16
UN MUERTO ABRE UNA VENTANA

Esto empezaba a ser demasiado. Me sentía como debe haberse sentido cierto celebrado vagabundo, en un país revuelto, cuando toda la corte de justicia se disolvió y vino abajo como un castillo de naipes. La falta de sentido parecía tener sentido, y el sentido común parecía no serlo.

—¡Bueno! —dije resignadamente, después de una larga pausa—. ¡Bueno!…

Ella preguntó con infinita cortesía:

—¿Le sorprende, acaso?

—¡Al diablo! ¿Está usted bromeando?

—En modo alguno —aseguró ella acariciándose el cabello—. Lamento no habérselo dicho primeramente a ese detective, después de sus torpes trampas de anoche. Sin embargo, deseo reservarme ese placer.

—Antes que nada —dije desesperadamente—, antes que nada: ¿dice usted que ha encontrado el arma?

—Sí. Sé dónde está. No la he tocado. A propósito, dígame: ¿cuál es su nombre? —exclamó.

—Me llamo Marle. ¿Qué decía usted?

—Dígame: ¿no revolvió acaso la policía cada pulgada del museo, del corredor, de todo, sin encontrarla?

—Sí, ya sé. Prosiga. Su triunfo es delicioso, pero…

—Pero fracasaron, señor Marle, por olvidar una antigua regla. El cuchillo estuvo delante de ellos todo el tiempo, pero no lo vieron. ¿Bajó usted a la Galería de Horrores?

—Sí. Antes de descubrir el cuerpo.

—¿Se fijó usted en esa obra maestra, al pie de las escaleras? Me refiero al asesinato de Marat. Marat yace con medio cuerpo fuera del baño, el cuchillo clavado en el pecho, de donde mana sangre. Querido amigo: alguna de esa sangre era verdadera.

—¿Quiere usted decir…?

—Quiero decir —contestó ella tranquilamente— que la asesina entró en esa habitación. Quitó el cuchillo del pecho de cera de Marat. Cuando papá hizo esa figura, usó el cuchillo más mortal, más largo y agudo que logró conseguir; la cera no lo desafiló; estaba protegido contra la suciedad y el moho, y fácilmente podía quitarse. Cuando la asesina terminó su obra, volvió a colocar el cuchillo en el pecho de Marat. La policía lo vio anoche, y cientos de personas, lo han visto hoy, pero nadie se dio cuenta.

Vi nuevamente aquel tenebroso cuadro del sótano, tal como lo había visto la noche antes, y comprendí su odioso realismo, Entonces recordé otra cosa, que me hizo maldecir contra mí. Era allí, exactamente al lado de Marat, donde yo había oído algo goteando. Más tarde lo había atribuido a la figura del sátiro, donde se encontraba el cuerpo. Una pizca de sentido común me habría hecho comprender que no podía oírse sangre goteando desde tan lejos. Había provenido del cuadro de Marat…

—Bueno —le pregunté—, ¿cómo lo percibió usted?

—¡Ajá! ¿Conque se sospecha otra vez de mí? Deme un cigarrillo, ¿quiere? No, no. No he podido menos de percibirlo. Señor Marie, he vivido toda mi existencia en ese museo. Si un botón está fuera de su lugar en una de las-figuras, lo veo inmediatamente…

—¿De veras?

—Cuando miré esta mañana, vi una docena de pequeños cambios. La tabla de escribir de Marat había sido, empujada un cuarto de pulgada hacia la izquierda. Alguien había rizado la falta de Charlotte Corday, al pasar, desarreglando un pliegue. Pero, sobre todo, la daga no estaba hundida hasta el mango en el pecho de cera, y las manchas, junto al baño, no eran de sangre pintada.

—¿Lo ha tocado usted?

Ella levantó las cejas, caprichosamente.

—¡Oh, no! Espero que la policía lo descubra. Creo que tendré que esperar mucho tiempo.

—Tal vez haya huellas digitales en todas partes…

—Posiblemente —replicó con indiferencia. Esperó a que yo encendiera el cigarrillo que ella había tomado de la caja de laca. Luego añadió:

—No me interesa mayormente el asesinato de la señorita Martel. Pero creí que no descuidarían las señales que indicaban que la asesina era una mujer… una mujer que no era socia del club.

—¿Por qué?

—La asesina buscaba algo que pendía de una cadena al cuello de la señorita Martel, ¿verdad?

—Ya hemos decidido que se trataba de la llave de plata.

—Nuestras opiniones —murmuró ella— coinciden. Me agrada haber pensado lo mismo que el gran Bencolin. ¡Bueno!… Querido amigo: ¿para qué quería el asesino la llave, si no era para entrar al club? ¿Cómo entró usted aquí, esta noche?

—Pedí prestada la llave a un socio.

—Sí. Usted pidió prestada la llave a un hombre, que sería examinada y controlada en la puerta. Bueno: ¿para qué diablos hubiera servido la llave de la señorita Martel al asesino, si éste hubiera sido un hombre? Empiezo a sospechar que ese Bencolin es bastante estúpido. Una mujer tomó la llave. Una mujer que, por lo menos, debe haberse parecido un poquito a la señorita Martel, para poder entrar.

Se inclinó hacia atrás, estirando los brazos por detrás de la cabeza.

—Veamos —sugerí sonriendo— si puede indicar por qué motivo el asesino deseaba entrar al club.

—Temo que eso sea demasiado.

—Si yo logro descubrir que alguna mujer, presentando la llave de la señorita Martel, atravesó anoche la guardia…

Ella preguntó secamente:

—Imagino que usted no tendrá interés en interrogarlos, ¿verdad?

Usted podría hacerlo.

—Escuche, querido amigo. —Exhaló con fuerza el humo del cigarrillo—. No me importa quién haya matado a Claudine Martel. No daré un paso más para ayudarle porque, quienquiera que haya sido, no pudo ser Galant. Esto lo comprendo por lo que usted me ha dicho. Lo único que deseo es atraparlo, ¿comprende?

—Una cosa implica la otra.

Sus ojos se estrecharon.

—¿Cómo?

—Él es accesorio después del hecho, ¿verdad?… ¿Él y esa muchacha Prévost?… Y ella está pronta a prestar declaración.

Fumó por primera vez en silencio; después añadió:

—Bueno, esto marcha. ¿Cuál es su plan de campaña?

—Lo primero es que me saque de aquí. ¿Puede hacerlo?

Ella se encogió de hombros.

—Mi querido amigo: algo tendremos que hacer. Antes de mucho tiempo terminarán de buscarlo en las otras habitaciones, y entonces… —Me examinó, mientras atravesaba el dedo sobre su garganta—. Claro está que podría llamar a mis propios asistentes, reunir a los huéspedes y marchar con usted en el medio, a la vista de todos. Que Galant se atreva a hacer algo. Le pesará…

Vi sus entornados ojos fijos en mí, especulando de nuevo. Sacudí la cabeza.

—Fracasará. Galant estará prevenido. Seguramente no iniciará ninguna, pelea, pero escapará, antes de que la policía llegue.

Ella dijo, tensamente:

—Bien, muchacho. Me agrada usted más. ¿Así que tiene usted el coraje de intentar salir disfrazado por la puerta principal? Yo iré con usted. Imaginarán que usted es… mi amante.

—Hasta simularlo será un placer —dije.

Trató de no percibir la última frase. Sus labios pétreos se apretaron.

—Será peligroso. Si le descubren…

Nuevamente la mareante excitación de jugar con dinamita se apoderó de mí. Dije, sinceramente:

—Créame, señorita, que me he divertido más en esta noche que en los últimos seis años de mi vida. Tal vez la aventura termine en la gloria… ¿Puede darme un trago?

—Tenga cuidado… Bien. Deberá dejar aquí su sombrero y su sobretodo. Yo le facilitaré otros. Quítese esa venda y cubra la tira emplástica con el sombrero. No creo que vaya a sangrar otra vez. Su camisa está también atrozmente manchada, deberá cubrirla. ¿Tiene un antifaz?

—Lo perdí en alguna parte. Creo que en el salón.

—Le conseguiré uno que le cubrirá toda la cara. Finalmente, escuche: guardarán muy bien la puerta y, probablemente, pedirán a todos que exhiban sus llaves, al salir. Ahora deben saber cuál es la llave que usted utiliza. Conseguiré otra. Espéreme un momento. Entre tanto, hay coñac Napoleón en el estuche junto al tocador.

Nuevamente salió de prisa. Pero esta vez no cerró la puerta con llave. Me levanté. El dolor surgía en la parte trasera de la cabeza y lo sentí en turbias oleadas que atravesaban mis ojos, y mis piernas parecían aún débiles. Pero la excitación de la noche me tranquilizó. Me recliné contra el borde de la chaise-longue hasta que el suelo dejó de moverse y la visión del cuarto se enfocó de nuevo. Entonces me encaminé al estuche que había indicado.

Era un coñac Napoleón de 1811, en una canasta de filigrana de plata. Recordando cómo había bebido coñac la noche anterior, ante los ojos severos y domésticos de la muchacha, toda la fantasía resultaba extraordinariamente graciosa. Apuré de golpe un gran trago, y sentí un calor correr por mis venas. Esto marchaba. Apuré otro trago. Entonces me vi reflejado en el espejo del tocador… ¡Dios mío! ¡Qué espectro! Parecía el resultado de la francachela de una semana, hasta por la lividez. Vendas alrededor de la cabeza, la camisa convertida en una ruina manchada… ¡Todo! El cuchillo de aquel salvaje había desgarrado hasta la mitad la manga de mi chaqueta. Después de todo, anduvo bastante cerca. Brindé con la figura del espejo, mientras empinaba el segundo trago. Despacio. La imagen se enturbió un poco. El coñac debe producir un extraño efecto cuando nos sentimos así.

Casi involuntariamente di unos excéntricos pasos de danza; y me sorprendí estallando en carcajadas. Las doradas cigüeñas y pavos reales de los paneles de la pared adquirieron una expresión amistosa. Percibí el humo del incienso curvándose sobre los recipientes de bronce que sostenían las luces; el ambiente se había vuelto intolerablemente cálido.

Marie Augustin volvió. Llevaba un suave sombrero negro, tal vez demasiado grande, que debía haber robado a alguna visitante, y una larga capa. Cuando los preparativos estuvieron hechos, nos paramos junto al tocador dorado, listo para colocarnos los antifaces. Ella había apagado todas las luces, exceptuando la plateada, en forma de pagoda, que brillaba sobre el tocador.

La ausencia de luz intensificaba el silencio de la habitación. Ahora, débilmente, podía oír el profundo murmullo de la orquesta, más allá de las paredes. Su cara parecía de viejo marfil al resplandor de la lámpara de plata. Sus cejas eran finos arcos, sus labios pintados de rojo oscuro…

—Y —dijo ella—, ¿qué ocurrirá si conseguimos atravesar la puerta principal?

—Iremos al museo. Debo ver ese cuchillo —contesté, consciente de que no pensaba para nada en el cuchillo—. Después telefonearemos. Es mejor que me entregue su revólver.

Ella me lo dio. Fue sólo un roce en la punta de los dedos, pero no pude dejar de mirarla. Imaginaba recargadas salas con muebles de estopa y, detrás de esto, tomando nebulosa forma, las fantásticas luces de Las mil y una noches. Lentamente, alcanzó la cadena de la lámpara.

—Llevo antifaz negro —dijo, bajando la máscara sobre su cara—. Es porque nunca he tenido un amante.

Inescrutables ojos brillaron un momento por los agujeros del antifaz. Después, se apagó la luz.

Cuando avanzamos hacia la puerta, ella me empujó y miró el despacho exterior. Luego hizo un gesto de aprobación, y la seguí, por un tenebroso cuarto, lleno de fantásticas colgaduras, hasta la puerta de paneles de vidrio que conducía al corredor. Yo llevaba en la mano una llave de plata, perteneciente, según me dijo, a un socio que había partido para América. El murmullo de la orquesta creció en nuestros oídos; traía la soñadora inestabilidad de un mundo poblado de geniecillos con antifaces multicolores. Era tarde, y la jarana debía aproximarse a su punto culminante.

Ahora el ruido fluía envolviéndonos. Al final del oscuro corredor vi el gran arco del salón. La risa y el murmullo de la gente se mezclaban; conversaciones rápidas, precipitadas, y el rumor de copas entrechocando. Era apagado, pero esto sólo aumentaba su fiera intensidad. Una voz sobresalía, para ser reprimida inmediatamente. Atravesaban oleadas de música pesada, dulce, mareante. Ahora estábamos dentro, entre altas arcadas de mármol negro, con espejos hábilmente dispuestos^ para que el desfile de los arcos pareciera extenderse infinitamente. Como en el museo, tuve la impresión de una penumbra de fondo marino. Pero ahora las tinieblas estaban pobladas de geniecillos. Antifaces negros, antifaces escarlatas, antifaces verdes; figuras divididas fantásticamente por los espejos. Figuras del brazo, moviéndose, trajes negros de etiqueta y murmurantes faldas; o figuras sentadas en los rincones, multiplicadas por los espejos, con cigarrillos brillando pálidamente.

Miré a Marie Augustin, cuyo brazo se enganchaba al mío. También era espectral. En un espejo próximo se reflejó un brazo sin cuerpo. Descorchaba una botella cerrada, y alguien rió. Había palcos, con mesitas redondas de vidrio que se iluminaban desde abajo; estas luces brillaban entre los pálidos colores del vino en los vasos, donde se levantaban burbujas, y también sobre los rostros inclinados, sonriendo o graves, de la gente que se sentaba allí, quieta.

Recostado contra una columna, había un antifaz blanco. Llevaba la mano en el bolsillo interior. Otro antifaz blanco se deslizaba a un lado. Las tretas de los espejos hacían creer que se movían millares bajo las arcadas. Ahora el estrépito y golpeteo de la orquesta estaba casi sobre nuestras cabezas… y sus componentes, que parecían fantasmas entre las palmeras, llevaban todos antifaces blancos.

Sentí que Marie Augustin me apretaba el brazo fuertemente. Su nerviosismo me tranquilizó, mientras caminábamos lentamente atravesando el salón; pero me parecía sentir en la espalda la mirada de los antifaces blancos. ¿Qué se sentiría al ser muerto por la espalda, por una pistola con silenciador? Entre este ruido, el estampido se perdería, Podían disparar, y arrastrar luego el cuerpo, tranquilamente, sin que nadie lo percibiera, como el de un borracho que ha caído.

Traté de moverme lentamente. Mi corazón palpitaba con fuerza, y el coñac bebido sólo me enturbiaba la cabeza. ¿Una bala por la espalda mataría limpia y prontamente, sin dolor, o atravesaría como un hierro candente? Sería…

El ruido disminuía. Entre todos aquellos perfumes podía oler las flores del corredor en el otro extremo. Atravesamos el salón. Miré directamente a la cara de dos apaches, con antifaces blancos, sentados aún en su palco, con los ojos fijos en la puerta. En el resplandor rojo y negro de las luces de los sátiros de bronce, los hombres de antifaz blanco se levantaron…

Cogí la culata de la pistola de mi bolsillo.

Dieron algunos pasos. Nos miraron, y prosiguieron…

Una lenta marcha por el salón hasta el vestíbulo. No era real, no podía ser real. Las palmas de mis manos estaban viscosas y, una vez, el paso de mi compañera vaciló. ¡Si la descubrían ayudándome! Unos golpes. ¿Eran nuestros pasos, o mi corazón, o ambos…?

—¿Su llave, señor? —dijo una voz a mi lado—. ¿El señor se retira?

Estaba preparado; pero aun así, aquel embarazoso «¿el señor se retira?», parecía deliberadamente dicho con burlona sospecha. Expresaba más bien:

«El señor no se retira. El señor se quedará aquí, para siempre».

Entregué mi llave a un antifaz blanco.

—¡Ah —dijo—, señor Darzac! Gracias, señor.

El antifaz blanco retrocedió un poco cuando Marie Augustin levantó levemente su llave; la reconoció, y se apresuró a abrirle la puerta. Una última mirada a las columnas de mármol del vestíbulo, las pesadas decoraciones azules y las muecas de los antifaces blancos; se apagó el murmullo de la orquesta, y nos encontramos fuera…

Me sentí débil por un momento. Apoyé la cabeza contra la pared de ladrillos, sintiendo el frío del corredor corriendo deliciosamente bajo mi capa.

—¡Bien, muchacho! —murmuró Marie Augustin.

No pude verla en la oscuridad, pero sentí su cuerpo pegado al mío. El triunfo cantaba y golpeaba en mis venas. ¡Habíamos atrapado a Galant, lo habíamos atrapado!

—¿Adónde vamos? —la oí murmurar.

—Al museo. Debemos buscar ese cuchillo. Después telefonearé a Bencolin. Espera en el Palacio de Justicia… Debemos ir al frente, para entrar al museo, ¿verdad?

—No. Tengo una llave que abre la puerta del corredor. Es la única que existe. Todos los demás deben seguir el otro caminó.

Me guió hasta la puerta de atrás del museo. Sentí el sudor corriendo por mis brazos, y la herida volvía a dolerme. Sangraba nuevamente. Pero el placer de la huida volvía grato hasta eso. Era una cicatriz honrosa. Dije:

—Espere. Encenderé un fósforo.

La llama del fósforo chisporroteó. Súbitamente los dedos de Marie Augustin se hundieron en mi brazo.

—¡Oh, Dios! —murmuró—. ¿Qué es esto?

—¿Qué?

Señalaba la puerta de atrás del museo. Estaba abierta.

Quedamos mirándola hasta que la llama, por último, se apagó. Abierta. Pudimos ver el resplandor de la cerradura, y el aire pesado sopló nuestras caras. La intuición me indicó que no habían terminado los horrores de esta noche. La puerta se balanceaba y crujía un poco, sugestivamente. Aquí se había ocultado anoche el asesino, cuando se precipitó sobre Claudine Martel. Me pregunté si veríamos de pronto una luz verdosa y, a su reflejo, la silueta de una cabeza y de unos hombros…

—¿Cree usted —murmuró ella— que hay alguien…?

—Ya veremos. —La rodeé con mi brazo, saqué el revólver, y empujé la puerta con el pie. Entramos en la oscuridad.

—Debemos encender las luces —insistió ella con voz tensa—. Deje que le guíe. Conozco el camino en lo oscuro. Hasta la gruta principal… tenga cuidado al andar…

Ni siquiera tanteó cuando, atravesando la puerta, llegamos hasta el nicho, y desde allí hasta el descansillo de la escalera. En la densa Oscuridad, sentí las ropas del sátiro rozándome la muñeca y retrocedí, como ante el contacto de un reptil. Nuestros pies raspaban las arenosas piedras; el aire húmedo y mohoso cortaba la respiración. Tropecé en la escalera. Si había alguien allí, seguramente nos habría oído.

No se cómo encontró el camino en la oscuridad. Yo había perdido todo sentido de la dirección, después de subir las escaleras, cuando marchábamos hacia la gruta. Pero podía sentir la presencia de todas las figuras de cera, indefiniblemente siniestra, como el olor de sus ropas y dé sus cabellos. Recordé las palabras del viejo Augustin, rozándome la oreja, como si las estuviera murmurando en ese instante: «Si alguna de ellas se moviera, me volvería loco…».

Marie Augustin soltó mi brazo. Se oyó un ruido metálico y el chasquido de una llave eléctrica. Una penumbra verdosa iluminó la gruta principal, donde nos detuvimos. Ella sonreía, muy pálida.

—Vamos —murmuró—. Usted quería ir a la Galería de los Horrores a buscar el cuchillo.

Nuevamente atravesamos la gruta. Era exactamente como la noche anterior, cuando descubrí el cuerpo en los brazos del sátiro. El eco de nuestros pasos se extendió por la cerrada escalera. La figura del sátiro siempre surgía de pronto, pese a las precauciones que se tomaran. Estaba en su sitio, con la lámpara verde ardiendo detrás, en el rincón. Me estremecí cuando recordé sus ropas rozándome la mano…

La Galería de los Horrores. Vi gabanes de colores y rostros de cera mirándonos, en una penumbra que era aún más espantosa que la oscuridad. Estábamos próximos a la figura de Marat, pero, por algún motivo, yo no me decidía a mirarlo. El horror mantenía mis ojos fijos en el piso. Algo parecía murmurar, con pequeñas palabras que eran como martillos en mis tímpanos, que iba a ver una cosa atroz…, Levanté lentamente los ojos. No. Estaba idéntico. Allí estaba la verja de hierro delante. Allí estaba Marat, desnudo hasta la cintura, echado hacia atrás, con sus ojos de vidrio mirando torvamente. Allí estaba la criada de caperuza roja, gritando en la puerta a los soldados, y cogiendo de la muñeca a Charlotte, la pálida asesina. Vi el débil, pálido sol de septiembre entrando por la ventana… ¡No! ¡Había algo mal!… ¡Faltaba algo!

En el pesado y antinatural silencio resonó la voz de Marie Augustin:

—Falta el cuchillo.

Sí. Una mano azulada, llena de sangre, se apretaba contra el pecho, pero no había ningún cuchillo clavado. La respiración de mi compañera se hizo casi palpable. No pensamos; sabíamos que nos encontrábamos muy cerca de crímenes no cometidos en figuras de cera. La fantástica luz amarillenta parecía aún más turbia. Cruzando por debajo de la verja llegué hasta las figuras del cuadro, y ella me siguió…

Las tablas del suelo de aquella habitación de juguete crujieron bajo mis pies. Un leve estremecimiento parecía correr entre las figuras. Noté que el pie de la criada se encontraba casi fuera de la zapatilla de fieltro que llevaba. Cruzando la verja daba la impresión de entrar en el pasado. Las figuras de cera se confundían. Estábamos en una sucia habitación pintada de color pardo, en el viejo París de la Revolución. Un mapa colgaba desarregladamente en la pared. A través de la ventana, pasando la pared de ladrillos donde colgaba la muerta parra, creí poder ver los techos del Boulevard St. Germain. Nosotros, como las figuras, estábamos petrificados por el horror de un asesinato cometido aquí. Me volví, y la criada me observó de soslayo, mientras los soldados miraban a Marie Augustin.

Súbitamente Marie lanzó un grito… Hubo un crujido y uno de los paneles de la ventana se abrió de golpe. Vimos una cara, mirándonos

Enmarcada en la ventana, mostraba enormes córneas blancas, y él iris de los ojos se elevaba hacia el párpado superior. Su boca se abría en un repugnante gesto. Después, la boca se ensombreció por una bocanada de sangre. Gorgoteó, la cabeza torcida a un lado, y vi sobresalir un cuchillo en la garganta. Era la cara de Etienne Galant.

Lanzó una especie de sollozante quejido. Intentó, una vez, arrancar el cuchillo de su garganta, y después cayó sobre el alféizar de la ventana.