Se acercaba el poniente.
—Bien —dijo Aliyat—, será mejor que lo dejemos. Tengo otros deberes.
—También yo. Y debo reflexionar sobre lo que me has revelado en esta ocasión —dijo Bonnur, arrastrando la voz.
Ninguno de los dos se levantó de los taburetes donde estaban sentados. De pronto, él se sonrojó, agachó la mirada y exclamó:
—Mi señora tiene… tiene una extraordinaria inteligencia.
Fue casi como una caricia.
—No, no —objetó ella—. En una larga vida, aun una persona estúpida aprende algo.
Notó que Bonnur rompió una barrera para mirarla a los ojos.
—Es difícil creer que seas vieja.
—Llevo bien mis años. —¿Cuántas veces había repetido esa frase? Cuan mecánica se había vuelto—. Todo lo que has visto… —siguió impulsivamente—: El cambio de fe. ¡Te obligaron a alejarte de Cristo!
—No tengo nada que lamentar.
—¿De veras? ¿Ni siquiera la libertad que has perdido, la libertad que han perdido tus amigos, la simple libertad de mirarte…?
Por un instante ella quiso silenciarlo. Nada cubría la puerta salvo una cortina de abalorios. Sin embargo, la cortina ahogaba un poco el sonido, y más allá se extendían corredores y habitaciones desiertas hasta la parte habitada, y él había hablado en voz baja y gutural, mientras las lágrimas le brillaban en las pestañas.
—¿A quién le interesa ver a una vieja? —exclamó Aliyat, sabiendo que lo estaba provocando.
—¡No lo eres! No tendrías que ocultarte detrás de ese velo. Lo noté cuando olvidaste encorvarte y simular temblores.
—Parece que me has observado con atención —dijo ella, combatiendo un mareo.
—No puedo evitarlo —confesó Bonnur.
—Sientes demasiada curiosidad. —Como si otra criatura le guiara la lengua y las manos—: Será mejor que la aplaquemos. Observa.
Se apartó el yashmak. Él suspiró. Ella se lo puso de nuevo y se levantó.
—¿Estás satisfecho? Guarda silencio, o tendremos que suspender estas reuniones. A mi señor no le agradaría eso.
Se marchó, y su hija le salió al encuentro en el harén.
—Mamá, ¿dónde estabas? Gutne no me deja jugar con el león de paño.
Aliyat trató de armarse de paciencia. Tenía que amar a esa niña. Pero Thirya era quejumbrosa, enfermiza y se parecía a su padre.