14

El hospital debía de tener cien años. Era un edificio de ladrillo oscurecido por la mugre, con ventanas sucias. En el interior la modernización era mínima. Estaba destinado a los pobres, los indigentes, las víctimas del accidente y la violencia. Los edificios vecinos eran igual de sórdidos. El tráfico que rugía en las inmediaciones era principalmente comercial e industrial. El humo de los tubos de escape ensuciaba el aire.

Un taxi frenó ante la acera. Hanno dio al conductor un billete de veinte dólares.

—Espere aquí —ordenó—. Iremos a buscar a una amiga. Estará bastante débil y necesita ir a casa de inmediato.

—Tendré que dar vueltas si tardan demasiado —advirtió el conductor.

—Dé vueltas rápidas, y aparque de nuevo en cuanto vea la oportunidad. Le valdrá una buena propina.

El conductor demostró escepticismo, comprensible dado el aspecto del hospital. Svoboda anotó ostentosamente el número y la placa. Hanno la siguió y cerró la portezuela. Él llevaba un envoltorio, ella una cartera.

—Recuerda que esto sólo funcionará si nos portamos con aire de acreedores —murmuró Hanno.

—Tú recuerda que he sido tiradora del ejército y atravesé el Telón de Acero —respondió ella altivamente.

—Lo lamento. Fue una tontería decirte eso. Estoy distraído. Allí está —ladeó la cabeza señalando a Peregrino. Vestido con andrajos, el sombrero sobre la frente, el indio avanzaba por la acera como si no tuviera nada que hacer.

Hanno y Svoboda entraron en un vestíbulo sombrío. Un guardia uniformado los miró sin curiosidad. Incluso esos pacientes recibían visitas a veces. El día anterior Hanno y Svoboda habían investigado el hospital para cerciorarse de que Rosa Donau no tuviera guardia policial. Se la había llevado allí automáticamente y se consideró inseguro transferirla a un hospital mejor cuando se supo que contaba con dinero para pagarlo. Por lo visto, pues, no se pensaba reforzar la seguridad. Hanno buscó un cuarto de baño. Aunque lo halló desocupado, entró en un retrete. Abrió el envoltorio, desplegó un delantal y se lo puso. Lo había comprado, junto con el resto del material, en una empresa de suministros médicos. No era idéntico al que llevaban los enfermeros, pero pasaría inadvertido si nadie lo estudiaba con atención. Los uniformes desteñidos o manchados eran la regla más que la excepción. Hanno tiró el papel en un bote de basura y se reunió con Svoboda. Cogieron un ascensor.

El día, anterior habían averiguado que Rosa Donan estaba en el séptimo piso. La recepcionista les informó que sólo podía recibir visitas breves, y señaló que mucha gente ansiosa iba a hacer preguntas.

Dos mujeres estaban presentes cuando Hanno y Svoboda entraron en la sala. Llevaban flores que sin duda representaban un gasto enorme para ellas. Hanno les sonrió, se acercó a la cama, se inclinó sobre la paciente. Estaba pálida y demacrada, respiraba con dificultad. No la habría reconocido sin las fotos que habían tomado sus detectives. Más aún, sin la corazonada de que era ella, quizá no la hubiera reconocido por esas fotos. Había pasado mucho tiempo. Esperó que Aliyat no hubiera olvidado el griego romaico. A fin de cuentas, ella había pasado mucho tiempo en el Levante antes de ir a Estados Unidos.

Aliyat, mi amiga y yo creemos que podemos sacarte de aquí ¿Estás de acuerdo? De lo contrario, perderás la libertad para siempre, ya lo sabes. Yo tengo dinero. Puedo darte toda la libertad del mundo. ¿Quieres escapar?

Ella guardó silencio un largo instante antes de asentir.

Bien, ¿crees que podrás caminar un trecho con naturalidad? Cien metros. Te ayudaremos, pero si te caes tendremos que abandonarte y huir.

Un fantasma de color tiño la tez de Aliyat.

Sí —susurró en inglés.

Asegúrate de no tener visitantes mañana por la tarde. Di a estas personas que te sientes peor y necesitas unos días de reposo. Pídeles que difundan el rumor. Reserva tus fuerzas.

Hanno se enderezó bajo la mirada de las mujeres de la Unidad.

No sabía que estaba tan grave —les dijo—. De lo contrario la habría avisado antes de venir con mi esposa.

¿Usted la conoce de otra parte? —preguntó una.

Sí. Hacía tiempo que no la veíamos, pero leímos acerca de ese incidente, y como somos de la misma nacionalidad y teníamos negocios en Nueva York. Bien, lo lamento. Vamos Olga. Te veremos después, Rosa, cuando estés recobrada. Cuídate. —Hanno y Svoboda le dieron unas palmaditas en las manos inertes y se marcharon.

Un recorrido por los pasillos del séptimo piso, una rápida ojeada a la sala para asegurarse de que no había ninguna trampa. Si Aliyat no deseaba irse, con los riesgos y dolores que eso suponía, tal vez se ayudara a sí misma diciendo la verdad y delatando a Hanno. Él había apostado a que Aliyat desconfiara de las autoridades, después de tantos siglos, o al menos que tuviera la astucia de prever que una confesión le cerraría las demás opciones.

Toda la operación era una apuesta. Si fracasaba y no lograba escapar… No debía permitir que la preocupación le quitara lucidez y energía.

—Demonios —dijo—. No hay silla de ruedas. Busquemos en el piso de abajo.

Allí tuvieron suerte. Había sillas de ruedas, camillas y cosas semejantes en los corredores. Hanno cogió una silla y la empujó hacia el ascensor.

Una enfermera lo miró, entreabrió los labios, se encogió de hombros y siguió su camino. El personal trabajaba en exceso por salarios misérrimos y sin duda cambiaba a menudo por esa razón. Svoboda lo siguió a prudente distancia, fingiendo que buscaba un número de habitación.

De nuevo en el séptimo piso, fueron a la sala de Aliyat. Ahora la celeridad era la clave de todo. Svoboda entró la primera. Si una enfermera o médico estaban presentes, tendrían que seguir dando vueltas, esperando una oportunidad. Svoboda regresó a la puerta y lo llamó. Hanno entró con el pulso acelerado.

La mugrienta sala tenía una doble hilera de camas, la mayoría ocupadas. Algunos pacientes miraban televisión, otros dormitaban, algunos eran vegetales, unos pocos miraron turbiamente al recién llegado. Ninguno hizo preguntas. Hanno no esperaba que las hicieran. Un ambiente como ése devoraba la vitalidad. Aliyat también se había dormido. Parpadeó cuando le tocaron el hombro. De pronto Hanno reconoció esa rapidez de hurón que en su encuentro de siglos atrás Aliyat había disimulado hasta que había sido demasiado tarde para él.

Hanno sonrió.

—Bien, señorita Donau, es hora de hacer esos análisis —dijo. Ella sonrió y realizó un visible esfuerzo. Oh, sabía que eso dolería. Él conservaba sus habilidades de marino, tales como cargar pesos con cuidado, y aunque no tenía un cuerpo hercúleo nunca había perdido la robustez. Dobló las rodillas, la aferró, la trasladó de la cama a la silla. Los brazos se le colgaron del cuello. Sintió una traviesa caricia en el pelo. Notó que ella contenía el aliento.

Svoboda se mantuvo aparte mientras Hanno llevaba a Aliyat hasta el ascensor. Cogió el ascensor con ambos. El día anterior habían hallado lo que necesitaban en el segundo piso, reduciendo la distancia que Aliyat debía recorrer a pie. También apostaban a que el baño de hidroterapia estuviera vacío, pero era una apuesta bastante segura a esas horas. Hanno llevó a Aliyat adentro, le explicó en pocas palabras qué harían y salió. No había nadie en las inmediaciones. Hanno tomó el rumbo contrario con expresión consternada. Svoboda remoloneó hasta que pudo entrar sin ser vista, llevando su cartera.

Hanno se refugió de nuevo en un cuarto de baño y pasó allí los diez minutos previamente convenidos, sentado en un inodoro y mirando grafitis. Eran vulgares y toscos. Tendré que elevar el nivel de este tugurio, decidió Hanno. Cualquier cosa para no inquietarse. Sacó una pluma, halló un espacio vacío y escribió: «xn + yn = zn» no tiene soluciones enteras para todas las n mayores que dos. He hallado una maravillosa prueba de este teorema, pero aquí no hay lugar para anotarla».

Tiempo. Dejó el delantal y regresó a hidroterapia. Svoboda estaba saliendo; gran muchacha. Aliyat se apoyaba en ella. Ya no usaba bata de hospital sino vestido, medias, zapatos, una chaqueta ligera que cubría el bulto de las vendas. Svoboda conservaba la cartera. Hanno se reunió con ellas para ayudar.

—¿Cómo vas? —preguntó en inglés.

Un gorgoteo de aire (¿y sangre?).

—Llegaré —jadeó Aliyat—, pero…, oh diablos… no, no importa.

Apoyó su peso en Hanno. Avanzó despacio, tambaleando. El sudor le perlaba la cara y le humedecía las fosas nasales. Hanno había visto cadáveres menos pálidos.

Pero se movía. Fue como si recobrara las fuerzas, hasta que casi caminó normalmente. Ésa es mi carta de triunfo, pensó Hanno. La vitalidad de los inmortales. Ningún humano normal podría hacer esto con esa herida. Pero ella tampoco podrá, a menos que saque fuerzas de flaqueza.

En el ascensor Aliyat se derrumbó. Hanno y Svoboda la sostuvieron.

—Debes ser fuerte y caminar derecha —dijo la ucraniana—. Es sólo un trecho. Luego descansarás. Luego serás libre.

Aliyat entreabrió los labios.

—Aún… no me… he rendido.

Cuando salieron al vestíbulo, no caminaba a largos pasos, pero nadie habría notado cuánta ayuda necesitaba. Hanno miraba de aquí para allá. ¿Dónde cuernos…? Sí, allá estaba el indio, en el plástico cuarteado y descascarado de una silla, hojeando una revista decrépita.

Peregrino los vio, se levantó, tropezó con un hombre que pasaba.

—Oiga —gritó—, ¿por qué no mira por dónde va? —Y añadió una obscenidad para rematarla.

—Allá está la puerta —le murmuró Hanno a Aliyat—. Vamos, dos, tres, cuatro.

Peregrino provocó un altercado y llamó la atención de todos. Un par de guardias se le acercaron. Hanno esperó que no exagerase. La idea era brindar un par de minutos de distracción y que luego lo expulsaran, no que lo arrestaran. Un problema de Peregrino: es un caballero por instinto, no tiene talento para hacer de borracho agresivo. Pero tiene cerebro y tacto.

Fuera. A pesar del polvo, el sol los encandiló un instante. El taxi estaba frente a la acera. Hermes, dios de los viajeros, los mercaderes y los ladrones, gracias.

Hanno ayudó a Aliyat a entrar. Ella se desplomó en el asiento y trató de recobrar el aliento. Svoboda se sentó al otro lado. Hanno dio una dirección. Él taxi arrancó. Mientras avanzaban en medio de la congestión y los bocinazos, Aliyat se mecía de aquí para allá. Svoboda tanteó bajo la chaqueta, meneó la cabeza y frunció los labios, sacó una toalla de la cartera y se la puso con disimulo. Para bloquear la sangre, comprendió Hanno; tenía una hemorragia.

—Oiga, ¿la dama está bien? —preguntó el conductor—. Por lo que veo, no debieron darle el alta.

—Síndrome de Schartz-Metterklume —explicó Hanno—. Necesita llegar a la cama cuanto antes.

—Sí —resolló Aliyat—. Ven a verme mañana, guapo.

El conductor abrió la boca y miró de reojo, pero aceleró. Cuando llegaron, Hanno cumplió su promesa de una generosa propina. Serviría para silenciar al conductor si los investigadores adivinaban que habían usado un taxi. Aunque esa historia ya no ayudaría mucho a la policía.

—A la vuelta de la esquina —le dijo Svoboda a Aliyat—. Media manzana.

Gotas rojas caían en la acera. Si alguien los vio optó por no inmiscuirse. Hanno había contado con eso.

Había una pequeña camioneta de mudanzas en un garaje. Hanno la había alquilado el día anterior, pactando que la devolvería en Pocatello, Idaho.

La mole del vehículo les permitió meter a Aliyat sin que nadie los viera. En la parte trasera había un colchón y ropa de cama, junto con los suministros médicos que habían podido comprar en su prisa. Hanno y Svoboda desvistieron a Aliyat, la lavaron, le administraron un antibiótico, le cambiaron los vendajes, la pusieron tan cómoda como podían.

—Creo que se recobrará —dijo Svoboda.

—No lo dudes —masculló Aliyat.

—Déjanos —le ordenó Svoboda a Hanno—. Yo la cuidaré.

El fenicio obedeció. Svoboda había sido soldado y entendía de primeros auxilios; había sido veterinaria, y los humanos no son tan distintos de sus parientes. Cerró las puertas traseras y fue a la cabina a esperar. Al menos ahora podría fumar su pipa y temblar sin disimulos.

Peregrino llegó al poco tiempo. Hanno nunca lo había visto tan alegre.

—¡Yupiiii! —exclamó Peregrino.

—Será mejor que yo conduzca primero —dijo Hanno. Puso el motor en marcha. Pagó la tarifa del aparcamiento y enfiló hacia el oeste.