18
LA DIVERSIÓN DE APUÑALAR

Bencolin prosiguió, con su voz habitual.

—Sí, así es como mató a su hija. Y nunca me perdonaré haber sido tan tonto para no comprenderlo. Sabía que ella estaba de pie, de espaldas contra la pared; sabía que, en un espacio tan estrecho, el asesino debía haberse golpeado la mano cuando sacó la daga, rompiendo así el cristal de su reloj… Pero no lograba comprender por qué usaba el reloj de pulsera en la misma mano en que llevaba el puñal.

Oí su voz, como de lejos. Mi cerebro repetía aún las palabras «así es como mató a su hija». Miré el resplandor de la estufa. La acusación era tan irreal, implicaba algo tan increíble que, en el primer momento, ni siquiera me sorprendió. Sólo recordé una tenebrosa biblioteca, con las ventanas golpeadas por la lluvia, en un jardín de Faubourg St. Germain. Vi allí a un anciano macizo, de tupido bigote y cabeza calva, de pie, rígido en su fina pechera, clavándonos sus duros ojos: el coronel Martel.

Una voz gritó agudamente. Rompió la ilusión en pequeños trozos^

—¿Sabe usted lo que está diciendo? —inquirió Chaumont.

Bencolin prosiguió, todavía murmurando:

—Un hombre lleva habitualmente el reloj de pulsera en la mano izquierda; a menos que sea zurdo y lo lleve en la mano derecha…, es decir, siempre en la mano opuesta a aquélla con la que escribe, tira, o… apuñala. Por lo tanto, no podía comprender aquel reloj en el mismo brazo que apuñaló a la muchacha, ya se tratara o no de una persona zurda. Claro que para un hombre con un solo brazo…

Por algún fantástico motivo, la sola idea del coronel Martel prestaba dignidad a las palabras de Bencolin, aunque se pensara en el anciano coronel como en un asesino. Ya no estábamos, como durante aquellas locas burlas del club, en medio de una pesadilla sin sentido. Chaumont, cuyo rostro había adquirido una expresión estúpida, tiró del brazo de Bencolin.

—¡Exijo —dijo gritando—, exijo una explicación por decir…!

Bencolin despertó de su abstracción.

—Sí —dijo, asintiendo—, sí. Usted tiene derecho a saberlo todo. Ya he dicho que es un crimen muy extraño, no solamente por el motivo, sino porque ese soberbio jugador nos dio una caballeresca oportunidad para que lo adivináramos. No estaba dispuesto a entregarse voluntariamente, pero nos arrojó huellas a la cara, y estaba preparado a reconocer su culpa, si adivinábamos.

Lentamente, Bencolin se libertó del apretón del joven.

—¡Poco a poco, capitán! No necesita excitarse así. El asesino ya ha reconocido su culpa.

¿Qué?

—He hablado con él por teléfono, hace apenas quince minutos. Escuche. Tranquilícese, y deje que le explique exactamente lo ocurrido.

Bencolin se sentó. Chaumont, mirando todavía fijamente, retrocedió, y se dejó caer en un sillón.

—¡Es usted un gran exhibicionista, señor! —dijo Marie Augustin. Su cara estaba pálida; no había soltado el brazo de su padre, y respiraba con alivio estremecido.

—¿Era todo esto necesario? Creí que pensaba acusar a papá.

La voz resonó alta y maligna; los enrojecidos ojos del padre pestañearon incomprensiblemente, mientras el viejo chasqueaba la lengua.

—También lo creí yo —dije—. Esa conversación de hace un rato…

—Sólo pensaba cómo se comportaría un padre normal. Tiens! Aún parece increíble. Pero esta tarde… comprendí que debía ser verdad.

—Un momento —dije—. Todo esto es una locura. Aún no la entiendo. Esta tarde, cuando usted estaba entre un tumulto de pensamientos y dijo súbitamente: ¡Si su padre lo supiera!, (reviviría toda la escena) creí que usted se refería a la señorita Augustin.

Asintió. Una nube empañaba sus ojos.

—Así era, Jeff. Y eso fue lo que me hizo pensar en la señorita Martel. ¡También he comprendido lo increíble e imperdonablemente tonto que he sido al no haberme dado cuenta antes!; Ya le he dicho que confundí todo el asunto. Anoche la señorita Augustin podría habernos dicho quién era el asesino,-porque debió de verle entrar. Pero… ¡gran Dios! ¡Tuve la imbecilidad de suponer que el asesino era socio del club, y que ella lo protegería! Mi insufrible orgullo, eso es todo, me impidió preguntar lo más obvio y conseguir descripciones. El agente más ignorante se habría desenvuelto mejor.

Se había dejado caer en una silla; abría y cerraba espasmódicamente una mano, mirándola, como si hubiera perdido un poder mágico. Sus ojos parecían entristecidos y amargados.

—¡Planes complicados… evitar lo más obvio… bah! Empiezo a chochear. Bueno, señorita, traté de ser tan inteligente y perspicaz, que he terminado haciendo el tonto. Pero ahora la estoy interrogando.

Se irguió con brusca energía, mirándola.

—El conde de Martel tendrá unos cinco pies y diez pulgadas de estatura, y es fornido. Tiene una gran cabeza calva, un tupido bigote color arena, ojos penetrantes y colgantes cejas; camina casi antinaturalmente erguido. Lleva ropas de corte antiguo, lentes con una cinta negra, una capa de grandes dimensiones y un sombrero de ala ancha. Posiblemente usted no haya percibido la ausencia del brazo, a causa de la capa… pero es un hombre de aspecto tan distinguido que, seguramente, lo recordará.

Los ojos de Marie Augustin se estrecharon. Después hubo brillo en sus pupilas.

—Lo recuerdo perfectamente, señor —dijo burlonamente—, compró anoche una entrada, alrededor de… ¡oh, no recuerdo!… Algo después de las once. No le vi salir del museo, pero, entonces, no tenía por qué preocuparme. No me hubiera dado cuenta… ¡Pero esto es delicioso! Podría habérselo dicho hace tiempo. Como usted dice, señor, me temo que es usted demasiado sutil.

Bencolin inclinó la cabeza.

—Por lo menos —dijo— puedo decírselo ahora.

—Señor —interrumpió Chaumont con vehemencia—, le digo que no conoce usted a ese hombre. Es… es el más orgulloso, el más altivo e inconquistable aristócrata que jamás…

—Ya sé. Es por eso —dijo Bencolin frunciendo el ceño— por lo que mató a su hija. Tendría que volver a la historia romana para encontrar un motivo semejante. Virgilio apuñaló a su hija; Bruto condenó a su hijo a la barra… Es morboso, loco y condenable. Ningún padre racional lo haría. Yo creí que esas historias de padres romanos y madres espartanas eran pura fábula. Pero aquí… ¿Quiere velar un poco la lámpara, señorita? Mis ojos…

Como hipnotizada, la muchacha se levantó y tendió un diario abierto sobre la lámpara. El cuarto se oscureció con fantásticas manchas brillantes, donde pálidos rostros rodeaban quietos el sillón del detective. El fuego chisporroteaba adormecedor.

—… Y, ¡por Dios vivo! —exclamó bruscamente Bencolin—. ¡Será juzgado con las mismas reglas que aplicó a su hija!

»Capitán, usted conoce a los Martel. Jeff los ha conocido. Un hombre solitario y una mujer sorda, sofocados de orgullo. Viven en una gran casa sombría, con pocos amigos, excepto algunos ancianos que recuerdan el Tercer Imperio, y no tienen diversiones. ¡Juegan al dominó!

»Su hija creció odiando todo esto. No pertenecía a la generación de ellos. Detestaba los sofocados comedores, las comidas formales, las estiradas recepciones; detestaba todo ese mundo embalsamado. No era bastante para ella que Disraeli hubiera tomado té en el jardín con Napoleón III, cuando su padre era niño. No era bastante para ella que ni la sombra de un escándalo se hubiera ligado jamás a su familia. La muchacha quería bailar toda la noche en el Château de Madrid y ver amanecer en el Bois. Quería beber extrañas mezclas, en bares decorados como la pesadilla de un lampista; quería correr carreras en auto, experimentar nuevos amantes y vivir sola en un apartamento… Se dio cuenta de que no la vigilaban. Una vez fuera de su casa, podía hacer lo que le diera la gana, siempre que no la descubrieran.

Hizo una pausa. Sus ojos se movieron lentamente hacia la señorita Augustin, y parecía ocultar una sonrisa. Se encogió de hombros.

—Podemos entenderlo… ¿verdad? La muchacha tomaba todo lo nuevo que encontraba a mano. Su renta no era controlada. No se supervisaban sus amigos, excepto en su propio hogar. Se vio obligada a vivir dos vidas. Gradualmente, mientras comparaba este brillante mundo exterior con su casa, su insatisfacción crecía. Al principio no odiaba más que las restricciones, después llegó a odiar todo lo que su familia representaba. El odio la consumía. ¡Eran tan plácidos, tan sólidos, tan enloquecedoramente correctos! Por eso los detestaba.

»Tenía una amiga, la señorita Prévost, que compartía sus ideas. Supondremos que tales ideas fueron sustentadas primeramente por la señorita Martel. Juntas, vieron crecer a otra amiga, Odette Duchêne, en la tradición que se suponía seguían ambas.

Hizo un leve ademán.

—¿Debo explicar más los hechos que condujeron a la tragedia? Para información del señor Chaumont, debemos añadir solamente que Odette Duchêne fue traída aquí con engaños, no importa cuáles, y que murió. ¡Pero el coronel Martel! Eso es diferente. ¿Cómo se enteró de lo que su hija hacía y había hecho?… Lo diré, porque el coronel me lo ha contado. Las actividades de Claudine eran buen material para un chantaje de Etienne Galant. Este esperó hasta reunir un copioso material, por el que la familia pagaría una crecida suma. Entonces, visitó al coronel.

»Naturalmente, esto ocurrió tiempo antes del episodio de Odette Duchêne… antes de que Claudine Martel concibiera la idea de divertirse con Odette. Imaginó a Galant sentado en la biblioteca del coronel, relatando, con su voz insultante, algunas cosas. ¿Qué ocurrió? ¿Qué súbito horror se apoderó entonces del coronel? Por muchos años había vivido en compañía de sus espectros. Recordaba los tiempos en que los hombres se batían en duelo por la más leve insinuación contra el nombre de una mujer. Mirando alrededor vio las filas de libros. Su horror y el de sus antepasados estaban tan acrisolados en él, que no podía comprender lo que quería, decirle este visitante de nariz roja. No lograba concebirlo. Su hija…

»No pudo pensar… nada. ¿Hizo expulsar a Galant de la casa? ¿Deseó acaso golpear la atildada cara y machacar la roja nariz hasta convertirla en una sangrienta esponja? ¿Cayó todo su mundo al suelo, con estruendos y crujidos? No creo. Creo que únicamente se levantó, probablemente pálido y algo más rígido, y pidió a su criado que acompañara a Galant hasta la puerta. Después le imagino sentado, solo, ante su mesa, construyendo pacientemente casas de dominós, mientras el reloj repiquetea en la noche. No podía creerlo. Zumbaba en sus oídos como un mosquito; lo ahuyentaba; se decía que no tenía sentido; pero el insano rumor seguía en sus oídos. Esos pensamientos fueron peligrosos, mortales, para un hombre que vivía todo el tiempo solo. Los espectros volvieron a rodearle. Trajeron reminiscencias de cada Martel. No podía hablar con su mujer; no podía hablar con nadie… menos aún con Claudine.

»¡Oh, todavía no pensaba en el crimen! Lo imagino paseando en sus melancólicos jardines, mientras llega el otoño y caen las hojas, golpeando el suelo con su bastón de puño de oro; el envenenador ruido continúa en sus oídos… “¿Qué ocurre entonces?”.

El rumor de un carbón en la rejilla me hizo saltar ligeramente. Bencolin se había asido a los brazos del sillón.

—¡Oh, debí haberlo adivinado hace tiempo! Claudine Martel preparó una trampa para Odette Duchêne. Ya sabemos lo que ocurrió. Sabemos que Galant apuñaló a la muchacha, cuando ésta había tropezado y caído por la ventana. Pero Claudine Martel creyó que la caída, con la con-siguiente fractura del cráneo (y tal vez no se equivocaba), había matado a su amiga; sabía que ella era responsable.

»Su pequeño mundo vicioso se conmovió. Sintió que ya no era la alegre y cínica aventurera que aceptaba cualquier placer, porque el placer era el único fin de su vida. Aquella noche llegó a su casa enferma y helada de terror. Ya a casa… como van los niños.

»Subió la gran escalera, a la luz de la luna. Sólo pensaba que la policía, grandes hombres con insignias en los gorros y duras manos, la perseguían. Había desafiado a los dioses hogareños. Había lanzado el último arañazo pueril a las cosas que odiaba y al hacerlo había causado la muerte a una muchacha inofensiva, que jamás hizo daño a nadie. ¿Vio acaso el rostro de Odette Duchêne a la luz de la luna? No lo sé. Pero su madre, que estaba despierta, entró en la habitación y procuró, torpemente, averiguar qué ocurría.

»¿Qué pasó entonces? Claudine no se atrevía a confesarse con nadie. Pero le era indispensable una confidente; tenía que hablar de este horror, o enloquecería. Así, en voz muy baja, con el brazo de su madre rodeando su cintura, habló en la oscuridad… ¡Hablaba a una mujer sorda! Sabía que su madre no oía su confesión; pero la aliviaba abrazar a alguien y contarlo todo. Todo. Todas las cosas volvieron a su mente, mientras su madre la acariciaba y la tranquilizaba, sin oír una sola palabra.

»Esta histeria atrajo la atención de otra persona. Su padre, que todavía trataba de comprender, enloquecido aún por las voces que zumbaban en su cerebro, escuchó.

Chaumont lanzó un gruñido que tembló en la habitación silenciosa, pero nadie miró al joven; nadie podía entender en aquel momento lo que sentía. Todos pensábamos en un anciano, rígido a la luz de la luna…

—¿Había estado en su biblioteca, apilando dominós pacientemente y escuchando el tic-tac del reloj? ¿Se había sentado junto a un antiguo libro, o un vaso de vino añejo, sabiendo que ni siquiera podía sospecharse de un Martel, mientras, sin embargo, oía la voz de Claudine? Antes podía dudar. Ahora estaba seguro. Oyó la historia del club, se enteró de que su hija había hecho algo más que manchar su nombre en un escándalo. No sólo había provocado la muerte de una muchacha inocente. Era, además, una especie de buscona, de portera de burdel. Sobre todas las cosas, era mezquina y viciosa.

»No necesito señalar los detalles. El coronel Martel nos ha prometido un informe. Pero no creo que considerara… quiero decir, no creo que la muerte de su hija formara parte de un plan definido. Debe haber sentido impulso de entrar en el cuarto y de estrangularla sobre la cama, a la luz de la luna. Pero la frialdad de su furia le paralizó. Se quedó sentado hasta el alba, mirando por la ventana.

»A la noche siguiente… oyó la conversación telefónica. Supo que las dos muchachas, su hija y Gina Prévost, se encontrarían nuevamente en el club. Debían tener noticias. Tenían que saber lo que Galant había hecho con el cuerpo; debían asegurarse de que estaban a salvo. Así, puntualmente a las nueve y treinta, el conde se puso su gran capa, tomó su bastón de mango de oro y salió, como ha salido durante cuarenta años… Como si fuera a casa de su amigo a jugar a las cartas. Pero esta vez no fue.

»Tal vez nunca sepamos lo que hizo en esas dos horas, antes de dirigirse al museo. Creo que caminó, y que cuanto más caminaba, más angustia lo envolvía. Sabía que el club tenía dos entradas, pues Galant se lo había dicho tiempo atrás, pero no sabía si su hija entraría por el museo o por el bulevar. Es posible que, aun entonces, sólo pensara enfrentarse con ella allí, cuando se encontrara con su compinche, y demostrar a ambas que estaba enterado de todo. No creo que tuviera ningún plan… porque, como ya saben ustedes, el coronel no llevaba armas.

»Examinó la vecindad de la calle St. Appoline. Vio los oropeles, escuchó el golpetear de las orquestas, y súbitamente comprendió la clase de mundo que le gustaba a su hija. Fue el peor veneno de todos. Entró al museo… y la locura se apoderó completamente de él. Luego, se encontró en la penumbra. Además, todos los grandes muertos de Francia, modelados en cera, le rodeaban…

»¡Comprendan! —gritó Bencolin golpeando con su puño el brazo del sillón—. El señor Augustin tiene razón. Las figuras de cera trastornan la imaginación; se vive en un mundo de ilusión. Nos llenan de terror, o de alegría, o de sublimidad, conforme a nuestra naturaleza. Pero en nadie ejercieron una influencia más poderosa que en este anciano que, a su vez, vivía en un tenebroso crepúsculo. Había oído la voz del pasado. Ahora lo veía. Lo imagino descendiendo a la Galería de los Horrores. Estaba desierta. Lo imagino allí de pie, solo; para él… no se trataba de una Galería de Horrores.

»Vio gente que había matado y que había muerto por una idea abstracta; que la crueldad o la locura adquirían una especie de terrible grandeza; a los terroristas, haciendo caer seriamente cabezas en la canasta de la guillotina, y a los inquisidores españoles quemando sin piedad herejes para mayor gloria de Dios. Vio a Charlotte Corday apuñalando a Marat, y a Juana de Arco marchando a la hoguera. ¡Todo por un ideal, por un terrible código, que jamás podría ceder! Esto es lo que él vio, el único entre todos los visitantes que han visitado el museo.

»Le veo de pie, en la luz verdosa, con su gran capa oscura y el sombrero en la mano. Todo el peso de las cosas que cree lo oprime. Recuerda lo que su hija es y lo que ha hecho. El museo está desierto. En un momento, aunque él no lo sepa, se apagarán las luces. Dentro de un instante* esta prostituta, esta asesina, esta buscona de burdel, esto es Claudine para él, llegará aquí. Oye un último rumor de tambores: la marcha del gran pasado irguiéndose en su tumba… “¡Hágase tu voluntad!”. Avanza lentamente, siempre sin sombrero, y arranca el cuchillo del pecho de Marat.