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Adiós a la Tierra. Algo queda de lo que fue alguna vez: un enclave, una reserva, una restauración, criaturas pequeñas en recovecos, gente simple, arcaísmos. La mayoría de las personas son gráciles. Otorgan autorización, se retiran para crear soledad o se unen en camaradería, dan lo que pueden dar en estos últimos días.

El océano ruge, crece, sube y baja. Las olas tienen mil matices de verde y arrugas en el lomo, con crines blancas sobre los abruptos huecos. El barco se mece en su vaivén, los aparejos cantan, las velas se tensan. Estridente y helado, el viento es salobre.

Se acerca el tiempo de la cosecha. Leguas de trigo dorado susurran en la brisa ondulante. Las abejas zumban en un prado de tréboles cuyo olor dulzón impregna el aire. A cierta distancia descansan vacas de vivido color rojo, junto a un castaño cuya copa atrapa y refleja la luz. Un terrón tibio se desmenuza en la mano.

El fulgor de las velas vuelve las caras tan suaves como la música danzarina, arroja su luz sobre la plata, la porcelana, el lino. En altas copas, burbujean las gemas del champán. Cosquilleos en el paladar. Risas ligeras alrededor de la mesa. Sopa cremosa, con el sabor picante del puerro. La fragancia de los próximos platos flota como la promesa de una francachela que durará hasta el alba.

La roja pared del cañón se eleva hacia el cielo índigo. La cruzan estrías milenarias. Peñascos azotados por el viento asoman en la ladera, pero hoy sopla con tanta calma que el graznido de un cuervo vibra en el calor. Esa negrura aletea sobre el aroma de la salvia y el enebro achaparrado, que se aferra al suelo. El verdor es menos ralo en el fondo donde reluce y susurra un arroyuelo.

Aunque los peregrinos ya no acuden al altar, una especie de piedad trasnochada lo mantiene, y abundan los recuerdos. Cerca del portal, un antiguo ciprés se aferra a una cornisa, delineado en nudosa y plateada austeridad. Desde allí se ve la montaña, más allá de un peñasco hendido por una cascada, más allá de bosquecillos y terrazas y un tejado curvo, hacia las brumas del alba, que llenan el valle y hasta las azules alturas. El aire está fresco. De pronto llama un cuclillo.

Ha parado el chubasco. Las gotas chispean en el bosque de abedules, en las hojas que tiritan arriba, en el helecho y el musgo. Los blancos troncos se elevan esbeltos como muchachas desde las sombras. Más adelante, juncos, un lago, un ciervo que mira a su alrededor sobresaltado y se aleja dando brincos. El musgo es blando y húmedo. Los aromas son verdes.

Las cosas y lugares se pueden recobrar en el futuro, pero como ilusión, una danza fantasmal de electrones, fotones, neutrones. He aquí la realidad palpable. Esta imagen de la pared vino de un puesto ribereño de tiempo atrás, aquélla se tomó cuando la gente usaba cámaras. La mesa es igualmente vieja, con la madera señalada por el uso y con dos quemaduras de cigarro. El resto del mobiliario también es acogedoramente decrépito. El libro tiene peso, sus páginas manchadas se quiebran entre los dedos, el nombre garabateado en la solapa está borroso, pero no olvidado.

Ya no hay cementerios. La muerte es demasiado rara, la tierra demasiado preciosa. Los documentos funerarios de los humildes duraban poco de todos modos. Uno busca a tientas —en una ciudad que se ha vuelto exótica, en un retazo de campiña donde la hierba y las flores silvestres han recobrado los cultivos— y se queda allí un rato, sin sentirse solo, antes de musitar:

—Ahora adiós, y gracias.