17
EL MATADOR DE LAS FIGURAS DE CERA

Al llegar aquí detengo momentáneamente mi relato. Al reconstruir aquella escena en el papel, la evoco tan vivamente, que sacude todos mis nervios, y experimento nuevamente el agotamiento que sentí entonces. Como culminación de los sucesos de aquella noche, creo que hubiera quebrado nervios más tranquilos que los míos. Desde que penetré en el club a las once y veinte, la aterradora carrera había aumentado de una manera tal, que cualquiera, según creo, habría estado a punto de estallar. Por semanas, el rostro de Galant me persiguió en pesadillas, según lo vi en aquel espantoso instante, antes de que cayera a nuestros pies, por la ventana. Una hoja que rozara mi ventana a la caída de la tarde, o el súbito crujido de un marco, me lo evocaban con tanta nitidez, que gritaba pidiendo luz.

Por lo tanto, creo que no se me acusará de debilidad si digo que, durante media hora, no recordé nada claramente. Después, Marie Augustin me dijo que todo quedó muy quieto y en orden. Dice que ella retrocedió y huyó, cayendo sobre la verja de hierro; que yo la tomé en brazos y la llevé arriba, tranquilamente; y que después telefoneamos a Bencolin; que discutimos, con la mayor seriedad, el fuerte golpe que podíamos habernos dado de caer sobre la verja y golpear el suelo de piedra con la cabeza…

Así debió de suceder, mas lo primero que recuerdo claramente es el sucio cuarto, con el mobiliario tapizado, y la velada lámpara sobre la mesa. Estaba sentado en una mecedora, bebiendo algo, y frente a mí se encontraba Bencolin. En otra silla se sentaba Marie, cubriéndose el rostro con las manos. Aparentemente, yo había contado la historia con bastante claridad a Bencolin, porque estaba describiendo a Galant cuando recobré la memoria. La habitación parecía llena de gente. El inspector Durrand estaba allí, con media docena de gendarmes, y el viejo Augustin llevaba un camisón de lana.

Durrand parecía algo pálido. Cuando terminé, se hizo un largo silencio.

—Y el asesino… atrapó a Galant —dijo lentamente.

Otra vez me encontré hablando coherente y casi normalmente.

—Sí. Eso simplifica el asunto, ¿verdad? Pero no comprendo cómo llegó hasta allí. La última vez que le vi fue en su habitación, cuándo lanzó sus secuaces contra mí. Tal vez tuviera alguna cita…

Durrand vaciló, mordiéndose el labio inferior. Después avanzó, extendiendo la mano, y dijo entre dientes:

—Joven… ¿Quiere usted darme la mano?

—Sí —asintió Bencolin—, estuvo usted bastante bien, Jeff. Y ese cuchillo… señores, todos somos unos tontos. Debemos agradecer a la señorita Augustin que nos lo haya hecho comprender.

La miró, mientras se apoyaba en su bastón. Su cara, estaba contraída cuando la levantó, pero sostuvo burlonamente la mirada de Bencolin. El vestido color llama estaba desarreglado.

—Lo merecía usted por lo de anoche, señor —dijo ella fríamente—. Creo que, después de todo, deberá aceptar mi análisis del crimen.

Bencolin frunció el ceño.

—Temo no poderle acompañar en todos los puntos, señorita. Pero ya veremos. Entre tanto…

—¿Han examinado el cuerpo? —preguntó—. ¿Fue apuñalado con el cuchillo de la figura de cera?

—Sí. Y al asesino no le preocupó dejar impresiones digitales. Es un caso completo, Jeff. Gracias a usted y a la señorita lo sabemos ahora todo, incluso los detalles de la muerte de la señorita Duchêne.

Miró sombríamente la lámpara.

—¡Hic jacet Etienne Galant! Nunca saldará sus cuentas conmigo ahora.

—¿Cómo diablos estaba debajo de esa ventana? Eso es lo que no entiendo.

—Está bastante claro. ¿Conoce usted esa escalera, encerrada entre paredes, que desciende desde el nicho, detrás de varios cuadros de la Galería de los Horrores?

—Sí. ¿Se refiere al lugar en donde usted arregló las luces?

Asintió.

—El asesino apuñaló a Galant desde aquel nicho, o desde un lugar muy próximo. Galant debió de echar a correr; tropezó y cayó por las escaleras. Entonces, debió de arrastrarse detrás de los cuadros, tratando de encontrar una salida. Estaba ya en el último aliento cuando encontró la ventana del grupo de Marat. Y murió antes de que llegáramos a manos de…

—¿La… misma persona que mató a Claudine Martel?

—Seguramente. Y ahora… ¡Durrand!

—¿Señor?

—Tome cuatro hombres y vaya al club. Si es necesario-rompa la puerta. Y si ofrecen resistencia…

Una apretada sonrisa apareció en los labios del inspector. Enderezó los hombros y se echó el sombrero hacia atrás. Con voz: complacida preguntó:

—¿Qué hago, entonces?

—Utilice primero los gases lacrimógenos. Si todavía resisten, use las pistolas. Pero no creo que lo hagan. No arreste a nadie. Descubra cómo y por qué salió Galant esta noche. Registre la casa. Si la señorita Prévost se encuentra todavía allí, tráigala.

—¿Puedo pedirle —dijo Marie Augustin, todavía fríamente— que haga eso sin alarmar a los visitantes, si es; posible?

—Me temo, señorita, que un poco de alarma sea inevitable —dijo Bencolin, sonriendo—. Sin embargo, Durrand, tal vez sea mejor dispersar a todos los huéspedes antes de afrontar el asunto. Todos los guardias deberán quedarse. Vigilando la salida, le será posible descubrir a la señorita Prévost. Tal vez se encuentre todavía en la habitación dieciocho. Eso es todo. Dése prisa.

Durrand saludó y llamó a cuatro gendarmes. Estacionó uno de los otros en el vestíbulo, y envió el sexto a la calle. Siguió un silencio. Yo me recosté en la silla, con los nervios contraídos, pero dichosamente en paz. Pensé, ¡cuán equivocadamente!, que todo retornaría ahora a la quietud. Encontraba placer en todo: en el tic-tac de un reloj de hojalata; en el fuego ardiendo en una vieja chimenea de mármol; en la velada lámpara y en el gastado mantel. Miré a mis compañeros, mientras tomaba sorbos de café caliente. Bencolin, enflaquecido por su capa negra y su sombrero oscuro, golpeaba taciturno la alfombra con su bastón. Los hombros de Marie Augustin brillaban a la luz de la lámpara; sus grandes ojos estaban fijos en un costurero, con una mirada compasivamente cínica. No podía sentirse nada ahora. Yo, por lo menos, no podía. Una especie de entorpecimiento provocado por la impresión impedía pensar, o sentir cualquier emoción. Estábamos agotados. Sólo el fuego chisporroteaba, y se escuchaba el animoso tic-tac del reloj…

Entonces descubrí al viejo Augustin. Su camisón de franela gris le llegaba casi hasta los pies, dándole un aspecto absurdo. Su cabeza se inclinaba en lo alto de un cuello largo y flaco; el abanico de blancas patillas se agitaba, y los enrojecidos ojos pestañeaban y pestañeaban, con expresión solícita. Pequeño y oscilante, recorría la habitación con un par de zapatillas de cuero demasiado grandes. En las manos tenía un negro chal polvoriento.

—Ponte esto sobre los hombros, Marie —dijo con su vocecita—. Puedes resfriarte.

Ella parecía a punto de reír. Pero él estaba muy serio. Acomodó cuidadosamente aquel chal sobre los hombros de la muchacha, y la alegría de ella se desvaneció.

—¿Te… parece bien, papá? —preguntó dulcemente—. Ahora ya estás enterado.

El viejo se atragantó. Después, sus cansados ojos nos miraron algo salvajemente.

—Naturalmente, Marie. Cualquier cosa que hagas, bien hecha está. Yo te protegeré. Confía en… tu viejo papá, Marie.

Mientras le acariciaba el hombro continuó desafiándonos con los ojos.

—Sí, papá. ¿No harías mejor en acostarte?

—Siempre me estás mandando a la cama, chérie. Y no iré. Me quedaré para protegerte. ¡Vamos, vamos!

Muy lentamente, Bencolin se despojó de su capa. Colocó el sombrero y el bastón sobre una mesa, alcanzó una silla y se sentó, con los dedos tamborileando en su sien. Algo, en la mirada que lanzó a Augustin, me llamó la atención. Pero no pude deducir por qué.

—Señor —interrogó Bencolin—, usted ama mucho a su hija, ¿verdad?

Hablaba perezosamente. Pero la señorita Augustin se irguió y tomó bruscamente la mano del viejo, como si se interpusiera. Preguntó:

—¿Qué quiere usted decir?

—El señor Bencolin tiene razón —dijo la vocecita del anciano, que oprimía su débil pecho—. No me aprietes la mano, Marie. Está hinchada. Yo…

—Y usted siempre la protegerá, aunque ella hiciera cualquier cosa, ¿verdad? —continuó, como al acaso, el detective.

Los ojos de Bencolin parecían mirar hacia dentro.

—Las leyes del mundo —dijo— deberían ser, al menos, comprensibles. Pero no sé. A veces son locas. Me pregunto qué sería yo…

—Su voz se arrastró, algo sorprendida; luego se pasó la mano por la frente. Con voz tranquila, algo maligna, Marie interrumpió:

—No sé lo que esto significa, señor. Pero se me ocurre que tiene usted asuntos más importantes que permanecer aquí, hablando de «las leyes del mundo». Debe usted prender a un asesino.

—Exactamente —asintió Bencolin preocupadamente—, debo prender a un asesino.

Hablaba casi con tristeza. El tic-tac del reloj parecía haber disminuido. Bencolin examinó la punta de su zapato moviéndose sobre la alfombra. Añadió:

—Conocemos la primera parte de la historia. Sabemos que Odette Duchêne fue traída aquí con un engaño, y por quién. Sabemos que se cayó por una ventana, y que fue apuñalada por Galant… ¿Pero quién es el verdadero y sanguinario asesino? Señorita, ¿quién apuñaló a Claudine Martel y a Galant?

—No sé. Es asunto suyo, no mío. Ya le he dicho al señor Martel por qué razón creo que se trata de una mujer.

—¿Y el motivo?

La muchacha hizo un gesto de impaciencia.

—¿No es bastante claro? ¿No está usted de acuerdo en que se trata de una venganza?

—Fue una venganza —dijo Bencolin—, pero una venganza de carácter muy extraordinario. No sé si alguno de ustedes podrá entenderlo; no sé si lo entiendo yo mismo. Es un crimen muy raro. Usted explica el robo de la llave diciendo que una mujer —que estaba vengando a Odette Duchêne cuando mataba a Claudine Martel— la quería para entrar al club. ¡Hum!

Se oyó un golpe en la puerta. Su efecto fue casi portentoso.

—¡Adelante! —dijo el detective.

—¡Ah, buenas noches, capitán! Creo que conoce usted a todos los presentes, ¿verdad?

Chaumont, muy erguido, pero algo pálido, entró en la habitación. Se inclinó ante los demás, lanzó una sorprendida mirada a los vendajes de mi cabeza, y se volvió hacia Bencolin, con una exclamación en los labios…

—Me he tomado la libertad —interrumpió el detective— de citar, aquí al señor Chaumont, después de escuchar su relato, Jeff. Creo que le interesará…

—Es… espero no molestar —dijo Chaumont—. Parecía usted agitado en el teléfono. ¿Qué… qué ha ocurrido?

—Siéntese, amigo mío. Hemos descubierto muchas cosas.

Continuaba sin mirar directamente a la cara del joven, con los ojos fijos en su zapato. Su voz era muy tranquila.

—Sabemos, por ejemplo, que su prometida, la señorita Duchêne, encontró la muerte por instigación directa de Claudine Martel, y también de Galant. Le ruego que no se excite…

Tras una larga pausa, Chaumont dijo:

—No estoy excitado. No sé cómo estoy… ¿Quiere usted explicarme?

Tambaleante, se dejó caer en un sillón, donde permaneció, girando el sombrero entre las manos. Lenta y cuidadosamente, Bencolin le contó todo lo que habíamos sabido esa noche.

—Como usted ve, amigo mío —terminó diciendo—, Galant creía que usted era el asesino. ¿Lo es usted?

Preguntó descuidadamente. Chaumont quedó mudo de sorpresa. Hacía rato que, habiendo arrojado su sombrero, se aferraba a los brazos del sillón; sólo pudo ser incoherente. Trató de tartamudear algo; su rostro moreno se volvió aún más pálido. Súbitamente, sus palabras se precipitaron.

—¿Sospechan de ? ¿De mí? ¡Oh, Dios mío! ¿Creen que soy capaz de hacer una cosa semejante? Apuñalar a una muchacha por la espalda, y…

—Cálmese —dijo Bencolin—; yo sé que usted no es culpable.

Un carbón cayó desde la rejilla. La tensión de mis nervios empezaba a desaparecer. Las protestas de Chaumont herían como lanzazos. Sentí que el café me quemaba la garganta.

—Usted parece sugerir —interrumpió Marie Augustin— que sabe quién es el asesino. Y sin embargo, usted ha descuidado… todos los detalles importantes.

Se formó un pliegue entre las cejas de Bencolin. Dijo, gentilmente:

—No exactamente todos /os detalles, señorita. No, yo no diría eso.

Algo iba a ocurrir. Se sentía en el aire, aunque no se sabía qué dirección iba a tomar. Vi una pequeña vena latiendo en la frente de Bencolin, como guardando compás con el tic-tac del reloj.

—Señorita; hay una falla en su teoría de que el asesino robó la llave de la señorita Martel para entrar en el club —murmuró el detective—. Bueno, digamos que hay dos fallas…

La muchacha se encogió de hombros.

—En primer lugar, señorita, no existe razón humana para que el asesino haya querido entrar en el club después de haber apuñalado… En segundo lugar, yo sé que su teoría es errónea.

Se puso lentamente de pie. Todos, instintivamente, traíamos de retroceder, aunque estaba muy tranquilo, y su mirada parecía ausente. Se oía fuertemente el reloj.

—¡Se lo aseguro, señorita, diga usted lo que diga acerca de mi estupidez! Estuve a punto de confundir este caso. ¡Oh, sí! Sólo hoy, muy avanzada la tarde, comprendí la verdad completa. No quería creerlo. El asesino, deliberadamente dejaba huellas; el asesino me daba la oportunidad de adivinar. Por esto me encuentro ante el crimen más extraño de toda mi experiencia; ¡tonto! —Sus ojos brillaron súbitamente. Enderezó los hombros. Yo lancé a todos una mirada inquieta.

Chaumont se sentaba abrumado en un sillón. Marie Augustin se inclinaba hacia delante, a la luz de la lámpara; su labio inferior estaba contraído, sus ojos parecían de ébano en la luz, y apretaba fuertemente el brazo del viejo Augustin.

—¡Tonto! —repitió Bencolin. Sus ojos parecieron otra vez vacíos.

—¿Recuerda, Jeff, que le dije esta tarde que debía encontrar al joyero? Pues lo he hallado. Sé dónde hizo componer el reloj.

¿Qué reloj?

Pareció sorprenderle la pregunta.

—¿No recuerda usted… aquellas pequeñas partículas de vidrio que encontramos en el corredor? Una se había clavado en los ladrillos de la pared.

Nadie habló. Los golpes de mi corazón me sofocaban.

—Era casi inevitable que le ocurriera eso al asesino, especialmente en un espacio tan estrecho. Rompió el cristal de su reloj de pulsera cuando apuñaló a Claudine… Sí; era casi inevitable porque…

—¿A qué diablos se refiere?

—Porque —contestó Bencolin pensativamente— el coronel Martel tiene un solo brazo.