El caravanero Nebozabad fue a ver a Zabdas. Debían hablar sobre un embarque a Darmesek. Una travesía tan larga no se podía tomar a la ligera. Circulaban ominosas noticias sobre la embestida árabe contra Persia y su amenaza contra Nueva Roma. El mercader recibió bien a su huésped, como lo hacía con todas las personas encumbradas, y lo invitó a cenar. Aliyat insistió en servirles ella misma. Mientras disfrutaban de los postres, Zabdas se excusó y se marchó. A veces sufría de trastornos intestinales. Nebozabad esperó a solas.
La habitación era la mejor amueblada de la casa, con colgaduras rojas bordadas, cuatro candelabros de bronce de siete brazos, una mesa de teca con tallas foliadas e incrustaciones de nácar, utensilios de plata o de fino cristal. Una pizca de incienso en el brasero volvía el aire denso, aun en el cálido atardecer.
Nebozabad alzó los ojos cuando Aliyat entró con una bandeja de frutas. Ella se detuvo frente a él, con prendas oscuras que sólo permitían ver las manos, el rostro y los grandes ojos castaños.
—Siéntate, señora —pidió él.
Ella negó con la cabeza.
—No sería apropiado —respondió con un susurro.
—Entonces yo me pondré de pie. —Nebozabad se levantó—. Ha pasado mucho tiempo desde que te vi por última vez. ¿Cómo estás?
—Bastante bien. —Ella no pudo contener sus preguntas—: ¿Y cómo estás tú? ¿Y Hairan, y todos los demás? He recibido pocas noticias.
—No ves mucho a nadie… ¿verdad, señora?
—Mi esposo entiende que sería… indiscreto… a mi edad. Pero ¿cómo estás, Nebozabad? ¡Cuéntame, por favor!
—Bastante bien —repitió su misma frase—. Has tenido otra nieta, ¿lo sabías? En cuanto a mí, tengo dos hijos varones y una mujer, por gracia de Dios. Los negocios… —Se encogió de hombros—. Por eso he venido.
—¿Los árabes representan un gran peligro?
—Eso temo. —El calló y se atusó la barba—. Cuando vivías con el amo Barikai, el Cielo lo guarde, tú sabías todo lo que sucedía. Incluso participabas.
Ella se mordió el labio.
—Zabdas piensa de otra manera.
—Supongo que desea apaciguar los rumores, y por eso nunca invita aquí a Hairan, ni a ningún otro pariente… ¡Perdóname! —exclamó al verle la expresión—. No debería inmiscuirme. Es sólo que eras la señora de mi señor cuando yo era joven, y siempre fuiste amable conmigo, y… —Calló.
—Eres bondadoso al preocuparte. —Se enderezó—. Pero tengo menos preocupaciones que muchos otros.
—Oí decir que tu hijo murió. Lo lamento.
—Eso fue el año pasado —suspiró ella—. Las heridas sanan. Lo intentaremos de nuevo.
—¿Aún no lo habéis intentado…? Lo siento, otra vez he hablado demasiado. Es el vino. Perdóname. Viendo cuan bella eres aún, pensé…
Ella se sonrojó.
—Mi esposo no es demasiado viejo.
—Sin embargo, él… No. Aliyat, señora mía, si alguna vez necesitas ayuda…
Zabdas regresó y Aliyat, tras dejar la bandeja, se despidió dando las buenas noches.