15
NUESTRA REFINADA PORTERA

Aun en aquel momento, el cambio me sorprendió. De haber visto a Marie Augustin de lejos no la hubiera reconocido.

¡La muchacha, zafiamente vestida de negro, con el rostro brillante y el tosco cabello, convertida en esta deslumbradora mujer! Unicamente fui consciente del ropaje color llama y de sus hombros lustrosos y blancos. Hablé dirigiéndome al vestido, rápidamente. Al vestido; a la taquillera del museo de figuras de cera, como si desesperadamente estuviéramos allí, y le pidiera que me dejara entrar sin pagar billete.

—No perdamos tiempo en discusiones —dije—. Llegará en seguida. Usted debe esconderme. Yo… yo…

Exactamente detrás de mí había una puerta con panel de vidrio, a través del cual podía ver el oscuro pasadizo que conducía al gran salón; me pareció ver antifaces blancos abriéndose paso en él, y golpeando en la puerta del patio que comunicaba con el pasadizo. Ante mi sorpresa, Marie Augustin se adelantó. Dejó caer una pesada cortina de terciopelo sobre el panel de vidrio y corrió la cerradura de la puerta.

No había preguntado el porqué. Mis razones eran buenas, sin embargo. Murmuré:

—Poseo informaciones… Puedo darle informaciones sobre Galant. Piensa venderle el club a usted y después arruinarlo, y…

Acababa de descubrir las brechas de mi frente. Debí de golpearme la cabeza contra la pared de ladrillos, al caer. Apretándome la frente con el pañuelo, descubrí que Marie Augustin estaba de pie, a mi lado, mirándome. Me era imposible distinguirla claramente y no podía hablar. Ella cubría aún mi corazón con el brillante círculo del cañón del revólver. Se oyó un agudo golpe quebrando el vidrio; una mano giró el picaporte. Marie Augustin habló:

—Por aquí —dijo.

Alguien me guió de la mano. Más tarde, al tratar de reconstruir la escena, sólo vi turbios relampagueos, como los recuerdos de un borracho. Suaves alfombras y brillantes luces. Feroces golpes en el vidrio, detrás de mí, y una voz que se alzaba. Después, una puerta negra y brillante que se abrió en algún sitio, y la oscuridad. Me pareció que me empujaban contra algo blando.

Cuando volví a abrir los ojos, comprendí que había permanecido un tiempo desmayado. En verdad, fueron menos de diez minutos. Mi cara estaba agradablemente fría, húmeda, ya no era pegajosa; pero la luz hería mis pupilas, y un edificio de piedra se elevaba sobre mi frente. Mi mano, al levantarse, tropezó con vendajes.

Estaba semirreclinado en una chaise-longue. Marie Augustin estaba sentada tranquilamente al pie, con el revólver en la mano, mirándome. De una manera fantástica, la persecución parecía, al menos por el momento, burlada. Yacía quietamente, tratando de acostumbrar mis ojos a la luz; examiné a la muchacha. La misma cara larga, los mismos ojos oscuros y el mismo cabello. Pero ahora era casi hermosa. Recordé la fantasía que había tenido la noche anterior, en el museo. Ahora, lejos dé la taquilla y de los sofás de cerda, esta muchacha adquiría dura y arrogante gracia. Su cabello estaba partido al medio, peinado detrás de las orejas, y brillaba bajo la luz; sus hombros parecían de marfil viejo; descubrí que miraba con ojos cambiantes y luminosos, que habían perdido su hiriente dureza.

—¿Por qué ha hecho esto? —pregunté.

Ella se irguió. Volví a sentir una comunicación secreta. Apretó los labios y repitió monótonamente:

—La herida debía curarse. He utilizado y vendas.

—¿Por qué lo ha hecho?

Su dedo apretó contra el gatillo de la pistola.

—Por el momento, le aseguro que les he dicho que usted no estaba aquí. Aquél… era mi despacho, y me creyeron. Sin embargo, permítame que le recuerde que todavía le buscan, y que lo tengo en mi poder. Una sola palabra mía… —Sus ojos se endurecieron nuevamente—. Le he dicho que simpatizo con usted. Pero si descubro que su presencia aquí es para dañar este lugar, o para hundirlo…

Se detuvo. Parecía dotada de infinita paciencia.

—Ahora bien, señor, si puede usted explicar su presencia legalmente, estaré encantada de creerle. Si no, siempre puedo tocar el timbre para llamar a los asistentes. Por lo tanto…

Traté de incorporarme. Descubrí que mi herida latía dolorosamente, y me dejé caer otra vez. Vi una gran habitación —la habitación de una mujer— decorada en laca japonesa dorada y negra, en la que lámparas de bronce lanzaban una luz velada. Cortinas de terciopelo negro se cerraban sobre las ventanas, y el aire estaba saturado de incienso y glicinas. Siguiendo mi mirada, ella dijo:

—Estamos en mi habitación particular, adjunta al despacho. No pueden entrar… a menos que yo les llame. Ahora, señor, le ruego que…

—Su antigua manera de hablar, señorita Marie Augustin —dije gentilmente—, no conviene a su nuevo papel. Y en su nuevo papel usted es hermosa.

Ella contestó rudamente:

—No crea que las galanterías…

—Permítame que le asegure que no hay nada de eso. Si quisiera ganar su benevolencia, la insultaría: a usted le agradaría más. ¿No es verdad? Por el contrario, tengo el látigo sobre usted.

La miré con indiferencia, tratando de disimular mi interés. Ella me vio revolviendo el bolsillo en busca de cigarrillos, y, con una leve inclinación me señaló una caja de laca, sobre un taburete junto a mi brazo.

—Explíqueme lo que quiere decir, señor.

—Puedo salvarla de la bancarrota. Esto le agradaría a usted más que nada en el mundo, ¿verdad?

El color ardió bajo sus brillantes ojos.

—¡Cuidado! —murmuró.

—¿No es verdad? —pregunté, fingiendo sorpresa.

—¿Por qué usted… por qué todo el mundo… supone que sólo me interesa…? —Se detuvo, a punto de estallar. Después prosiguió tranquilamente:

—Usted ha sorprendido un secreto, señor. Me ve usted como siempre he querido ser. Pero, por favor, no eluda el asunto. ¿Qué quiere usted decir?

Deliberadamente, encendí un cigarrillo.

—En primer lugar, señorita, debemos admitir ciertas cosas. Debemos convenir en que usted era, anteriormente, dueña de una parte del Club de los Antifaces, mientras que ahora es propietaria absoluta.

—¿Por qué debemos suponer eso?

—¡Por favor, señorita! ¡Ya sabe usted que es perfectamente legal!… Es una inspiración provocada por un golpe en la cabeza, después de haber oído ciertas cosas al señor Galant. Además… ¡esa cuenta bancaria de un millón de francos! Difícilmente puede provenir de ser, digamos, simple portera.

Lo último fue un golpe casual, que acaba de ocurrírseme. Súbitamente advertí que era verdad, y que sólo mi ceguera me había impedido comprenderlo antes. Debí haber deducido que un millón de francos era una suma demasiado crecida para obtenerla únicamente por cuidar la segunda entrada…

—Por lo tanto… creo que puedo suministrarle pruebas de que Galant intenta traicionarla. Si lo hago, ¿me sacará usted de aquí?

—¡Ah! Eso significa que usted todavía depende de mí —dijo con satisfacción.

Asentí. Ella miró el revólver y, en un impulso, lo dejó caer junto al sillón. Después, aproximándose, se sentó a mi lado en la chaise-longue, mirándome a la cara. Mis ojos mostraron, sin duda, que sentía su proximidad y que miraba sus ojos y sus labios con expresión que no tenía nada que ver con la bancarrota. Sí, ella sintió mi mirada, y no le desagradó. Había perdido su chocante austeridad. Respiraba algo más pesadamente, y sus ojos, semicerrados, brillaban… Yo continué fumando plácidamente…

—¿Para qué ha venido aquí? —preguntó.

—Para conseguir pruebas de un asesinato. Eso es todo.

—Y… ¿las ha obtenido?

—Sí.

—Espero, entonces, que habrá descubierto que yo no tengo participación en eso.

—Usted no está en modo alguno complicada, señorita Augustin. Y tampoco creo necesario que el club lo esté.

Ella apretó las manos.

—¡El club, el club! ¿Es eso todo lo que tiene que decir? ¿Cree usted que lo único que me importa son los negocios? Escuche. ¿Quiere saber por qué este lugar ha sido el sueño de mi vida?

El duro gesto de su boca se aflojó un poco. Golpeó levemente los almohadones; miró por sobre mi hombro, y dijo, con voz tensa:

—Sólo existe una felicidad completa. Es la de vivir dos vidas: la de jornalera… y la de princesa. Compararlas y gustarlas cada día. He hecho eso. Cada jornada es un sueño renovado. Durante el día me siento junto a mi ventanilla; llevo medias de algodón, peleo con el carnicero, discuto cada centavo. Insulto a gritos a los chiquillos de la calle, doy billetes a manos sucias, que parecen, garras; cocino repollo en una cocina de leña y remiendo las camisas de mi padre. Hago fielmente esto; gozo barriendo el piso…

La señorita Augustin se encogió de hombros.

—… porque de noche disfruto, mil veces más plenamente, el placer de… esto. Bien. El día ha terminado. Cierro. Acompañó a mi padre a la cama. Entonces vengo aquí. Cada vez es como si viviera un cuento de Las mil y una noches.

Su voz baja se perdía. Cruzó los brazos sobre el pecho, oprimiéndolo con fuerza. Parecía respirar profundamente, como una persona bajo anestesia, y ser arrastrada por sus palabras. Parecía también saborear el incienso, la tela de satén de su vestido, la profunda y brillante opulencia de la habitación. Su zapato rojo oscuro se movía de arriba abajo, lentamente, sobre la tupida alfombra. Su cabeza se inclinaba levemente hacia atrás, sus ojos brillaban y sus párpados eran pesados…

Apagué mi cigarrillo. Casi me incorporé.

Súbitamente, con mi gesto, su sueño se desvaneció. Una sonrisita extraña torció sus labios.

—Juego con mis emociones —dijo— largo tiempo antes de disfrutarlas. Acuéstese. Descanse la cabeza.

Aplaudí, sin ruido, y asentí. Nuevamente nos hablábamos sin palabras. Sin embargo, dije:

—Pero sería muy romántico… Con la guardia buscándome afuera, con cuchillos.

—Ahora que empezamos a entendernos, ¿quiere usted decirme lo que entiende por «salvarme»?

—Sí. Tendré un gran placer en dar un disgusto a la maldita prudencia de ese hombre. Voy a decirle todo lo que he oído esta noche.

—¿Es prudente?

—No, si su conciencia la acusa de algún crimen…

Ella sacudió mi hombro.

—Le aseguro que todo lo que sé sobre… todas esas personas… es lo que leo en los periódicos. Si usted no me hubiera dicho anoche que ambas muertes se relacionaban, no lo habría sabido.

—Sí, mi querida niña, usted mintió anoche. Usted dijo haber visto a Odette Duchêne salir del museo.

—Lo hice por mi padre. Eso fue todo. Su amigo el señor Bencolin sabe tanto… Le dije sencillamente que suponía que habría salido al bulevar por la otra puerta.

Arrojé al techo anillos de humo. Una vez que se arrinconaba a esta muchacha, podía mantenérsela allí. Dije:

—Pero siendo usted uno de los dueños, debía haber sabido que no era socia del club. ¿Cómo puede explicar entonces, la «salida por la otra puerta»?

—Con el tiempo —murmuró ella, analizándome— será usted tan eficaz en los interrogatorios como el señor Bencolin. En mucho tiempo… Pero escuche. Hay excepciones. Si el señor Galant da órdenes, pueden entrar. Yo puedo probar que estuve todo el día junto a la taquilla. No sé nada. ¿Me cree?

Me arriesgué del todo. Le conté lo que había oído esa noche. Si ella creía mi historia de que Galant intentaba hundir al club, yo obtendría un aliado poderosísimo.

—… Por lo tanto —concluí—, si existe en el despacho una caja fuerte y usted conoce la combinación, ábrala, y entérese de si esos mensajes para los periódicos han sido o no preparados…

Ella me escuchó mientras hablaba, tranquilamente sentada, pero su rostro había adquirido la rigidez de la noche anterior. Parecía peligrosa.

—Espere —dijo.

Dejó la habitación por una puerta lejana, que cerró con llave. Yo me recliné entre los almohadones. ¡Viva! Todo estaba resuelto. Mientras registraban el club buscándome, yo estaba aquí, cómodamente acostado en medio de ellos, sobre confortables almohadones y con cigarrillos a mi alcance. La situación era casi perfecta. Las palabras más felices que se habían dicho eran las de Galant, explicando su última broma… Si Marie Augustin encontraba las pruebas en la caja fuerte, yo sabría todo lo que ella pudiera decirme sobre los crímenes.

Volvió en menos de cinco minutos. Cerrando la puerta de golpe, se apoyó contra ella. Sus ojos estaban turbios de rabia, y vi que llevaba unos papeles en la mano. Como tomando una decisión súbita, se dirigió a unos de los braseros de oro tallado en los que ardía incienso, removió el platillo y arrojó los papeles. Después encendió un fósforo.

Una llama lamió el recipiente de oro. Contra el fondo negro dorado, adornado con jeroglíficos y cigüeñas, la muchacha parecía una sacerdotisa. Sólo cuando el fuego se consumió, ella dejó de mirarlo.

Dijo:

—Estoy dispuesta a ver al señor Bencolin, y a jurar que vi a mi amigo Galant apuñalando a la muchacha Duchêne.

—¿Realmente lo vio?

—No. —Un pesado monosílabo de venganza. Avanzó lentamente. Tuve otra vez la visión de una sacerdotisa de torva cara. Cada músculo de su cuerpo parecía en tensión.

—Pero —añadió— prometo que contaré una bonita historia.

—No creo que sea necesario. ¿A qué se debe esta súbita falta de precauciones? Usted insistía en que tenía miedo de que su padre…

—Ya no. Él está enterado.

Bajé las piernas dé la chaise-longue y sentándome, la miré. El cuarto giraba un poco; pequeños martillos comenzaron a golpear la base de mis ojos, y mi cabeza pareció levantarse hasta el techo, en grandes movimientos espirales.

—Lo sabe —repitió ella—. Ha cesado la ocultación. Puedo figurar en los periódicos tan bien como cualquier otro. Y me divertiré.

—¿Quién se lo ha contado?

—Creo que hace tiempo sospechaba algo. Pero lo tengo —apretó despreciativamente el pulgar y el índice— así. Además, aunque me cueste todo, he de ver a Galant en una celda de condenados.

La reprimida furia de su voz me hizo pensar si habría habido algo entre los dos. Pero guardé silencio, mientras ella añadía:

—Después terminaré de ser esclava. Viajaré. Tendré joyas, y habitaciones en un hotel sobre el mar, y hombres como usted… que me dirán galanterías. Y habrá uno, como usted, a quien no podré dominar… Pero antes —concluyó, sonriendo peligrosamente—, tengo que saldar cuentas.

—¿Quiere usted decir —pregunté— que está dispuesta a proporcionar a la policía toda la información que posee?

—Sí. Juraré que vi a Galant…

—Le repito que no es necesario que cometa perjurio. Basta con la evidencia mía y la de la señorita Prévost, para atraparlo. Usted podrá ayudarnos mucho más —insistí, tratando de sostener su mirada— si dice la verdad.

—¿Sobre qué?

—Todo lo que sepa de hecho. Bencolin está convencido de que usted vio al asesino de Claudine Martel.

Sus ojos se abrieron.

—¡Todavía no me cree! Le aseguro…

—¡Oh, sin saber que se trataba del asesino, naturalmente! Bencolin cree que el asesino entró anoche al museo antes de que su padre cerrara, y se escondió allí. Además, cree que el asesino es un socio del club y conocido por usted. ¿Sabe la mejor forma de ayudarnos? Diciendo, sencillamente, qué socios acudieron anoche al club.

Me miró sin comprender, levantando las cejas. Después rió, se sentó blandamente, y sacudiéndome por el hombro:

—¿Quiere usted decir —exclamó— que el gran Bencolin, el infalible, el rey de la lógica… quiere usted decir, que ha sido tan burdamente engañado? Tiens! Esto es muy bueno.

—No se ría. ¿Qué quiere decir engañado?

La forcé a que me mirara. Sus ojos, aún duros y burlones, recorrieron mi cara.

—Eso. Si el asesino era socio del club, esa noche no entró por el museo. Vi a todos los que entraron durante el día y, querido amigo, no había socios entre esas personas. Tiens! Tiene usted una cara rara. ¿Creía usted que Bencolin no podía equivocarse? Podría haberle dicho esto hace tiempo.

Apenas oía su risa. Una completa teoría de espirales, torres y pináculos se había levantado sobre esa presunción; ahora, súbitamente, las piedras parecían desmoronarse ruidosamente. En un minuto, si esto era verdad, todo naufragaría.

—Escuche —dijo ella, golpeándome el hombro—. Creo que yo sería mejor detective que ustedes dos. Y puedo asegurarle…

Espere. El asesino no puede haber entrado más que por el museo. La disposición de las puertas…

Otra vez rió.

—Mi querido amigo, no sostengo que el asesino no haya entrado por allí. Por el museo, quiero decir. Pero hace mal en buscar a un socio del club. Y ahora puedo decirle dos cosas.

—¿Qué?

Se llevó la mano a los labios, respirando profundamente.

Su cara estaba enrojecida de triunfo y los párpados caían sobre sus ojos.

—Esto, que toda la fuerza de la policía de París no ha logrado descubrir —me dijo—. Primero: sé dónde se oculta el arma.

¡Qué!

—Segundo —prosiguió imperturbable—: sé que el crimen fue, casi seguramente, cometido por una mujer.