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Estaban recostados contra las almohadas en el cabezal de la enorme cama. La conversación florecía como una planta en primavera. De vez en cuando, ahora que había pasado el frenesí, se acariciaban con suavidad. Un sopor los dominaba entre los olores del incienso y del amor, pero sus mentes despertaban. Hablaban con calma, con ternura.

—Hace cuatrocientos años fui Aliyat en Palmira —dijo ella—. ¿Y tú, en tu antigua Fenicia?

—Mi nombre de nacimiento era Hanno —respondió—. Lo usé a menudo, después, hasta que murió en todas las lenguas.

—Qué aventuras debes de haber tenido.

—Y tú.

Ella hizo una mueca.

—Preferiría no hablar de ello.

—¿Estás avergonzada? —Él le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a mirarlo—. No lo estés —añadió con tono grave—. Yo no lo estoy. Hemos sobrevivido con los medios que eran necesarios. Todo eso ha pasado. Deja que se pierda en las tinieblas junto con las ruinas de Babilonia. Pertenecemos a nuestro futuro.

—¿No me encuentras… pecaminosa?

—Sospecho que si ambos habláramos con franqueza de nuestro pasado —sonrió—, serías tú quien se escandalizaría.

—¿Y no temes la maldición de Dios?

—He aprendido mucho en dos mil años, pero nada sobre ningún Dios, excepto que surgen, cambian, envejecen y mueren. Si hay algo más allá del universo, dudo que se interese por nosotros.

Temblaron lágrimas en las pestañas de Alheñáis.

—Eres fuerte y amable, —se acurrucó contra él—. Habíame de ti.

—Eso llevaría un tiempo. Me daría sed.

Ella cogió una campanilla y la agitó.

—Podemos solucionarlo —dijo con una sonrisa fugaz—.Tienes razón, sin embargo. Tenemos todo el futuro para explorar nuestro pasado. Habíame primero de Cadoc. Necesito comprenderlo, para que tracemos nuestros planes.

—Bien, todo comenzó cuando la Vieja Roma se marchó de Britannia… No, espera, he olvidado algo, en medio de tanta alegría. Primero debo hablarte de Rufus.

Entró una criada. Agachó la vista, aunque no parecía turbada por los dos cuerpos desnudos. Athenais ordenó que le trajeran el vino y los refrigerios de la antecámara. Entretanto Cadoc ordenó sus pensamientos. Cuando estuvieron a solas, describió a su compañero.

—Pobre Rufus —suspiró ella—. Cómo te envidiará.

—Oh, espero que no —replicó Cadoc—. Está habituado a ser mi subalterno. A cambio, yo pienso por él. Si come, bebe y copula lo suficiente, está satisfecho.

—Entonces no ha sido un bálsamo para tu soledad —murmuró Alheñáis.

—No mucho. Pero le debo la vida, pues me ha salvado varias veces, y por lo tanto el esplendor de este día.

—Canalla adulador. —Athenais le dio un beso y él hundió el rostro en su cabellera fragante hasta que ella le dio una copa de vino y un tentempié y lo invitó a continuar.

—Los britanos del oeste conservaron algún vestigio de civilización. Sí, con frecuencia pensé en venir aquí, pues sabía que el Imperio continuaba. Pero por mucho tiempo no tuve perspectivas de llegar con algún dinero, de llegar siquiera. Entretanto, la vida entre los britanos no era tan mala. Había llegado a conocerlos. Era muy fácil cambiar de identidad y estar económicamente desahogado. Podía esperar a que los ingleses, los francos y los normandos adquirieran hábitos más corteses, a que la civilización renaciera en Europa. Después de eso, como he dicho, la ruta comercial rusa me permitió vivir bien y conocer a una variedad de personas, tanto durante el viaje como aquí, en el mundo mediterráneo. Comprenderás que ésa era mi única esperanza de encontrar a alguien igual a mí. Sin duda has abrigado la misma esperanza. Athenais… Aliyat.

—Hasta que se volvió muy dolorosa —respondió ella con un hilo de voz.

Él le besó la mejilla, y ella le acercó los labios y susurró:

—Ahora ha terminado. Me encontraste. Trato de creer que esto es real.

—Lo es, y haremos que lo siga siendo.

Con un sentido práctico que indicaba inteligencia, ella preguntó:

—¿Qué propones que hagamos?

—Bien —dijo él—, de todos modos era hora de que yo terminara con Cadoc. Ha estado en escena más de la cuenta; algunos viejos conocidos pueden empezar a hacer preguntas. Además, desde que el duque normando se nombró a sí mismo rey de Inglaterra, cada vez más jóvenes ingleses descontentos vienen al sur para unirse a la guardia del emperador Varangiano. Los que han oído hablar de Cadoc sabrían cuan improbable es que un galés realice tráfico de esta clase.

»Pero aún, cuando el señor ruso Yaroslav murió, el reino se dividió entre los hijos, y ahora están distanciándose. Los bárbaros de las planicies aprovechan la situación. Las rutas son peligrosas. Es posible que los rusos vuelvan a atacar Constantinopla, y eso afectaría el comercio más que nunca. Recuerdo bien las dificultades que causaron incursiones anteriores.

»Así, dejemos que Athenais y Cadoc se retiren de sus respectivos oficios, alejémonos y no veamos más a nuestros conocidos. Primero, naturalmente, Aliyat y Hanno habrán liquidado sus pertenencias.

Ella frunció el ceño.

—Hablas como si quisieras abandonar Constantinopla. ¿Debemos hacerlo? Es la reina del mundo.

—No lo será para siempre —dijo sombríamente Cadoc.

Ella lo miró con asombro.

—Piensa —dijo Cadoc—. Los normandos han tomado el último baluarte imperial en Italia. Los sarracenos dominan todo el sur desde España hasta Siria. Últimamente no han sido hostiles. Sin embargo, la derrota imperial del año pasado en Manzikert fue algo más que un desastre militar que provocó un abrupto cambio de emperadores. Los turcos ya habían capturado Armenia. Ahora Anatolia está abierta para ellos. Dependerá de que el imperio pueda defender contra ellos el litoral jónico. Entretanto, el descontento cunde en las provincias balcánicas y los normandos se aventuran hacia el este. Aquí el comercio mengua, crecen la pobreza y los disturbios, la corrupción de la corte otorga poder a los incompetentes. Oh, quizá la catástrofe tarde un tiempo en caer sobre Nueva Roma. Pero larguémonos antes de que suceda.

—¿Adonde? ¿Hay algún sitio seguro y decente?

—Bien, algunas capitales musulmanas son brillantes. He oído que hacia el este un emperador gobierna un reino vasto, apacible y glorioso. Pero es gente extraña; los caminos que llegan allá son largos y peligrosos. El oeste de Europa sería más fácil, pero todavía es turbulento y retrógrado. Además, desde que un cisma dividió las iglesias, la vida allá ha sido dura para la gente de países ortodoxos. Tendríamos que convertirnos públicamente al catolicismo, y no nos conviene llamar la atención de esa manera. No, creo que sería mejor permanecer dentro del Imperio Romano por un par de siglos. En Grecia nadie nos conoce.

—¿Grecia? ¿No se ha vuelto bárbara?

—No tanto. Hay una densa población de eslavos en el norte y de valacos en Tesalia, mientras que los normandos causan estragos en el mar Egeo. Pero las ciudades como Tebas y Corinto son prósperas y están bien defendidas. Un bello país, lleno de recuerdos. Ahí podemos ser felices.

Cadoc enarcó las cejas.

—¿Pero tú no has pensado en ello? —continuó—. A lo sumo habrías podido quedarte aquí diez años. Luego tendrías que retirarte, antes de que los hombres notaran que no envejeces. Y siendo una figura pública tan notoria, no podrías quedarte aquí.

—Es verdad. —Alheñáis sonrió—. Me proponía anunciar que había cambiado de opinión, me arrepentía de mi maldad y me marcharía para iniciar una nueva vida de pobreza, plegaria y buenas obras. Ya había hecho los arreglos necesarios para transportar a toda prisa mi fortuna, por si tenía que escapar de repente. A fin de cuentas, así ha sido mi vida, largarme de un lugar para empezar de nuevo en otro.

Él frunció el ceño.

—¿Siempre así?

—La necesidad me obliga —respondió ella con tristeza—. No tengo predisposición para ser monja ni ermitaña. A menudo digo que soy una viuda acaudalada, pero al fin el dinero se acaba, a menos que disturbios, guerras, saqueos o pestes traigan la ruina primero. Una mujer no puede invertir su dinero como un hombre. Cuando tengo problemas, debo comenzar desde abajo y… trabajar para ahorrar y ser complaciente para estar en mejor posición.

Cadoc sonrió con amargura.

—Mi vida también fue así.

—Un hombre tiene más opciones. —Ella hizo una pausa—. Estudio las cosas de antemano. Estoy de acuerdo, Corinto será lo mejor para nosotros.

—¿Qué? —dijo Cadoc, irguiéndose con asombro—. ¿Me dejaste divagar acerca de algo que conocías perfectamente bien?

—Los hombres tienen que alardear de su sagacidad.

Cadoc se echó a reír.

—¡Magnífico! Una mujer que pueda llevarme de la nariz…, ésa es la mujer con quien me quedaré para siempre. —Se calmó—. Pero ahora debemos actuar cuanto antes. De inmediato, a ser posible. Salgamos de esta… inmundicia para ir al primer hogar que cualquiera de ambos ha tenido desde…

Ella le apoyó los dedos en los labios.

—Calma, amor —murmuró—. Si tan sólo pudiera ser así. Pero no podemos desaparecer y nada más.

—¿Porqué no?

—Llamaría la atención —suspiró ella—. Por lo menos, a mí me buscarían. Hay nombres muy encumbrados que se interesan en mí, que temerían una mala pasada de mi parte. Si nos buscaran… No. —Apretó el puño—. Debemos seguir fingiendo. Una vez más, tal vez, mientras preparo el terreno hablando de un… peregrinaje, algo por el estilo.

Él sólo habló al cabo de unos instantes.

—Bien, un mes, cuando nos quedan siglos…

—Para mí, será el mes más largo que jamás conocí. Pero entretanto nos veremos, ¿verdad?

—Desde luego.

—Odio hacerte pagar, pero comprenderás que debo hacerlo. De todos modos, el dinero será de ambos cuando seamos libres.

—Sí, tenemos que hacer planes, preparativos.

—Espera hasta la próxima vez. El tiempo que tenemos hoy es muy breve. Luego debo prepararme para el próximo hombre.

Él se mordió el labio.

—¿No puedes decir que estás enferma?

—Mejor no. Es uno de los más importantes; su buena voluntad puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Bardas Manasses, un manglahites de la plana mayor de los archiestrategos.

—Sí, un militar de alto rango. Entiendo.

—Oh, querido, no te mortifiques. —Athenais lo abrazó—. No sufras. Olvídate de todo salvo de nosotros dos. Aún tenemos una hora en el paraíso.

Era tan experta, hábil y excitante como contaban los hombres.