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—Pero me las apaño. Estoy habituada a esta vida. Y soy buena en mi oficio. —Clara rió—. A estas alturas, debería serlo, ¿eh?

—¿Odias a todos los hombres? —le preguntó Laurace.

—¡No me compadezcas…! Lo lamento, tienes buenas intenciones, no debí irritarme. No, conocí a algunos que eran decentes. No en mi trabajo, habitualmente, y no eran para mí. Pero yo tampoco tengo que aguantarlos; me basta con su dinero. De cualquier modo, no podría tener a nadie de veras. Tú tampoco podrías.

—No para siempre, desde luego. A menos que algún día encontremos a otros de nuestra especie. —Laurace le vio la expresión—. Otros que nos agraden.

—¿Te importa si bebo otro trago? Yo me serviré. —Clara se sirvió y sacó un cigarrillo de la cartera. Preguntó, sin irritación, casi con timidez—: ¿Y tú, Laurace? ¿Cómo te sientes? Dijiste que fuiste esclava. Eso debió de ser tan malo como lo que yo conocí. Quizá peor, Cristo sabe cuántos esclavos vi en mi vida.

—A veces era muy malo. A veces era cómodo. Pero no tenía libertad. Al fin me escapé. Gente blanca que se oponía a la esclavitud me hizo llegar a Canadá. Allí encontré trabajo como criada.

Clara estudió a Laurace.

—No hablas ni te comportas como sirvienta —murmuró.

—He cambiado. Mis patrones me ayudaron mucho. Los Dufour: una familia bondadosa y próspera de Montreal. Cuando vieron que quería perfeccionarme, me permitieron ir a la escuela después de las horas de trabajo, y los sirvientes trabajaban mucho en esos tiempos, así que tardé años… pero siempre estaré agradecida a los Dufour. Aprendí un correcto inglés, a leer y escribir, aritmética. Por mi parte, tratando con los del pueblo, aprendí un poco de francés. Me transformé en rata de biblioteca, en la medida en que lo permitían las circunstancias. Así obtuve una educación fragmentaria, pero llené las lagunas a medida que pasaban los años.

»Primero tuve que dominar la memoria. Cada vez me costaba más extraer lo que deseaba de esa masa de recuerdos. Me costaba pensar. Tenía que hacer algo. Supongo que tuviste el mismo problema.

Clara asintió.

—Fue terrible durante cincuenta años. No sé qué hice ni cómo, no recuerdo mucho y todo se me confunde. Pude haberme metido en apuros y morir, excepto que…, bien, caí en manos de un chulo. Él, y luego su hijo, se encargaron de pensar por mí. No eran malos tíos, dadas las circunstancias, y desde luego mi juventud permanente me hacía especial, tal vez mágica, así que no se atrevían a maltratarme…, al menos con las mismas pautas que imperaban en el Próximo Oriente en el siglo ocho. Creo que nunca se lo contaron a nadie, pero cada tantos años me llevaban a otra ciudad. Entretanto, poco a poco me avispé, y cuando murió el hijo ya estaba preparada para arreglármelas por mi cuenta. Me pregunto si la mayoría de los inmortales tendrán la misma suerte. Un demente o un retardado no durarían mucho sin un protector, en la mayoría de los lugares y las épocas, ¿verdad?

—Eso he pensado. Yo fui aún más afortunada. A principios del siglo veinte contábamos con la ciencia de la psicología. Tosca, basada en conjeturas, pero la idea de que se pueda comprender y reparar la mente cambia mucho las cosas. La autohipnosis obró maravillas en mí… Hablaremos de ello más tarde. Oh, tenemos mucho de qué hablar.

—Supongo que entonces nunca sufriste grandes confusiones.

—No, mantuve el control. Desde luego, anduve de aquí para allá. Me dolió abandonar a los Dufour, pero la gente se preguntaba por qué yo no envejecía como ellos. Además, anhelaba mi independencia, una verdadera independencia. Cambié de empleo, aprendí cosas, ahorré dinero. En 1900 regresé a Estados Unidos. En este país una persona de color llama menos la atención, y aquí en Nueva York pasa inadvertida. Abrí un pequeño café. Me fue bien, pues soy buena cocinera, y con el tiempo pude abrir un local más grande, con entretenimientos. La guerra fomentó los negocios. La Prohibición acrecentó las ganancias. Clientes blancos; tenía otro local menos vistoso para los negros. Uno de mis parroquianos blancos se hizo amigo mío. En el Ayuntamiento se encargó de que yo no pagara precios exorbitantes ni tuviera que preocuparme por las amenazas de la mafia.

Clara echó un vistazo a su alrededor.

—No compraste esto con las ganancias de un par de cafés —fe dijo.

Laurace sonrió.

—Astuta, ¿eh? Bien, lo cierto es que luego me lié con un importante contrabandista de alcohol. Blanco, pero…