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Una aldea se acurrucaba allí donde las montañas iniciaban su largo ascenso hacia el Tibet. En tres lados el valle se erguía abruptamente, cerrando los altos horizontes. Un arroyo del oeste se despeñaba por altos bosques de cipreses y robles enanos, centelleaba formando una cascada, gorgoteaba entre las casas y se perdía en los bambúes y los terrenos escabrosos del este. La gente cultivaba trigo, soja, hortalizas, melones, algunos árboles frutales en el suelo del valle y en pequeñas terrazas. Tenía cerdos, pollos y un estanque con peces. La veintena de casas de arcilla con techo de hierbas y sus habitantes habían estado allí tanto tiempo que el sol, la lluvia, la nieve el viento y el tiempo los habían fundido con el paisaje, y formaban parte de él como el pavo real, el panda o las flores silvestres en primavera.

Hacia el este se abría una vista de irregularidades boscosas, verdes y pardas. A izquierda y derecha picos nevados flotaban en el cielo. Una carretera serpenteante, apenas una huella, terminaba en la aldea. El tráfico era escaso. Varias veces por año, los hombres emprendían un viaje de días hasta el mercado de una pequeña ciudad y regresaban. Allí pagaban los impuestos en especie. El gobernador rara vez les enviaba un agente. Cuando lo hacía, el inspector se quedaba una sola noche, preguntaba a los ancianos cómo andaban las cosas, recibía respuestas rituales y se marchaba deprisa. El lugar tenía una reputación inquietante.

Eso era para los forasteros convencionales. Para otros era sagrado. Dado este aura de extrañeza, y el aislamiento, la guerra y los bandidos no habían tocado la aldea. Seguía sus propias costumbres, soportando sólo las penas y calamidades comunes de la vida. En ocasiones, un peregrino superaba los obstáculos —distancia, penurias, peligro— para visitarla. En el curso de las generaciones, algunos de ellos se habían quedado. La aldea los acogía en su paz. Así eran las cosas. Así habían sido siempre. Sólo el mito y el Maestro conocían los comienzos.

Hubo gran alboroto, pues, cuando un pastorcillo fue corriendo a avisar que se acercaba un viajero.

—Deberías avergonzarte de haber descuidado tu buey —le reprochó el abuelo, pero con dulzura. El niño explicó que primero había amarrado la bestia; y, a fin de cuentas, ningún tigre se había acercado. El abuelo lo perdonó. Entretanto la gente corría y gritaba. Pronto un discípulo hizo sonar el gong del altar. Una voz metálica vibró, reverberó en las laderas, se mezcló con el susurro de la cascada y el murmullo del viento.

El otoño llega temprano a las colinas altas. Los bosques estaban moteados de marrón y amarillo, la hierba se estaba secando, las hojas caídas crujían cerca de los charcos dejados por la lluvia de la noche anterior. Arriba se arqueaba un cielo inexpresablemente azul, surcado por pájaros. Los gritos de las aves flotaban en el aire de la ladera. El humo de los hogares era más denso.

Cuando el anunciado viajero recorrió el último tramo del camino, los aldeanos reunidos vieron con asombro que era una mujer. La raída bata de tosco algodón estaba desteñida y gris. Las botas estaban igualmente ajadas, y el uso había gastado el cayado que le colgaba de la mano derecha. Del hombro izquierdo le colgaba una manta enrollada, igualmente andrajosa, que sostenía un cuenco de madera y un par de enseres más.

Pero no era una anciana. El cuerpo era recto y delgado, el andar firme y ágil. La bufanda ondeante dejaba al descubierto un pelo semejante al ala de un cuervo, cortado a la altura de las orejas; y el rostro curtido y enjuto no tenía arrugas. Nunca había aparecido semejante rostro en esa región. Ni siquiera parecía de la misma raza que los habitantes de las tierras bajas del país.

El anciano Tsong se adelantó. A falta de mejor ocurrencia, la saludó de acuerdo con el antiguo rito, a pesar de que todos los recién llegados hasta el momento habían sido varones.

—En nombre del Maestro y del pueblo, os doy la bienvenida a nuestra Aldea del Rocío de la Mañana. Que siga en paz la senda de Tao y que los dioses y espíritus os acompañen. Que la hora de vuestra llegada sea afortunada. Entrad como huésped, partid como amigo.

—Esta humilde persona os lo agradece, honorable señor —respondió ella. El acento era extraño, pero eso no era sorprendente—.Vengo en busca de… iluminación. —Dijo la palabra con temblor. Debía de sentir una gran esperanza.

Tsong se volvió hacia el altar y la casa del Maestro y se inclinó.

—Aquí está el hogar del Camino —dijo. Algunos sonrieron con satisfacción. Era su hogar.

—¿Podemos saber tu nombre, para comunicarlo al Maestro? —preguntó Tsong.

—Me llamo Li, honorable señor —le respondió ella tras un titubeo.

Tsong cabeceó. El viento le agitó la barba blanca.

—Si has escogido ése, probablemente has escogido bien. —En la pronunciación de la forastera, la palabra podía aludir a la medida de distancia. Ignorando los susurros, los murmullos y los cuchicheos, se abstuvo de preguntar más—. Ven. Tomarás un refrigerio y te alojarás conmigo.

—Vuestro… líder…

—A su debido tiempo, jovencita, a su debido tiempo. Ven, por favor.

Los rasgos de Li adoptaron una expresión insondable, algo entre la resignación y una determinación sin edad.

—De nuevo, mis humildes gracias —dijo Li, y lo acompañó.

Los aldeanos la dejaron pasar. Algunos le manifestaron sus buenos augurios. Al margen de la natural curiosidad, todos eran tan semejantes en su discreción —aun los niños— como en la ropa acolchada y las manos curtidas. También eran similares los rostros, anchos y de nariz chata, los cuerpos robustos. Cuando desaparecieron Tsong, su familia y Li, los aldeanos charlaron un rato y luego regresaron a las fogatas, molinos, telares, herramientas y animales que los mantenían vivos como habían mantenido a sus antepasados desde tiempo inmemorial.

El hijo mayor de Tsong, con esposa e hijos, vivía con el anciano. Permanecían en el fondo, salvo para servir té y comida. La casa era más amplia que la mayoría, cuatro habitaciones dentro de paredes de tierra apisonada, oscuras pero acogedoramente tibias.

Aunque las casas tenían un mobiliario tosco y pobre, nadie pasaba necesidades, sino que reinaban la satisfacción y la jovialidad. Tsong y Li se sentaron en esteras ante una mesa baja y disfrutaron de un caldo condimentado con granos de pimienta roja, fragantes entre los sabores de otros alimentos colgados bajo el techo.

—Te lavarás y descansarás antes que nos reunamos con los demás ancianos —prometió.

La cuchara de Li tembló.

—Por favor —espetó—, ¿cuándo puedo ver al Maestro? He realizado un largo y fatigoso viaje.

Tsong frunció el ceño.

—Entiendo tu ansiedad. Pero no sabemos nada de ti, amiga Li.

Ella bajó las pestañas.

—Perdóname. Creo que lo que debo decir es sólo para los oídos del Maestro. Y suplico que desee verme pronto. ¡Pronto!

—No debemos precipitarnos. Eso sería irreverente, y quizás infortunado. ¿Qué sabes de él?

—Sólo rumores, lo confieso. La historia…, no, diferentes historias en los diferentes sitios que recorrí. Al principio parecían leyendas. Un hombre santo en el oeste, tan santo que la muerte no se atreve a tocarlo… Sólo cuando llegué más cerca alguien me dijo que aquí es donde habita. Pocos se atrevían a decir tanto. Parecían temerosos de hablar, aunque… nunca he oído decir nada malo de él.

—No hay nada malo que decir —dijo Tsong, aplacado por el fervor de la joven—. Debes de tener una gran alma para haberte aventurado en este peregrinaje. Una mujer joven, sola. Sin duda tus estrellas son fuertes, pues no has sufrido ningún daño. Es un buen presagio.

Con la vista débil, y en la luz del atardecer, no atinó a ver el estremecimiento de ella.

—No obstante, nuestro brujo debe leer los huesos —continuó reflexivamente—, y debemos hacer ofrendas a los antepasados y espíritus, sí, celebrar una purificación. Pues tú eres mujer.

—¿Qué puede temer el hombre santo, si el tiempo mismo le obedece? —exclamó ella.

El tono del anciano la serenó.

—Supongo que nada. Y por cierto nos protegerá a nosotros, su amado pueblo, como siempre lo hizo. ¿Qué deseas saber sobre él?

—Todo, todo —susurró Li.

Tsong sonrió. Sus pocos dientes relucieron en la escasa luz que se filtraba por una ventana diminuta.

—Eso llevaría años —dijo—. Hace siglos que está con nosotros, o más.

—¿Cuándo llegó? —preguntó, de nuevo en tensión.

Tsong bebió un sorbo de té.

—Quién sabe. Tiene libros, sabe leer y escribir, pero el resto de nosotros no sabemos. Contamos los meses, pero no los años. ¿Para qué? Bajo su égida bondadosa, las vidas son semejantes, tan dichosas como pueden permitirlo los astros y los espíritus. El mundo exterior jamás nos molesta. Las guerras, el hambre y las pestes son sólo rumores en la ciudad, que también oye poco. No sé decirte quién reina en Nanking en esos días, ni me importa.

—Los Ming echaron a los extranjeros Yuan hace unos doscientos años, y la sede imperial es Pekín.

—Conque eres culta —rió el viejo—. Sí, nuestros antepasados oyeron hablar de invasores procedentes del norte, y sabemos que ahora se han ido. Sin embargo, los tibetanos están mucho más cerca, y hace generaciones que no atacan esta comarca, y menos esta aldea. Gracias al Maestro.

—¿Es, pues, vuestro rey?

—No, no. —El viejo meneó la cabeza calva—. Gobernarnos estaría por debajo de su dignidad. Da consejos a los ancianos cuando los pedimos, y desde luego obedecemos. Nos instruye, durante la infancia y el resto de nuestra vida, en el Camino; y desde luego lo seguimos gustosamente, tanto como podemos. Cuando alguien se aparta de él, los castigos que ordena son moderados, aunque suficientes, pues una verdadera fechoría significa la expulsión, el exilio, el desarraigo de por vida y por siempre jamás. —Le recorrió un temblor antes de que pudiese continuar—: Recibe a los peregrinos. Entre ellos, y entre nuestros jóvenes, acepta algunos discípulos cada vez. Ellos sirven a sus necesidades mundanas, escuchan su sabiduría, procuran alcanzar una parte de su santidad. Aunque eso no les impide formar luego sus propios hogares; y a menudo el Maestro honra a una familia, cualquier familia de la aldea, con su presencia o su sangre.

—¿Su sangre?

Li se sonrojó cuando Tsong respondió:

—Tienes mucho que aprender, jovencita. El Yang masculino y el Yin femenino deben unirse para alcanzar la salud del cuerpo, el alma y el mundo. Yo mismo soy nieto del Maestro. Dos hijas mías le han dado hijos. Una ya estaba casada, pero su esposo se abstuvo de tocarla hasta que estuvieron seguros de que sería un hijo de Tu Shan quien bendeciría su hogar. La segunda, que es coja, de pronto necesitó sólo un cobertor como dote. Así es el Camino.

—Entiendo. —Él apenas pudo oírla. Li había palidecido.

—Si no puedes aceptarlo —dijo él—, aun así podrás conocerlo y recibir su bendición antes de partir. Él no obliga a nadie.

Ella cogió la cuchara como si el mango fuera un poste al cual pudiera aferrarse para no echar a volar.

—No, sin duda haré su voluntad —musitó—. He recorrido muchos li para encontrarlo, en todos estos años.