Tarrant y Peregrino caminaban por la pradera. Rufus los seguía a un par de pasos. La luz se derramaba desde el vasto cielo y el suelo despedía tibieza. El pasto seco crepitaba. El campamento y los edificios pronto desaparecieron detrás de los tallos altos y prados. Rectas volutas de humo se elevaban hacia los buitres.
La revelación fue extrañamente tranquila, aunque quizá no era extraño. Habían esperado mucho tiempo. Tarrant y Rufus habían sentido que la esperanza se transformaba gradualmente en certidumbre. Peregrino había alimentado una paz interior para la cual toda sorpresa era como un soplo de aire. Así soportó su soledad, hasta dejarla atrás.
—Nací hace casi tres mil años —dijo Tarrant—. Mi amigo tiene la mitad de esa edad.
—Nunca conté el tiempo hasta hace poco —dijo Peregrino. Bien podían usar ese nombre, entre los muchos que tenía—. Y desde entonces he calculado quinientos o seiscientos años.
—Antes de Colón… ¡Qué cambios habrás visto!
Peregrino sonrió como un hombre plantado ante una tumba.
—Tú has visto más. ¿Has encontrado a otros como nosotros, además del señor Bullen?
—Una mujer, una vez, pero desapareció. No sabemos si aún vive. Salvo por ella, eres el primero. ¿Tú has encontrado a alguno?
—No. Lo intenté pero desistí. Por lo que sabía, estaba solo. ¿Cómo me seguiste el rastro?
—Es una larga historia.
—Tenemos mucho tiempo.
—Bien… —Tarrant extrajo un saquito de tabaco de los pantalones y, de la camisa, la pipa de escaramujo que no habría sido prudente fumar frente a Quanan—. Comenzaré diciendo que Rufus y yo llegamos a California en 1849. ¿Has oído hablar de la Fiebre del Oro? Amasamos una fortuna. No como mineros, sino como comerciantes.
—Tú lo hiciste, Hanno —dijo Rufus—. Yo sólo seguí tus pasos.
—Y fuiste útil en muchísimos aprietos —declaró Tarrant—: Al final desaparecí unos años, luego reaparecí en San Francisco con mi alias actual y compré un barco. Siempre he amado el mar. Ahora tengo varias naves; la empresa ha prosperado.
Cargó la pipa y la encendió.
—Cada vez que pude costearlo, contraté hombres para buscar indicios de los inmortales —continuó—. Desde luego, no les explico qué están buscando. En general, los de nuestra especie logran sobrevivir conservando el anonimato. En la actualidad soy un millonario excéntrico interesado en las genealogías. Mis agentes creen que soy un ex mormón. Ellos deben localizar a individuos que se parecen mucho a otros y se perdieron de vista, y que pueden reaparecer como dueños de una bonita suma…, ese tipo de cosas. Con los ferrocarriles y los buques de vapor, al fin pude extender mi red por todo el mundo. Desde luego, aún no es muy grande, y la trama es muy tosca, y por eso no he pescado nada, salvo algunas pistas falsas.
—Hasta hoy —dijo Peregrino.
Tarrant asintió.
—Un investigador mío que andaba por Santa Fe oyó rumores acerca de un hechicero que vivía entre los comanches y no pertenecía a ellos.
»Por la descripción parecía un sioux o un pawnee, pero había conquistado mucha autoridad y… lo habían nombrado antes, en otra parte, en diferentes épocas y lugares. Ninguna persona civilizada habría armado el rompecabezas. ¿Quién tomaría en serio las fantasías de los salvajes? Oh, perdona, no quise ofender. Tú sabes cómo piensan los blancos. Mi agente creyó que no valía la pena seguir el rastro. Lo consignó en un par de frases de su informe tan sólo para demostrarme que era aplicado.
»Eso fue el año pasado. Decidí hacer el seguimiento. Tuve suerte y encontré a dos personas de edad, un indio y un mexicano, que recordaban… Bien, si ese hombre existía, al parecer se había unido a Quanah. Esperaba hallar a los comanches en cuarteles de invierno, pero tuvimos que rastrearlos. —Tarrant apoyó la mano en el hombro de Peregrino—: Y aquí estamos, hermano.
Peregrino se detuvo. Tarrant lo imitó. Ambos se miraron de hito en hito. Rufus se mantuvo a la zaga. Al fin Tarrant sonrió adustamente y murmuró:
—Te preguntas si miento, ¿verdad?
—¿Cómo sabes que yo digo la verdad? —replicó el indio.
—Tienes mucho tacto para decir las cosas. Bien, con el transcurso del tiempo he escondido pruebas, así como piezas de oro para emergencias, aquí y allá. Ven conmigo y te mostraré suficientes. O, simplemente, puedes observarme veinte o treinta años. Yo te daré el sustento. Por otra parte, ¿por qué diablos inventaría yo una historia semejante?
Peregrino asintió.
—Te creo. ¿Pero cómo sabes que yo no me propongo estafarte?
—No podrías haber previsto mi llegada, y dejaste una pista durante muchos años. No a propósito. Ningún blanco que no supiera qué buscar habría sospechado jamás. Las tribus… ¿qué opinan de ti?
—Depende. —Peregrino recorrió con los ojos la extensión donde la hierba se mecía sobre los cráneos de búfalo, hasta más allá del horizonte. Al fin habló despacio, en un inglés muy cauteloso, a menudo deteniéndose para formar una oración antes de pronunciarla—. Cada cual vive en su propio mundo, y esos mundos cambian deprisa.
»Al principio fui chamán entre mi gente. Pero adoptaron el caballo y todo lo que eso implicaba. Los abandoné y vagabundeé, invierno tras invierno, verano tras verano. Trataba de hallar el sentido de toda mi experiencia. A veces me asentaba un tiempo, pero siempre era doloroso ver lo que sucedía. Incluso probé suerte entre los blancos. En una misión recibí el bautismo, aprendí español e inglés, a leer y escribir. Luego me interné en territorio de mexicanos y anglos. Fui cazador, trampero, carpintero, vaquero, jardinero. Hablé con todos los que podían hablar conmigo, y leí cada palabra impresa que encontraba. Pero tampoco sirvió de nada. No me encontraba cómodo.
»Entretanto, una tribu tras otra era exterminada por la enfermedad o la guerra, o sometida y encerrada en una reserva. Si los blancos querían más tierras, expulsaban a los pieles rojas. Vi a los cherokees en el final de su Senda de Lágrimas…
La voz tranquila y descriptiva enmudeció. Rufus se aclaró la garganta.
—Bien, así es el mundo —rezongó—. Yo he visto sajones, vikingos, cruzados, turcos, guerras de religión, brujas quemadas… —Y en voz más alta—: He visto lo que hacen los indios cuando llevan las de ganar.
Tarrant le impuso silencio con un gesto y preguntó a Peregrino.
—¿Qué te trajo aquí?
El otro suspiró.
—Al fin llegué a la tardía deducción de que esta vida que continuaba sin cesar, sin dejar más que tumbas, debía de tener un propósito, una utilidad. Y tal vez eso estaba en mi larga experiencia, en mi inmortalidad, que haría que la gente me escuchara. Tal vez pudiera ayudar a mi pueblo, a toda mi raza, antes de que se extinguiera, ayudarla a salvar algo para un nuevo comienzo.
»Hace unos treinta años regresé. En el sureste las tribus tenían probabilidades de durar más tiempo. Los nermernuh (¿sabes que «comanche» viene del español, verdad?) habían expulsado a los apaches. Habían combatido a los kiowas y los habían transformado en aliados; durante trescientos años habían resistido contra los españoles, los franceses, los mexicanos, los texanos, y habían llevado la guerra a territorio enemigo. Ahora los americanos se proponen aplastarlos para siempre. Merecen algo mejor, ¿no crees?
—¿Y qué estás haciendo? —La pregunta de Tarrant pareció revolotear como esas alas negras en el cielo.
—A decir verdad, estuve primero entre los kiowas —dijo Peregrino—. Tienen mente más abierta que los nermernuh, incluso en cuanto a la longevidad. Los comanches creen que un hombre verdadero muere joven, en la batalla o la cacería, mientras es fuerte. No confían en los viejos y los tratan mal. No como mi gente, hace mucho… Yo dejé que mi reputación creciera con el tiempo. Fue una ayuda que supiera tratar a los heridos y enfermos. Nunca me di aires de profeta. Esos predicadores locos han causado la muerte de millares, y el fin aún no llega. No, simplemente iba de tribu en tribu, y llegaron a pensar que yo era sagrado. Hice lo que pude en materia de curación y asesoramiento. Siempre he aconsejado la paz. Es una larga historia. Al fin me uní a Quanah, porque se estaba convirtiendo en el último gran jefe. Todo dependerá de él.
—¿Has dicho paz? —Y lo que podamos salvar para nuestros hijos. Los comanches no tienen ningún legado de sus antepasados, nada en lo que puedan creer de veras. Eso los tiene a mal traer. Los vuelve presa fácil de los personajes como Profeta Búho. Encontré una nueva entre los kiowas y la estoy trayendo a los nermer-nuh. ¿Conoces el canto peyote? Abre un camino, aquieta el corazón…
Peregrino se detuvo. Una risa le aleteó en la garganta.
—Bien, no me proponía hablar como un misionero
—Me alegrará escucharte más tarde —dijo Tarrant, mientras pensaba: He visto ir y venir tantos dioses. ¿Qué más da uno más?—. Me interesan tus ideas para lograr la paz. Te he dicho que tengo dinero. Y siempre me las he ingeniado para manejar ciertos hilos. ¿Comprendes? Algunos políticos me deben favores. Puedo comprar a otros. Elaboraremos un plan. Pero primero debemos sacarte de aquí, regresar a San Francisco, antes de que te metan una bala en los sesos. ¿Por qué diablos viniste con estos guerreros?
—Ya te he dicho que debo lograr que me escuchen —explicó fatigosamente Peregrino—. Es un trabajo difícil. Ante todo, recelan de los viejos, y ahora que su mundo se despedaza temen una magia tan extraña como la mía y… Tienen que comprender que no soy cobarde, que estoy de su lado. No puedo abandonarlos ahora.
—¡Un momento! —ladró Rufus.
Lo miraron fijamente. Rufus se plantó con las piernas separadas, el sombrero echado hacia atrás, la cara roja y curtida. El garfio que había perforado a sus enemigos lucía repentinamente frágil bajo ese cielo.
—Un minuto. Jefe, ¿en qué estás pensando? Lo primero que debemos hacer es salvar a esos rancheros. Tarrant se humedeció los labios.
—No podemos —respondió con desgana—. Somos dos contra un centenar. A menos… —Miró a Peregrino.
El indio meneó la cabeza.
—En esto el Pueblo no me escuchará —les dijo con voz opaca—. Sólo perdería la poca influencia que tengo.
—¿No podemos pagar rescate por la familia? He oído que los comanches a menudo venden a los prisioneros. He traído mercancías, además de los presentes. Y Herrera me dará su ganado si le prometo una paga en oro.
Peregrino reflexionó.
—Bien, tal vez.
—Eso es como dar a esos demonios recursos para matar más blancos —protestó Rufus.
—Me decías que estas cosas no son nuevas en la Tierra —dijo Peregrino con incisiva amargura.
—Pero los bárbaros de Europa eran blancos. Incluso los turcos… Oh, olvídalo. Cabalgas con estos animales…
—Basta, Rufus —intervino Tarrant—. Recuerda a qué vinimos. No es de nuestra incumbencia salvar a unos pocos que dentro de un siglo ya estarán muertos. Veré si puedo hacerlo, pero Peregrino es nuestro verdadero hermano. Cálmate.
Rufus dio media vuelta y se alejó. Tarrant lo siguió con los ojos.
—Se le pasará —aseguró—. Malhumorado y no muy inteligente, pero me ha sido fiel desde antes de la caída de Roma.
—¿Por qué se preocupa por personas efímeras como insectos? —dijo el chamán.
La pipa de Tarrant se había apagado. La encendió de nuevo mirando las volutas de humo.
—También los inmortales reciben la influencia del medio —le dijo—. Estos últimos doscientos años hemos vivido principalmente en el Nuevo Mundo. Primero Canadá, cuando era francés, pero luego nos mudamos a las colonias inglesas. Más libertad y más oportunidades, si eras inglés, como por supuesto alegábamos ser. Luego fuimos americanos; lo mismo.
»A él le afectó más que a mí. Yo he tenido esclavos, y acciones de un par de plantaciones, pero nunca pensé mucho en ello. Siempre había dado por sentada la esclavitud, y era una desgracia que le podía ocurrir a cualquiera, al margen de las razas. Cuando terminó la guerra de Secesión y muchas otras cosas, para mí fue otra vuelta en la rueda de la historia. Como propietario de naves en San Francisco no necesitaba esclavos.
»Pero Rufus tiene un alma primitiva. Quiere algo a lo cual aferrarse…, algo que los inmortales no podemos tener, ¿verdad? Ha profesado una docena de creencias cristianas. La última vez se convirtió en una ceremonia baptista, y aún evoca muchas cosas. Antes y después de la guerra tomó en serio lo que oía acerca del derecho y el deber de la raza blanca de dominar a las de color. —Tarrant rió sin alegría—. Además, no ha visto una mujer desde que salimos de Santa Fe. Se decepcionó al descubrir que en el Llano Estacado las mujeres comanches no son tan complacientes con los forasteros como en el norte. Quizás haya mujeres blancas en esa cabaña. Rufus no sabe que él mismo las desea… Oh, se conformaría con ser respetuoso y galante y recibir miradas de adoración, pero la idea de que las viole un piel roja tras otro es más de lo que puede soportar.
—Quizá tenga que soportarlo —dijo Peregrino.
—Sí, quizá. —Tarrant hizo una mueca—. Admito que no me gusta la idea, ni la de pagar el rescate con armas. No soy tan insensible como… como debo aparentar que soy. —Creo que no ocurrirá nada durante horas.
—Bien. Debo entregar mis presentes a Quanah, someterme a las formalidades… Quiero que me asesores, pero no enseguida. Caminemos. Tenemos mucho de qué hablar. Tres mil años.