Así llegó la Piteas a puerto, y se puso en órbita alrededor de Xenogea.
Eso requirió cierto cuidado. Otros cuerpos ofrecían un posible refugio. El principal era la luna. Árida y cenicienta como la luna terrícola, tenía sólo un décimo de su masa, pero su trayectoria la acercaba a un tercio de distancia lunar de su cuerpo primario, y luego la alejaba a tres quintos. Tal vez era consecuencia de un accidente cósmico más reciente que los impactos que habían formado el planeta.
Varios satélites artificiales evolucionaban en su propio curso. Ninguno se parecía a nada del Sistema Solar. Los botes, como los había bautizado Hanno, iban y venían. Los viajeros no sabían cuántos eran, pues no había dos que parecieran iguales; poco a poco comprendieron que la forma cambiaba según la misión, y que esos cambios se relacionaban con campos de fuerza más que con cristal o con fibra.
La nave madre (otro término humano) de los alloi estaba en órbita más allá de la luna. Parecía tener una forma fija, un cilindroide de casi diez kilómetros de longitud y dos de diámetro, que rotaba majestuosamente sobre su largo eje, iridiscente como madreperla. A popa (?) había un complejo de miembros esbeltos y curvados que quizá constituían el generador de impulso; Hanno evocó diseños entrelazados que había visto en piedras rúnicas nórdicas y en evangelios irlandeses.
A proa (?) el casco se ahusaba y terminaba en punta. Patulcio y Svoboda evocaron un minarete o la aguja de una iglesia. Yukiko se preguntó qué edad tendría. Un millón de años no era una cifra inconcebible.
—Tal vez vivan a bordo —opinó Peregrino—. ¿Qué peso brinda esa rotación?
—Sesenta y siete por ciento de la gravedad terrícola estándar —respondió la nave.
—Sí, parecen venir de esa clase de medio ambiente. Veamos, nos dijiste que la gravedad de Xenogea equivale a uno punto cuatro veces la terrícola, así que para ellos…, no, no, déjame lucirme —rió Peregrino—. Es el doble de la que acostumbran soportar. ¿Pueden aguantarla?
—Nosotros podríamos, si tuviéramos que hacerlo —dijo Macandal—. Pero los alloi parecen frágiles —titubeó—. Como cristal, o como un árbol desnudo cubierto de escarcha en un claro día de invierno. Son muy bellos, una vez que uno aprende cómo mirarlos.
—Creo que tendremos que hacerlo —rezongó Tu Shan—. Me refiero a soportar cuarenta kilos más por cada cien.
Todos miraron la pantalla de la sala común donde brillaba una imagen de Xenogea. Estaban pasando frente al lado diurno, y el planeta estaba en su fase llena. Era más brillante que la Tierra, pues tenía más nubes. La blancura ondeaba y se arremolinaba, marmolada con el azul de los océanos, manchada con retazos de tierra verde y parda. Aunque el eje tenía una inclinación de treinta y un grados, ningún polo tenía casquete; la nieve relucía sólo en las montañas más altas.
Aliyat tembló, soltando el canto de la mesa por un instante, y echó a volar. Hanno la aferró. Ella le apretó la mano.
—¿Debemos bajar allá? —preguntó Aliyat.
—Sabes que la falta de peso no es saludable —le recordó Hanno—. Nosotros resistimos más que los que nacieron mortales, y tenemos medicamentos que ayudan, pero al fin nuestros músculos y huesos encogen también, y nuestros sistemas de inmunidad se debilitan.
—Sí, sí, sí. ¿Pero hasta allá?
—Necesitamos un peso mínimo. Esta nave no tiene tamaño suficiente para crearlo con su rotación. Demasiada variación radial, demasiada fuerza de Coriolis.
Ella lo miró enfurecida a través de las lágrimas.
—No soy idiota. No lo he olvidado. Ni he olvidado que los robots pueden arreglarlo.
—Sí, separar los sectores de carga y motores, enlazarlos con un cable largo y luego nacerlos rotar. El problema es que eso inmovilizará a la Piteas hasta que esté ensamblada nuevamente. Creo que convendrás en que es mejor disponer de sus aptitudes, así como de los botes, al menos hasta que sepamos un poco más.
—¿Buscaremos refugio en el primer planeta? —preguntó Tu Shan—. Un infierno calcinado. El tercero no es tan grande, pero es una estepa escarchada y yerma, al igual que todas las lunas exteriores y asteroides.
Svoboda aún miraba Xenogea.
—Aquí hay vida —dijo—. El cuarenta por ciento de peso adicional no nos molestará, dada nuestra resistencia innata. Nos acostumbraremos.
—Nos acostumbramos a cargas más pesadas en el pasado —observó Macandal con serenidad.
—Lo que intento decir, si me dejáis —protestó Aliyat—, es si los alloi pueden hacer algo por nosotros.
Para entonces ya habían intercambiado mucha información, diagramas, vistas interiores de las naves, todo aquello que los no humanos optaban por ofrecer y aquello que los humanos deseaban, incluyendo sonidos. Los alloi emitían notas altas y fríamente dulces que tal vez eran lenguaje o música o algo incomprensible. Parecía probable que lograran establecer una comunicación sistemática; pero los ingenuos recién llegados aún no habían desentrañado el sistema. Esperaban que el primer mensaje, el más básico, hubiera llegado a ambas partes y fuera mutuamente franco: «Tenemos buena voluntad, queremos ser vuestros amigos».
Hanno frunció el ceño.
—¿Crees que pueden controlar la gravitación? ¿Qué dices, Piteas?
—No dan indicios de poseer tal tecnología —le respondió la nave—, y es incompatible con la física conocida.
—Es verdad. Si existiera, y si pudieran hacerlo, tendrían tantos poderes que no se molestarían en hacer lo que nos han mostrado. —Hanno se frotó la barbilla—. Pero podrían construir una estación orbital acorde con nuestras especificaciones.
—¿Un bonito ámbito artificial para que nos sentemos a engordar igual que aquí? —estalló Peregrino—. ¡No, por Dios! ¡No cuando tenemos un mundo donde caminar!
Svoboda soltó un hurra. Tu Shan sonrió y Patulcio asintió vigorosamente.
—Correcto —dijo Macandal al cabo de un momento.
—Siempre que podamos sobrevivir allá —señaló Yukiko—. Química, biología… pueden ser letales para nosotros.
—Puede que no —dijo Peregrino—. Vamos a averiguarlo.
La nave y sus robots iniciaron esa tarea. Al principio los humanos fueron meros espectadores. Los instrumentos sondeaban, tomaban muestras, analizaban; los ordenadores reflexionaban. Los botes entraban en la atmósfera. Cuando varias expediciones les hubieron brindado datos sobre las condiciones de la superficie, descendieron. Las máquinas inteligentes que desembarcaron transmitieron sus hallazgos. A medida que los humanos se familiarizaban, participaban cada vez más, primero sugiriendo, luego dando instrucciones y decidiendo. No eran expertos científicos, ni necesitaban serlo. La nave tenía amplia información y potencia lógica, y los robots aptitudes en abundancia. Los viajeros eran la curiosidad, el anhelo, la voluntad encarnada del todo.
Hanno se mantenía al margen. Le interesaban los alloi, al igual que a Yukiko. Ansiaba que le hablaran de sí mismos y de sus viajes entre las estrellas; ella pensaba en arte, filosofía, trascendencia. Ambos tenían un don para tratar con forasteros, una intuición que a menudo superaba datos confusos y fragmentarios para alcanzar un esquema significativo. De la misma manera, Newton, Planck y Einstein habían expresado intuiciones que, inexplicablemente, brindaron soluciones y predicciones. Lo mismo habían hecho Darwin, De Vries, Oparin. Y también, quizás, el Buda Gautama.
Cuando los exploradores de la Tierra tropezaban con pueblos totalmente extraños —los europeos en América, por ejemplo—, ambos grupos pronto aprendían a comprender el idioma del otro. En Tritos no ocurrió nada semejante. Aquí no se trataba de un abismo histórico y cultural, ni de especie, phylttm o reino. Se enfrentaban dos evoluciones enteras, seres que no sólo no pensaban del mismo modo, sino que no podían hacerlo.
Bastaba comparar la mano humana con la extremidad equivalente de los alloi. La segunda tenía menos fuerza, aunque el apretón era potente cuando todos los dígitos aferraban algo. Tenía mucha más sensibilidad, sobre todo en las más delgadas ramificaciones externas: percepción más aguda y mejor coordinada. Los extremos pilosos se conectaban por entrelazamiento molecular, y el organismo sentía el entrelazamiento. Así el mundo subjetivo táctil era más rico que el nuestro en varios órdenes de magnitud.
¿Era ópticamente más pobre? Imposible decirlo, y quizá no tuviera sentido preguntar. Las «alas» de los alloi eran reguladores de la temperatura corporal, excretores de desechos vaporosos, redes (?) de sensores. Éstos incluían órganos fotosensibles, más simples que los ojos pero quizá capaces de igual precisión, en su cantidad y variedad. Debía de depender de cómo el cerebro procesara la información recibida, y no parecía existir ninguna estructura específica que se correspondiera con el cerebro.
Suficiente. Hanno y Yukiko quizá tardaran años en aprender la anatomía; por cierto les llevaría más tiempo interpretarla. Por el momento, comprendían (valiéndose de conceptos terrícolas, grotescamente inadecuados) que no sólo tenían delante un software sino también un hardware diferente del propio. Era improbable que dominaran pronto ese lenguaje. Quizá nunca pasaran de los rudimentos.
Presumiblemente, los alloi habían tenido más práctica con alienígenas, y habían desarrollado varios paradigmas. Hanno y Yukiko notaron que cobraban facilidad a medida que trabajaban, no sólo esforzándose para comprender sino haciendo aportes a la tarea. Cada vez más, la intención se aclaraba. Un código primitivo cobró forma. Se iniciaron los contactos materiales, cautos al principio, más audaces cuando aumentó la confianza.
No temían violencia ni —«en estas circunstancias», señaló Hanno, sonriendo— una triquiñuela. Temían las sorpresas que podían acechar en un universo donde la vida parecía incidental y la inteligencia accidental. ¿Qué condiciones que una raza daba por sentadas podían dañar a la otra? ¿Qué microbios inocuos o necesarios podían causar la muerte a otros?
Los robots se encontraron en el espacio. Intercambiaron muestras que llevaron a laboratorios protegidos. (Al menos, así fue abordo de la Piteas). La nanotecnología y la biotecnología dieron prontas respuestas. Aunque la química era similar, casi hasta el nivel de los aminoácidos, las desviaciones eran tales que impedían el contagio mutuo. Sí, los especímenes enviados por los alloi contenían cosas que parecían equivalentes de los virus; pero la estofa vital básica se parecía tanto al ADN como una lima se parece a una sierra.
Al cabo de varios experimentos similares, los robots visitaron las naves. Las máquinas alloi eran gráciles, multitentaculares, y era un placer verlas operar. Dentro de la nave el aire era seco y poco denso, pero respirable para los humanos. Las temperaturas seguían ciclos, como en la Piteas, en una gama que iba desde fresco a glacial. La luz tenía los tonos de Tritos, menos brillante que en el exterior, pero adecuada. El peso centrífugo era el previsto, dos tercios de g, y también apropiado.
En cuanto a las otras cosas que albergaba la gran nave…
El trabajo en Xenogea avanzó con menos tropiezos. La planetología era una disciplina madura, un conjunto de técnicas, fórmulas y modelos informáticos. Este planeta encajaba en el patrón. La meteorología y la climatología eran menos exactas; algunas predicciones no se podían efectuar con certeza, pues el caos era inherente a las ecuaciones. Sin embargo, pronto obtuvieron una imagen general.
Un fuerte efecto de invernadero compensaba un alto albedo; cuando otros factores eran similares, el clima era más caluroso que el de la Tierra a la misma latitud. Desde luego, las cosas rara vez eran iguales. Los trópicos tenían sus gratas islas así como humeantes pantanos continentales y calcinados desiertos. La inclinación axial y el ciclo de rotación, de poco más de veintiuna horas, fomentaban potentes vientos ciclónicos, pero la densa atmósfera y las cálidas regiones polares moderaban el tiempo en casi todas partes. Aunque las condiciones, sometidas a cambios rápidos e imprevisibles, eran inestables en comparación con las terrícolas, las tormentas peligrosas no eran más comunes que en la Tierra antes del control. La composición del aire era familiar: humedad más alta, más dióxido de carbono, un porcentaje menor de oxígeno. Para los humanos, esto se compensaba por la presión del nivel del mar, el doble de la terrícola. Podían respirar ese aire sin peligro, y no estaba contaminado.
La vida cubría, llenaba, empapaba el planeta. Tenía una composición química similar a la terrícola y la de los alloi, con sus propias características. Dados los factores energéticos, más las veintenas de informes que los robots habían enviado a la Tierra, eso era de esperar. Como siempre, lo asombroso eran los detalles, la infinita versatalidad de las proteínas y la creatividad de la naturaleza.
En el lado prosaico, los humanos podían comer la mayoría de las cosas, aunque pocas tendrían sabor agradable, algunas serían venenosas y ninguna les daría nutrición completa. Tal vez estarían exentas de microbios y virus depredadores; la mutación quizá modificara eso, pero la biomedicina moderna solucionaría los problemas. Para los supervivientes, con sus peculiares sistemas de inmunidad y regeneración, el riesgo sería casi inexistente. Podían cultivar plantas terrícolas si lo deseaban, y luego criar animales que se alimentarían de la hierba y el grano.
No era la Tierra virgen recobrada. No era la Feacia de sus sueños, pero aquí podían fundar un hogar.
Aquí tendrían vecinos.
—… y él ha estado tan solo —le dijo Macandal a Patulcio—. Ella y Hanno… No, no hay nada entre ellos. Sería mejor si lo hubiera. Es sólo que ambos están tan enfrascados en sus estudios que nada ni nadie más parece existir. Aliyat me ha venido con quejas. No puedo hacer mucho por ella, pero he tenido una idea para Tu Shan.
Escogió a otros y les comentó su idea en privado, en las palabras que consideró adecuadas para cada cual. Nadie se opuso. En la velada elegida, una vez que hizo lo que pudo para cocinar un festín en cero g, convocó a una votación, y Tu Shan recibió su sorpresa.
Un bote espacial descendió. Asistido por dos robots, pues los problemas iniciales con la gravedad eran inevitables después de tanto tiempo en órbita, Tu Shan bajó y fue el primer humano en Xenogea. Había dejado los zapatos en la nave y sintió la tibieza y la humedad del suelo, la riqueza de los aromas. Sollozó.
Poco después, Hanno y Yukiko regresaron de la nave de los alloi. Habían sido los primeros en visitarla. Los seis ocupantes de la Piteas los rodearon en la sala común. Todos flotaban, alertas como lucios en un lago. El mural, una ampliación de Falaise a Varengeville (mar, cielo, acantilado, sombra sobre el agua, áureas pinceladas de sol), parecía más remoto en el espacio y el tiempo que el propio Monet.
—No, no puedo contar lo que vimos —dijo Yukiko, como si hablara en sueños—. No tenemos palabras, ni siquiera para las imágenes que enviaron aquí. Pero…, de algún modo, ese interior está vivo.
—No es sólo metal muerto y trucos electrónicos —añadió Hanno. Estaba totalmente despierto, entusiasmado—. ¡Oh, tienen mucho que enseñarnos! Y creo que tendremos noticias para ellos, una vez que descubramos cómo contarlas. Pero, aparentemente, no pueden acudir en persona. No sabemos por qué, ni qué problema tiene nuestro ambiente, pero creo que vendrían si pudieran.
—Entonces deben de tener el mismo problema en el planeta —dijo Peregrino—. Nosotros podemos hacer lo que jamás lograrán sus máquinas. Se deben alegrar de que hayamos venido.
—Claro que sí —gorjeó Yukiko—. Cantaron para nosotros…
—¡Quieren que vayamos a vivir con ellos! —exclamó Hanno.
Una exclamación recorrió la sala.
—¿Estáis seguros? —preguntó Svoboda con firmeza.
—Sí, lo estoy. Hemos alcanzado un cierto grado de comunicación, y a fin de cuentas es un mensaje sencillo. —Hanno hablaba a borbotones—. ¿Qué mejor modo de conocernos y trabajar juntos? Nos mostraron la sección donde podemos instalarnos. Es bastante grande y podemos llevar lo que gustemos, actuar a nuestro antojo. El peso es suficiente para mantenernos en buen estado. El aire y las condiciones generales no son peores que en ciertas montañas que recordamos. Nos habituaremos; y podemos instalar acogedores refugios. Además, pasaremos mucho tiempo en el espacio, explorando, descubriendo, quizá construyendo…
—No —dijo Peregrino.
La negación sonó como un martillazo. Siguió un eco de silencio en el que se intercambiaron las miradas. Las caras se pusieron rígidas.
—Lo lamento —continuó Peregrino—. Esto es maravilloso y tentador. Pero hemos navegado demasiados años con el Holandés Errante. Ahora hay un mundo para nosotros, y vamos a tomarlo.
—Esperad, esperad —protestó Yukiko—. Claro que nos proponemos estudiar Xenogea. Es nuestro principal propósito. El planeta y los sapiens. Por eso se deben de haber quedado los alloi. Estableceremos bases, trabajaremos en ellas…
Tu Shan meneó la cabeza.
—Construiremos hogares —respondió.
—Está decidido —dijo Patulcio—. Colaboraremos con los alloi cuando hayamos atendido nuestras necesidades. Creo que podemos investigar mejor el planeta viviendo en él que en una serie de… saltos. Sea como fuere —sonrió fríamente—, je suis, je reste.
—Un momento —dijo Hanno—. Habláis como si quisierais quedaros para siempre. Sabéis que ésa no era la idea. Xenogea es habitable, pero no es lo que teníamos en mente. Conseguiremos más antimateria. Creo que los alloi tienen una planta productora cerca del sol, pero en todo caso nos ayudarán. Iremos a Feacia, como nos proponíamos.
—¿Cuándo? —intervino Macandal.
—Cuando hayamos terminado aquí.
—¿Cuánto llevará eso? Décadas, por lo menos. Quizá siglos. Vosotros dos los disfrutaréis. Y los demás estaremos fascinados, por supuesto, y ayudaremos en todo lo posible. Pero ante todo tenemos nuestras propias vidas y derechos. Y las de nuestros hijos.
—Si al final nos vamos —murmuró Svoboda—, no será el primer hogar que abandonemos. Y primero habremos tenido un hogar.
Hanno la miró a los ojos.
—Querías explorar —le recordó.
—Y lo haré, en una tierra viviente. Además…, necesitamos cada par de manos. No puedo abandonar a mis camaradas.
—Pierdes en la votación —dijo Aliyat—, y esta vez no puedes hacer nada. —Acarició la mejilla de Hanno con una sonrisa—. Allí hay mares donde podrás navegar.
—¿Desde cuándo eres una valiente pionera? —bromeó Hanno.
Ella se sonrojó.
—Sí, soy mujer de ciudad, pero puedo aprender. ¿Crees que me agrada remolonear? Pensé que me conocías mejor. Bien, en el pasado crucé desiertos, montañas, mares, sobreviví en callejones, a través de guerras, pestes y hambrunas. Vete al cuerno.
—No, por favor, no debemos reñir —suplicó Yukiko.
—Correcto —convino Peregrino—. Nos tomaremos nuestro tiempo, pensaremos, hablaremos como amigos.
Hanno se enderezó, y flotó erguido delante del acantilado y del cielo.
—Si queréis —dijo consternado—. Pero os aseguro que no llegaremos a ningún consenso, a pesar de vuestras tribales esperanzas. Vosotros estáis resueltos a echar raíces en el planeta, y yo no pasaré por alto la oportunidad que me ofrecen los alloi. No puedo. En vez de reñir, planeemos cómo cada cual puede cumplir mejor su papel.
Tu Shan frunció el entrecejo.
—¿Yukiko? —graznó.
—Perdóname —musitó Yukiko arrojándose a los brazos de Tu Shan.