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—Sin embargo, nos vimos muy poco, Starkadh y yo —continuó Gest—. Después de eso oí rumores sobre él, hasta que me marché de nuevo; y cuando regresé había muerto hacía tiempo, del modo que él deseaba.

—¿Por qué has viajado tanto? —preguntó el rey Olaf—. ¿Qué buscabas?

—Lo que nunca he encontrado —le respondió Gest—. Paz.

No, eso no era del todo cierto. Una y otra vez había encontrado la paz, en la cercanía de la belleza o la sabiduría, en los brazos de una mujer, en la risa de los niños. ¡Pero qué breves momentos! Su último matrimonio, en las tierras altas de Noruega, ya parecía el sueño de una sola noche: Ingridh y su juvenil alegría, sus vástagos en la cuna que Gest había tallado, sus bríos aún mientras se volvía más canosa que él, pero luego los años de agotamiento, y después los entierros, los entierros. ¿Dónde estaba Ingridh ahora? Gest no podía seguirla, ni a ella ni a todas las que titilaban en el linde de la memoria, ni a la primera y más dulce de todas, con guirnaldas de laurel y un cuchillo de pedernal en la mano…

—En Dios está la paz —dijo el sacerdote.

Quizá, quizá. Hoy las campanadas de la iglesia repicaban en Noruega, como durante una generación o más habían repicado en Dinamarca, sí, en la zona sagrada de la Madre donde él y la muchacha de las guirnaldas habían ofrecido flores… Había visto la invasión de los carros de guerra y los dioses de la tormenta en el terruño, había visto bronce y hierro, las caravanas que enfilaban a Roma y las naves vikingas que infiltraban a Inglaterra, la enfermedad y el hambre, la sequía y la guerra, y la vida que comenzaba pacientemente de nuevo; cada año se hundía en la muerte y aguardaba la llegada del sol para renacer; él también podía marcharse si deseaba y errar en el viento con las hojas.

El sacerdote del rey Olaf pensaba que pronto terminarían todas las búsquedas y los muertos se levantarían de las tumbas. Ojalá fuera así. Muchos otros lo creían. ¿Por qué no el?

Venid a mí, todos los que trabajáis y sufrís una pesada carga, y yo os daré reposo.

Días después, Gest dijo:

—Sí, aceptaré el bautismo.

El sacerdote lloró de alegría y Olaf dio muestras de alegría.

Pero esa noche en el salón, cuando todo hubo terminado, Gest cogió una vela y la encendió con una antorcha. Se echó en un banco desde donde pudiera verla y afirmó:

—Ahora puedo morir.

«Ahora me he rendido».

Dejó que la luz de la vela le inundara la visión, el ser. Fue uno con ella. La luz creció hasta que Gest vio que brillaba en esas caras perdidas, las arrancaba de la oscuridad, las acercaba cada vez más. Los latidos del corazón seguían a Gest, internándose en la quietud.

Olaf y los jóvenes guerreros quedaron atónitos. El sacerdote se arrodilló en la sombra y rezó en voz baja.

La luz de la vela se apagó. Nornagest permanecía inmóvil. En el salón ululaba un viento invernal.