Que sí!

La cabeza enorme y calva de Banjo se volvió hacia ella.

—¿Qué pasa con Papá Puerco? —preguntó.

—No creo que esté muerto —dijo Susan—. Pero Teatime sí que lo ha dejado muy enfermo.

—¿A quién le importa? —dijo Teatime, alejándose con pasos danzarines—. Cuando esto se haya acabado, Banjo, tendrás todos los regalos que quieras. ¡Confía en mí!

—Papá Puerco ha de existir —dijo Banjo con voz atronadora—. Si no, no hay Vigilia de los Puercos.

—No es más que otra festividad solar —dijo Teatime—. Es…

Dave el Normal se puso de pie. Tenía la mano sobre la espada.

—Nos marchamos, Teatime —dijo—. Yo y Banjo nos vamos. Esto no me gusta nada. No me importa desvalijar, no me importa robar, pero esto no es honrado. ¿Banjo? ¡Tú te vienes conmigo ahora mismo!

—¿Qué es eso de que ya no hay Papá Puerco? —preguntó Banjo. Teatime señaló a Susan.

—Agárrala, Banjo. ¡Todo es culpa de ella!

Banjo dio un par de pasos torpes en dirección a Susan y luego se detuvo.

—Nuestra mamá nos decía que no se pega a las chicas —atronó—. Que no se les tira del pelo…

Teatime puso su ojo bueno en blanco. Alrededor de sus pies el color gris parecía estar hirviendo en la piedra, siguiendo a sus pies cada vez que se movían. Y también estaba alrededor de Banjo.

Está buscando, pensó Susan. Busca una forma de entrar.

—Creo que te conozco, Teatime —dijo ella, con tanta amabilidad como pudo por consideración a Banjo—. Tú eres el niño loco al que todos tienen miedo, ¿verdad?

—¿Banjo? —dijo Teatime en tono seco—. Te he dicho que la agarres…

—Nuestra mamá nos decía…

—Ese niño excitable de las risitas al que ni siquiera los matones tocaban nunca porque si lo hacían se volvía loco y daba patadas y mordía —dijo Susan—. Ese niño que no veía ninguna diferencia entre tirarle una piedra a un gato y pegarle fuego.

Para alegría de ella, él la miró con furia.

—Cállate —dijo.

—Apuesto a que nadie quería jugar contigo —dijo Susan—. Con el niño que no tenía amigos. Los niños conocen una mente como la tuya aunque les falten las palabras para describirla…

—¡He dicho que te calles! ¡A por ella, Banjo!

Ya estaba. Ella lo oyó en la voz de Teatime. Acababa de aparecer un toque de vibrato que no estaba antes.

—La clase de niño —dijo ella, mirándolo a la cara— que miraba por debajo de los vestidos de las muñecas…

¿No es verdad!

Banjo parecía preocupado.

—Nuestra mamá dijo…

—¡Oh, a la mierda tu mamá! —le cortó Teatime.

Se oyó un susurro de acero cuando Dave el Normal desenvainó su espada.

—¿Qué has dicho de nuestra mamá? —susurró.

Ahora se ve obligado a concentrarse en tres personas, pensó Susan.

—Apuesto a que nadie jugó nunca contigo —dijo ella—. Apuesto a que había cosas que la gente tenía que silenciar, ¿eh?

—¡Banjo! ¡Haz lo que te digo! —gritó Teatime.

Ahora el hombre monstruoso estaba al lado de ella. Susan veía su cara retorcida en una agonía de indecisión. Abría y cerraba los enormes puños y movía los labios mientras alguna clase de discusión horrible bullía en su cabeza.

—Nuestra… nuestra mamá… nuestra mamá decía…

Las marcas grises fluyeron por el suelo y formaron un charco de sombra que creció y se volvió más y más oscuro a una velocidad asombrosa. Se elevó por encima de los tres hombres y empezó a adoptar una forma.

¿Has sido un niño malo, pilludo?

La mujer inmensa se elevó por encima de los tres hombres. En una mano carnosa sostenía un haz de ramitas de abedul tan gruesas como el brazo de un hombre.

La cosa gruñó.

Dave el Normal miró la cara enorme de Ma Lilywhite. Cada uno de sus poros era una poza. Cada uno de sus dientes marrones era una lápida.

—Has estado dejando que se meta en líos, ¿verdad, Davey? Tengo razón, ¿verdad?

Él retrocedió.

—No, mamá… no, mamá…

¿Necesitas una buena tunda, Banjo? ¿Has estado jugando otra vez con niñas?

Banjo cayó de rodillas, con lágrimas de angustia cayéndole por la cara.

—Lo siento mamá lo siento lo siento mamá nooooooooo mamá lo siento mamá lo siento lo siento…

Entonces la figura se volvió otra vez hacia Dave el Normal.

A Dave se le cayó la espada de la mano. Su cara pareció derretirse.

Dave el Normal se echó a llorar.

—No mamá no mamá no mamá nooooo mamá… —Soltó un gorgoteo y se desplomó, agarrándose el pecho. Y se desvaneció.

Teatime se echó a reír.

Susan le dio un golpecito en el hombro y, cuando él se giró, le golpeó tan fuerte como pudo en toda la cara.

O por lo menos, aquel era el plan. Pero la mano de él se movió más deprisa y le agarró la muñeca. Fue como golpear una barra de hierro.

—Oh, no —dijo él—. Me temo que no.

Con el rabillo del ojo Susan vio que Banjo se arrastraba por el suelo hasta el sitio donde acababa de desaparecer su hermano. Ma Lilywhite también había desaparecido.

—Este sitio afecta a la cabeza, ¿verdad? —dijo Teatime—. Se dedica a hurgar para ver cómo puede trastear contigo. Bueno, pues yo ya estoy en contacto con mi niño interior.

Extendió el otro brazo, le agarró el pelo y tiró de su cabeza hacia abajo.

Susan chilló.

—Y es mucho más divertido —susurró.

Susan notó que la mano que la tenía agarrada aflojaba su presa. Se oyó un ruido sordo y húmedo como de un bistec al golpear una losa y Teatime cayó a su lado, boca arriba.

—No se tira del pelo a las niñas —dijo Banjo con su voz de trueno—. Está mal.

Teatime rebotó hacia arriba como un acróbata y se agarró de la barandilla de la escalera para recobrar el equilibrio.

Luego desenvainó la espada.

La hoja era invisible bajo la luz brillante de la torre.

—Así que es verdad lo que dicen las historias —dijo—. Es tan fina que no se ve. Me lo voy a pasar bomba con ella. —Blandió el arma en dirección a ellos—. Qué ligera.

—No te atreverás a usarla. Mi abuelo iría a por ti —dijo Susan, caminando hacia él.

Ella vio que a él le temblaba el ojo.

—Tu abuelo va a por todo el mundo. Pero yo estaré listo para recibirle —dijo Teatime.

—Mi abuelo es muy obstinado —dijo Susan, acercándose.

—Ah, un varón según su corazón.

—Es posible, señor Hora del Té.

Él asestó una estocada. Ella no tuvo tiempo de apartarse. Y ni siquiera lo intentó cuando él asestó una segunda.

—Aquí no funciona —dijo ella mientras él miraba el arma con asombro—. Aquí el filo no existe. ¡Aquí no existe la Muerte! Ella le dio una bofetada.

—¡Hola! —le dijo en tono jovial—. ¡Soy la canguro interior!

No le dio un puñetazo. Se limitó a extender un brazo, con la palma por delante, cogiéndolo de debajo de la barbilla y levantándolo por encima de la barandilla.

Él dio una voltereta. Ella nunca supo cómo. De alguna forma consiguió encontrar un punto de apoyo en medio del aire.

Agarró el brazo de ella con su brazo libre; a Susan se le levantaron los pies del suelo y se encontró volando por encima de la barandilla. Consiguió agarrarla con la otra mano, aunque más tarde se preguntaría si no había sido la barandilla la que la había agarrado a ella.

Teatime quedó colgando de su brazo, mirando hacia arriba con expresión pensativa. Ella lo vio agarrar la empuñadura de la espada con los dientes y llevarse una mano al cinturón.

La pregunta «¿está esta persona lo bastante loca como para intentar matar a alguien que lo está sosteniendo?» fue hecha y respondida muy, muy deprisa… Ella dio una patada que lo alcanzó en la oreja.

La tela de su manga empezó a rasgarse. Teatime intentó agarrarse de otro lado. Ella le dio otra patada y se le desgarró el vestido. Por un instante él permaneció agarrado a nada y después, todavía con la expresión de alguien que está intentando solucionar un problema complejo, cayó al vacío, girando sobre sí mismo, haciéndose más pequeño…

Cayó sobre el montón de dientes, haciendo que salieran despedidos por todo el suelo de mármol. Sufrió un espasmo momentáneo…

Y se desvaneció.

Una mano parecida a un manojo de plátanos tiró otra vez de Susan por encima de la barandilla.

—Te puedes meter en líos si pegas a las chicas —dijo Banjo—. No hay que jugar con las chicas.

Detrás de ellos se oyó un «clic».

Las puertas se acababan de abrir de par en par. Una niebla blanca y fría se empezó a extender sobre el suelo.

—Nuestra mamá… —dijo Banjo, intentando encontrar respuestas—. Nuestra mamá estaba aquí…

—Sí —dijo Susan.

—Pero no era nuestra mamá, porque a nuestra mamá la enterraron…

—Sí.

—Vimos cómo llenaban la tumba y todo.

—Sí —dijo Susan, y añadió para sí misma: apuesto a que sí.

—¿Y adonde ha ido nuestro Davey?

—Esto… a otra parte, Banjo.

—¿A un sitio bonito? —preguntó el gigante en tono inseguro. Susan se aferró con alivio a la oportunidad de decir la verdad, o al menos de no mentir por completo.

—Podría ser —dijo ella.

—¿Mejor que aquí?

—Nunca se sabe. Hay gente que diría que las probabilidades están a su favor.

Banjo volvió hacia ella sus ojos rosados de cerdito. Por un momento un hombre de treinta y cinco años se asomó a través de las nubes rosadas de una cara de cinco.

—Eso está bien —dijo—. Podrá ver otra vez a nuestra mamá.

Tanta conversación pareció dejarlo agotado. Hizo un gesto de cansancio.

—Quiero irme a casa —dijo.

Ella observó aquella cara grande y sucia, se encogió de hombros con gesto resignado, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo acercó a la boca.

—Escupe —ordenó. Él obedeció.

Ella le pasó el pañuelo por las partes más sucias y luego se lo metió en la mano.

—Suénate bien —sugirió ella, y luego se apartó con cuidado fuera del alcance hasta que los últimos ecos del estruendo se hubieron apagado—. Puedes quedarte el pañuelo. Por favor —añadió, diciéndolo de corazón—. Ahora métete la camisa por dentro.

—Sí, señorita.

—Ahora ve abajo y barre todos los dientes fuera del círculo. ¿Puedes hacer eso? —Banjo asintió.

—¿Qué es lo que puedes hacer? —le interrogó ella. Banjo se concentró.

—Barrer todos los dientes fuera del círculo, señorita. —Bien. Ya puedes irte.

Susan vio cómo se alejaba pesadamente y luego se quedó mirando la puerta blanca. Estaba segura de que el mago solamente había llegado a la sexta cerradura.

La sala que había al otro lado de la puerta era completamente blanca, y la niebla que se arremolinaba al nivel de las rodillas amortiguaba incluso el ruido de sus pasos.

Lo único que había allí era una cama. Una cama grande con cuatro postes, vieja y polvorienta.

Primero le pareció que estaba desocupada, pero luego vio a la figura, tumbada entre las montañas de almohadas. Daba toda la impresión de ser una frágil ancianita con una cofia. La anciana giró la cabeza y sonrió a Susan.

—Hola, cariño.

Susan no recordaba haber tenido una abuela. La madre de su padre había muerto cuando ella era joven, y por el otro lado de la familia… bueno, ella nunca había tenido abuela. Pero aquella era una abuela como la que ella habría querido.

De las que la parte desagradablemente realista de su mente le recordó que casi nunca existían.

A Susan le pareció oír una risa infantil. Y después otra. En algún lugar, casi demasiado lejano para oírlo, había niños jugando. Siempre era un ruido agradable y tranquilizador.

Siempre y cuando, por supuesto, uno no pudiera oír lo que estaban diciendo.

—No —dijo Susan.

—¿Perdona, cariño? —dijo la anciana.

—Tú no eres el Hada de los Dientes.

—Oh, no… Hasta había una maldita colcha de retales.

—Oh, sí que lo soy, cariño.

—Abuelita, abuelita, qué dientes más grandes tienes… Pero bueno, si hasta llevas un chal, cielos.

—No te entiendo, querida…

—Te has olvidado de la mecedora —dijo Susan—. Siempre pensé que habría una mecedora.

Se oyó un «pop» detrás de ella y luego un chirrido cada vez más débil. Susan ni siquiera se giró.

—Como hayas incluido un gatito que juega con un ovillo de lana te vas a ganar una buena —dijo ella en tono severo, y recogió el candelabro que había junto a la cama. Parecía lo bastante pesado—. No me creo que seas real —añadió con tranquilidad—. Este sitio no lo dirige ninguna ancianita con chal. Has salido de mi cabeza. Así es como te defiendes. Te metes en la cabeza de la gente y encuentras las cosas que funcionan…

Le intentó dar un golpe con el candelabro. El objeto atravesó a la figura que estaba en la cama.

—¿Lo ves? —dijo—. Ni siquiera eres real.

—Oh, yo soy real, cariño —dijo la anciana, mientras su contorno cambiaba.

El candelabro no lo era. Susan miró la nueva figura.

—Na —dijo—. Es horrible, pero no me asusta. Ni eso tampoco. —La figura cambió otra vez, y otra—. No, ni tampoco mi padre. Caramba, estás raspando el fondo del barril, ¿eh? Pero si las arañas me gustan. Las serpientes no me preocupan. ¿Los perros? No. Las ratas no tienen nada de malo, me caen bien. Lo siento, pero ¿a alguien le da miedo eso?

Susan agarró a la cosa y esta vez su forma permaneció estable. Parecía un monito pequeño y arrugado, pero con los ojos hundidos debajo de una frente tan prominente como un balcón. Su pelo era gris y lacio. La cosa forcejeó débilmente apresada en su mano y resolló.

—No me asusto con facilidad —dijo Susan—. Pero te sorprendería lo mucho que me puedo enfadar.

La criatura dejó de hacer fuerza.

—Yo… yo… —murmuró.

Ella lo soltó.

—Eres un hombre del saco, ¿verdad? —dijo ella. La cosa se desplomó hecha una bola cuando ella retiró la mano.

—No «un…» «El…» —dijo.

—¿Qué quieres decir con eso de «el»? —dijo Susan.

El hombre del saco —dijo el hombre del saco. Y ella vio lo flaco que estaba, la abundancia de mechones blancos y grises que tenía en el pelo, cómo la piel se le tensaba sobre los huesos…

—¿El primer hombre del saco?

—Yo… Había… Me acuerdo de cuando la tierra era distinta. Hielo. Muchos tiempos de… hielo. Y los… ¿cómo se llaman? —La criatura resolló—. Los territorios, los territorios enormes… todos distintos…

—¿Te refieres a los continentes?

—… Todos distintos. —Los ojos negros y hundidos resplandecieron fijos en ella y de pronto la cosa se encabritó, agitando los brazos huesudos—. ¡Yo era la oscuridad en la cueva! ¡Yo era la sombra entre los árboles! ¿Has oído hablar del… grito primordial? ¡Me lo gritaban… a mí! Yo era —la figura se dobló sobre sí misma y se echó a toser—. Y luego… esa cosa, ya sabes, esa cosa… toda brillante y luminosa… un relámpago portátil, una pequeña luz del sol caliente, y entonces ya no hubo oscuridad, solamente sombras, y después hicisteis hachas, hachas en el bosque, y luego… y luego…

Susan se sentó en la cama.

—Todavía sigue habiendo muchos hombres del saco.

—¡Escondidos debajo de las camas! ¡Acechando en los armarios! Pero —luchó para respirar—, si me hubieras visto a mí… En los viejos tiempos… cuando ellos venían a las cuevas más profundas para hacer sus dibujos de la caza… Yo podía rugir en sus cabezas… de forma que se les caía el estómago por el trasero…

—Y el viejo oficio está muriendo —dijo Susan en tono grave.

—Ah, después vinieron otros… Nunca conocieron aquel terror primero y auténtico. Lo único que conocían —hasta susurrando, el hombre del saco consiguió imprimirle un matiz de sorna a su voz— eran los rincones oscuros. ¡Yo había sido la oscuridad! ¡Yo fui el… primero! Y ahora no era mejor que ellos… asustar a las doncellas, cortar la crema… esconderse en las sombras al final del año… y luego una noche, pensé… ¿para qué?

Susan asintió. Los hombres del saco no eran inteligentes. Aquel momento de incerteza existencial probablemente tardaba mucho más en materializarse en cabezas donde las neuronas rebotaban tan, tan despacio de un lado al otro del cráneo. Y sin embargo… el abuelo también había pensado así. Uno pasaba el suficiente tiempo con humanos y dejaba de ser lo que ellos imaginaban que era para querer convertirse en algo propio. Paraguas y cepillos de plata…

—Y pensaste: ¿qué sentido tiene todo? —dijo ella.

—… Asustar a los niños… acechar… y luego empecé a mirarlos. En los tiempos del hielo no solía haber niños de verdad… Solamente humanos grandes y humanos pequeños, pero no niños. … y… y tenían un mundo distinto en la cabeza… En sus cabezas, allí era donde estaban los viejos tiempos ahora. Los viejos tiempos. Cuando todo era joven.

—Saliste de debajo de la cama…

—Yo los vigilaba… los mantenía a salvo…

Susan intentó no estremecerse.

—¿Y los dientes?

—Yo… oh, no se pueden dejar por ahí, cualquiera podría cogerlos, hacer cosas terribles con ellos. A mí me gustaban los niños, yo no quería que nadie les hiciera daño… —La cosa emitió un borboteo—. Nunca quise hacerles daño, yo solamente los vigilaba, guardaba los dientes en un lugar seguro… y, y, y a veces me quedaba allí sentado escuchándolos…

La cosa siguió balbuceando. Susan escuchó con asombro avergonzado, sin saber si debía apiadarse de aquella cosa o bien, y aquella era una opción en desarrollo, pisotearla.

—… y los dientes… se acuerdan…

La cosa empezó a temblar.

—¿Y el dinero? —le apuntó Susan—. No se ven muchos hombres del saco ricos por ahí.

—… dinero por todas partes… enterrado en agujeros… viejo tesoro… respaldos de sofás… se acumula… inversiones… dinero a cambio de dientes, muy importante, es parte de la magia, lo hace seguro, lo hace correcto, de otra forma es robar… y los etiqueté todos, y los guardé en un lugar seguro, y… y luego me hice viejo, pero encontré a gente… —El Hada de los Dientes soltó una risita, y por un momento Susan lo sintió por los hombres de las cavernas de la antigüedad—. No hacen preguntas, ¿verdad? —continuó a borbotones—. Tú les das el dinero y ellos hacen su trabajo y no hacen preguntas…

—No creen que merezca la pena por lo que cobran —dijo Susan.

—… Y luego vinieron ellos… robando…

Susan se rindió. Los dioses viejos hacen trabajos nuevos.

—Tienes un aspecto terrible.

—… Muchas gracias…

—Quiero decir, enfermo.

—… Muy viejo… todos esos hombres, demasiado esfuerzo… El hombre del saco gimió.

—… Aquí… no te mueres —jadeó—. Simplemente te haces viejo, escuchando las risas…

Susan asintió. Estaba en el aire. Ella no oía las palabras, solamente un parloteo lejano, como si estuviera en la otra punta de un pasillo largo.

—… Y este lugar… Creció a mi alrededor…

—Los árboles —dijo Susan—. Y el cielo. Viene de las cabezas de los niños…

—… Muriendo… Los niñitos… tienes que…

La figura se desvaneció.

Susan se quedó sentada un rato, escuchando el parloteo lejano. Palabras de creyente, pensó ella. Igual que las ostras. Les entra un poquito de porquería y a su alrededor crece una perla. Se levantó y bajó la escalera.

Banjo había encontrado una escoba y una fregona en alguna parte. El círculo estaba vacío y, haciendo gala de una iniciativa sorprendente, el hombre estaba borrando con cuidado la tiza.

—¿Banjo?

—Sí, señorita.

—¿Te gusta este sitio?

—Hay árboles, señorita.

Probablemente eso quiere decir «sí», decidió Susan.

—¿Y no te preocupa el cielo?

Ella miró, desconcertado.

—No, señorita…

—¿Sabes contar, Banjo?

Él puso cara de orgullo.

—Sí, señorita. Con los dedos, señorita.

—O sea que sabes contar hasta… —le apuntó Susan.

—Trece, señorita —respondió Banjo, ufano. Ella le miró las manazas.

—Cielos.

Bueno, pensó, ¿y por qué no? Es grande y de confianza y qué otra clase de vida le queda.

—Creo que sería buena idea que tú hicieras el trabajo del Hada de los Dientes, Banjo.

—¿Y no sería un problema, señorita? ¿No le importará al Hada de los Dientes?

—Tú… hazlo hasta que ella vuelva.

—Muy bien, señorita.

—Yo… esto… me encargaré de que haya alguien que te eche un ojo hasta que te hayas hecho al trabajo. Creo que la comida la traen con el carromato. Y no has de dejar que nadie te engañe. —Le miró las manos, hizo que su vista trepara más y más arriba por las laderas inferiores hasta ver la cima del Monte Banjo y añadió—: Aunque no creo que nadie lo intente, la verdad.

—Sí, señorita. Lo tendré todo limpio, señorita. Esto…

La cara grande y rosada la miró.

—¿Sí, Banjo?

—¿Puedo tener un cachorro, señorita? Una vez tuve un gatito, señorita, pero nuestra mamá lo ahogó porque era sucio. —La memoria de Susan le lanzó un nombre.

—¿Un cachorro que se llame Toby?

—Sí, señorita. Toby, señorita.

—Creo que llegará muy pronto, Banjo.

Él pareció confiar plenamente en aquello.

—Gracias, señorita.

—Y ahora me tengo que ir.

—Sí, señorita.

Ella volvió a mirar hacia lo alto de la torre. La tierra de la Muerte podía ser oscura, pero cuando estabas en ella nunca pensabas que te fuera a pasar nada malo. Estabas más allá de los lugares en que podían pasar cosas malas. Pero aquí…

Cuando uno era adulto solamente tenía miedo de, bueno, de cosas lógicas. La pobreza. La enfermedad. Que descubrieran. Pero por lo menos no enloquecías de terror por algo que había debajo de la escalera. El mundo no estaba lleno de luces y sombras arbitrarias. ¿El maravilloso mundo de la infancia? Bueno, no era una versión reducida del mundo adulto, eso estaba claro. Era más bien como el de los adultos pero escrito con letras enormes y pesadas. Todo era… más. Más de todo.

Dejó a Banjo barriendo y salió al mundo perpetuamente soleado.

Bilioso y Violeta se le acercaron corriendo. Bilioso estaba blandiendo una rama de árbol como si fuera un garrote.

—No necesitas eso —dijo Susan. Lo que quería era dormir.

—Hemos estado hablando del tema y hemos pensado que teníamos que volver para ayudarte —dijo Bilioso.

—Ah. Coraje democrático —dijo Susan—. Bueno, ya se han marchado todos. A donde sea que vayan.

Bilioso bajó la rama, agradecido.

—No creas que… —empezó a decir.

—Mirad, vosotros dos podéis echar una mano —dijo Susan—. Ahí dentro está todo hecho un desastre. Id a ayudar a Banjo.

—¿A Banjo?

—Él es… quien más o menos lleva el lugar ahora. —Violeta se rió.

—Pero si está…

—Está a cargo de todo esto —dijo Susan en tono cansino.

—Muy bien —dijo Bilioso—. Además, estoy seguro de que podemos decirle lo que tiene que hacer…

—¡No! Ya habido demasiada gente que le ha dicho lo que tiene que hacer. Ya sabe qué hacer. Solamente ayudadlo a empezar, ¿de acuerdo? Pero… Si Papá Puerco vuelve ahora, tú desaparecerás, ¿verdad? —No sabía cómo hacerle la pregunta.

—Voy, ejem, a dejar mi antiguo trabajo —dijo Bilioso—. Ejem… Voy a seguir trabajando como sustituto de vacaciones para los demás dioses. —La miró con expresión suplicante.

—¿De veras? —Susan miró a Violeta. Oh, bueno, tal vez si ella cree en él, por lo menos… Podría funcionar. Nunca se sabe.

—Bien —dijo—. Divertíos. Ahora me voy a casa. Esta no es forma de pasar la Vigilia de los Puercos.

Encontró a Binky esperándola junto al arroyo.

* * *

Los Auditores revoloteaban, nerviosos. Y como pasaba siempre con su especie cuando algo salía radicalmente mal y necesitaba ser reparado al instante, se pusieron cómodos para intentar averiguar a quién echar la culpa. Uno dijo: Ha sido…

Y entonces se detuvo. Los Auditores vivían por consenso, lo cual hacía que elegir cabezas de turco fuera un poco problemático. El auditor se alegró. Al fin y al cabo, si todo el mundo era culpable, entonces en realidad no era culpa de nadie. Aquello era lo que significaba la responsabilidad colectiva, al fin y al cabo. Había sido la mala suerte o algo así.

Otro dijo: Por desgracia, la gente puede hacerse una idea equivocada. Es posible que nos hagan preguntas.

Uno dijo: ¿Qué pasa con la Muerte? Al fin y al cabo, ha interferido.

Uno dijo: Ejem… no exactamente.

Uno dijo: Oh, vamos. Ha metido a la chica por medio.

Uno dijo: Esto… no. Ella se ha metido sola.

Uno dijo: Sí, pero es él quien le ha dicho…

Uno dijo: No. No es verdad. De hecho, él se ha asegurado de no decir…

Hizo una pausa y entonces dijo: ¡Maldición!

Uno dijo: Por otro lado…

Las túnicas se giraron en su dirección.

¿Sí?

Uno dijo: No hay ninguna prueba propiamente dicha. Nada escrito. Unos humanos se emocionaron y decidieron atacar el país del Hada de los Dientes. Es una mala noticia, pero no tiene nada que ver con nosotros. Nosotros estamos escandalizados, claro.

Uno dijo: Sigue habiendo lo de Papá Puerco. La gente se va a dar cuenta. Es posible que hagan preguntas.

Flotaron todos un momento sin decir nada.

Al final uno dijo: Tal vez tengamos que correr…

Hizo una pausa, reacio incluso a pensar aquella palabra, pero consiguió continuar:… un riesgo.

* * *

La cama, pensó Susan, mientras la niebla pasaba a su lado. Y por la mañana, cosas humanas decentes como café y gachas. Y la cama. Cosas reales…

Binky se detuvo. Ella frunció el ceño a sus orejas un momento y luego lo apremió a que continuara. El animal relinchó y se negó a moverse.

Una mano esquelética le había agarrado la brida. La Muerte se materializó.

EL ASUNTO NO HA TERMINADO. TODAVÍA HAY COSAS QUE HACER. LO SIGUEN TORTURANDO.

Susan hizo un gesto de abatimiento.

—¿El qué? ¿Quiénes?

PONTE HACIA DELANTE. YO DIRIJO.

La Muerte se subió a la silla de montar y estiró el brazo alrededor de ella para coger las riendas.

—Escucha, he ido… —empezó a decir Susan.

SÍ. LO SÉ. EL CONTROL DE LA CREENCIA —dijo la Muerte, mientras el caballo reanudaba su marcha—. SOLAMENTE SE LE PODRÍA OCURRIR A UNA MENTE MUY SIMPLE. UNA MAGIA TAN VIEJA QUE A DURAS PENAS ES MAGIA. QUÉ FORMA TAN SENCILLA DE HACER QUE MILLONES DE NIÑOS DEJEN DE CREER EN PAPÁ PUERCO.

—¿Y tú qué estabas haciendo? —exigió saber Susan.

YO TAMBIÉN HE HECHO LO QUE ME PROPUSE HACER. HE MANTENIDO UN ESPACIO. UN MILLÓN DE ALFOMBRAS CON PISADAS DE HOLLÍN, MILLONES DE CALCETINES LLENOS, TODOS ESOS TEJADOS CON MARCAS DE PATINES… A LA INCREDULIDAD LE VA A COSTAR SOBREVIVIR EN VISTAS DE ESO. ALBERT DICE QUE NO PIENSA PROBAR OTRA COPA DE JEREZ EN DÍAS. PAPÁ PUERCO TENDRÁ UN SITIO AL QUE VOLVER, AL MENOS.

—¿Y qué tengo que hacer yo ahora?

TIENES QUE TRAER DE VUELTA A PAPÁ PUERCO.

—¿Ah, sí? ¿Por la paz y la buena voluntad y el tintineo de campanillas? A quién le importa. ¡Solo es un payaso viejo y gordo que hace que la gente se sienta orgullosa en la Vigilia de los Puercos! ¿Todo esto lo he pasado por un viejo que ronda los dormitorios de los niños?

NO. ES PARA QUE SALGA EL SOL.

—¿Qué tiene que ver la astronomía con Papá Puerco?

LOS DIOSES VIEJOS HACEN TRABAJOS NUEVOS.

* * *

El Prefecto Mayor no estaba asistiendo al banquete. Había hecho que una de las doncellas le llevara una bandeja a sus aposentos, donde tenía una invitada y estaba haciendo todas esas cosas que hace un hombre cuando se encuentra a sí mismo inesperadamente téte-á-téte con el sexo opuesto, como intentar sacarse brillo a las botas contra los pantalones o limpiarse las uñas con las otras uñas.

—¿Un poco más de vino, Gwendoline? Apenas tiene alcohol —dijo, inclinándose hacia ella.

—No me importaría, señor Mayor.

—Oh, llámame Horace, por favor. ¿Y tal vez algo de picar para tu pollo?

—Me temo que parece que se ha ido a alguna parte —dijo el Hada del Buen Humor—. Me temo que soy, soy, soy una compañía bastante aburrida… —Se sonó la nariz haciendo mucho ruido.

—Oh, yo no diría eso ni mucho menos —dijo el Prefecto Mayor. Le gustaría haber tenido tiempo para ordenar un poco sus aposentos, o por lo menos para quitar algunas de las prendas sucias más embarazosas del rinoceronte disecado.

—Todo el mundo ha sido tan amable —dijo el Hada del Buen Humor, secándose los ojos chorreantes—. ¿Quién era ese flacucho que no paraba de hacer muecas graciosas para mí?

—Era el tesorero. ¿Por qué no…?

—Pues él parecía de muy buen humor.

—Son las pastillas de extracto de rana, se las come a puñados —dijo el Prefecto Mayor en tono desdeñoso—. Digo yo que por qué no…

—Oh, cielos. Espero que no sean adictivas.

—Estoy seguro de que no se las seguiría tomando si fueran adictivas —dijo el Prefecto Mayor—. Ahora, ¿por qué no se toma otra copa de vino, y entonces… y entonces…? —Un pensamiento feliz le acometió—… Y entonces… y entonces tal vez le puedo enseñar la Remembranza del archicanciller Intestinio. Tiene un, un, un, un techo muy interesante. Caramba, sí.

—Eso estaría muy bien —dijo el Hada del Buen Humor—. ¿Cree usted que me animaría?

—Oh, ya lo creo, ya lo creo —dijo el Prefecto Mayor—. ¡Está claro! ¡Bien! Pues voy a, ejem, voy nada más a… Me… —Señaló vagamente en dirección a su vestidor, mientras daba saltitos de un pie al otro—. Voy nada más a… voy… nada más…

Se fue corriendo al vestidor y cerró de un portazo detrás de sí. Su mirada frenética recorrió los estantes y las perchas.

—Túnica limpia —murmuró—. Peinar cara, lavar calcetines, cambiar pelo, ¿dónde está esa loción para en lugar del afeitado…?

Del otro lado de la puerta vino el sonido adorable del Hada del Buen Humor al sonarse la nariz. De este lado vino el ruido del grito ahogado del Prefecto Mayor cuando, dejando de lado toda precaución por culpa de la prisa y de un sentido muy malo del olfato, se salpicó la cara por error con el aguarrás que usaba para tratarse los pies.

En alguna parte por encima de ellos, un niño muy pequeño y regordete provisto de un arco, una flecha y unas alas ridiculamente poco aerodinámicas zumbaba impotente topándose contra una ventana cerrada en la que la escarcha estaba trazando el contorno de una señora oriental bastante atractiva. La otra ventana ya tenía un dibujo en hielo de un jarrón con girasoles.

* * *

En la Gran Sala ya se había hundido una de las mesas. Era una de las costumbres del banquete que, aunque hubiera muchos platos, cada mago iba a su propio ritmo, una tradición instituida para evitar que los más lentos impidieran avanzar a los demás. Y también se podía repetir si uno quería, de forma que si un mago se sentía particularmente atraído por la sopa podía volver y volver a ella durante una hora antes de empezar con las fases preliminares de los platos de pescado.

—¿Cómo te sientes ahora, viejo amigo? —preguntó el decano, que estaba sentado al lado del tesorero—. ¿Hemos vuelto a las pastillas de extracto de rana?

—Yo, ejem, yo, ejem, no, no estoy mal del todo —dijo el tesorero—. Por supuesto, fue, fue toda una impresión cuando…

—Pues lástima, porque aquí tengo tu regalo de la Vigilia de los Puercos —dijo el decano, pasándole una cajita. Que traqueteaba—. Puedes abrirla ahora si quieres.

—Ah, vaya, qué amable…

—Es de mi parte —dijo el decano.

—Qué encantador…

—Lo he comprado con mi dinero, ¿sabes? —dijo el decano, blandiendo una pata de pavo con displicencia.

—El papel de envoltorio es muy bonito…

—Yo añadiría que cuesta más de un dólar.

—Por todos los cielos…

El tesorero arrancó lo que quedaba del papel de envoltorio.

—Es una caja para guardar pastillas de extracto de rana. ¿Lo ves? Pone «Pastillas de Extracto de Rana», ¿lo ves? —El tesorero la agitó.

—Oh, qué amable —dijo débilmente—. Si hasta tiene algunas pastillas dentro. Qué considerado. Me vendrán muy bien.

—Sí —dijo el decano—. Las cogí de tu mesilla de noche. Al fin y al cabo, ya me había gastado un dólar.

El tesorero asintió agradecido y colocó la cajita pulcramente junto a su plato. Aquella noche de forma excepcional le habían permitido tener cuchillos. Y le habían permitido comer cosas que no fueran esas que solamente se pueden pescar con una cuchara de madera.

Echó un vistazo nervioso y expectante al asado de cerdo más cercano y se anudó la servilleta firmemente debajo de la barbilla.

—Esto, perdone, señor Stibbons —dijo con voz temblorosa—. ¿Sería tan amable de pasarme el tanque de la salsa de manzana…?

Se oyó un ruido como de tela tosca desgarrándose en el aire de delante del tesorero, seguido del estruendo de algo que aterrizaba encima del cerdo asado. El aire se llenó de patatas asadas y de salsa. La manzana que había estado en la boca del cerdo fue expulsada violentamente y golpeó al tesorero en la cabeza.

Éste parpadeó, bajó la vista y descubrió que estaba a punto de clavar el tenedor en una cabeza humana.

—Jajajá —murmuró, mientras se le empezaban a poner los ojos vidriosos.

Los magos apartaron a un lado los platos volcados y la vajilla rota.

—¡Ha aparecido en medio del aire!

—¿Es un Asesino del Gremio? No será una de las bromas de esos estudiantes, ¿verdad?

—¿Por qué tiene en la mano una espada sin la parte que corta?

—¿Está muerto?

—¡Yo creo que sí!

—¡Yo ni siquiera he podido probar esa mousse de salmón! Pero ¿han visto ustedes? ¡Ha metido el pie en ella! ¡La ha tirado por todos lados! ¿Quiere usted la suya?

Ponder Stibbons se abrió paso entre la multitud. Ya conocía a sus colegas más veteranos cuando estaban intentando ayudar. Eran como darle un vaso de agua a alguien que se estaba ahogando.

—¡Denle aire! —protestó.

—¿Cómo sabemos si lo necesita? —preguntó el decano. Ponder acercó el oído al pecho del joven caído.

—¡No respira!

—Conjuro de respiración, conjuro de respiración —murmuró el catedrático de Estudios Indefinidos—. Ejem… ¿Tal vez el Respirador Directo de Escorio? Creo que lo tengo apuntado en algún sitio…

Ridcully estiró un brazo por entre los magos y tiró de una pierna del hombre vestido de negro. Lo sostuvo cabeza abajo con su manaza y le dio unos cuantos mamporros en la espalda.

Vio que los demás lo miraban con asombro.

—Es algo que hacíamos en la granja —dijo—. Funciona que no veas con las cabras recién nacidas.

—Oh, venga, por favor —dijo el decano—. Yo no…

El cadáver hizo un ruido a medio camino entre un jadeo de asfixia y una tos.

—¡Haced sitio, amigos! —vociferó el archicanciller, y despejó una parte de la mesa con un barrido de su brazo libre.

—¡Eh, que yo todavía no había probado esas gambas Escoffé! —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—¡Yo ni siquiera sabía que las teníamos! —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Alguien, y no miro a nadie, decano, las ha escondido detrás de los cangrejos azules para no tener que compartirlas. A eso le llamo yo un truco barato.

Teatime abrió los ojos. Decía mucho a favor de su constitución el que sobreviviera a una imagen en primerísimo plano de la nariz de Ridcully, que llenaba el universo inmediato como si fuera un enorme planeta rosado.

—Perdone, perdone —dijo Ponder, acercándose con su cuaderno abierto—, pero esto es de una importancia vital para el progreso de la filosofía natural. ¿Ha visto usted luces brillantes? ¿Había un túnel resplandeciente? ¿Algún pariente muerto ha intentado hablar con usted? ¿Qué palabra describe mejor el…?

Ridcully lo apartó de en medio.

—¿Qué es todo eso, señor Stibbons?

—De verdad que tengo que hablar con él, señor. ¡Ha tenido una experiencia de proximidad a la muerte!

—Igual que todo el mundo. Se llama «vivir» —dijo escuetamente el archicanciller en tono escueto—. Póngale al pobre hombre un vaso de licor y aparte ese maldito lápiz.

—Eh… Esto debe de ser la Universidad Invisible —dijo Teatime—. ¿Y ustedes son todos magos?

—Ande, quédese quieto —dijo Ridcully. Pero Teatime ya se había incorporado apoyándose en los codos.

—Yo tenía una espada —murmuró.

—Oh, se ha caído al suelo —dijo el decano, agachándose para recogerla—. Pero parece que se le… ¿Yo he hecho esto?

Los magos miraron el trozo enorme y curvado de mesa que acababa de caerse. Algo lo había atravesado todo: madera, tela, platos, cubiertos, comida. El decano habría jurado que una llama de vela que había estado en la trayectoria de la hoja invisible de la espada se había convertido momentáneamente en media llama, hasta que la mecha se dio cuenta de que aquella no era forma de comportarse.

El decano levantó la mano. Los otros magos se dispersaron.

—Parece una línea azul y fina en el aire —dijo, sorprendido.

—Perdone, señor —dijo Teatime, cogiéndole la espada—. Tengo que irme.

Y salió corriendo del salón.

—No irá lejos —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. Las puertas principales están cerradas a cal y canto de acuerdo con las reglas del archicanciller Spode.

—Ya no irá lejos con una espada que parece poder cortar cualquier cosa —dijo Ridcully, puntuando el sonido de la madera al caer al suelo.

—Me pregunto qué debe de estar pasando —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos, y luego dirigió su atención a lo que quedaba del banquete—. En fin, por lo menos esta articulación ha quedado bien trinchada…

—Bu-bu-bu…

Todos se giraron. El tesorero tenía su mano delante de la cara. La superficie cortada de un tenedor resplandeció en dirección a los magos.

—Es bueno saber que su nuevo regalo le va a ir bien —dijo el decano—. La intención es lo que cuenta.

Debajo de la mesa, la Gallina Azul de la Felicidad hizo sus necesidades sobre el pie del tesorero.

* * *

HAY… ENEMIGOS, dijo la Muerte, mientras Binky galopaba sobre montañas heladas.

—Han muerto todos…

OTROS ENEMIGOS. SERÁ MEJOR QUE LO SEPAS. EN LOS REINOS MÁS PROFUNDOS DEL MAR, ALLÍ DONDE NO HAY LUZ, VIVE UN TIPO DE CRIATURA SIN CEREBRO Y SIN OJOS Y SIN BOCA. NO HACE NADA MÁS QUE VIVIR Y ECHAR PÉTALOS DE COLOR CARMESÍ PERFECTO EN UN SITIO DONDE NUNCA NADIE LOS VA A VER. NO ES MÁS QUE UN DIMINUTO SÍ EN LA NOCHE. Y SIN EMBARGO… Y SIN EMBARGO… TIENE ENEMIGOS QUE PROYECTAN SOBRE ELLA UNA MALICIA SALVAJE E INFLEXIBLE, QUE NO SOLAMENTE DESEAN QUE SU VIDA MINÚSCULA SE EXTINGA, SINO TAMBIÉN QUE NO HAYA EXISTIDO JAMÁS. ¿ME SIGUES HASTA AHORA?

—Bueno, sí, pero…

BIEN. AHORA, IMAGÍNATE QUÉ DEBEN PENSAR DE LA HUMANIDAD.

Susan se quedó asombrada. Nunca había oído a su abuelo hablar más que en tono tranquilo. Ahora sus palabras tenían un matiz de urgencia.

—¿Qué son? —dijo ella.

TENEMOS QUE DARNOS PRISA. NO HAY MUCHO TIEMPO.

—Yo creía que tú siempre tenías tiempo. O sea… sea lo que sea que quieres detener, siempre puedes retroceder en el tiempo y…

¿E INTERFERIR?

—Lo has hecho otras veces.

ESTA VEZ SON OTROS LOS QUE LO ESTÁN HACIENDO. Y ELLOS NO TIENEN DERECHO.

—¿Qué otros?

NO TIENEN NOMBRE. LLAMALOS LOS AUDITORES. DIRIGEN EL UNIVERSO. SE ENCARGAN DE QUE FUNCIONE LA GRAVEDAD Y DE QUE GIREN LOS ÁTOMOS, O LO QUE SEA QUE HAGAN LOS ÁTOMOS. Y ODIAN LA VIDA.

—¿Por qué?

PORQUE ES… IRREGULAR. ES ALGO QUE NUNCA ESTUVO PLANEADO. LES GUSTAN LAS PIEDRAS QUE SE MUEVEN CON TRAYECTORIAS CURVAS. Y ODIAN A LOS HUMANOS POR ENCIMA DE TODO.

La Muerte suspiró.

EN MUCHOS ASPECTOS, NO TIENEN SENTIDO DEL HUMOR.

—¿Por qué Papá Pu…?

LO QUE TE HACE HUMANO SON LAS COSAS EN QUE CREES. LAS COSAS BUENAS Y LAS MALAS, ES TODO LO MISMO.

Las nubes se apartaron. Ahora estaban rodeados de cimas abruptas e iluminadas por el resplandor de la nieve.

—Estas se parecen a las montañas donde estaba el Castillo de Huesos —dijo.

LO SON —dijo la Muerte—. EN CIERTO SENTIDO. ÉL HA REGRESADO A UN LUGAR QUE CONOCE. UN LUGAR ANTERIOR…

Binky iba al medio galope a poca distancia de la nieve.

—¿Y qué estamos buscando? —dijo Susan.

LO SABRÁS CUANDO LO VEAS.

—¿Nieve? ¿Arboles? O sea, ¿me das una pista? ¿Para qué estamos aquí?

YA TE LO HE DICHO. PARA ASEGURARNOS DE QUE SALGA EL SOL.

—¡Por supuesto que va a salir el sol!

NO.

—¡No existe magia que pueda impedir que salga el sol!

ME GUSTARÍA SER TAN LISTO COMO TÚ.

Susan bajó la vista de puro enfado y vio algo por debajo de ellos.

Unas figuras pequeñas y oscuras surcaban la blancura, corriendo como si estuvieran persiguiendo algo.

—Hay… una especie de persecución… —admitió—. Veo alguna clase de animales pero no veo qué están persiguiendo…

Entonces vio algo que se movía en la nieve, una forma borrosa y oscura que hacía eses y patinaba y que no se veía con claridad. Binky descendió hasta que sus cascos rozaron las copas de los pinos, que se doblaron detrás de él. Un retumbar lo iba siguiendo por el bosque, arrastrando tras de sí una nube de nieve y ramas rotas.

Ahora que estaban más abajo veía con claridad a los cazadores. Eran perros muy grandes. Su presa se veía borrosa, mientras avanzaba sorteando los montones de nieve y manteniéndose oculta entre los arbustos nevados…

Un montón estalló. Algo grande y largo de color negro azulado se elevó por entre la nieve voladora como una ballena saliendo a la superficie.

—¡Es un cerdo!

UN JABALÍ. LO ESTÁN CONDUCIENDO AL ACANTILADO. AHORA ESTÁN DESESPERADOS.

Ella oía los jadeos de la criatura. Los perros no hacían ningún ruido en absoluto.

La sangre se derramaba sobre la nieve procedente de las heridas que ya le habían conseguido infligir.

—Este… jabalí —dijo Susan—… Es…

Sí.

—Quieren matar a Papá Puer…

NO MATARLO. ÉL SABE CÓMO MORIR. OH, SÍ… CON ESA FORMA, SABE CÓMO MORIR. HA TENIDO MUCHA EXPERIENCIA. NO, LO QUE QUIEREN ES QUITARLE SU VIDA REAL, QUITARLE SU ALMA, QUITARLE TODO. NO HAY QUE PERMITIRLES QUE LO ABATAN.

—¡Bueno, pues detenlos!

TIENES QUE HACERLO TÚ. ES UNA COSA HUMANA.

Los perros se movían de forma extraña. No corrían sino que fluían, cruzando la nieve más deprisa de lo que sugería el simple movimiento de sus patas.

—No parecen perros de verdad…

NO.

—¿Qué puedo hacer yo?

La Muerte señaló con la cabeza hacia el jabalí. Ahora Binky se estaba poniendo a su altura, solamente a un par de metros de distancia.

Susan cayó en la cuenta.

—¡No me puedo montar en eso!

¿POR QUÉ NO? SE TE HA DADO UNA EDUCACIÓN.

—¡La suficiente para saber que los cerdos no dejan que la gente los monte!

LA MERA ACUMULACIÓN DE EVIDENCIAS DERIVADAS DE LA OBSERVACIÓN NO CONSTITUYE UNA PRUEBA.

Susan echó un vistazo hacia delante. El campo nevado parecía interrumpirse bruscamente.

TIENES QUE HACERLO —dijo la voz de su abuelo dentro de la cabeza de ella—. CUANDO LLEGUE AL BORDE ESTARÁ ACORRALADO. ESO NO PUEDE PASAR, ¿LO ENTIENDES? ESOS PERROS NO SON REALES. SI LO ATRAPAN NO SOLAMENTE MORIRÁ, SINO QUE… NUNCA HABRÁ EXISTIDO.

Susan saltó. Por un momento quedó flotando en el aire, con el vestido ondeando tras de sí y los brazos extendidos…

Aterrizar en el lomo del animal fue como chocar con una silla muy, muy firme. El jabalí dio un traspié momentáneo y luego se irguió otra vez.

Susan le agarró el cuello con los brazos y hundió la cara entre sus cerdas afiladas. Notaba el calor debajo de sí. Era como ir montada en un horno. Y apestaba a sudor, a sangre y a cerdo. A mucho cerdo.

Delante de ella había una ausencia de paisaje.

El jabalí abrió un surco en la nieve del borde del precipicio, a punto de lanzarla a ella por los aires, y se giró para enfrentarse con los perros.

Había muchos. Susan estaba familiarizada con los perros. Los habían tenido en casa igual que otras casas tenían alfombras. Y estos no eran como aquellos animales grandes y suaves.

Espoleó al cerdo con los talones y le agarró una oreja con cada mano. Fue como agarrar un par de palas peludas.

—¡Gira a la izquierda! —gritó, y dio un tirón.

Puso toda su energía en aquella orden. Era una orden que prometía lágrimas antes de irse a la cama si era desobedecida.

Para su asombro, el jabalí gruñó, dio un brinco al borde del precipicio y se alejó a la carrera, dejando atrás a los perros que tropezaban al intentar girar para seguirlo.

Estaban en una meseta. Desde allí parecía que todo era precipicio, sin más forma de bajar que la más sencilla y terminal.

Los perros ya volvían a volar tras los pasos del jabalí.

Susan miró a su alrededor a través del aire gris y sin luz. Tenía que haber algún lugar, algún camino…

Y lo había.

Era una tira de piedra, un enorme filo de cuchillo que conectaba aquel llano con las colinas de más allá. Era afilado y angosto, una fina línea de nieve con abismos helados a ambos lados.

Pero era mejor que nada. Era la nada con nieve encima.

El jabalí llegó al borde y vaciló. Susan bajó la cabeza y le volvió a clavar los talones.

Con el morro agachado y las patas moviéndose como pistones, la bestia se lanzó por el risco. La nieve salió despedida mientras sus pezuñas buscaban puntos de apoyo. Compensaba la falta de elegancia con el esfuerzo puro y enloquecido, y sus patas se movían como un bailarín de claque que intentara subir por una escalera que se movía hacia abajo.

—Muy bien, muy bien, muy…

Una pezuña resbaló. Por un momento el jabalí pareció aguantarse sobre dos patas mientras las otras dos arañaban la roca helada. Susan se lanzó hacia el otro lado, sin soltarse del cuello, y sintió el abismo que la arrastraba bajo sus pies.

Allí no había nada.

Se dijo a sí misma: «Si me caigo él me cogerá, si me caigo él me cogerá, si me caigo él me cogerá…».

El polvo de hielo hizo que le escocieran los ojos. Una pezuña salió disparada y a punto estuvo de darle en la cabeza.

Una voz más anciana dijo: «No me cogerá. Si me caigo ahora no merezco ser recogida».

Ella tenía el ojo de la criatura a pocos centímetros de distancia. Y entonces se dio cuenta…

… De las profundidades de los ojos de todos los animales, salvo los más inusuales, viene un eco. Y en el ojo oscuro que ella tenía delante había alguien devolviéndole la mirada…

Encontró la roca con el pie y concentró todo su ser en el mismo, pisando para darse impulso hacia arriba en un último esfuerzo. Cerdo y mujer se balancearon un momento y luego una pezuña volvió a encontrarse con el suelo y el jabalí se lanzó hacia delante por el risco.

Susan se arriesgó a mirar hacia atrás.

Los perros seguían moviéndose de forma extraña. Sus movimientos eran ligeramente entrecortados, como si en vez de moverse mediante músculos ordinarios se limitaran a fluir de una posición a la siguiente.

No son perros, pensó. Son formas de perros.

Hubo otro impacto por debajo de ella. La nieve salió volando hacia arriba. El mundo se inclinó. Notó que la forma del jabalí cambiaba cuando sus músculos se contrajeron y lo mandaron planeando mientras una losa de hielo y roca se desprendía y empezaba el largo descenso hacia la oscuridad.

Susan salió despedida cuando la criatura aterrizó y fue a parar dando tumbos sobre una capa profunda de nieve. Agitó los brazos frenéticamente, esperando empezar a resbalar hacia abajo en cualquier momento.

Lo que pasó, sin embargo, fue que su mano encontró una rama cubierta de nieve. A un par de metros el jabalí estaba tumbado de costado, jadeando y soltando vapor.

Ella se puso de pie. El espolón se había ensanchado hasta dar paso a una colina, sobre la cual había un puñado de árboles congelados.

Los perros habían alcanzado el abismo y estaban dando vueltas, luchando para no resbalar.

Ella vio que los perros podían saltar fácilmente al otro lado. Hasta el jabalí lo había conseguido llevándola a ella encima. Agarró la rama con las dos manos y tiró de ella. La rama se desprendió con un crujido, como un carámbano roto, y ella la blandió como si fuera un garrote.

—Venga —dijo—. ¡Saltad! ¡Atreveos! ¡Venga!

Uno de los perros lo hizo. La rama lo pilló mientras aterrizaba y Susan se revolvió, haciendo girar la rama en sentido ascendente, levantando al animal perplejo del suelo y mandándolo al precipicio.

Por un momento la silueta del perro se estremeció y después, aullando, desapareció en el abismo.

Ella bailó unos pocos pasos de rabia y triunfo.

—¡Sí! ¡Sí! ¿Quién quiere más? ¿Alguien?

Los demás perros la miraron a los ojos y decidieron que ninguno quería más y que no, nadie. Por fin, después de un par de intentos nerviosos, consiguieron dar media vuelta, sin dejar de resbalar, y emprendieron el regreso a la meseta.

Una figura les cortó el paso.

Hacía un momento no estaba allí, pero ahora daba la impresión de ser permanente. Parecía que lo hubieran hecho de nieve, con tres bolas de nieve amontonadas la una sobre la otra. Tenía puntos negros en lugar de ojos. La boca eran más de aquellos puntos formando un semicírculo. Y una zanahoria hacía las veces de nariz.

Y un par de ramas en vez de brazos.

Por lo menos eso parecían desde lejos.

Uno de los brazos tenía agarrado un palo curvado.

Un cuervo vestido con un trozo mojado de papel rojo aterrizó en uno de los brazos.

—¿Pío pío pío? —sugirió—. ¿Feliz solsticio? ¿Chipchipchip? ¿A qué estáis esperando? ¿A la Vigilia de los Puercos?

Los perros retrocedieron.

El muñeco de nieve se sacudió la nieve de encima, dejando al descubierto una figura descarnada y vestida con una túnica negra ondeante.

La Muerte escupió la zanahoria.

Jo. Jo. Jo.

Los cuerpos grises se volvieron borrosos y reverberaron mientras los perros buscaban desesperadamente cambiar de forma.

NO LO HABÉIS PODIDO RESISTIR AL FINAL, ¿EH? ME TEMO QUE HA SIDO UN ERROR.

Tocó la guadaña. La hoja cobró vida de repente con un chasquido.

LA VIDA SE TE ACABA METIENDO ENTRE CEJA Y CEJA —dijo la Muerte, dando un paso adelante—. HABLANDO METAFÓRICAMENTE, CLARO. ES UN HÁBITO QUE CUESTA QUITARSE. UNA BOCANADA DE AIRE NUNCA ES BASTANTE. DESCUBRIRÉIS QUE OS ENTRAN GANAS DE DAR LA SIGUIENTE.

Un perro empezó a resbalar en la nieve y arañó desesperadamente para salvarse de la fría y larga caída.

¿Y SABÉIS? CUANTO MÁS LUCHA UNO POR CADA MOMENTO, MÁS VIVO PERMANECE… Y AHÍ ES DONDE ENTRO YO, POR CIERTO.

El perro que iba en cabeza consiguió, por un instante, convertirse en una figura gris con túnica antes de ser arrastrado de vuelta a su forma anterior.

EL MIEDO TAMBIÉN ES UN ANCLAJE —dijo la Muerte—. TODOS ESOS SENTIDOS, ABIERTOS A TODOS Y CADA UNO DE LOS FRAGMENTOS DEL MUNDO. ESE CORAZÓN QUE LATE. ESE TORRENTE DE SANGRE. ¿NO NOTÁIS CÓMO OS ARRASTRA DE VUELTA?

Una vez más el Auditor consiguió retener la forma durante unos segundos y así pudo decir: ¡No puedes hacer esto, hay normas!

SÍ. HAY NORMAS. PERO VOSOTROS LAS HABÉIS ROTO. ¿CÓMO OS ATREVÉIS? ¿CÓMO OS ATREVÉIS?

La hoja de la guadaña era una línea azul y fina bajo la luz gris.

La Muerte se llevó un dedo flaco a donde habrían estado sus labios y de pronto pareció pensativo.

Y AHORA SOLAMENTE QUEDA UNA ÚLTIMA PREGUNTA, dijo.

Levantó las manos y pareció crecer. La luz centelleó en sus cuencas oculares. Cuando volvió a hablar, cayeron avalanchas en las montañas.

¿HABÉIS SIDO UNOS NIÑOS BUENOS… O UNOS NIÑOS MALOS? JO. JO. JO.

Susan oyó que los aullidos se alejaban hasta apagarse.

El jabalí yacía en la nieve blanca, que ahora estaba teñida de rojo por la sangre. Ella se arrodilló y trató de levantarle la cabeza.

Estaba muerto. Uno de sus ojos miraba la nada. Le colgaba la lengua.

Dentro de ella se acumuló el llanto. La parte diminuta de Susan que permanecía vigilante, la canguro interior, le dijo que no era más que agotamiento y nerviosismo y la resaca de la adrenalina. Que no era posible que estuviera llorando por un cerdo muerto.

El resto de ella le golpeó en el costado con ambos puños.

—¡No puedes hacer esto! ¡Te hemos salvado! ¡Morirte no es lo que se supone que debes hacer! Se levantó una brisa.

Algo se movió en el paisaje, algo que iba por debajo de la nieve. Las ramas de los árboles vetustos se agitaron suavemente, dejando caer pequeñas agujas de hielo.

Salió el sol.

La luz bañó a Susan como un vendaval silencioso. Resultaba cegadora. Ella se agazapó, levantando el antebrazo para taparse los ojos. La enorme bola roja empezó a convertir en fuego la escarcha de las ramas invernales.

La luz dorada golpeó las cúspides de las montañas, convirtiendo cada una de ellas en un volcán cegador y silencioso. Después avanzó, derramándose en los valles y subiendo con estruendo las laderas, imparable…

Se oyó un gemido.

Donde antes estaba el jabalí ahora había un hombre tumbado en la nieve.

Estaba desnudo salvo por un taparrabos de piel de animal.

Tenía el pelo largo y recogido en una gruesa trenza que le caía por la espalda, tan apelmazada por la sangre y la grasa que parecía de felpa. Y estaba sangrando por todas las partes donde lo habían cogido los perros.

Susan se quedó mirando un momento, y luego, pensando con algo que no era la cabeza, arrancó metódicamente varias tiras de tela de sus enaguas para vendar las heridas más desagradables.

Aptitudes, dijo la parte pequeña de su mente. Una cabeza racional en situaciones de emergencia.

Un algo racional, por lo menos.

Probablemente sea alguna clase de defecto de carácter.

El hombre estaba tatuado. Por debajo de la sangre tenía la piel cubierta de remolinos y espirales azules.

Abrió los ojos y miró el cielo.

—¿Puedes levantarte?

La mirada del hombre se volvió hacia ella. Intentó moverse pero volvió a caer hacia atrás.

Al final ella se las apañó para incorporar al hombre y dejarlo sentado. Él se tambaleó mientras Susan le ponía uno de sus brazos alrededor de los hombros de ella y le ayudaba a ponerse de pie. Ella intentó con todas sus fuerzas no hacer caso del hedor, que tenía una fuerza casi física.

Lo más fácil parecía ser ir colina abajo. Aunque el cerebro del hombre todavía no funcionara, sus pies parecieron entender la idea.

Bajaron dando bandazos por los bosques helados, mientras la nieve emitía un resplandor anaranjado bajo el sol naciente. En las hondonadas acechaba una penumbra fría y azul, como pequeños remansos de invierno.

Al lado de ella el hombre tatuado dio un gorgoteo. Se soltó de ella y aterrizó de rodillas sobre la nieve, agarrándose la garganta y asfixiándose. Su respiración sonaba como una sierra.

—¿Y ahora qué? ¿Qué problema hay? ¿Qué problema hay?

Él la miró con los ojos en blanco y se volvió a llevar las manos a la garganta.

—¿Te has atragantado? —Ella la palmeó la espalda con todas sus fuerzas, pero ahora el hombre estaba a cuatro patas en el suelo, luchando por respirar.

Susan le puso las manos por debajo de los hombros, lo puso de pie y luego le rodeó la cintura con los brazos. Oh dioses, ¿cómo funcionaba aquello?, si hasta había recibido lecciones para hacerlo, a ver, ¿no había que cerrar un puño y luego rodearlo con otra mano y luego tirar hacia arriba y hacia dentro, así…?

El hombre tosió y algo rebotó en un árbol y aterrizó en la nieve.

Ella se arrodilló para echarle un vistazo. Era una judía pequeña y negra.

Un pájaro trinó en una rama alta. Ella levantó la vista. Un carrizo se meció en dirección a ella y revoloteó hasta otra rama.

Cuando volvió a bajar la vista, el hombre había cambiado. Ahora llevaba ropa, pieles gruesas, con una capucha y botas de piel. Se apoyaba en una lanza con punta de piedra y parecía mucho más fuerte.

Algo corrió por entre los árboles, apenas visible salvo por su sombra. Por un momento Susan vislumbró una liebre blanca antes de que se alejara saltando por un nuevo camino.

Ella volvió a mirar. Ahora las pieles habían desaparecido y el hombre parecía mayor, aunque tenía los mismos ojos. Llevaba una túnica blanca y gruesa y tenía mucho aspecto de sacerdote.

Cuando un pájaro volvió a cantar, ella no apartó la vista. Y se dio cuenta de que se había equivocado al pensar que el hombre cambiaba igual que pasan las páginas de un libro. Todas las imágenes estaban presentes al mismo tiempo, junto con muchas otras. Lo que uno veía dependía de cómo mirara.

Sí. Es una suerte que yo esté experimentada y totalmente acostumbrada a estas cosas, pensó ella. Si no, ahora estaría bastante preocupada…

Ahora estaban en el margen del bosque.

Un poco más allá, cuatro jabalíes enormes esperaban soltando bocanadas de vapor, delante de un trineo que tenía aspecto de estar construido a base de árboles toscamente limpiados de ramas. En la madera ennegrecida había caras, posiblemente talladas a piedra o posiblemente grabadas a lluvia y a viento.

Papá Puerco se subió al trineo y se sentó. En los últimos metros había ganado peso y ahora era casi imposible ver otra cosa que a aquel hombre enorme con su túnica roja, en cuya tela se iban formando cristales de hielo aquí y allí. Solamente en ciertos destellos ocasionales de la escarcha se adivinaba algún atisbo de pelo o de colmillos.

Se reacomodó en el asiento y luego estiró un brazo para extraer una barba postiza, que sostuvo en alto con gesto interrogante.

LO SIENTO —dijo una voz desde detrás de Susan—. ES MÍA.

Papá Puerco saludó con la cabeza a la Muerte, como un artesano a otro, y luego a Susan. Ella no estaba segura de si le estaba dando las gracias: era más bien un gesto de reconocimiento, de admitir que ciertamente se había hecho algo que tenía que hacerse. Pero no era dar las gracias.

Luego dio una sacudida a las riendas y chasqueó la lengua y el trineo se alejó patinando.

Ellos lo miraron alejarse.

—Recuerdo haber oído —dijo Susan en tono distante— que la idea de que Papá Puerco lleva un traje rojo y blanco se inventó hace bastante poco.

NO. SE RECORDÓ HACE POCO.

Ahora Papá Puerco era un punto rojo al otro lado del valle.

—Bueno, este es el final del camino para este vestido —dijo Susan—. Me gustaría preguntar, por puro interés académico… tú estabas seguro de que yo iba a sobrevivir, ¿verdad?

TENÍA BASTANTE CONFIANZA.

—Ah, pues muy bien.

TE LLEVO DE VUELTA A CASA, dijo la Muerte, al cabo de un momento.

—Gracias. Ahora… dime…

¿QUÉ HABRÍA PASADO SI NO LO HUBIERAS SALVADO?

—¡Sí! El sol habría salido igualmente, ¿no?

NO.

—Oh, vamos. No puedes esperar que me lo crea. Es un hecho astronómico.

EL SOL NO HABRÍA SALIDO.

Ella se volvió hacia él.

—¡Ha sido una noche dura, abuelo! ¡Estoy cansada y necesito bañarme! ¡No estoy para jueguecitos!

EL SOL NO HABRÍA SALIDO.

—¿En serio? Entonces, ¿qué habría pasado, si puedo preguntarlo?

QUE UNA SIMPLE BOLA DE GAS INCANDESCENTE HABRÍA ILUMINADO EL MUNDO.

Caminaron en silencio durante un momento.

—Ah —dijo Susan en tono aburrido—. Truquitos con las palabras. Yo pensaba que tenías una mente un poco más literal que eso.

MÍ MENTE ES LITERAL POR ENCIMA DE TODO. LOS TRUCOS CON LAS PALABRAS SON DONDE VIVEN LOS HUMANOS.

—Muy bien —dijo Susan—. No soy tonta. Me estás diciendo que los humanos necesitan… fantasías para hacer la vida soportable, ¿no?

¿DE VERAS? ¿COMO SI FUERA UNA ESPECIE DE PÍLDORA ROSA? NO. LOS HUMANOS NECESITAN LA FANTASÍA PARA SER HUMANOS. PARA SER EL PUNTO DONDE EL ÁNGEL QUE CAE SE ENCUENTRA CON EL SIMIO QUE SE ALZA.

—¿Hadas de los dientes? ¿Papá Puerco? ¿Pequeñas…?

SÍ. A MODO DE PRÁCTICA. HAY QUE EMPEZAR APRENDIENDO A CREER EN LAS MENTIRAS PEQUEÑAS.

—¿Para que podamos creer en las grandes?

Sí. LA JUSTICIA. LA COMPASIÓN. EL DEBER. ESAS COSAS.

—¡No son lo mismo en absoluto!

¿ESO CREES? ENTONCES COGE EL UNIVERSO Y MUÉLELO HASTA QUE NO SEA MÁS QUE UN POLVILLO FINO Y PÁSALO POR EL MÁS FINO DE LOS TAMICES Y ENTONCES ENSÉÑAME UN SOLO ÁTOMO DE JUSTICIA, UNA MOLÉCULA DE COMPASIÓN. Y SIN EMBARGO…

La Muerte hizo un gesto con la mano.

Y SIN EMBARGO ACTUÁIS COMO SI EXISTIERA UN ORDEN IDEAL EN EL MUNDO. COMO SI HUBIERA UNA… UNA CORRECCIÓN EN EL UNIVERSO POR LA CUAL ESTE PUEDE SER JUZGADO.

—Sí, pero la gente tiene que creer en eso, de otra manera qué sentido tiene…

EXACTAMENTE LO QUE YO DECÍA.

Ella intentó ensamblar sus pensamientos.

HAY UN LUGAR DONDE DOS GALAXIAS LLEVAN COLISIONANDO UN MILLÓN DE AÑOS —dijo la Muerte, sin venir a cuento de nada—. NO INTENTES DECIRME A MÍ QUE ESO ESTÁ BIEN.

—Sí, pero la gente no piensa en esas cosas —dijo Susan. En alguna parte había una cama…

CORRECTO. LAS ESTRELLAS EXPLOTAN, LOS MUNDOS CHOCAN, APENAS HAY SITIOS EN EL UNIVERSO DONDE LOS HUMANOS PUEDAN VIVIR SIN CONGELARSE NI FREÍRSE, Y SIN EMBARGO TÚ PIENSAS QUE UNA… UNA CAMA ES UNA COSA NORMAL. ES EL MÁS ASOMBROSO DE LOS TALENTOS.

—¿Un talento?

OH, SÍ. UN TIPO MUY ESPECIAL DE ESTUPIDEZ. CREÉIS QUE EL UNIVERSO ENTERO ESTÁ DENTRO DE VUESTRAS CABEZAS.

—Haces que parezcamos locos —dijo Susan. Una cama caliente y agradable…

NO. NECESITÁIS CREER EN COSAS QUE NO SON CIERTAS. SI NO, ¿CÓMO PUEDEN LLEGAR A SERLO? —dijo la Muerte ayudándola a montarse en Binky.

—Estas montañas —dijo Susan, mientras el caballo se elevaba—. ¿Son montañas de verdad, o bien alguna clase de sombras?

SÍ.

Susan sabía que aquello era todo lo que iba a sacarle.

—Esto… he perdido la espada. Está en alguna parte del país del Hada de los Dientes.

La Muerte se encogió de hombros.

PUEDO FABRICAR OTRA.

—¿Ah, sí?

OH, SÍ. ME DARÁ ALGO QUE HACER. NO TE PREOCUPES POR ESO.

* * *

El Prefecto Mayor se dedicó a silbar jovialmente para sí mismo mientras se pasaba un peine por la barba por segunda vez y se rociaba generosamente con lo que resultaría ser un preparado de extracto de comadreja para eliminar demonios en lugar de, tal como él había dado por sentado, una agradable esencia masculina.[21] Luego salió a su estudio.

—Lamento el retraso, pero… —empezó a decir.

Allí no había nadie. Solamente el sonido, muy a lo lejos, de alguien que se sonaba la nariz mezclado con el clinclinclinclín de la magia al desvanecerse.

* * *

La luz ya estaba tiñendo de dorado la cúspide de la Torre del Arte cuando Binky trotó hasta detenerse en medio del aire junto al balcón del cuarto de los niños. Susan se apeó sobre la nieve recién caída y se quedó de pie, vacilante, durante un momento. Cuando alguien te llevaba a casa aunque no le viniera de paso era una simple cuestión de cortesía el invitarle a entrar. Por otro lado…

¿TE GUSTARÍA VENIR A CASA PARA LA CENA DE LA VIGILIA DE LOS PUERCOS?, dijo la Muerte. Su voz sonaba esperanzada. ALBERT ESTÁ FRIENDO UN PUDÍN.

—¿Friendo un pudín?

ALBERT ENTIENDE EL CONCEPTO DE FREÍR. Y CREO QUE ESTÁ HACIENDO MERMELADA. CIERTAMENTE LO MENCIONABA CADA DOS POR TRES.

—Yo… ejem… de verdad que me necesitan aquí —dijo Susan—. Los Gaiter tienen muchas visitas. Amigos del trabajo de él. Probablemente todo el día va a ser… Más o menos voy a tener que cuidar de los niños…

ALGUIEN TIENE QUE HACERLO.

—Esto… ¿quieres tomar algo antes de irte? —se rindió Susan.

UNA TAZA DE CHOCOLATE SERÍA APROPIADA DADAS LAS CIRCUNSTANCIAS.

—Bien. Hay galletas en la lata de la repisa de la chimenea.

Susan se metió aliviada en la cocina diminuta.

La Muerte se sentó en la silla crujiente de mimbre, enterró los pies en la alfombra y miró a su alrededor con curiosidad. Oyó el repiqueteo de las tazas, después un ruido como de un grito ahogado y después el silencio.

La Muerte cogió una galleta de la lata. Había dos calcetines llenos colgando de la repisa de la chimenea. Los palpó con satisfacción profesional y luego volvió a sentarse y observó el papel de las paredes del cuarto de juegos. Parecía tener dibujos de conejos con chalecos, entre otra fauna. No le sorprendió. La Muerte se presentaba en persona de vez en cuando incluso para los conejos, simplemente para comprobar que el proceso funcionaba correctamente. Nunca había visto uno con chaleco. No esperaría encontrar ningún chaleco. Por lo menos no esperaría encontrar chalecos si no tuviera cierta experiencia con la forma en que los humanos retrataban el universo. Dadas las circunstancias, era una suerte que no les hubieran puesto también relojes de oro y sombreros de copa.

A los humanos también les gustaban los cerdos danzarines. Y los corderos con sombrero. Por lo que la Muerte sabía, la única razón que tenían los humanos para relacionarse con cerdos y corderos era como preludio a las chuletas y salchichas. La razón de que también los vistieran elegantemente en los papeles de pared para niños era un misterio. Hola, pequeñines, esto es lo que vais a comer… Tenía la impresión de que si pudiera encontrar la clave de aquello, sabría mucho más de los seres humanos.

Su mirada deambuló hasta la puerta. Allí estaban colgados el abrigo y el sombrero de institutriz de Susan. El abrigo era gris y también lo era el sombrero. Gris y redondo y soso. La Muerte no sabía muchas cosas de la psique humana, pero sí que reconocía la coloración protectora cuando la veía.

La sosez. Solamente los humanos podían haber inventado algo así. Menuda imaginación tenían.

La puerta se abrió.

Para su horror, la Muerte vio que una figura infantil de sexo indeterminable salía del dormitorio, cruzaba la sala con expresión soñolienta y descolgaba los calcetines de la repisa de la chimenea. Ya estaba a medio cruzar la sala de vuelta cuando lo vio a él, se detuvo y se limitó a mirarlo con cara pensativa.

Él sabía que los niños pequeños lo podían ver porque todavía no habían desarrollado esa ceguera selectiva y conveniente que viene con el presentimiento de la mortalidad personal. Se sentía un poco avergonzado.

—Susan tiene un atizador, ¿sabes? —dijo la criatura, como deseosa de ayudarlo.

VAYA, VAYA. HAY QUE VER. POBRE DE MÍ.

—Yo penzaba… pensaba que a estas alturas todos lo sabíais. La zemana… la semana pasada levantó a un hombre del saco por la nariz.

La Muerte intentó imaginarse aquello. Estaba seguro de que había entendido mal la frase, pero tampoco sonaba mucho mejor de ninguna forma en que reordenara las palabras.

—Voy a darle su calcetín a Gawain y luego vendré a mirar —dijo la criatura. Y salió con pasos silenciosos.

ESTO… ¿SUSAN?, dijo la Muerte, pidiendo refuerzos.

Susan salió de la cocina caminando hacia atrás, con un hervidor negro en la mano.

Detrás de ella había una figura. Bajo la penumbra la espada emitía un resplandor azul a lo largo de su hoja. El resplandor se reflejaba en un ojo de cristal.

—Vaya, vaya —dijo Teatime, en voz baja, mirando a la Muerte—. Esto sí que no me lo esperaba. ¿Un asunto de familia?

La espada zumbó hacia un lado y hacia otro.

—Me pregunto —dijo Teatime— si es posible matar a la Muerte. Esta debe de ser una espada muy especial, y está claro que aquí sí que funciona… —Se llevó una mano a la boca durante un momento y soltó una risita—. Y por supuesto, es posible que no se considere asesinato. Posiblemente sea un acto cívico. Sería, como se suele decir, la gorda. Póngase de pie, señor. Puede que tenga usted algún conocimiento personal de su propia vulnerabilidad, pero estoy casi convencido de que nuestra Susan moriría definitivamente, así que preferiría que no intentara usted ningún truco del último momento.

YO SOY EL ÚLTIMO MOMENTO, dijo la Muerte, poniéndose de pie.

Teatime dio un rodeo con cuidado en torno a él, con la punta de su espada trazando pequeñas curvas en el aire.

De la habitación de al lado vino el sonido de alguien intentando hacer sonar un silbato por lo bajo.

Susan miró a su abuelo.

—No recuerdo que pidieran nada que hiciera ruido —dijo.

OH, TIENE QUE HABER ALGO EN EL CALCETÍN QUE HAGA RUIDO, dijo la Muerte. SI NO, ¿PARA QUÉ SIRVEN LAS CUATRO Y MEDIA DE LA MADRUGADA?

—¿Hay niños? —dijo Teatime—. Ah, sí, claro. Llámalos.

—¡Por supuesto que no!

—Será instructivo —dijo Teatime—. Educativo. Y cuando tu adversario es la Muerte, es inevitable ser el bueno.

Señaló con la espada a Susan.

—He dicho que los llames.

Susan echó un vistazo esperanzado a su abuelo. Él asintió. Por un momento a Susan le pareció ver que el resplandor de una de sus cuencas se apagaba y se encendía, el equivalente de la Muerte a un guiño. «Tiene un plan. Puede detener el tiempo. Puede hacer lo que quiera. Tiene un plan.»

—¿Gawain? ¿Twyla?

En la habitación de al lado se detuvieron los ruidos amortiguados. Se oyeron pasos suaves y en la puerta aparecieron dos caras solemnes.

—Ah, entrad, entrad, chiquitines con ricitos —dijo Teatime en tono animado.

Gawain clavó en él una mirada de acero.

Un error más, pensó Susan. Si los hubiera llamado pequeños bastardos los habría tenido de su lado. Pero ellos se dan cuenta cuando les tomas el pelo.

—He atrapado a este hombre del saco —dijo Teatime—. ¿Qué hacemos con él?

Las dos caras se giraron hacia la Muerte. Twyla se metió el pulgar en la boca.

—Solo es un esqueleto —dijo Gawain en tono crítico.

Susan abrió la boca y la espada se balanceó hacia ella. Volvió a cerrar la boca.

—Sí, un esqueleto espantoso, horrible y feo —dijo Teatime—. Qué miedo, ¿eh?

Se oyó un «pop» flojito cuando Twyla se sacó el pulgar de la boca.

—Se está comiendo una cateta —dijo.

—Galleta —la corrigió Susan automáticamente. Empezó a balancear el hervidor con gesto distraído.

—¡Un hombre de hueso horripilante con una túnica negra! —dijo Teatime, consciente de que las cosas no estaban yendo del todo en la dirección correcta.

Se giró para mirar a Susan.

—Estás jugueteando con ese hervidor —dijo—. O sea que supongo que estás pensando en hacer algo creativo. Déjalo, por favor. Despacio.

Susan se arrodilló lentamente y dejó el hervidor en la chimenea.

—Ja, no da mucho miedo, son solo huesos —dijo Gawain en tono desdeñoso—. Y además Willie el mozo de los establos me ha prometido un cráneo de caballo de verdad. Y me voy a hacer un casco con él igual que el general Tacticus cuando quería asustar a la gente. Y además está ahí sin hacer nada. Ni siquiera hace: «uuuh uuuuh». Y además eres tú el que da miedo. Tienes un ojo raro.

—¿En serio? Pues vamos a ver cuánto miedo puedo dar —dijo Teatime. El fuego azul crepitó a lo largo de la espada mientras él la levantaba.

Susan cerró la mano en torno al atizador.

Teatime la vio cuando se empezaba a girar. Se colocó detrás de la Muerte con la espada en alto.

Susan lanzó el atizador hacia delante por encima del hombro. El atizador hizo un ruido desgarrado al cortar el aire y dejó un rastro de chispas.

Golpeó en la túnica de la Muerte y desapareció.

La Muerte parpadeó.

Teatime sonrió a Susan.

Se giró y miró con cara distraída la espada que tenía en la mano.

La espada se le cayó de los dedos.

La Muerte se giró, la cogió por la empuñadura mientras caía dando vueltas y convirtió su caída en una curva ascendente.

Teatime miró el atizador que tenía clavado en el pecho mientras se doblaba sobre sí mismo.

—Oh, no —dijo—. No puede ser que te haya atravesado. ¡Estás lleno de costillas y cosas!

Se oyó otro «pop» al extraer Twyla su pulgar, y dijo:

—Solamente mata monstruos.

—Para el tiempo ahora —ordenó Susan.

La Muerte chasqueó los dedos. La sala adoptó ese tono púrpura grisáceo del tiempo estacionario. El reloj dejó de hacer tictac.

—¡Me has hecho un guiño! ¡Creía que tenías un plan!

POR SUPUESTO. OH, SÍ. TENÍA PLANEADO VER QUÉ HACÍAS.

—¿Sin más?

ESTÁS LLENA DE RECURSOS. Y POR SUPUESTO, HAS TENIDO UNA EDUCACIÓN.

¿Cómo?

YO HE AÑADIDO LAS CHISPITAS Y EL SONIDO, SIN EMBARGO. ME HA PARECIDO QUE SERÍA APROPIADO.

—¿Y si yo no hubiera hecho nada?

SUPONGO QUE SE ME HABRÍA OCURRIDO ALGO. ALGO EN EL ÚLTIMO MOMENTO.

—¡Ese era el último momento!

SIEMPRE HAY TIEMPO PARA OTRO ÚLTIMO MOMENTO.

—¡Los niños han tenido que verlo!

EDUCATIVO. EL MUNDO LES DARÁ MUY PRONTO UNA LECCIÓN SOBRE MONSTRUOS. QUE SE ACUERDEN DE QUE SIEMPRE QUEDA EL ATIZADOR.

—Pero han visto que era humano…

CREO QUE TENÍAN UNA IDEA BASTANTE PRECISA DE LO QUE ERA.

La Muerte dio un golpecito al cuerpo de Teatime con el pie.

DEJE DE HACERSE EL MUERTO, SEÑOR TÉ-A-TÍ-ME.

El fantasma del Asesino salió disparado hacia arriba como el muñeco de una caja de sorpresas, con una sonrisa enorme y ligeramente desquiciada.

—¡Acertaste!

POR SUPUESTO.

Teatime empezó a desvanecerse.

YO ME LLEVARÉ EL CUERPO —dijo la Muerte—. ESO EVITARÁ PREGUNTAS INCONVENIENTES.

—¿Para qué hizo todo lo que hizo? —dijo Susan—. O sea, ¿por qué? ¿Por dinero? ¿Poder?

HAY GENTE QUE HARÍA CUALQUIER COSA POR LA PURA FASCINACIÓN DE HACERLO —dijo la Muerte—. O POR LA FAMA. O PORQUE NO DEBERÍAN.

La Muerte recogió el cadáver y se lo echó al hombro. Se oyó un ruido de algo que rebotaba en la chimenea. Él se giró y vaciló.

ESTO… ¿SABÍAS QUE EL ATIZADOR ME IBA A ATRAVESAR?

Susan se dio cuenta de que estaba temblando.

—Claro. En esta habitación es muy poderoso.

¿NUNCA TUVISTE NINGUNA DUDA?

Susan vaciló y luego sonrió.

—Tenía bastante confianza —dijo.

AH. —Su abuelo la miró durante un momento y a ella le pareció detectar apenas un atisbo de duda—. POR SUPUESTO. POR SUPUESTO. DIME, ¿TIENES PLANEADO PRACTICAR LA ENSEÑANZA A MAYOR ESCALA?

—No lo tenía en mente.

La Muerte se giró hacia el balcón y luego pareció recordar algo más. Se hurgó debajo de la túnica.

HE HECHO ESTO PARA TI.

Ella extendió la mano y cogió un trozo de cartulina mojada. De la parte inferior caían gotas de agua. Más o menos en el medio, parecía que alguien había pegado unas cuantas plumas marrones.

—Gracias. Ejem… ¿qué es?

ALBERT DIJO QUE TENÍA QUE TENER NIEVE, PERO PARECE QUE SE HA DERRETIDO —dijo la Muerte—. ES, POR SUPUESTO, UNA TARJETA DE FELICITACIÓN DE LA VlGILIA.

—Oh.

TAMBIÉN TENÍA QUE HABER UN PETIRROJO, PERO TUVE UNAS DIFICULTADES CONSIDERABLES AL INTENTAR QUE SE QUEDARA.

—Ah…

NO SE MOSTRABA COOPERATIVO EN ABSOLUTO.

—¿En serio…?

NO DIO NINGUNA MUESTRA DE ENTRAR EN EL ESPÍRITU DE LA VIGILIA DE LOS PUERCOS.

—Oh. Ejem. Bien. ¿Abuelo?

¿SÍ?

—¿Por qué? Es decir, ¿por qué has hecho todo esto?

El se quedó bastante quieto un momento, como si estuviera ensayando frases mentalmente.

CREO QUE TIENE QUE VER CON LAS COSECHAS —dijo por fin—. SÍ. ESO ES. Y PORQUE LOS HUMANOS SON TAN INTERESANTES QUE HASTA HAN INVENTADO LA SOSEZ. ES ASOMBROSO.

—Oh.

BUENO PUES… FELIZ VIGILIA DE LOS PUERCOS.

—Sí. Feliz Vigilia de los Puercos.

La Muerte se detuvo otra vez, frente a la ventana.

Y BUENAS NOCHES, NIÑOS… DE TODAS PARTES.

* * *

El cuervo revoloteó hasta posarse en un tronco cubierto de nieve. Su prótesis de pecho rojo estaba desgarrada y le colgaba inútilmente por detrás.

—Mira que ni siquiera llevarnos a casa… —dijo entre dientes—. Mira esto, ¿quieres? Nieve y páramos helados por todas partes. Ya no puedo volar ni un centímetro más. Me podría morir de hambre aquí, ¿sabes? ¡Ja! La gente no para de hablar a todas horas del reciclaje, pero pruebas un poco de ecología práctica y ellos… no… quieren… saber… nada. ¡Ja! Me apuesto a que a un petirrojo sí que lo llevarían a casa. Oh, .

IUC —dijo la Muerte de las Ratas en tono comprensivo, y luego olisqueó.

El cuervo vio que la pequeña figura encapuchada escarbaba en la nieve.

—Así que me limitaré a morir congelado aquí, ¿vale? —dijo lúgubremente—. Un manojo patético de plumas con mis patitas retorcidas de frío. Ni siquiera voy a ser una buena comida para nadie, y déjame que te diga que en mi especie es una desgracia morirse tan flac…

Entonces vio que debajo de la nieve había algo de un color blanco más sucio. Y a medida que la rata seguía escarbando, salió a la luz algo que muy bien podría haber sido una oreja.

El cuervo mantuvo la mirada fija.

—¡Es una oveja! —dijo.

La Muerte de las Ratas asintió con la cabeza.

—¡Una oveja entera![22]

IIIC.

—¡Oh, uau! —dijo el cuervo, brincando hacia delante y con los ojos dando vueltas—. ¡Eh, y apenas se ha enfriado!

La Muerte de las Ratas le dio unas palmaditas felices en el ala.

IIIC-YIC. YIK-IIIC.

—Vaya, gracias. Lo mismo digo…

* * *

Muy, muy lejos de allí y mucho, mucho tiempo atrás, se abrió la puerta de una tienda. El pequeño fabricante de juguetes acudió a toda prisa procedente del taller de la trastienda y se detuvo como si, en admirable previsión, hubiera caído muerto.

TIENE USTED UN CABALLITO DE BALANCÍN MUY GRANDE EN EL ESCAPARATE —dijo el nuevo cliente.

—Ah, sí, sí, SÍ. —El tendero manoseó nerviosamente sus gafas de montura cuadrada. No había oído el timbre y aquello le preocupaba—. Pero me temo que es solamente para exposición, se trata de un encargo especial de lord…

NO. YO SE LO COMPRO.

—No, pero es que oiga…

¿HAY OTROS JUGUETES?

—Sí, claro, pero…

ENTONCES ME LLEVO EL CABALLO. ¿CUÁNTO LE HABRÍA PAGADO ESTE LORD QUE DICE?

—Esto, acordamos doce dólares, pero…

YO LE DOY CINCUENTA —dijo el cliente.

El pequeño tendero se detuvo a media queja y arrancó de nuevo a media codicia. En efecto, había otros juguetes, se dijo a sí mismo a toda prisa. Y aquel cliente, pensó en un alarde de premonición, parecía de esa gente que no aceptaba un no por respuesta y que casi nunca se molestaba en hacer la pregunta correspondiente. Lord Selachii se enfadaría, pero lord Selachii no estaba presente. El desconocido, por otro lado, sí que estaba presente. Increíblemente presente.

—Esto… bueno, dadas las circunstancias… esto… ¿quiere que se lo envuelva?

NO. ME LO LLEVARÉ TAL COMO ESTÁ. GRACIAS. Y SALDRÉ POR DETRÁS, SI NO LE IMPORTA.

—Esto… ¿y cómo ha entrado? —dijo el tendero, sacando el caballito del escaparate.

ATRAVESANDO LA PARED. ES MUCHO MÁS CONVENIENTE QUE BAJAR POR LA CHIMENEA, ¿NO LE PARECE?

La aparición dejó caer una bolsita tintineante sobre el mostrador y levantó el caballito sin esfuerzo. El tendero no estaba en posición de aferrarse a nada. Hasta la cena de la noche anterior estaba amenazando con abandonarlo.

La figura miró las estanterías restantes.

HACE USTED BUENOS JUGUETES.

—Esto… gracias.

POR CIERTO, —dijo el cliente, mientras se marchaba— HAY UN NIÑITO AHÍ FUERA CON LA NARIZ CONGELADA Y PEGADA AL CRISTAL. UN POCO DE AGUA TIBIA DEBERÍA IR DE PERLAS.

La Muerte salió caminando a donde Binky lo esperaba en la nieve y ató el caballito de juguete detrás de la silla de montar.

ALBERT VA A ESTAR MUY CONTENTO. NO PUEDO ESPERAR A VER SU CARA. JO. JO. JO.

* * *

Mientras la luz de la Vigilia de los Puercos se resbalaba de las torres de la Universidad Invisible, el Bibliotecario se coló en la Gran Sala con unas partituras firmemente agarradas en los pies.

Mientras la luz de la Vigilia de los Puercos iluminaba las torres de la Universidad Invisible, el archicanciller se sentó en su estudio dejando escapar un suspiro y se quitó las botas.

Había sido una noche puñeteramente larga, de eso no había duda. Un montón de cosas extrañas. La primera vez que había visto echarse a llorar al Prefecto Mayor, por ejemplo.

Ridcully echó un vistazo a la puerta del nuevo cuarto de baño. Bueno, había resuelto los problemas iniciales, y una buena ducha tibia lo dejaría como nuevo. Y luego podía ir bien limpito al recital de órgano.

Se quitó el sombrero y alguien cayó del mismo con un tintineo. Un gnomo diminuto rodó por el suelo.

Oh, otro. Pensaba que nos habíamos deshecho de todos vosotros —dijo Ridcully—. ¿Y tú qué eres?

El gnomo lo miró con expresión nerviosa.

Esto… ¿se acuerda de que cada vez que había otra aparición mágica oía usted un ruido de, ejem, cascabeles? —dijo. Su expresión sugería que se estaba acercando a algo que sabía que le iba a reportar un guantazo.

¿Sí?

El gnomo sostuvo en alto unas campanillas muy pequeñitas y las agitó nerviosamente. Hicieron clinclinclinclín en un tono muy triste.

Suena bien, ¿eh? Era yo. Soy el Hada del clinclinclinclín.

Largo de aquí.

También hago efectos especiales a base de polvo de hadas centelleante acompañado de un «tuing», si le gusta.

¡Largo!

¿Qué le parece «Las campanas de San Ungulante»? —preguntó el gnomo a la desesperada—. Típica de esta época del año. Muy bonita. ¿Por qué no canta conmigo? Dice así: «Las campanas [clong] de San [clangj…».

Ridcully le asestó un golpe directo con el pato de goma y el gnomo se escapó por el rebosadero del baño. De las tuberías vino un eco de palabrotas y el tañido espontáneo de campanillas.

Por fin en paz absoluta, el archicanciller se quitó la túnica.

Para cuando el Bibliotecario terminó de bombear, los remaches de los tanques de almacenamiento del órgano chirriaban. Satisfecho, trepó al asiento con los nudillos y se detuvo para inspeccionar, con enorme satisfacción, los teclados que tenía delante.

El enfoque que daba Jodido Estúpido Johnson a la música era similar a su enfoque hacia cualquier campo que su genialidad hubiera acariciado de la misma forma en que a un campo de patatas lo toca una helada tardía. Haz que suene fuerte, decía. Hazlo ancho. Que lo abarque todo. Y así es como el Gran Órgano de la Universidad Invisible era el único del mundo donde uno podía tocar una sinfonía entera orquestada para tormenta eléctrica y ruido de sapos aplastados.

Del gorro de baño puntiagudo de Mustrum Ridcully caía una cascada de agua tibia.

El señor Johnson había diseñado, seguramente no a propósito, un cuarto de baño perfecto: o por lo menos perfecto para cantar en él. Los ecos y la resonancia de las tuberías pulían todas las pequeñas imperfecciones y le daban una voz grave y poderosa hasta al cantante más enclenque.

Así que Ridcully cantó.

… cuando yo salía dadadadadada a hacer no me acuerdo qué y a coger el dadadada, vislumbré a una guapa señoríiiita, creo que era, y entonces…

Los tubos del órgano zumbaban de tanta energía contenida. El Bibliotecario hizo crujir sus nudillos. Aquello le llevó algún tiempo. Luego tiró de la válvula que soltaba la presión.

El zumbido se convirtió en un repiqueteo imperioso.

Con mucho cuidado, pisó el pedal del embrague.

Ridcully dejó de cantar cuando los tonos del órgano entraron por la pared.

Música para el baño, ¿eh?, pensó. Justo lo que necesito.

Era una lástima que todo lo amortiguaran las instalaciones del cuarto de baño, sin embargo.

Fue en aquel punto cuando se fijó en una palanquita que decía «Tuberías musicales».

Ridcully, que era un hombre que nunca se preguntaba para qué servía cualquier clase de interruptor cuando era mucho más rápido y fácil averiguarlo pulsándolo, hizo precisamente eso. Pero en lugar de la música que estaba esperando, la única recompensa que recibió fue simplemente el que varios paneles de gran tamaño se desplazaran de lado y en silencio, revelando hilera tras hilera de grifos de latón.

Ahora el Bibliotecario estaba perdido, soñando en alas de la música. Sus manos y pies bailaban sobre los teclados, avanzando a golpecitos hacia el crescendo que terminaba el primer movimiento de la Suite Catastrófica de Bubbla.

Con un pie accionó el dispositivo de poscombustión mientras con el otro hacía girar la válvula del cilindro del óxido nítrico.

Ridcully dio una serie de golpecitos en las bocas de los grifos.

No pasó nada. Volvió a mirar los controles y se dio cuenta de que nunca antes había tirado de la palanquita de latón que decía «Conexión con el órgano».

Hizo precisamente eso. Pero aquello no causó ningún torrente de agradable acompañamiento musical al baño. No hubo mas que un ruido sordo y un gorgoteo lejano que fue aumentando de volumen.

Por fin se rindió y continuó enjabonándose el pecho.

…la carrera de los ciervos, el jugueteo del… ¿eh? ¿Qué…?

Aquel mismo día hizo que volvieran a entablar la entrada del baño y que pusieran un letrero en la puerta que decía: «No usar bajo ninguna circunstancia. Esto es IMPORTANTE».

Sin embargo, cuando Modo entabló la puerta no metió los clavos del todo, sino que dejó que sobresalieran un poquito para después poder cogerlos con las tenazas, cuando le dijeran que los sacara. Nunca cuestionaba nada y nunca se quejaba, simplemente tenía un buen conocimiento profesional de la mente de los magos.

El jabón no llegaron a encontrarlo nunca.

* * *

Ponder y sus compañeros de clase miraron a Hex con cautela.

No puede pararse, ya sabes, sin más —dijo Adrián «Loco Drongo» Turnipseed.

Las hormigas no se mueven —dijo Ponder. Suspiró—. Muy bien, vuelve a poner la cosa de las narices.

Adrián volvió a colocar con cuidado el osito de peluche pequeño y mullido encima del teclado de Hex. Las cosas empezaron a zumbar de inmediato. Las hormigas reanudaron el trote. El ratón soltó un chillido.

Ya habían probado lo mismo tres veces.

Ponder volvió a mirar la única frase que Hex había escrito. +++ ¡Es Mío! ¡Buaaaaa! +++

La verdad es —dijo en tono lúgubre— que creo que no quiero decirle al archicanciller que esta máquina para de funcionar si le quitamos su osito de peluche. Simplemente creo que no quiero vivir en un mundo así.

Ejem… —dijo Loco Drongo—. Siempre se puede, ya sabes, decir que necesita funcionar con el OPM activado…

¿Y eso te parece mejor? —preguntó Ponder, reticente. Ni siquiera se podía decir que fuera una representación muy realista de un oso.

¿Me preguntas si es mejor que «osito de peluche» mullido?

Ponder asintió:

Sí, es mejor —dijo.

* * *

De todos los regalos que Papá Puerco le había traído a él, le dijo Gawain a Susan, el mejor de todos era la canica. ¿Qué canica?, le dijo ella.

Y él le dijo: la canica de cristal que encontré en la chimenea. Gana todas las partidas. Parece moverse de forma distinta.

* * *

Los mendigos emprendieron su caminata errática y ocasionalmente orientada hacia atrás por las calles de la ciudad, mientras empezaba a caer la primera nevada matinal.

De vez en cuando uno de ellos eructaba felizmente. Todos llevaban gorritos de papel, salvo Viejo Apestoso Ron, que se había comido el suyo.

Se iban pasando una lata de mano en mano. Contenía una mezcla de buenos vinos y licores con algo enlatado que Arnold Ladeado había robado de detrás de una fábrica de pinturas en el camino de Fedre.

El ganso estaba bueno —dijo el Hombre del Pato, hurgándose en los dientes.

Me ha extrañado que te lo comieras, con el pato ese que llevas en la cabeza —dijo Ataúd Henry, hurgándose en la nariz.

¿Qué pato? —preguntó el Hombre del Pato.

¿Qué era esa cosa grasienta? —preguntó a su vez Arnold Ladeado.

Eso, querido amigo, era páté de foie gras. Importado de Genua, apuesto. Y muy bueno.

Pues da ganas de tirarse pedos, ¿no?

Ah, el mundo de la haute cuisine —dijo el Hombre del Pato en tono feliz.

Alcanzaron, de aquellas maneras, la puerta de atrás de su restaurante favorito. El Hombre del Pato se detuvo a mirarlo con cara soñadora y los ojos entelados por el recuerdo.

Yo solía cenar aquí casi todas las noches —dijo.

¿Y por qué lo dejaste? —dijo Ataúd Henry.

La… verdad es que no lo sé —dijo el Hombre del Pato—. El recuerdo es… borroso, me temo. En la época en que yo… creo que era otra persona. Pero aun así… —dijo, dando unos golpecitos en la cabeza de Arnold—, tal como se suele decir, «Mejor comer botas viejas donde hay amistad que un buey engordado con odio nada más». Adelante, por favor, Ron.

Colocaron a Viejo Apestoso Ron delante de la puerta de atrás y luego llamaron. Cuando un camarero salió a abrir, Viejo Apestoso Ron sonrió, dejando al descubierto lo que quedaba de sus dientes y también su célebre halitosis, que seguía estando allí entera.

¡Mano de milenio y gamba! —dijo, saludando con una reverencia.

«Felices fiestas» —tradujo el Hombre del Pato. El hombre se dispuso a cerrar la puerta pero Arnold Ladeado estaba preparado para aquello y bloqueó el cierre con la bota [23].

Hemos pensado que tal vez les gustaría a ustedes que viniéramos a la hora de comer y cantáramos una alegre tonada de la Vigilia para sus clientes —dijo el Hombre del Pato. A su lado, Ataúd Henry emprendió uno de sus ataques volcánicos de tos, que hasta sonaban verdes—. Gratis, por supuesto.

Porque es la Vigilia de los Puercos —dijo Arnold.

A pesar de tener demasiada mala reputación hasta para pertenecer al Gremio de Mendigos, aquellos mendigos vivían bastante bien para sus propios estándares bajísimos. Aquello se debía por lo general a la aplicación meticulosa del Principio de Certeza. La gente les daba toda clase de cosas a cambio de la certeza de que se iban a marchar.

Unos minutos más tarde se alejaron de allí, empujando a un feliz Arnold, que estaba rodeado de paquetes envueltos a toda prisa.

La gente puede ser muy amable —dijo el Hombre del Pato.

Mano de milenio y gamba.

Arnold empezó a investigar las caritativas donaciones mientras los demás maniobraban su carrito por entre los montones de nieve y el fango de la nieve a medio derretir.

Tiene un sabor… familiar —dijo.

¿Familiar como qué?

Como barro y botas viejas.

¡Quita! Pero si eso es papeo pijo.

Sí, sí… —Arnold masticó un momento—. No os parece que nos hayamos vuelto pijos de repente, ¿verdad?

No sé. ¿Tú eres pijo, Ron?

Quesejoda.

Sí. A mí me suena pijo.

La nieve empezó a cuajar suavemente sobre el río Ankh.

Aun así… Feliz Año Nuevo, Arnold.

Feliz Año Nuevo, Hombre del Pato. Y a tu pato también.

¿Qué pato?

Feliz Año Nuevo, Henry.

Feliz Año Nuevo, Ron.

¡Quesejodan!

Y dios nos bendiga a todos —dijo Arnold Ladeado. La cortina de nieve los ocultó a todos de la vista.

¿Qué dios?

No sé. ¿Cuáles tienen por ahí?

¿Hombre del Pato?

¿Sí, Henry?

¿Sabes ese buey engordado que decías antes?

¿Sí, Henry?

¿Cómo lo han engordado con odio? ¿Es que se les acabó la hierba o algo?

Ah… es más bien un refrán, Henry.

¿No es un buey?

No exactamente. Lo que quería decir es…

Y después ya solamente hubo nieve.

Al cabo de un rato, empezó a derretirse bajo el sol.