Corinne Macandal recibió al visitante en su sala de estar victoriana.
—Tanto gusto —saludó. La mano del visitante era nervuda y dura, suave pero firme. El hombre se inclinó con un aplomo arcaico—. Siéntese, por favor. ¿Desea una taza de café o té?
Kenneth Tannahill permaneció de pie.
—Gracias —dijo—. ¿Podemos hablar en privado, donde nadie pueda oírnos?
Ella lo miró sorprendida. Pensó: ¿Qué edad tiene este hombre? El pelo negro, la piel lisa y el cuerpo ágil hablaban de juventud, pero algo más que el semblante enjuto sugería que había visto muchos años y mucho mundo. Los indicios eran sutiles, pero reales.
—¿De veras? Creí que usted buscaba una entrevista para su publicación.
Tannahill sonrió como un felino.
—Eso no era exactamente lo que pedía mi nota, aunque daba esa impresión, ¿verdad?
Corinne respondió con cautela.
—¿Qué desea, entonces? Debo confesar que no estoy familiarizada con… Chart Room.
—No es una gran revista. Ni es sensacionalista, debo añadir. En general publica artículos, o ensayos, sobre temas de actualidad. A menudo nos dedicamos a la historia o la antropología, tratando de poner las cosas en perspectiva.
—Parece interesante. —Macandal inspiró profundamente—. Sin embargo, temo que debo rechazar una entrevista a cualquier cosa semejante. No quiero publicidad. Me disgusta personalmente, y podría perjudicar a la Unidad.
—¿De veras? Creo que si la original labor de ustedes se conociera mejor, obtendrían mayor respaldo, cooperación, todo lo necesario. Otros desearían imitarles.
—Dudo que pudieran. Somos únicos. Una de las cosas que nos posibilita hacer lo que hacemos es precisamente nuestra pequeñez, nuestra intimidad. La mirada de los demás destruiría todo eso.
Los grandes ojos rasgados de Tannahill la miraron con fijeza.
—Sospecho que eso es menos importante que usted misma —murmuró—. Y que su socia, la señorita Donau.
Corinne se alarmó y alzó la voz.
—¿Qué busca usted? ¿Quiere ir al grano?
—Mis disculpas. No quise ofender. Por el contrario. Pero creo que deberíamos hablar en privado.
—Muy bien —decidió ella—. Espere un minuto y daré instrucciones al respecto.
Entró en el vestíbulo, encontró a una criada y susurró:
—El caballero y yo estaremos en mi cuarto. Di a Boyd y Jerry que estén cerca y vengan de inmediato si los llamo.
La muchacha la miró boquiabierta.
—¿Espera problemas, señora?
—No —contestó Macandal—. Sólo por si acaso. —No se conservaba la inmortalidad omitiendo precauciones.
Regresó y condujo a Tannahill entre los objetos que simbolizaban poder. Él los inspeccionó mientras Macandal cerraba la puerta.
—Siéntese —ofreció, con más brusquedad de la que se proponía.
Él obedeció. Macandal acercó otra silla.
—Le agradeceré que se explique cuanto antes —dijo.
Él no pudo ocultar su propia tensión.
—Perdóneme si no lo hago —respondió—. La tarea que me trae aquí es de suma importancia. Tengo que estar seguro antes de aclarar detalles. Pero prometo que no habrá amenazas, exigencias ni intentos de causarle daño. Pertenezco a una clase de personas inusitadas. Tengo razones para pensar que usted y la señorita Donau también. En tal caso, las invitaremos a unirse a nosotros, para contar con ayuda mutua y camaradería.
¿Acaso él…? Por un instante, la penumbra de la cámara se volvió brumosa y Corinne sintió un estruendo en los oídos. A través del estruendo oyó:
—Seré franco, y espero que usted no se enfade. Encargué a una agencia de detectives que preparase un informe sobre ustedes y la organización. Las vigilaron durante una semana, charlaron con personas bien predispuestas, tomaron fotos, revisaron archivos periodísticos y documentos públicos. Era sólo con la intención de ponerme al corriente, de modo que hoy yo viniera preparado para hablar con inteligencia y no le hiciera perder el tiempo. —Tannahill sonrió—. Usted, en cuanto individuo, continúa siendo tan enigmática como siempre. Prácticamente no sé nada sobre usted excepto que, según los archivos y los recuerdos de un par de viejos miembros de la Unidad, su madre fundó este grupo que encabeza, y que usted se parece a ella. Por lo demás, si no me equivoco, tengo más información sobre Rosa Donau.
Macandal intentó recobrar la compostura. El corazón se le aceleraba, pero tenía la mente alerta y los sentidos aguzados. Si de veras era un inmortal, no era una amenaza, sino causa de alegría. Desde luego, si no lo era… Sí, debía andar con cuidado.
—¿Entonces por qué no la entrevistó primero a ella? —preguntó.
—Tal vez a ella no le agrade. Verá usted, trato de no despertar temores. —Tannahill se apoyó las manos en las rodillas—. ¿Puedo contarle una historia? Considérela un relato ficticio. O una parábola: obviamente usted es una persona culta.
Ella cabeceó.
—Había una vez una mujer que vivía en lo que ahora es Estambul —dijo Tannahill—. En esos tiempos la llamaban Constantinopla, y era capital de un gran imperio. Esa mujer no había nacido allí, sino en Siria. Había tenido una vida difícil, había recorrido mundo y había recibido muchos golpes crueles. Sí, era mucho mayor de lo que aparentaba, aunque no tan vieja como su profesión, para la cual necesitaba ese cuerpo juvenil. Le iba bien en su oficio, aunque cada tanto tenía que mudarse y cambiar de nombre. Al fin conoció a un hombre que también era mayor de lo que aparentaba. Él y su socio habían viajado mucho. En ese momento eran mercaderes en la ruta fluvial rusa.
No dejaba de mirar a Corinne. Ella no resistió más.
—¡Basta! —exclamó. Cobrando aliento—. Señor… Tannahill, ¿por casualidad está usted asociado con un caballero llamado… Willock?
Los dedos de Tannahill se pusieron blancos.
—Sí. Es decir, lo conozco, aunque tal vez él no sepa nada de mí. Una fundación para estudios sobre la vejez lo contrató para hallar personas que tengan… genes de longevidad. Hablo de una gran longevidad.
—Entiendo. —De pronto Macandal sintió una extraña calma, un distanciamiento. Era como si hablara otra persona—. Rosa y yo vimos el anuncio. Nos pareció interesante.
—Pero no respondieron.
—No. Debemos tener cuidado. La Unidad trabaja entre, y contra, malos sujetos. Tenemos enemigos, y ellos no tienen escrúpulos.
—Eso pensé. Le juro, señorita Macandal, que el grupo al cual pertenezco es decente. De hecho, nos enteramos de la existencia de la Unidad porque dos de nosotros también realizan tareas de rehabilitación y somos pocos. Muy pocos.
—No obstante, debe darme tiempo para reflexionar. Ustedes saben cosas sobre nosotras. ¿Qué sabemos nosotras sobre ustedes?
Tannahill guardó silencio un minuto. Al fin cabeceó.
—Es razonable. Pregunte lo que quiera.
Ella enarcó las cejas.
—¿Se compromete a responder todas las preguntas, con veracidad y sin omisiones?
Tannahill rió, echando la cabeza hacia atrás.
—No. ¡Bien dicho! —Poniéndose serio—: No antes de que nos tengamos plena y mutua confianza. Permítame hacer lo posible para ello.
—Todavía no. Quiero estudiarlo por mi cuenta. Leer algunos números de la revista. Averiguar cómo vive, qué piensan de usted sus vecinos, esas cosas. Tal como usted hizo con nosotras. No llevará mucho tiempo. Luego Rosa y yo planearemos el próximo movimiento.
Él sonrió, serenándose.
—En otras palabras: «No llame usted, llamaremos nosotras». De acuerdo. Nuestra gente tiene tiempo y paciencia. Sabemos esperar. No ocurrirá nada hasta que ustedes lo deseen.
Metió la mano en el bolsillo y extrajo una tarjeta.
—Ésa es mi dirección de New Hampshire. No estoy solo en la ciudad. Mi amigo y yo regresaremos allí mañana. Telefonee cuando guste, o escriba, si lo prefiere. Si nos marchamos, informaré al personal cómo ponerse en contacto conmigo, y podré volver aquí de inmediato.
—Gracias. Estuvo a punto de conquistarla cuando se levantó y dijo:
—No, gracias a usted. Ansío tener noticias suyas. Por favor cuente mi fábula a la señorita Donau, y añada el final feliz: el hombre de la historia dejó de estar enfadado con la mujer. Espera que ella se alegre de volver a verlo.
—Se lo diré —convino Macandal—. Se dieron nuevamente la mano, un contacto que duró apenas unos segundos, pero ninguno de ambos habló mientras ella lo acompañaba a la puerta.
Macandal lo siguió con los ojos hasta que él desapareció por la calle solitaria, caminando ágilmente y sin temor. Bien, pensó ella, sabe cuidarse, ha estado en sitios peores que Harlem de día. ¡Demonios, vaya tío encantador!
¿O es sólo idea mía? Tal vez Aliyat tenga razón. Un hombre inmortal no es necesariamente un buen hombre. Pero si lo es…, si lo son… Ella aún no me ha explicado qué tiene en contra de él…
¿Qué estoy esperando? ¿Por qué me demoro? Cielos, es un hombre. Tal vez, haya otros hombres.
¡Calma, muchacha!
El arrebato de deseo cesó. La dejó temblando pero capaz de reírse de sí misma, y eso fue una purificación. El celibato había sido el precio que debía pagar; Mama-lo no podía tomar una serie de amantes y no se atrevía a casarse. Pensó: Me enorgullecí de mi disciplina y no entendí que me estaba volviendo engreída. En el fondo, querida, eres sólo un ser humano, lascivo, limitado y vulnerable.
Pero tienes responsabilidades.
Entró y subió hasta un cuarto que servía de oficina privada. Sus prosaicos muebles y equipos la ayudaron a recobrarse del vértigo. Tenía trabajo que hacer.
Macandal se instaló en el escritorio y cogió el teléfono. Entre los números que tecleó, tres pertenecían a agentes de policía y uno a un agente del FBI. La Unidad había salvado a esos hombres cuando eran niños. Eran personas inquietas y no se habían quedado, pero ya estaban equipadas para enfrentarse al mundo y no olvidaban. Ninguno de ellos traicionaría su función pública, ni ella pediría semejante cosa. Pero más de una vez habían indagado asuntos, dando por sentado que las razones de Macandal eran legítimas. A través de esas personas podría averiguar mucho sobre Kenneth Tannahill, tal vez hasta cosas que él mismo ignoraba.