Nubes enormes y negruzcas se acumulaban sobre el promontorio, surcadas de relámpagos y truenos. El fuego del altar brincaba arrojando chispas como estrellas en el viento. Los acólitos llevaron la víctima al sacerdote. El cuchillo centelleó. En el bosquecillo los fieles aullaron. A lo lejos, en el mar blanco, emergían monstruos de las profundidades.
—¡No! —gimió Aliyat—. ¡Esperad! ¡Es un niño!
—Es una bestia, un cordero —respondió Peregrino en medio del ruido; pero seguía mirando hacia otra parte.
—Es ambas cosas —dijo Hanno—. Quedaos quietos.
El cuchillo relumbró, la víctima se agitó, la sangre cubrió la piedra. El sacerdote arrojó el cuerpo a las llamas. La carne chisporroteó sobre las ascuas, se desprendió de los huesos y arrojó un humo denso. A través de la tormenta, terribles en su esplendor, vinieron los dioses.
Alto como una columna, robusto como un toro, la barba derramada sobre la piel de león que lo cubría, los ojos reflejando el resplandor del fuego, Melqart aspiró profundamente. Se relamió los labios.
—Está hecho, es bueno, es vida —tronó.
El viento agitaba la cabellera de Ashtoreth, la lluvia la constelaba de gemas, la luz de los relámpagos relucía sobre los pechos y el vientre. Ella también aspiró. Cogió el gigantesco miembro de Melqart como si fuera un cayado y alzó la mano izquierda al cielo.
—¡Traed al Resucitado! —exclamó.
Baal-Adon se apoyaba en Adat, su amada, su viuda, su vengadora. Tambaleaba, aún encandilado después de la penumbra de los infiernos; temblaba, aún tieso después del frío de la tumba. Ella lo guió hacia el humo de la ofrenda. Adat cogió el cuenco lleno de sangre y le dio a beber. Baal-Adon recobró la tibieza, la belleza, la lucidez. Vio y oyó cómo hombres y mujeres copulaban en el bosquecillo y en toda la comarca en honor de su despertar; y se volvió hacia su consorte. Más dioses acudieron, Chushor desde las olas, Dagón desde los sembrados, Aliaan desde los manantiales y las aguas subterráneas. Resheph desde la tormenta, y muchos más. Las nubes se entreabrían. A lo lejos relucían las columnas gemelas y el lago puro ante el hogar de Él.
Un rayo de sol bañó a los ocho que se erguían en el tophet cerca del betyl, invisibles para el sacerdote y los acólitos. Los dioses los miraron alarmados. Melqart alzó el garrote que había vencido al Mar, el Caos primordial, en el alba del mundo.
—¿Quién se atreve a hollar el santo de los santos? —bramó.
Hanno se adelantó.
—¡Oh, temibles! —dijo con calma y respeto, pero sin humillarse, mirando directamente a los ojos—, somos ocho que vienen desde la lejanía del espacio, el tiempo y la extrañeza. Nosotros también dominamos los poderes del cielo, la tierra y el infierno. Pero ansiamos ser vuestros huéspedes y aprender las maravillas de vuestro reinado. Mirad, traemos regalos. —Señaló joyas de oro, gemas, maderas preciosas, incienso.
Melqart bajó el arma y observó con una codicia similar a la que pronto manifestó Ashtoreth; pero la diosa miraba a los hombres.