32

Las primeras luces agrisaron el este, transformaron el arroyo en plata opaca. Negras montañas se perfilaron en el oeste y la bruma desdibujó la enorme luna. La cascada se precipitó ruidosamente al río, que gorjeaba y murmuraba. Soplaba una brisa fría y salobre. Hanno y Peregrino se hallaban en el muelle. Les costaba hablar.

—Bien —dijo Peregrino—, diviértete.

—También tú —replicó Hanno—. ¿Cuánto tiempo dijiste que te irías?

—No lo sé con certeza. Tres, cuatro días. Pero ven a casa esta noche, ¿me oyes?

—Desde luego. Los fenicios nunca pasamos una noche en el mar si podemos evitarlo.

El sombrío semblante de Peregrino se ensombreció aún más.

—Ojalá no fueras. Y menos solo.

—Ya te he oído antes. Tú también vas solo, y ni siquiera llevas un comunicador.

—Es distinto. Yo conozco esos bosques. Pero ninguno de nosotros conoce esas aguas. Tan sólo hemos navegado un poco con los botes o viajado con los nativos, y eso era para estudiar a los tripulantes, no su pericia marinera.

—Mira, Peregrino, sé perfectamente que las condiciones no son iguales a las de la Tierra. Las he inspeccionado, ¿recuerdas? También recuerda que yo navegaba en naves más frágiles dos mil años antes de tu nacimiento. La segunda ley del mar es siempre: «Cuídate».

—¿Cuál es la primera?

—«¡Quédate en la sentina!».

Rieron juntos.

—De acuerdo —dijo Peregrino—. Ambos necesitamos deambular, cada cual a su modo. Sospecho que lo mismo ocurre con Corinne. No tenía por qué conferenciar con la Trinidad precisamente a esta hora. —Tácitamente: Escape, alivio, aflojar la tensión que ha crecido en nosotros en estos días de trajín. ¿Nos quedaremos aquí, acompañaremos a los alloi cuando partan, o qué? Buscar dentro de nosotros nuestros verdaderos deseos. Aún nos quedan años para decidir, pero nuestras divisiones han durado más tiempo y han sido más amargas de lo que pensábamos.

—Gracias por tu ayuda —dijo Hanno.

—De nada, amigo. —Se dieron la mano. Era el apretón más cálido que Hanno había dado o recibido en Hestia. No podía preguntar directamente, pero creía que Peregrino lo había perdonado del todo. Bien, la brecha que se hubiera abierto no afectaba algo fundamental en la vida de ese hombre, como en el caso de otros; y desde el punto de vista de Peregrino, los acontecimientos habían vindicado a su viejo amigo. En los últimos cónclaves de los ocho, habían estado del mismo bando.

No ocurría así con Macandal, Patulcio, Aliyat, Tu Shan, Svoboda… Svoboda. Oh, ella lo tomó grácilmente; a fin de cuentas, en principio ella también favorecía la exploración. Pero, por acuerdo tácito, ella y Yukiko se quedaron en la cama mientras sus hombres se levantaban para llevar el equipo hasta el bote espacial.

Peregrino dio media vuelta. Sus pasos apenas fueron un susurro en el muelle, su alta forma se alejó y se perdió en la oscuridad. Hanno subió a bordo. Pronto descubrió y desplegó la vela mayor, sacó el foque, izó ambas, afianzó las escotas y zarpó. La tela resplandeció como un fantasma frente al alba, flameó, recibió el viento, se hinchó. La Ariadna se inclinó hendiendo la corriente.

Era una buena nave, una balandra de seis metros (en la Tierra habría corrido regatas en otros tiempos, pero ya nadie navegaba), construida en momentos libres por Tu Shan con ayuda de los robots, según planos de la base de datos. Tu Shan había querido fabricar algo bello, además de útil. Resultó que nadie tenía tiempo para usarla demasiado. Los ithagenê estaban intrigados, pero el diseño no congeniaba con ellos. Hanno dio unas palmaditas sobre la cubierta.

—Pobrecilla —dijo—. ¿Llorabas de noche, siempre sola? Hoy cabalgaremos de verdad, te lo prometo. —Sorprendido, notó que había hablado en púnico. ¿Cuándo había sido la última vez?

El estuario se ensanchaba. La brisa soplaba con fuerza desde tierra, impulsando a Hanno junto con la corriente y la marea. La bajamar terminaría cuando Hanno llegara al mar; para la transición eran convenientes aguas más remansadas.

Las ondas y surcos, todas las turbulencias, eran más fuertes y veloces en Xenogea, menos previsibles que en la Tierra, dada la gravedad.

El sol se elevó, oscurecido y enrojecido por las nubes, no tan lejos a estribor como habría estado en la Tierra en esa latitud y esa época del año. Aunque el planeta rotaba más deprisa, la inclinación axial prometía un largo día de verano. Turbios bancos de nubes se elevaban al sur. Hanno esperaba que no se desplazaran al norte y lo sorprendieran con una borrasca. La temporada más húmeda había pasado, pero nunca se sabía. La meteorología de Xenogea se basaba principalmente en conjeturas. Los parámetros eran exóticos; los humanos y sus ordenadores tenían cosas mucho más interesantes en qué ocuparse. Además, el tiempo era muy inestable. El caos, en el sentido en que los físicos usaban la palabra, predominaba tempranamente en cualquier secuencia.

Bien, esa nave era resistente; él y Peregrino le habían instalado un motor fuera borda; si Hanno se veía en apuros, llamaría y un avión iría a recogerlo. Detestaba esa idea.

Decidió pensar en cosas más agradables. Navegar de nuevo entre los astros… No, eso le afectaba mucho. Eso era lo que dividía la casa de los supervivientes contra Hanno. No podía culpar a los que deseaban quedarse. Habían trabajado, sufrido, luchado; este mundo era su nuevo hogar, el cosmos de sus hijos. En cuanto a los que querían explorar, Minoa con sus muchos reinos era apenas un continente en todo un mundo. Para quienes deseaban morar cerca de seres no humanos, una nueva raza se aproximaba. ¿Qué más podían desear?

Olvídalo por ahora. Sumérgete en este día.

El mar se extendía ante la Ariadna, crestas blancas como metal, chorros y bramidos, un abrupto viento del sureste. La nave brincó, se inclinó, la borda de sotavento hendió las aguas. La cubierta y el timón palpitaban. El viento cantaba, soplaba besos salobres. Hanno se cerró la chaqueta y se cubrió con la capucha. Acarició el cartucho de gas que encendería en caso necesario. Las maniobras eran difíciles y los músculos de Hanno aún no se habían habituado al peso. No habría podido arreglárselas solo sin los servomecanismos y el ordenador. Aun con ellos, debía estar muy alerta. Bien. Deseaba que fuera así.

Una embarcación nativa bogaba hacia la costa, hendiendo el viento, las velas hinchadas. Debía de haber esperado el cambio de mareas. Ahora cabalgaba corriente arriba, sin duda hacia Xenocnosos. Quizá tuviera que buscar amparo en una de las bahías que los ithagene habían cavado en los barrancos, mientras la marejada pasaba rugiendo. Ese día sería especialmente peligroso, con una cercana luna llena.

Al norte, a cinco kilómetros del promontorio, se encrespaban aguas blancas y surgían formas negras: la Zona Prohibida, un traicionero conjunto de rocas y bajíos. Una corriente del sur la barría. Hanno reorientó las velas. Deseaba estar lejos antes de que la marea reforzara esa embestida.

Maniobrando, enfiló hacia la más próxima de las tres islas que había hacia el este. Apenas llegaría allí a media tarde, cuando la prudencia le impondría volver, pero era un rumbo.

Una meta, pensó. Un puerto al que no llegaré. Ulises, zarpando hacia Itaca desde la incinerada Troya, tentado por los lotófagos, amenazado por el cíclope, luchando con vientos y hombres salvajes, seducido por una hechicera que despojaba a los hombres de su humanidad, descendiendo al reino de los muertos, surcando los campos del sol, atravesando el portal de la destrucción, aprisionado por aquella que lo amaba, arrojado a las costas de Feacia…, pero Ulises había llegado a su hogar.

¿Cuántos puertos había perdido Hanno en tantos milenios? ¿Todos?

Tritos trepó a una brecha entre las nubes. La luz centelleó. Hanno surcaba el mar de Amatista, cubierto de polvo de diamantes y las blancas crines del oleaje. Adorable y salvaje como una mujer.

Tanithel, el pelo negro con guirnaldas de anémonas, susurrando su deseo de no haber tenido que sacrificar su virginidad en el templo antes de acudir a él; Adoniah, leyendo las estrellas desde su torre de Tiro: dos veces Hanno ancló, las luces del hogar titilaron en el anochecer, y luego la marea baja lo alejó de esa comarca llevándolo a aguas vacías. Después… Merab, Althea, Nirouphar, Cordelia, Bragwyn, Thorgerd, María, Jehanne, Margaret, Natalia. ¡Oh Ashtoreth, los queridos fantasmas eran imposibles de contar y recordar! ¿Pero habían sido algo más que fantasmas, cuando pertenecían a la muerte? Se sentía más cerca de los hombres, la sensación de pérdida no era la misma. Baalram, Thuti, Umlele, Piteas, Ezra, el tosco Rufus, sí, eso dolía. Algo dentro de Hanno había llorado siempre a Rufus.

¡Basta de lamentos!

El viento arreció. La Ariadna se inclinó bruscamente. El sol desapareció tras los celajes. Las montañas de nubes se acercaron, con relámpagos en sus cavernas negras. Las islas se perdían en la movediza bruma, y a popa la costa era baja e imprecisa.

—¿Qué hora es? —preguntó Hanno. Soltó un silbido cuando el ordenador le respondió. Su cuerpo había navegado por él mientras su mente se sumergía en el pasado.

También sentía hambre, pero sería temerario confiar el timón a la maquinaria aunque sólo fuera para ir abajo a preparar un bocadillo.

—Ponme con Hestia —ordenó al comunicador.

—Llamando.

—Hola, hola. ¿Hay alguien allí? Llama Hanno.

El viento arrancó la voz de Yukiko del altavoz, los mares pisotearon sus jirones. Hanno apenas oyó:

—… asustados por ti…, informe del satélite…, tormenta avanzando deprisa…, por favor…

—Sí, claro. Regresaré. No te preocupes. Esta nave puede resistir un tumbo y enderezarse. Volveré para la cena. —Si cojo la marea adecuada. Tengo que mantenerme lejos de la costa hasta que pueda enfilar en línea recta. Bien, el motor tiene muchos kilowatios. Mejor apañarse con eso y no con hombres que remaban hasta que les reventaban el corazón.

No quería usarlo a menos que fuera imprescindible. Necesitaba una pelea, ingenio, agallas y tendones contra los lobunos dioses. El regreso exigiría una larga y dura maniobra. Una ola barrió la cubierta. La Ariadna tembló, pero el mástil aún se mecía en lo alto como una lanza erguida. Muchacha valiente. Como Svoboda…, como todas ellas, Yukiko, Corinne, Aliyat, todas ellas supervivientes, de una manera como jamás lo habían sido sus hombres.

Dejó que los servos se encargaran del timón mientras él recogía las velas. Una se les escapó de la mano y le abrió un tajo en la muñeca antes que pudiera capturarla y plegarla. La espuma lavó la sangre. El mundo se había agrisado, salvo por los fogonazos de los relámpagos al sur. El agua se arremolinaba en la cabina hasta que la bomba la arrojaba por la borda. Recordó cómo achicaba el agua de la nave de Piteas durante una tormenta en el Báltico. Mientras cogía el timón, una canción le cruzó la cabeza. «Oh, dame mi bastón…». ¿De dónde venía eso? Lengua inglesa, siglo diecinueve o principios del veinte, una impúdica y vibrante canción de ferrocarril.

Oh madre, ven con la fianza,

sácame de esta maldita cárcel.

Me arrepiento de todos mis pecados.

Ferrocarril, el oeste, un mundo que parecía ilimitado pero había perdido sus horizontes y en un parpadeo de siglos se confundía con Troya. Luego algunos miraron las estrellas y soñaron con Nueva América. Las consecuencias: máquinas, ocho seres humanos, inmensidades tan intransitables y cerradas como la muerte.

Oh, el infierno es hondo y el infierno es ancho,

Oh, el infierno es hondo y el infierno es ancho,

Oh, el infierno es hondo y el infierno es ancho,

no tiene fondo, no tiene lados.

Me arrepiento de todos mis pecados.

Hanno rechinó los dientes. Ulises fue allí y regresó. Si las estrellas no albergaban una Nueva América, ofrecían algo infinitamente mayor.

El ruido lo abrumó. Un soplido y un estruendo monstruoso, perforado por un chirrido. A babor la pared de nubes se había desvanecido tras una blancura que cubría olas y kilómetros.

—¡Arría las velas! —ladró. Eso no era una mera ráfaga, sino un chubasco que lo embestía desde atrás. El tiempo de Xenogea no respetaba las leyes del Eolo griego. La velocidad de los vientos solía ser baja, pero cuando se elevaba se volvía violenta por el peso del aire. Hanno tocó con la mano izquierda el interruptor que bajaba el motor fuera borda. ¡Hunde la proa en el mar y aguanta!

El agua cayó como un puñetazo. Un diluvio cegó a Hanno. Las olas barrieron la borda. La Ariadna, trepó, se balanceó en la espuma, cayó en un hueco. Hanno se aferró con fuerza.

Algo lo arrancó de su sitio.

Lo tragó una negrura rugiente. Pataleó y braceó. En medio de todo había algo frío y estable, su mente. He caído por la borda, pensó. Infla la chaqueta. No tragues agua o eres hombre muerto.

Subió a la superficie, aspiró el aire lleno de lluvia y espuma salada, braceó contra la desgarradora pesadez. La capucha se hinchó formando una almohada, elevándole la cabeza mientras el resto de la prenda le sostenía el cuerpo. Miró a su alrededor. ¿Dónde estaba la balandra? Ningún indicio. No creía que esa recia dama se hubiera hundido, pero el viento y las olas la debían de haber arrastrado, quizá no muy lejos pero lo suficiente, pues sólo veía las olas que lo azotaban.

¿Qué había pasado? Su mente se despejó, se despabiló, se convirtió en un ordenador programado para la supervivencia. El viento había manoteado la vela mayor, haciendo virar el casco, hundiéndolo tanto que el embate del mar lo había arrastrado. Bien, si se mantenía alerta, andaría a la deriva hasta que lo rescataran. Eso sería poco después de la tormenta. Yukiko quizás estaba intentando llamarlo. Un avión… Los que la Piteas llevaba a bordo estaban diseñados para Feacia. Volaban en Xenogea, pero precariamente; en condiciones inusitadas, se necesitaba un piloto humano además de la máquina. Quizá la gente de Hestia tendría que haber pedido modificaciones, pero era una gran tarea, y había muchas otras cosas que hacer; en caso de duda podían quedarse en tierra.

Pilotos. Peregrino es el mejor, creo que todos están de acuerdo en eso. Hoy está fuera de contacto. Por lo demás, Svoboda; y ella tiene que pensar en su hijo. La colonia es diminuta, una cabeza de puente en una playa que no está hecha para nuestra especie. Ella no tiene derecho a arriesgarse innecesariamente. Desde luego, despegará en cuanto parezca práctico, cuando termine este huracán. Los vientos fuertes constituyen un riesgo aceptable, si son razonablemente estables.

Hay que mantenerse vivo entonces. La exposición es el enemigo. Este agua no es demasiado fría, es una corriente cálida del sur. Sin embargo, unos pocos grados por debajo de la temperatura dérmica te sorberán el calor. Recuerdo…, pero eso fue en otro viaje, y además esos hombres están muertos. También sé antiguos métodos asiáticos para controlar el flujo sanguíneo; en caso de extrema necesidad, puedo invocar mis últimas reservas, mientras duren.

Trata de nadar. Ahorra fuerzas, pero no te dejes arrastrar y sofocar. Encuentra los ritmos. ¿Qué diosa vivía en el fondo del mar y tendía sus redes para coger a los marineros? Oh, sí, Ran de los noruegos. ¿Bailamos, Ran?

El viento aullaba, los mares tronaban. ¿Cuánto tiempo había durado? Imposible saberlo. Un minuto podía equivaler a una hora, dilación temporal inversa, el cosmos alejándose de un hombre. Se había equivocado con ese vendaval. No era un rápido chubasco. La lluvia había menguado, pero el viento soplaba con más furia. Imprevisto, imprevisible, tan ignorante como los hombres y sus máquinas. El universo reservaba tantas sorpresas como estrellas. No, más. Ésa era su gloria. Pero algún día una de esas sorpresas le mataría.

Truenos adelante. Hanno se elevó en una cresta. Vio dientes negros, rocas y arrecifes, la Zona Prohibida. El agua hervía, escupía, estallaba. La corriente lo había arrastrado allí. Hanno ansió que la Ariadna quedara libre para que su gente la recobrara. Se preparó.

Era difícil. Una sensación de calor en las manos y los pies se arrastró traicioneramente hacia el pecho. Las olas rodaban y rugían bajo el cielo. El agua se precipitaba sobre la encrespada superficie que lo sostenía. Hanno inhalaba, se asfixiaba, tosía, aspiraba aire.

Apenas lo notaba. El frío, el dolor, la lucha pertenecían al mundo, la tormenta. Los observaba impersonalmente, como un hombre somnoliento mirando las llamas de la estufa. La marea lo arrastraría, pero él no estaría allí. Estaría…, ¿dónde? ¿Qué? No lo sabía. No importaba.

Conque así termina todo. No está mal para un viejo marinero. Ojalá pudiera tenderme a recordar. Pero los recuerdos se me escapan, los anhelos se me escapan, el ser se me escapa. Adiós, fantasmas, adiós. Buen viaje.

Un gemido hendiendo el viento y las olas, una sombra, una silueta, una sacudida despertando la conciencia.

Necio, protestó Hanno. ¡Lárgate! ¡Podrías perder la vida!

El avión corcoveó, osciló, cayó, trepó, batalló. Una línea cayó desde la cabina. La cuerda pasó a medio metro de Hanno. Trató de asirla, pero no pudo. Caracoleaba sobre él. Otra vez. Y otra.

Se alejó. La máquina rugió con más fuerza. La línea bajó de nuevo. En el extremo había un nudo de donde colgaba un hombre. Tu Shan pegó en el arrecife. Recibió el impacto en los músculos, recobró el equilibrio, resistió mientras una ola le bañaba los tobillos. Con la mano izquierda cogió la línea y avanzó paso a paso.

El más fuerte de nosotros, pensó Hanno desconcertado. Pero yo estuve todo este tiempo con su mujer.

El brazo de Tu Shan le rodeó las axilas, lo alzó, lo sostuvo con fuerza. El avión tensó la línea. Colgaron como un badajo de campana. Proclamar la libertad por el mundo…

Llegaron a bordo. Svoboda ganó altura y enfiló hacia la costa. Tu Shan tendió a Hanno en el crujiente pasillo. Lo examinó con tosca destreza.

—Una ligera contusión, creo —gruñó—. Quizá un par de costillas rotas. Sobre todo un resfriado…, hipotermia. Vivirá.

Le administró el tratamiento inicial. El pulso de Hanno se aceleró. Svoboda hizo descender el avión de costado.

—¿Cómo lo supisteis? —murmuró Hanno.

—Yukiko llamó a los alloi —dijo Svoboda desde los controles. La lluvia azotaba el visor—. Ellos no podían penetrar en la atmósfera. Incluso sus robots tienen problemas con el mal tiempo. Pero enviaron un bote espacial en trayectoria baja. Sus detectores registraron una anomalía infrarroja en las rocas. Parecía muy probable que estuvieras allí.

—No tendríais que…, no…

Ella inició un descenso casi vertical. El contacto hizo chirriar la máquina. Svoboda se quitó el arnés y fue a arrodillarse al lado de Hanno.

—¿Pensaste que queríamos estar sin ti? —preguntó—. ¿Que alguna vez lo quisimos?