Los jóvenes jinetes galopaban por la llanura del norte meciéndose como la hierba en el viento. También se mecían los altos girasoles, con pétalos amarillos como la luz que se derramaba por el mundo. La tierra y el cielo no tenían límites. El verde se confundía con el azul en el límite de la visión, y la distancia continuaba hasta más allá de donde podían volar los sueños. Un halcón surcaba el aire, las alas como llamas gemelas. Se elevó una bandada de aves acuáticas, tantas que oscurecieron una parte del cielo.
Los niños que ahuyentaban los cuervos de los campos fueron los primeros en ver a los jóvenes jinetes. El mayor corrió hacia la aldea, sintiéndose importante; pues Inmortal había ordenado que le anunciaran el retorno. Pero cuando el niño atravesó la empalizada y estuvo entre las casas, se desanimó. ¿Quién era él para hablar con el más poderoso de los chamanes? ¿Se atrevería a interrumpir un hechizo o una visión? Las atareadas mujeres notaron su consternación.
—Pequeña Liebre —dijo una—, ¿qué ocurre en tu corazón?
Pero eran sólo mujeres, y los viejos eran sólo viejos, y sin duda éste era un asunto de terrible poder si Inmortal se interesaba tanto.
El niño tragó saliva y enfiló hacia una casa. El tepe pardo se erguía ante él. La puerta daba a un interior cavernoso donde ardía una fogata roja. Las familias que la compartían estaban en otra parte, realizando sus tareas o, si no tenían ninguna, descansando junto al río. Quedaba una persona, la que Pequeña Liebre esperaba ver, un hombre vestido con ropa de mujer, moliendo maíz. El hombre alzó los ojos y dijo con su voz serena:
—¿Qué buscas, niño?
Pequeña Liebre tragó saliva.
—Regresan los cazadores —dijo—. ¿Irás a avisar al chamán, Tres Gansos?
El ruido de la piedra cesó. El berdache se levantó.
—Iré —replicó.
Los que eran como él tenían cierto poder contra lo invisible, quizá porque los espíritus les compensaban así la falta de virilidad. Además, era hijo de Inmortal. Se sacudió restos de comida de la piel de ante, se soltó las trenzas y partió con paso digno. Pequeña Liebre suspiró de alivio antes de regresar a sus tareas. Sentía un cosquilleo de ansiedad. ¡Qué espectáculo darían los jinetes cuando pasaran!
La casa del chamán estaba cerca de la cabaña de medicinas, en el centro de la aldea. Era más pequeña que las demás porque era sólo para él y su familia. Estaba allí con sus esposas. Brillo Cobrizo, la madre de Tres Gansos, estaba sentada fuera, vigilando a las dos pequeñas hijas de Ala de Codorniz, que jugaban al sol. Encorvada y medio ciega, se alegraba de poder ser útil a su edad. En la puerta, Lluvia del Atardecer, que había nacido el mismo invierno que el berdache, ayudaba a su propia hija, Bruma del Alba, a adornar un vestido con plumas teñidas para la inminente boda de la doncella. Saludó al recién llegado y fue a llamar al esposo. Inmortal salió poco después, sujetándose el taparrabo. La joven Ala de Codorniz miró desde dentro con aire desaliñado y feliz.
—Padre —dijo Tres Gansos con el debido respeto, pero sin el temor reverencial propio de los niños como Pequeña Liebre. A fin de cuentas, ese hombre lo había acunado cuando era bebé, le había enseñado a conocer las estrellas, a poner trampas y todo lo que fuera necesario o agradable. Y cuando fue obvio que el joven nunca llegaría a ser un hombre pleno, no lo amó menos sino que aceptó el hecho con la calma de alguien que había visto cientos de vidas perdiéndose en el viento—. Anuncian que la partida de Lobo Corredor viene de regreso.
Inmortal permaneció callado un instante. Frunció el ceño, y una sola arruga le cruzó la cara. El sudor le hacía relucir la piel sobre los tensos músculos como rocío sobre la roca; el pelo era como la roca misma, obsidiana bruñida.
—¿Están seguros de que son ellos? —preguntó.
—¿Y quién más podría ser? —replicó Tres Gansos.
—Enemigos…
—Los enemigos no vendrían tan abiertamente, a plena luz del día. Padre, has oído hablar de los pariki y sus costumbres.
—Oh, claro que sí —murmuró el chamán, como si lo hubiese olvidado y necesitara que se lo recordaran—. Bien, ahora debo darme prisa, pues quiero hablar a solas con los cazadores.
Entró de nuevo en su casa. El berdache y las mujeres intercambiaron miradas inquietas. Inmortal no había estado de acuerdo con la cacería del búfalo, pero Lobo Corredor había reunido a los suyos y había partido deprisa sin dar tiempo para conversar en serio sobre el asunto. Desde entonces Inmortal había meditado, y a veces había llevado aparte a los ancianos, quienes después guardaron silencio. ¿Qué temían?
Pronto reapareció Inmortal. Se había puesto una camisa con fuertes signos grabados con fuego en el cuero. Rizos de pintura blanca le marcaban el semblante; una gorra hecha con la piel de un visón blanco le ceñía la frente. En la mano izquierda llevaba un calabacín con cascabeles, en la mano derecha una vara coronada por el cráneo de un cuervo. Los demás permanecieron aparte, e incluso los niños guardaron silencio. Este ya no era el esposo y padre bondadoso y callado a quien conocían; éste era aquel en quien habitaba un espíritu, el que nunca envejecía, el cual durante las edades había guiado a su gente haciéndola diferente del resto.
Todos callaban mientras caminaba entre las casas. No todos lo miraban con la antigua reverencia. Algunos jóvenes lo seguían con ojos rencorosos.
Atravesó la puerta abierta de la empalizada y las parcelas de maíz, habichuelas y calabazas. La aldea estaba en un risco que daba sobre un río ancho y poco profundo y los álamos de las orillas. Al norte el terreno se curvaba en una vastedad ondulante. Aquí la pradera de hierba corta se transformaba en una llanura de pastos altos. Las sombras se volvían misteriosas sobre las verdes ondas. Los cazadores ya estaban muy cerca. El trepidar de los cascos sacudía la tierra.
Cuando reconoció al hombre a pie, Lobo Corredor dio la orden de alto y frenó. Su mustang relinchó y corcoveó antes de calmarse. Con las perneras contra las costillas del animal, el jinete montaba la bestia como si formara parte de ella. Sus seguidores eran igualmente diestros. Bajo el sol, tanto los hombres como los caballos fulguraban de vitalidad. Algunos empuñaban lanzas, y algunos llevaban arcos y aljabas. Un cuchillo del mejor pedernal colgaba de cada cintura. Llevaban cintas en la cabeza con dibujos de rayos, pájaros de trueno, avispas. De la de Lobo Corredor surgían plumas de águila y grajo. ¿Pensaba que un día echaría a volar?
—Saludos, gran hombre —dijo a regañadientes—. Nos honras.
—¿Cómo ha ido la cacería? —le preguntó Inmortal.
Lobo Corredor señaló hacia las bestias de carga. Traían pieles, cabezas, ancas, lomos, entrañas, vísceras, una abundancia sujetada con cuerdas de cuero. La grasa y la sangre coagulada atraían moscas ahora que estaban detenidos.
—¡Nunca hubo tanta diversión, tanta matanza! —exclamó con euforia—. Dejamos más que esto para los coyotes. Hoy el pueblo comerá hasta hartarse.
—Los espíritus castigarán el despilfarro —advirtió Inmortal.
Lobo Corredor lo miró con ojos entornados.
—¿Qué? ¿Acaso Coyote no se alegra de que también alimentemos a los suyos? Y los búfalos son tan abundantes como las hojas de hierba.
—Un solo incendio puede ennegrecer la tierra…
—Que reverdece con las primeras lluvias.
Se oyeron resuellos cuando el líder se atrevió a interrumpir así al chamán; pero los de la partida no estaban escandalizados. Dos de ellos sonreían. Inmortal ignoró la interrupción, pero su tono se volvió más severo.
—Cuando pasa el búfalo, nuestros hombres van a buscarlo. Primero ofrecen las danzas y sacrificios apropiados. Luego yo explico nuestra necesidad a los fantasmas de las presas, para apaciguarlos. Así ha sido siempre, y hemos prosperado en paz. Vendrán males si abandonamos el antiguo sendero. Te diré qué compensación puedes ofrecer, y te guiaré en ello.
—¿Y volveremos a esperar a que una manada pase cerca de aquí? ¿Trataremos de apartar unos pocos búfalos y matarlos sin que ningún hombre sea herido ni pisoteado? ¿O, con suerte, provocaremos una estampida para que la manada caiga por un precipicio, y veremos como la mayor parte de la carne se pudre antes de que podamos comerla? Si nuestros padres traían poca carne a casa, era porque no podían traer más, ni los perros podían cargar mucho en esas lamentables parihuelas —dijo Lobo Corredor con desdén, sin titubear. Evidentemente, había previsto este enfrentamiento, y había planeado sus palabras.
—Y si las nuevas costumbres traen mala suerte —exclamó Halcón Rojo—, ¿por qué las tribus que las siguen prosperan tanto? ¿Ellos tomarán todo y nosotros nos quedaremos con la carroña?
Lobo Corredor frunció el ceño ordenando silencio. Inmortal suspiró.
—Sabía que hablarías así —le dijo casi con dulzura—. Por tanto te salí al encuentro donde nadie más puede oír. Para un hombre es difícil admitir que se ha equivocado. Juntos hallaremos el modo de enderezar las cosas sin herir tu orgullo. Acompáñame a la cabaña de medicinas, y buscaremos una visión.
Lobo Corredor se irguió contra el cielo.
—¿Visión? —exclamó—. He tenido la mía, viejo, bajo las altas estrellas después de un día de cabalgar con el viento. Vi riquezas desbordantes, hazañas que los hombres recordarán durante más tiempo del que tú has vivido, gloria, maravillas. Nuestros dioses hollan estas tierras, recién salidos de las manos del Creador y montan caballos cuyos cascos suenan como el trueno y despiden rayos. ¡A ti te corresponde hacer la paz con ellos!
Inmortal alzó la vara y sacudió el cascabel. Los rostros se turbaron. Los caballos resoplaron, corcovearon, patearon el suelo.
—No quería ofenderte, gran hombre —se apresuró a decir Lobo Corredor—. Tú deseas que hablemos sin temor y sin alarde, ¿no? Bien, si he hablado con altanería, lo lamento. —Irguió la cabeza—. No obstante, tuve ese sueño. Lo he contado a mis camaradas, y ellos me creen.
Los objetos mágicos del chamán apuntaron a la tierra. Inmortal permaneció inmóvil un rato, oscuro entre la luz del sol y la hierba.
—Debemos hablar más y hallar el significado de lo que ha ocurrido —dijo en voz baja.
—Claro que sí —dijo Lobo Corredor, con alivio y amabilidad—. Mañana. Ven, gran hombre, déjame prestarte mi caballo favorito, y yo caminaré mientras tú entras cabalgando en la aldea. Ahí nos bendecirás como siempre has bendecido a los cazadores que regresan.
—No. —Inmortal se alejó.
Permanecieron callados, perturbados, hasta que Lobo Corredor se echó a reír. Hacía honor a su nombre, pues la risa parecía el aullido del lobo en las comarcas boscosas del este.
—La alegría de nuestro pueblo será bendición suficiente. ¡Y para nosotros las mujeres, más ardientes que sus fogatas! —dijo.
La mayoría rió de mala gana, pero aun así se sintieron alentados. Con Lobo Corredor al frente, azuzaron a los caballos y se lanzaron al galope. Dejaron atrás el chamán, sin mirarlo.
Cuando llegó a la aldea, Inmortal encontró una algarabía. La gente rodeaba la partida, gritaban, daban vivas y festejaban. Los perros aullaban. No sólo había carne en abundancia, sino grasa, hueso, cuerno, tripas, tendones, todo lo que necesitaban para fabricar las cosas que deseaban. Y esto era apenas el comienzo. Las pieles se transformarían en cubiertas para los tipis, cuando no las trocaran en el este por estacas, y familias enteras podían moverse hacia donde desearan, cazar, desollar, curtir, preservar, antes de pasar a la próxima cacería, y la siguiente…
—No de la noche a la mañana —advirtió Lobo Corredor. Luego habló con voz estentórea, por encima del alboroto—. Aún tenemos pocos caballos. Y primero debemos cuidar de éstos que nos han servido bien. —Con tono triunfal—: Pero pronto tendremos mas. Cada hombre tendrá el suyo.
Alguien aulló, otro lo imitó, y pronto la tribu entera se puso a aullar: gritando su signo, su nombre, su futuro liderazgo.
Inmortal pasó de largo. Pocos repararon en él, y desviaron los ojos avergonzados antes de continuar la celebración con entusiasmo.
Las esposas e hijos más pequeños de Inmortal estaban de pie fuera de la casa. Desde allí no podían ver la multitud, pero oían los gritos. Ala de Codorniz miraba hacia allá con curiosidad. Era poco más que una niña. Inmortal se detuvo frente a ellos. Entreabrieron los labios, pero nadie habló.
—Habéis sido buenos al esperar aquí —dijo Inmortal—. Ahora podéis reuniros con los demás, ayudar a preparar la comida, compartir la fiesta.
—¿Y tú? —preguntó Lluvia del Atardecer.
—No lo he prohibido —dijo él con amargura—. ¿Cómo podría hacerlo?
—Te opusiste a los caballos, te opusiste a la cacería —anunció con voz trémula Brillo Cobrizo—. ¿Qué locura los posee que ya no te escuchan?
—Ya aprenderán —declaró Lluvia del Atardecer.
—Agradezco que pronto hallaré confortación con la muerte —dijo Brillo Cobrizo tendiendo una mano nudosa hacia Inmortal—. Pero tú, querido mío, deberás soportar esa afrenta.
Ala de Codorniz miró a sus hijos y se estremeció.
—Id —dijo el hombre—. Disfrutadlo. Además, será prudente. No debemos crear divisiones en el pueblo. Eso podrá destruirlo. Siempre he procurado mantenerlo unido.
Lluvia del Atardecer lo estudió.
—Pero ¿tú te mantendrás aparte?
—Trataré de pensar qué se debe hacer —respondió, y entró en la cabaña de medicinas. Preocupados, tardaron un poco en irse. La inseguridad de Inmortal, a quien habían desafiado, era un golpe en el corazón de todas sus creencias.
Con la entrada hacia el sol naciente, la cabaña se había vuelto sombría a esta hora del día. La luz de la puerta y el agujero del techo se perdían en las sombras que envolvían el suelo circular y las paredes. Los objetos mágicos eran borrones, destellos, bultos agazapados.