Desde la sala donde estaba, hojeando una revista inglesa sin prestar mucha atención al texto, Hanno veía el vestíbulo. Dos veces entró una mujer y él dio un respingo, pero en ambos casos fueron hacia el ascensor.
La tercera vez fue la que esperaba. La mujer habló con el conserje, se volvió y caminó titubeando hacia él. Hanno se levantó del sillón de cuero. Quizá no bastara la prolongada residencia en ese país para inculcar a una rusa los hábitos occidentales de puntualidad; y una rusa de cientos de años…
Ella se acercó y se detuvo. Él la examinó rápidamente. La descripción de Becker era escueta, y el alemán tenía órdenes de no pedir fotografías por si un posible candidato se alarmaba. Era alta como Hanno, con lo cual era baja entre los nórdicos modernos pero de estatura media entre los de su especie. Su figura llena, ágil y erguida, daba la impresión de mayor altura. Los rasgos eran anchos, toscos, agradables. El pelo rubio y corto, a la holandesa, enmarcaba una tez blanca. Vestida con discreción, usaba zapatos bajos y llevaba una cartera colgada del hombro.
Ella enarcó las cejas. Se humedeció los labios con la lengua. Si estaba nerviosa, lo cual sería comprensible, lo manejó con maestría.
—¿Señor… Cauldwell?
¿Por qué esa voz sedosa le resultaba familiar? Sólo deja vu, sin duda. Hanno se inclinó.
—A su servicio, doctora Rasmussen. Gracias por venir.
Ella sonrió.
—Bastará con «señorita Rasmussen», por favor. Recuerde que soy veterinaria, no doctora. —Hablaba inglés con soltura, aunque el acento era más eslavo que danés—. Lamento llegar tarde. Tuve una emergencia en el consultorio.
—Descuide. No podía dejar sufriendo a un animal. —Hanno recordó que aquí daban importancia al apretón de manos y tendió la suya—. Me alegra que haya venido.
Ella le estrechó la mano con firmeza. Le clavó una mirada azul e intensa. Había perdido la timidez, pero aún manifestaba cautela. Cautela de cazador. Sí, pero también…, desconcierto, una reacción extraña en este curioso encuentro.
—Su agente dio detalles… interesantes —dijo ella—. No puedo prometer nada sin oír más.
—Desde luego. Necesitamos hablar; y luego, si no soy indiscreto, me agradaría contar con su compañía para la cena. —Ganar o perder, pensó. ¿Por qué ella le excitaba tanto?—. La charla debería ser privada. Este hotel no tiene bar, pero podemos encontrar uno en las cercanías, o un café o lo que usted quiera, mientras nadie interfiera ni fisgonee.
Ella fue al grano, sorprendiéndolo.
—Creo que es usted un caballero, señor Cauldwell. Usemos su habitación.
—¡Maravilloso! —Recobrando viejos hábitos, le ofreció el brazo. Ella lo cogió con una naturalidad que compensaba su obvia falta de práctica.
En el ascensor no hablaron ni se miraron. Demonios, pensó Hanno, algo en ella me evoca algo. ¿La habré visto antes? Imposible. Oh, visité Dinamarca en ocasiones pero, aunque ella es atractiva, no sobresaldría entre esas mujeres despampanantes.
Se alojaba en una habitación del piso superior. El viejo hotel no era el mejor de Copenhague, pero las ventanas daban al bullicioso centro y las encantadoras torres. Los desvaídos muebles eran acogedores y evocaban una nobleza que el mundo había perdido. Ella sonrió, más cómoda que al principio.
—Tiene usted buen gusto para el alojamiento —murmuró.
—Este hotel es uno de mis favoritos. Lo ha sido durante mucho tiempo.
—¿Viaja a menudo?
—Voy de aquí para allá, y de arriba abajo. Por favor, siéntese. ¿Qué desea beber? Tengo una pequeña nevera. Cerveza, akvavit, whisky, soda. O puedo pedir otra cosa.
—Café, gracias.
Una voz cauta. Hanno llamó. Volviéndose, vio que ella no sacaba cigarrillos de la cartera. Probablemente no fumaba, al contrario de la mayoría de los daneses. Sintió ganas de encender la pipa para calmarse pero desistió y se sentó frente a ella.
—No sé cuánto le dijo Becker —empezó.
—Muy poco. Soy franca en eso. Me habló del… Instituto Rufus de Estados Unidos, que desea estudiar personas que… esperan vivir muchos años. El interés en la Historia…, hay más formas de medir la inteligencia además de ésa. Me marché sintiéndome muy insegura. Cuando usted me telefoneó desde Estados Unidos, no supe si aceptar esta cita. Pero le escucho, señor Cauldwell.
—Yo soy el hombre que fundó el Instituto.
Ella lo estudió.
—Debe usted ser rico.
—Sí. —Asintió, y añadió, alerta a la reacción—: Soy mucho mayor de lo que parezco.
¿Ella respiraba agitadamente?
—Parece joven, sin embargo.
—También usted. ¿Puedo preguntarle su edad?
—Se la dije al señor Becker —respondió ella con rudeza—. Sin duda, él, usted o un detective registraron los documentos públicos.
Hanno alzó la palma.
—Aguarde, por favor. Ambos debemos ser francos, pero no es preciso exagerar. Permítame algunas preguntas. ¿Es usted rusa de nacimiento?
—Ucrania. Llegué a Dinamarca en 1950. Estoy nacionalizada.
Hanno soltó un silbido.
—Hace casi cuarenta años, y usted debía de ser adulta entonces.
Ella sonrió tensamente.
—Busca gente que envejezca despacio, ¿verdad? ¿Qué edad tiene usted, señor Cauldwell?
—Quizá debamos postergar un poco ese tema —dijo él con cautela.
—Quizá… —Ambos temblaron.
—No quiero ser entrometido, pero debo saber algo. ¿Está usted casada? Yo soy soltero.
Ella negó con la cabeza rubia.
—No, no me he casado en este país. Obtuve autorización para cambiarme el apellido. «Olga» es bastante común en Dinamarca, pero nadie podía pronunciar ni escribir el resto.
—Y Rasmussen aquí es como Smith en Estados Unidos. Usted no deseaba llamar la atención, ¿verdad?
—Al principio no. Las cosas han cambiado desde entonces. —Ella suspiró—. Últimamente pensé en regresar, pues dicen que el terror ha terminado. No he dejado de extrañar mi país un solo día.
—Tendría que dar muchas explicaciones.
—Quizá. Me marché como refugiada, como renegada.
Hanno no se refería precisamente a eso, y sospechó que ella se daba cuenta.
—El gobierno danés lo sabe. Consta en los archivos —continuó ella—. Le dije poco al señor Becker, pero se lo comentaré a usted. En la guerra fui soldado del Ejército Rojo. Muchos ucranianos querían liberarse… de Stalin o de la Unión Soviética, porque nosotros somos los antiguos, verdaderos rusos. Kiev fue la semilla y la raíz de la nación rusa. Los moskaiy llegaron después. Muchos recibimos a los alemanes como liberadores. Fue un terrible error, pero ¿cómo podíamos saberlo, cuando durante más de veinte años sólo oíamos mentiras o silencio? Algunos hombres se alistaron en los ejércitos de Hitler. Yo no. Uno resiste al invasor, sea quien fuere. Pero cuando los alemanes se retiraron, dejaron zonas de Ucrania en estado de rebelión. Stalin necesitó años para aplastarla. ¿Lo sabía usted?
—Sé algo al respecto. Si no recuerdo mal, el movimiento de resistencia tenía un cuartel general en Copenhague. Aun así, ni una palabra de lo que ocurría llegó a oídos de los liberales… —No, en Europa «liberales» conservaba su sentido original—. A oídos de la prensa occidental.
—Me habían dado de baja, pero tenía amigos, parientes, gente mía en la rebelión. Algunos peleaban abiertamente, otros simplemente eran simpatizantes que ayudaban cuando podían o se atrevían. Yo sabía que estaba bajo sospecha. Si no delataba a alguien a la policía secreta de Stalin, seguro que vendrían a buscarme. Me esperaba el campo de trabajos forzados, una bala en la cabeza o algo peor. —Recordó con angustia—. ¿Pero cómo unirme a los rebeldes? ¿Cómo disparar contra soldados rusos que habían sido mis camaradas en la guerra? Escapé y llegué a Occidente.
—Toda una hazaña —dijo él con sinceridad. Escapar significaba hambre, sed, ocultamiento, correr, caminar, sortear puestos de guardia, sobrevivir con escaso alimento, durante mil kilómetros o más.
—Soy fuerte —respondió ella—. Tenía mis habilidades de francotiradora. Y me había preparado. —Aferró los brazos del sillón—. No era la primera vez.
Un trueno retumbó en el cráneo de Hanno.
—Yo también tuve aventuras… en el pasado… —murmuró.
Sonó un golpe. Hanno se levantó para recibir al camarero, quien traía una bandeja con un recipiente, tazas, azúcar, crema y kringler. Mientras echaba una ojeada a la bandeja y daba una propina al hombre, dijo, pues la ligereza era necesaria pero el silencio imposible:
—Supongo que desde entonces vivió apaciblemente.
Intuyó que ella hablaba impulsada por la misma necesidad.
—Recibí asilo en Dinamarca. —Hanno se preguntó qué funcionarios la habían protegido, y cómo. No importaba. Si uno trajinaba mucho tiempo por el mundo, conocía los caminos y los atajos—. Me interesaba por la conexión ucrania, pero llegué a amar este país. Son gente afectuosa, y la tierra es atractiva. Trabajé en una granja, decidí ser veterinaria, fui a la universidad, estudié inglés y alemán para hablar con los extranjeros que me trajeran sus animalitos. Ahora tengo un consultorio en Kongens Lyngby, una bonita zona residencial.
El camarero se marchó. Hanno se acercó a ella.
—Pero usted está en edad de jubilarse, o casi —dijo—. Sus amigos se asombran de que parezca tan joven. Bromean acerca de la Fuente de la Juventud. Pero se preguntan por qué no se retira. El gobierno también. ¿Adonde irá, Olga?
Ella le sostuvo la mirada.
—Sí, en Dinamarca los burócratas son muy minuciosos. ¿Adonde sugiere que vaya? ¿Y cuál es su verdadero nombre?
El pulso de Hanno se aceleró.
—Bien —dijo—, basta de rodeos. No quería asustarla, pero creo que puedo decirle la verdad. —Se sentó, para no parecer amenazador ni dominante. Una persona como ella reaccionaría con fiereza ante semejante actitud—. Le contaré algo que le parecerá una locura, o un engaño, a menos que usted sea lo que creo que es. No se asuste. Escúcheme. Abra la puerta y quédese allí si desea.
Ella meneó la cabeza, respirando entrecortadamente.
—Tengo alrededor de tres mil años —dijo Hanno—. ¿Le importa decirme… algo más?
Ella había palidecido. Por un instante se hundió en la silla. Hanno iba a levantarse para tranquilizarla. Ella se enderezó.
—Cadoc —susurró Olga.
—¿Eh?
—Cadoc. Eres tú. Ahora recuerdo. El mercader de Kiev. Kiyiv, se llamaba entonces. ¿Cuándo fue eso? Hace mil años, creo.
El recuerdo lo encandiló como un repentino rayo de sol.
—Tú…, tu nombre…
—Entonces era Svoboda. Siempre lo soy en mi corazón. ¿Pero quién eres tú?
Desde luego, pensó Hanno en su aturdimiento, ninguno de ambos recordaría por mucho tiempo un breve encuentro con un mortal, entre los miles que se habían perdido en el polvo. Pero ninguno de ambos había olvidado del todo. Evocó el fantasma que lo había acuciado en momentos esparcidos a través de los siglos.
—Svoboda, sí —tartamudeó—. Te rescatamos.
—Y la noche fue magnífica. ¡Podríamos haber tenido más!
Se levantaron para abrazarse.