12

Moriarty estaba desayunando cuando le llamó Stoddard. El senador también tenía teléfono en esa habitación. Incluso en su residencia de verano, en su propio Estado, debía estar siempre alerta; y el número no figuraba en la guía, lo cual le daba cierta protección.

La voz lo despabiló de inmediato. Soltó un silbido y un resuello.

—Por Dios —respondió al fin—. Sube al primer avión de National. Coge un taxi al llegar aquí. No repares en gastos. Trae todo el material que tengas. Necesito ponerme al corriente. Estuve de gira, ya sabes, concurriendo a mítines. De acuerdo. Parece prometedor, ¿eh? Apresúrate. Adiós.

Colgó.

—¿De qué se trata? —preguntó su esposa.

—Lo lamento, alto secreto —le respondió Moriarty—. Oye, ¿podrás reorganizar mis citas de hoy?

—¿Incluida la fiesta de los Garrison? Recuerda quién estará allí.

—Lo lamento. Esto es muy importante. Ve tú, presenta mis excusas y halaga a esos personajes con tus encantos.

—Haré lo que pueda.

—Que es mucho, mi amor. —Qué magnífica primera dama sería ella… Algún día, algún día, cuando se cumpliera su destino. Entonces ella no se preocuparía por las otras mujeres—. Perdona, pero tengo que ponerme en marcha. Tengo que organizar muchas cosas en menos tiempo del que esperaba.

Así era. El Congreso estaba en receso; pero los votantes nunca olvidaban sus problemas y él no podía descuidar ciertos intereses. Y la convención le había dejado varios problemas que debía resolver antes de las elecciones. Y tenía que revisar su discurso. Era sólo un homenaje en una escuela secundaria, pero si decía las cosas acertadas en frases convincentes, quizá los medios citaran alguna. Tenía que hallar un lema identificador, como el de Roosevelt: «Lo único que debemos temer es el temor mismo». O el de Kennedy: «No preguntéis qué puede hacer vuestro país por vosotros…».

Horas después recibió a Stoddard en el estudio. Era una habitación aireada, con una rutilante vista al mar, donde bailaban las blancas alas de los veleros. Las paredes no exhibían fotos autografiadas de Moriarty en compañía de personas famosas, como en la oficina de Washington. Sólo retratos de familia, un paisaje pintado por su hija, un trofeo de equitación de su época de estudiante, una estantería con libros de referencia y recreo que no eran meramente ornamentales.

—Hola —saludó desde el escritorio—. Siéntate. —Notó que había sido muy brusco—. Disculpa. Supongo que estoy más nervioso de lo que esperaba.

Stoddard se sentó en una silla giratoria, se reclinó, se apoyó el maletín en las rodillas.

—También yo, senador. ¿Le molesta si fumo?

—No. —Moriarty esbozó una tímida sonrisa—. Ojalá yo me atreviera.

—Estamos solos. —Stoddard le alcanzó el paquete.

Moriarty meneó la cabeza.

—No, gracias. Me costó dejarlo. Me pregunto qué diría Churchill de una sociedad donde ya no puedes fumar si aspiras a un puesto público.

—A menos que usted venga de un Estado tabacalero. —Stoddard encendió una cerilla—. De lo contrario, sí, uno vota por precios concertados, subsidios y fomento a la exportaciones tabacaleras, mientras incita a una guerra contra las drogas adictivas peligrosas.

¡Al demonio con ese hijo de perra! Lástima que fuera tan útil. Bien, con ese sarcasmo se había perdido el trago que Moriarty pensaba ofrecerle.

—Vamos al grano. ¿Cuántos detalles tienes sobre este asunto?

—¿Cuántos tiene usted?

—Leí ese artículo del Times cuando llamaste. No fue muy informativo.

—No, supongo que no. Porque en la superficie no es una gran noticia. Otro incidente entre indigentes neoyorquinos.

Moriarty sonrió satisfecho.

—¡Pero está relacionado con Tannahill!

—Tal vez —advirtió Stoddard—. Sólo sabemos que estuvieron involucrados miembros de la Unidad, y que Tannahill visitó a la directora el mes pasado. Y es una organización extraña. No clandestina, pero… ¿evasiva? Tuvimos que gastar mucho para obtener información, y podría ser en balde. Tannahill pudo visitar a esa mujer por otras razones. Tal vez quería escribir un artículo. Él estaba en casa durante el episodio. Aún está allí, según mis últimas noticias.

Moriarty trató de apaciguarse. ¿Será una ridiculez?, se preguntó. ¿Por qué apunto mi artillería contra un tábano?

Porque un instinto afinado por mi profesión me indica que hay algo grande detrás de esto, grande, grande. Descubrirlo sería algo más que silenciar a un reaccionario vocinglero. Me pondría en órbita. Dentro de cuatro años, ocho a lo sumo, podría tener el nuevo amanecer que tanto temen Tannahill y sus cavernícolas.

Se reclinó en el cuero gastado, acogedor, crujiente, y trató de relajar los músculos uno por uno.

—Mira —dijo—, sabes que no he tenido tiempo para estar al corriente de tus investigaciones. Cuéntamelo desde el principio. No importa si repites lo que he oído antes. Quiero todos los datos en orden para evaluarlos.

—Sí, señor. —Stoddard abrió el maletín y extrajo un sobre—. Puedo darle una síntesis antes de pasar a los detalles.

—De acuerdo.

Stoddard miró sus notas.

—Le avisé a usted cuando Tannahill regresó a New Hampshire. Bien, lo hicimos vigilar desde entonces. Siguiendo instrucciones suyas, notifiqué el asunto al FBI. El agente a quien le hablé se fastidió un poco.

—Me consideró oficioso, sin duda. —Moriarty rió—. Mejor eso que parecer furtivo. Y les ha dado qué pensar. Continúa.

—Poco después de su regreso… ¿Quieres fechas? ¿Aún no? Bien, poco después Tannahill fue a Nueva York, se hospedó en un hotel y fue a recibir, un avión de Copenhague en el aeropuerto Kennedy. Una mujer joven se lanzó a sus brazos cuando pasaron la aduana, y estuvieron varios días encerrados en ese hotel. Parecía una luna de miel: excursiones, restaurantes de lujo, lo de costumbre. La investigamos a ella, desde luego. Se llama Olga Rasmussen, ciudadana danesa pero de origen ruso, refugiada. Hay ciertas cosas llamativas, pero efectuar investigaciones internacionales es difícil. Y costoso. Usted decide.

»Entretanto, Tannahill visitó el edificio de la Unidad. No se quedó mucho tiempo y no estableció nuevo contacto, a menos que tenga una línea secreta. —Stoddard no hizo comentarios sobre la ilegalidad de los teléfonos intervenidos, y Moriarty no preguntó—. Él y Rasmussen fueron a casa de Tannahill en el norte. Han estado allí desde entonces, sin salir mucho ni hacer nada inusitado en público. Excepto…

»Últimamente fueron al aeropuerto más cercano y llevaron a casa a un hombre que ahora es su huésped. No pudimos averiguar mucho sobre él, excepto que viene de la Costa Oeste. Piel roja, a juzgar por el aspecto.

—¿De qué clase? —preguntó Moriarty—. No todos son iguales.

—¿Eh? Bien, es alto, con cara aquilina. Tannahill lo presentó a los tenderos y otras personas de la aldea como Peregrino.

—Costa Oeste… Bien, ¿qué hay del episodio violento de la otra noche?

—Aparentemente, el barón de las drogas de ese distrito de Nueva York, ordenó a sus matones que atacaran un inquilinato que la Unidad está rehabilitando para sus miembros. Al parecer, intenta echarlos antes de que se establezcan en su territorio. La Unidad perjudica sus negocios.

Moriarty hurgó en su memoria.

—Tal vez haya oído algo sobre la Unidad anteriormente, pero no estoy seguro. Cuéntame.

—Es una organización oscura. Por elección, según entiendo. Compacta, controlable; no llama la atención. Es una organización de autoayuda entre los menesterosos, pero no se parece a ninguna otra. No es una iglesia, aunque tiene un elemento religioso…, ceremonias, al menos. No es un grupo militante, aunque los miembros están muy unidos. Efectúan patrullas que constituyen algo más que una vigilancia del vecindario. Sin embargo, hasta ahora no han quebrantado ninguna ley. La presidenta, suma sacerdotisa o como se llame es una mujer enigmática. Negra, se llama Corinne Macandal. Tiene una socia blanca, Rosa Donau, que estuvo involucrada en el incidente. Eso es todo lo que hemos averiguado sobre la Unidad.

—Hablame del incidente —dijo Moriarty—. La descripción del periódico era muy vaga.

—Temo que la mía lo será también. Donau estaba en ese edificio que están arreglando cuando entró la pandilla. Uno de los hombres de la Unidad tenía una pistola. Hubo disparos. El hombre murió, pero antes liquidó a un enemigo. Donau sufrió lesiones graves.

Moriarty asintió.

—Especiales del sábado por la noche. Lluvia de balas. Y en el sur cacarean por la Segunda Enmienda. Continúa. ¿Más heridos?

—Dos guardianes desarmados recibieron una tunda. Había otros hombres de la Unidad, pero sólo tenían porras…, bien, un par de navajas autorizadas.

—No es poco. ¿Sufrieron heridas?

—No, ni se trabaron en lucha. Al cabo dé algunos disparos, los atacantes huyeron. Obviamente, no esperaban tanta resistencia. Calculo que se proponían cometer actos vandálicos, destruirlo todo. La gente de la Unidad llamó a la policía. Los cadáveres fueron a la morgue, Donau al hospital. Un disparo en el pecho. Grave, pero estable.

Moriarty se acarició la papada y miró hacia las soleadas aguas.

—Sin duda la directora, Macandal, emitirá una declaración manifestando alarma y reprobando el uso de armas.

—Mi impresión es que los hombres jurarán que fue idea de ellos.

—Lo cual podría ser verdad. Donau debería saber más, si sobrevive. Una testigo presencial, al menos… Sí, creo que esto no fue sólo otra pelea en una barriada pobre. —Concluyó triunfalmente—: Creo que tenemos fundamentos para solicitar una investigación federal de la Unidad y de todos los que han estado en contacto con la organización.