Los campos protectores desviaron la radiación de partículas cuando la Piteas rozó Júpiter. El planeta apoyó su manzana gravitatoria en la nave y la arrancó de la eclíptica, impulsándola al norte, hacia Pegaso. A bordo sonaba un tambor, se celebraba una danza, una canción invocaba a los espíritus.
A distancia segura, salieron los robots. Trabajando alrededor del casco, desplegaron estructura con la pala y la cámara flamígera. A estas alturas, el impulso del motor cohete les había dado considerable velocidad. La interacción con el medio interestelar cobraba relevancia. Por pautas terrícolas ese medio era un vacío que promediaba un átomo por centímetro cúbico, sobre todo de hidrógeno. Pero un ancho embudo viajando a gran velocidad recogería mucha materia. Cuando los robots regresaron adentro, la Piteas semejaba un torpedo atrapado en la red de un pescador gigante.
Los tripulantes enfocaron el haz láser hacia la Tierra, pronunciaron pequeños discursos, recibieron buenos augurios ceremoniales.
Los iones y energías que los rodearían pronto bloquearían las comunicaciones electromagnéticas. Los neutrinos modulados atravesaban esa barrera y la Piteas podía recibirlos, pero los haces que podía irradiar se dispersaban demasiado pronto. La enorme instalación que era capaz de despachar un mensaje identificable a cientos o miles de años luz se fijó en su sitio, apuntando a blancos remotos que tal vez al final respondieran.
A través y más allá de la red, hasta miles de kilómetros, los campos cosechadores cobraron existencia. Sus intrincadas, potentes y precisas fuerzas se entrelazaron, una configuración cambiante modelada por los ordenadores de control y lo que ellos recibían por los sensores. Nuevos haces láser brotaron como espadas de la proa de la nave, separando los electrones del núcleo. Los campos capturaron el plasma y lo barrieron hacia atrás, lejos del casco; el impacto sobre el metal habría liberado rayos X en una concentración letal. El gas fue a popa, hacia la cámara flamígera, que era un vórtice magnetohidrodinámico.
Otro motor inmaterial liberó parte de la antimateria que llevaba suspendida, la ionizó, la descargó en el remolino y el gas estelar. Las partículas chocaron, se aniquilaron, se transformaron en energía, la conversión máxima, nueve veces 1020 ergios por gramo. Esa furia encendió reacciones de fusión en otros protones, y las continuó. Detrás del escudo de popa de la Piteas ardía un sol diminuto.
Impulsados por ese sol, los campos arrojaban el plasma hacia atrás. La reacción empujaba la nave. La tripulación recobró el peso, una gravedad terrestre de aceleración, novecientos ochenta centímetros por segundo añadidos cada segundo a la velocidad.
Con esa aceleración creciente, en menos de un año los viajeros recorrerían medio año luz de distancia, y se acercarían a la velocidad de la luz.