7

Era un día bochornoso en Washington, D. C. El aire acondicionado proporcionaba frescor a la oficina de Moriarty. Era un verano aplastante. Moriarty lanzó la revista contra el escritorio.

—Bastardo —murmuró—. Canalla…

El intercomunicador sonó.

—El señor Stoddard desea verlo, senador —anunció la voz de la recepcionista.

Moriarty contuvo el aliento y soltó una risotada.

—¡Muy oportuno! —exclamó—. Hágalo pasar.

Entró un nombre bajo, anónimo, fríamente eficaz. El sudor le relucía en las mejillas. Empuñaba un maletín.

—¿Cómo está usted? —saludó, mirando el escritorio—. Veo que ha leído las últimas noticias.

—Desde luego —exclamó Moriarty—. Siéntate. ¿Lo has visto?

—Aún no. —Stoddard se sentó—. Estuve ocupado investigando al responsable.

El hombre fofo que estaba detrás del escritorio cogió de nuevo la revista y la puso bajo sus lujosas gafas de lectura.

—Escucha esto. Es el editorial. Trata de mi discurso en favor del CCCP. Escojo un párrafo al azar. —Dominó la indignación y recitó metódicamente—: «El senador fue presentado por una activista de la paz y el desarme, la doctora Fulvia Bourne. Soportó magistralmente esa situación embarazosa. En vez de aludir al discurso que la doctora había dado en el banquete del día anterior, para aprobar o reprobar frases tan pintorescas como "el Pentágono, un pentáculo atestado con los demonios de la locura nuclear", o la "CÍA, la Compañía de Inmolación Aterradora", prefirió obviar dicho discurso para llamar a la doctora una moderna Juana de Arco. También obvió el hecho de que Santa Juana tomó las armas por la causa de la liberación. De allí hubo una fácil transición a la necesidad de estadistas, de "paciencia externa pero impaciencia interna". Evidentemente debemos tener "paciencia externa" con los sujetos como Castro y Ortega. A fin de cuentas, el estimado correligionario del senador, el reverendo Nathaniel Young, llama a ambos caballeros "Querido camarada". No debemos tener ninguna paciencia, por ejemplo, con Sudáfrica. En cuanto a la política interna, una impaciencia destinada a completar la destrucción de las clases productivas de Estados Unidos…». ¡Ah! ¿Para qué seguir? Léelo tú mismo, si puedes soportarlo.

—¿Puedo hacer una pregunta, senador? —murmuró Stoddard.

—Por cierto. Siempre he defendido la dialéctica abierta y libre.

La mirada de Stoddard sopesó a Moriarty.

—¿Por qué permitir que el tal Tannahill lo saque de quicio? No escribe nada que otros opositores no hayan escrito.

La ancha cara del senador se enrojeció.

—Sus sarcasmos no tienen límite. La oposición es una cosa, el enjuiciamiento permanente es otra. No sólo intenta crear problemas en todo el país, sino insertar una cuña entre mi electorado y yo.

—Oh, opera en Nueva Inglaterra y hace muchas referencias regionales, pero no está en su Estado, senador. Y por otra parte, The Chart Room tiene poca circulación.

—Se requiere una pequeña dosis de un virus, administrada a la gente indicada, para infestar una población entera. Tannahill no sólo está llamando la atención de conservadores tradicionales y neofascistas, sino entre los jóvenes universitarios. —Moriarty suspiró—. Oh sí, esa serpiente tiene sus derechos de la Primera Enmienda, y admito que sus ironías me hieren más de lo debido. Debería estar habituado a la crueldad.

—Si me permite, a menudo usted se pone en la mira de esos sujetos. Yo le habría aconsejado que no diera ese discurso.

—En política uno toma los aliados que encuentra, y hace todo lo que puede.

—¿Como Sudáfrica? Perdón —añadió Stoddard, pero no parecía arrepentido.

Moriarty frunció el ceño.

—El Comité incluye a algunos extremistas —continuó—, pero qué diablos, son extremistas de una buena causa. Necesitamos esa energía y dedicación. —Se aclaró la garganta—. No importa. Vayamos al grano. Se trata de descubrir quién es Tannahill y quién está detrás de él. ¿Qué puedes decirme?

—No mucho, me temo. Por lo que han averiguado mis investigadores, y son buenos en su trabajo, está limpio. Claro que no llegaron hasta el fondo.

—Vaya. —Moriarty se inclinó hacia delante—. Sigue siendo el hombre misterioso encerrado en su finca, ¿eh? —No pudo contener el comentario—: Es natural que se haya instalado en New Hampshire, ¿verdad? «Vivid libres o morid». Hasta es posible que se lo crea.

—No es Un recluso al estilo Howard Hughes, si se refiere a eso, senador —replicó Stoddard—. En realidad, lo que entorpece las investigaciones es que rara vez está en su casa. Viaja mucho, pero mis hombres no pudieron averiguar adonde va. No sirvió de nada hablar con sus criados ni con el personal de la revista. Son dos puñados de individuos bien escogidos, que han estado mucho tiempo con él, le son leales y no abren la boca. Tampoco guardan secretos vergonzosos. —Rió—. No tenemos esa suerte. Simplemente, no saben qué hace el jefe cuando se va, y tienen la anticuada idea de que a los demás no les incumbe.

Moriarty clavó una mirada acerada en su asistente. A veces se preguntaba si Stoddard no lo ayudaba estrictamente por el sueldo. Sin embargo, ese sujeto trabajaba bien y a veces había que soportar sus impertinencias.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Moriarty—. No importa si repites cosas que ya sé.

—Me temo que ante todo haré eso. —Stoddard extrajo una hoja de un maletín y consultó sus notas—. Kenneth Alexander Tannahill nació el 25 de agosto de 1933 en Troy, Vermont, un pueblo cercano a la frontera canadiense. Sus padres se mudaron poco después. Un ex vecino, a quien le escribieron un par de cartas, declaró que se habían ido a Minnesota, pero no recordaba exactamente adonde. Una aldea de North Woods. Todo es oscuro, no hay nada documentado, excepto los mínimos registros oficiales y algunos artículos en un periódico estatal.

Moriarty sintió un cosquilleo de excitación.

—¿Es decir que ésta podría ser una identidad ficticia? Supongamos que los verdaderos Tannahill murieron en un accidente. Un hombre con dinero, que deseaba borrar sus huellas, podría pedir a una agencia de detectives que localizara una familia difunta que encajara con sus necesidades.

—Quizá —dijo Stoddard con escepticismo—. Difícil de probar.

—¿Registros de reclutamiento antes del fin de la conscripción?

—Preferiría no inmiscuirme en esas cosas, senador.

—No, supongo que no. A menos que podamos hallar pistas que lo justifiquen ante las autoridades correspondientes.

—Tannahill nunca declaró que hubiera hecho el servicio militar. Sabemos eso. Pero muchos hombres de su edad no lo hicieron a pesar de Corea y Vietnam, por diversas razones. Él no ha dado detalles de por qué no estuvo. No es que actúe evasivamente. Quienes lo conocen lo describen como un sujeto simpático y amante de las bromas, aunque exigente con sus empleados, que le responden bien. Simplemente, tiene el don de no hablar de sí mismo.

—No me extraña. Continúa. No está casado, ¿verdad?

—No. Tampoco es homosexual ni impotente. A lo largo de los años hubo algunas mujeres a quienes identificamos. Nada serio, y ninguna de ella le guarda rencor.

—Qué lástima. ¿Y qué rastro dejó en la Costa Oeste?

—Esencialmente, nada. Primero emergió en New Hampshire, compró su casa y el terreno, fundó la revista, todo como…, bien, no exactamente como empleado de Tomek Enterprises. Asociado o agente sería más apropiado. De un modo u otro, Tomek lo financia y supongo que muchos de sus viajes están destinados a llevarle información al viejo.

—Quien también es bastante oscuro, ¿verdad? —Moriarty se acarició la papada—. Pienso que valdría la pena investigar ese rastro.

—Senador, mi consejo es que se olvide del asunto. Es muy costoso, roba tiempo a un personal muy necesario en época de elecciones, y estoy casi convencido de que no obtendrá nada políticamente útil.

—¿Crees que soy sólo un político, Hank?

—Le he oído describir sus ideales.

Moriarty llegó a una decisión.

—Tienes razón, no podemos perseguir fantasmas. Al mismo tiempo, siento en los huesos que aquí hay algo que no resistiría la luz del día. Sí, también tengo motivaciones personales. Denunciar ese algo sería un buen golpe, y estoy harto de las injurias de Tannahill y quiero contraatacar. Tendremos que abandonar nuestros esfuerzos de indagar el pasado, pero no desistiré del todo. —Formó un puente con los dedos—. ¿Dónde está ahora?

Stoddard se encogió de hombros.

—En alguna parte de este lado de la luna… probablemente.

Moriarty se mordió el labio. The Chart Room había sido muy insidiosa con la decadencia del programa espacial de Estados Unidos.

—Bien, alguna vez tendrá que regresar. Quiero que vigilen su casa y su oficina. Cuando aparezca, quiero que lo vigilen las veinticuatro horas del día. ¿Entendido?

Stoddard iba a responder, pero se tragó la réplica y asintió.

—De acuerdo, si no le importa pagar los costes.

—Tengo dinero —dijo Moriarty—. El mío, si es necesario.