Bencolin se sentó un instante en silencio, mirando la alfombra. Nadie hablaba. Todos sentíamos la presencia de un anciano loco, corpulento, con bastón de mango de oro; vimos la recortada línea de su mandíbula y sus inmutables ojos.
—¿Es acaso extraño —preguntó suavemente el detective— que haya continuado empleando su simbolismo? ¿Es extraño que después de haber apuñalado a su hija la haya puesto en los brazos del sátiro? La inmolaba en una especie de sacrificio. Había visto el sátiro cuando descendió las escaleras. Conocía la pared de mampostería y la puerta del corredor… Ni siquiera las luces apagadas destruyeron su plan. Ustedes saben lo ocurrido. Estaba escrito que la señorita Augustin volvería a encender las luces cuando su hija entrara en el corredor. La vio, dio el golpe, y en ese mismo instante la señorita Prévost abrió la puerta del bulevar. ¡Ah, sí, ya saben todo eso!
»Pero ¿comprenden ahora por qué le quitó la llave de plata y por qué la buscó? ¡Porque el nombre de Martel no podía mancharse! Podía inmolar su hija a los dioses ciegos. Podía colocarla allí, en los brazos del sátiro, para que el mundo la contemplara; abandonarla en un sucio museo, como se merecía. Pero la venganza debía ser algo exclusivo entre él y sus ciegos dioses. Había vengado a los espectros. Pero el mundo no debía saber el porqué. Era su secreto. Si encontraban la llave de plata, la policía husmearía el rastro. Sería comunicado al mundo que una mujer de nombre Martel era una prostituta y una buscona…
Bencolin sonrió ferozmente. Se pasó la mano por los ojos. Ahora, su tranquila voz parecía un poco sorprendida.
—¿Explicarlo? No trataré de saber más de lo que he dicho. Mató a Galant porque, ingenuamente* creía que Galant era la única persona que podía manifestar lo que su hija era, y marcarla públicamente. Por lo tanto, sólo repito otra vez lo que me dijo el coronel por teléfono: mandó una nota a Galant. Pidió una cita, y dijo que estaba dispuesto a pagar, para proteger el nombre de su hija: Convino en encontrar a Galant en el corredor; después de esto, según dijo, Galant había de llevarlo hasta el club, a la oficina de pagos. Y Galant, aquella alma prudente y sagaz, recordó la cita hasta cuando sus apaches buscaban a Jeff; hasta cuando un delator estaba presente, tuvo tiempo para ver a este hombre…
»El señor Martel se escondió nuevamente en el museo. Y nuevamente salió por la puerta del bulevar, poco antes de que usted, señorita Augustin, y usted, Jeff, escaparan. El mismo cuchillo vengó ambos crímenes.
Chaumont dijo, rudamente:
—Lo creo. Debo creerlo. Pero ¡que lo haya contado por teléfono! ¿Quiere usted decir que, deliberadamente, ha confesado haber hecho todo eso?
—Esto nuevamente nos coloca ante lo que me parece la parte más salvaje del crimen. —Bencolin se había sentado, cubriéndose los ojos con la mano; luego la retiró, y me miró.
—Jeff, cuando le visitamos esta tarde, ¿se dio cuenta de que todo el tiempo, deliberadamente, nos estaba dando oportunidad, una oportunidad de jugador, para que adivináramos todo lo sucedido?
—Usted ha dicho eso antes —murmuré—. No. Yo no he notado nada.
—¡Bueno, he ahí la gloria del asunto! Nos esperaba, nos esperaba teatralmente. Piense… ¿Recuerda qué antinatural era su actitud, qué quieta, cómo nos saludó con cara inmutable? ¿Recuerda lo que hacía? Estaba allí sentado, retorciendo algo en la mano, delante de nuestros ojos… ¿Qué era?
Traté de recordar. Vi la luz de la lámpara, la lluvia, la helada mirada del conde y su mano…
—Parecía —dije— un trozo de papel azul.
—Así es. Era una entrada al museo.
La sorprendente comprobación me golpeó en los ojos. ¡Los billetes azules!… Los billetes en los que había pensado desde que vi a Marie Augustin sentada en la taquilla…
—Allí, delante de nuestros ojos —explicó Bencolin cuidadosamente—, ofrecía una prueba de que había estado en el museo. Nuevamente seguía su código. No nos diría nada. Pero el código decía que no podía golpear,-como un malhechor, y desaparecer. Colocaría suficientes testimonios ante la policía. Si eran lo bastante ciegos como para no verlos… él habría cumplido con su deber. He dicho antes, y repito ahora, que es el más extraño asesino de mi experiencia. Pero eso no le bastó. Hizo otras dos cosas.
—¿Qué?
—Nos dijo que, durante cuarenta años, acostumbraba ir a casa de un amigo a jugar a las cartas. Dijo que había ido allí, la noche del asesinato. No teníamos más que comprobarlo, y habríamos descubierto que era mentira. Hubiera sido una prueba completa, tratándose de una ausencia que, indudablemente, su amigo no pudo menos de notar. ¡Pero yo, cabeza dura, jamás pensé en ello entonces! Finalmente, nos ofreció la sugestión más sutil de todas. Sabía que, en el corredor, debíamos haber encontrado los pedazos del vidrio del reloj pulsera. ¿Recuerda lo que hizo?
—¡Prosiga, por favor!
—Recuerde; Estábamos a punto de salir. ¿Qué ocurrió?
—Pues… el gran reloj dio las campanadas…
—Sí. Y él miró su muñeca, en donde no había reloj. Después, para resaltar el hecho, frunció el ceño y miró al gran reloj. Jeff, jamás se ha hecho una pantomima más simple. Una costumbre: mira su reloj pulsera, no lo encuentra y, naturalmente, mira hacia el gran reloj.
¡La cosa era tan clara, tan deslumbradoramente simple cuando reflexioné y medité sobre aquellas respuestas cuidadosamente medidas y calculadas para decirnos exactamente lo suficiente! Todo era parte de una gran partida que estaba jugando.
—Varias veces —continuó Bencolin— el coronel flaqueó. Fue cuando su esposa estalló salvajemente. Se necesitaba una voluntad casi sobrehumana para escuchar, allí sentado, lo que decía la madre de su hija… de la hija que él había apuñalado. Finalmente, tuvo que despedirnos con alguna brusquedad. Aquello era demasiado, hasta para él.
—¿Pero qué va usted a hacer? —preguntó Chaumont—. ¿Qué ha hecho?
—Antes de venir aquí esta noche —dijo lentamente Bencolin—, después de haber oído lo ocurrido, telefoneé al señor Martel. Le dije que lo sabía, le comuniqué mis pruebas, y le pedí que me suministrara algunos detalles que faltaban.
—¿Y…?
—Me felicitó.
—¿No hay límite para su exhibicionismo, señor? —preguntó Marie Augustin—. ¡Al diablo con la aristocracia! Ese hombre es un asesino. Ha cometido el crimen más insensible y más brutal que conozco. ¿Y sabe lo que ha hecho-usted? Le ha dado oportunidad de escapar.
—No —dijo Bencolin tranquilamente—. Pero es lo que voy a hacer.
—¡Quiere usted decir…!
Bencolin se puso en pie. Su cara tenía una sonrisa pensativa y mortal.
—Quiero decir —explicó— que voy a someter a este caballeresco jugador a la prueba más terrible que jamás haya impuesto a nadie. Puede costarme mi carrera. Pero ya he-dicho que lo juzgaré por sus propios códigos. Lo juzgaré por la regla de los Martel… Señorita, ¿tiene su teléfono un cable de extensión? ¿Puede traerlo aquí, y colocarlo sobre esta mesa?
—No comprendo lo que se propone.
—Conteste. ¿Puede traerlo?
La muchacha se levantó, tiesa, apretando los labios, y se dirigió hacia una arcada con cortinas, en el fondo de la habitación. En un momento volvió con el teléfono, arrastrando un largo cable tras sí. Lo colocó sobre la mesa, junto a la lámpara.
—Si el señor —dijo— tuviera la amabilidad de decirnos, por qué no ha ido a la otra habitación y…
—Gracias. Quiero que todos oigan esto. Jeff, ¿quiere dejar que me siente en esa silla?
¿Qué se proponía? Me levanté y retrocedí, pero él nos indicó que nos aproximáramos a la mesa, y retiró el diario que oscurecía la luz de la lámpara. Los rostros de mis compañeros surgieron en el resplandor: Chaumont se inclinaba hacia delante, con los brazos cayendo a lo largo del cuerpo y los ojos desencajados; Marie Augustin estaba rígida, y pálida como la cera; su padre murmuraba incoherencias a algún sueño, detrás de sus ojos enrojecidos.
—¡Hola! —dijo el detective, inclinándose hacia atrás en el sillón—. ¡Hola! Inválidos, doce ochenta y cinco…
Sus ojos semicerrados se fijaban en el fuego. Una pierna se balanceaba rítmicamente. Afuera, un automóvil atravesó la calle St. Appoline. Se oyó un rechinar de frenos, el ruido de otro coche deslizándose y un coro de blasfemias. Los; ruidos se intensificaban en el sofocante cuarto y golpeaban a través de las tupidas cortinas con una especie de histeria.
—Ese… ése es el número de los Martel —dijo Chaumont.
—¡Hola! ¿Inválidos doce ochenta y cinco? Gracias. Desearía hablar con el coronel.
Otra pausa. Augustin se restregó la nariz con la manga de su camisón; su estornudo fue muy ruidoso.
—Estará sentado en su biblioteca —dijo el detective, pensativo—. Le dije que aguardara esta comunicación… ¿Sí? ¿El coronel Martel? Habla Bencolin.
Retiró el aparato de su oído. El lugar era tan tranquilo que podían oírse claramente las respuestas del teléfono. Había algo siniestro, algo horrendo y fantasmagórico en aquella voz. Era débil y casi aguda, pero tranquila.
—Sí, señor —dijo—, esperaba su llamada.
—He hablado con usted hace un rato…
—Sí…
—Le dije que tal vez me viera obligado a ordenar que le detuvieran.
—¡Naturalmente, señor! —la voz era áspera, impaciente.
—He mencionado el escándalo que seguirá a su juicio. Su nombre, el de su hija y el de su mujer, pisoteados en
el barro, escupidos encima: usted, diciendo lo que sabía y
su decisión, ante una sala repleta, llena de reflectores, y de obreros comiendo salchichas mientras le miran sorprendidos.
Hablaba aún pensativamente. La voz áspera interrumpió:
—¿Y qué, señor?
—Le pregunté si tenía veneno en la casa. Usted me contestó que tenía cianuro, que es rápido y sin dolor. Dijo también…
Levantó el teléfono, de modo que oímos la fría voz más fuertemente.
—Repito, señor —exclamó el coronel Martel—, que estoy pronto a pagar lo que he hecho, y que no temo a la guillotina.
—Ese no es el asunto, coronel —dijo gentilmente el detective—. Imagínese que obtiene mi permiso para beber el olvido instantáneo…
Marie Augustin dio un paso hacia delante. Bencolin se volvió, con una feroz exclamación a flor de labios; ella cayó en su silla y Bencolin prosiguió, tranquilamente:
—Usted ha ganado el derecho de sportsman de hacer eso… si se arriesga a una oportunidad de sportsman.
—No comprendo.
—Si usted bebiera ese cianuro, coronel, todo quedaría apaciguado. Yo mantendría secreto el asunto. La relación de su hija con ese club, sus pasadas correrías de toda índole, hasta sus propios actos… en una palabra, todo lo referente a este asunto… jamás sería conocido. Lo juro. Y usted sabe que mi palabra es buena.
Hasta a través de aquellas millas de cable se pudo percibir un sibilante aliento contenido. Pudimos sentir al corpulento anciano irguiéndose en su gran sillón.
—¿Qué…, qué quiere decir? —dijo la voz, algo hoscamente.
—Coronel, usted es el último descendiente de una gran familia. El nombre puede aún significar honra para todos los que lo hayan llevado. Para todos. Y si yo, el representante de la justicia, le digo que usted ha satisfecho a la justicia… que usted ha dejado su nombre, coronel, su nombre —las palabras de Bencolin eran frías, hirientes como afilados cuchillos—, alto y limpio de todo ataque… De otro modo, ¡cómo se reirán y refocilarán en las casuchas! ¡Cómo los mercaderes chasquearán los labios, recordando la prostitución de su hija!…
—¡Por amor de Dios! —murmuró Chaumont adelantándose—. ¡No le torture más!
—… la prostitución de su hija, sus oficios de esclava blanca y de alcahueta… Y yo puedo evitar todo esto, coronel, sencilla y honorablemente, si usted acepta una oportunidad de jugador.
La voz se quebraba, pero dijo hoscamente:
—Todavía no comprendo…
—Deje que le explique. ¿Tiene a mano el cianuro?
La voz murmuró:
—Está en mi escritorio. En un frasco. A veces, en los últimos meses, he pensado…
—¡Sáquelo, coronel! Sí, haga lo que le indico. Sáquelo y colóquelo en el escritorio, delante de sus ojos. Ahí tiene usted una muerte honorable e instantánea. Mírelo un momento.
Hubo una pausa. La pierna de Bencolin se balanceaba más rápida; su apretada sonrisa se ensanchó, y sus pupilas brillaron.
—¿La ve? Un trago, y usted muere. Un padre, loco de dolor por la muerte de su hija, ha muerto, dejando a todos un gran nombre. Ahora… ¿Tiene una baraja ahí?… No, no bromeo. ¿Tiene? Excelente. Ahora, ésta es mi propuesta… Usted elegirá dos naipes al azar. El primero para mí, el segundo para usted. Usted está ahí, solo. Nadie sabrá nunca cuáles son esas cartas… pero usted me lo dirá por teléfono…
Chaumont dejó escapar un gemido. Súbitamente percibí la monstruosa significación de aquello.
Bencolin prosiguió:
—Si el naipe que usted saca para mí es más alto que el suyo, usted guardará ese cianuro y esperará la llegada de la policía. Entonces… los horrores del proceso, el barro, el escándalo y la guillotina. Pero si su carta es más alta, usted beberá el cianuro. Y le juro solemnemente que jamás se hará pública una palabra del asunto… Usted era antes un jugador, coronel… ¿Se atreve a jugar ahora? Recuerde que creeré su palabra. Ningún alma viviente sabrá jamás las cartas que usted ha sacado.
Durante largo rato no hubo respuesta. El pequeño teléfono de níquel que colgaba de la mano de Bencolin se había convertido en algo terrible. Imaginé al anciano en su tenebrosa biblioteca, con su cabeza calva brillando a la luz de la lámpara, la mandíbula enterrada en el cuello y los entornados ojos fijos en la botella de cianuro… El reloj de hojalata marchaba lentamente…
—Bien, señor —dijo la voz. Podía sentirse que estaba a punto de estallar. La voz se volvió seca, apenas audible—. Está bien, señor. Acepto su desafío. Un momento, que traiga los naipes.
Marie Augustin murmuró:
—Usted, demonio… Usted está…
La muchacha juntó las manos, apretándolas. Súbitamente su padre dejó escapar una risita burlona, que resultó espantosa. Sus enrojecidos ojos se dilataron de admiración, y pudimos oír el crujido de las articulaciones de sus dedos, mientras se restregaba las manos. Su cabeza continuaba moviéndose; parecía asentir, apreciativamente.
El tic-tac del reloj continuó arrastrándose; otro carbón cayó en la chimenea, se oyó el distante grito del claxon de un automóvil…
—Estoy dispuesto, señor —resonó la voz en el teléfono, fuerte y clara.
—Saque entonces, para mí… y ya sabe lo que eso significa.
(Jardines del Faubourg St. Germain, crujido de hojas rotas en la noche. Los resplandecientes dorsos de las cartas, y una mano barajándolas).
Casi di un respingo cuando la voz anunció:
—Su carta, señor, es el cinco de diamantes.
—¡Ah —dijo Bencolin—, no es una carta muy alta, coronel! Será fácil sobrepasarla. Muy fácil. Y ahora, piense en todo lo que le he dicho, y saque para usted.
Sus pupilas semicerradas me miraron burlonamente.
Tic-tac, tic-tac… terribles golpecitos en el silencio. Los frenos de un auto se oyeron y zumbaron junto a la ventana; las articulaciones de los dedos de Augustin crujían…
—¿Bueno, coronel…? —preguntó el detective, elevando ligeramente la voz.
Hubo un gemido en el teléfono. Chaumont se volvió, muy pálido.
—Mi carta, señor…
La débil voz se quebró. Oímos un suspiro. Después hubo un leve temblor, como de aliento entre labios que curva una sonrisa, y un leve ruido de la cartulina golpeando contra la madera.
La voz, clara, firme y ceremoniosa, dijo:
—Mi carta, señor, es el tres de picas. Esperaré la llegada de la policía.
—FIN —