Acurrucado en la penumbra, cerré nuevamente los ojos. Mi cerebro era un torbellino, con las palabras que acababa de oír. Entonces Galant rió. Su risa se había vuelto de pronto fuerte, burlona, obscena; hería los nervios.
—No debes creerme a mí, querida —prosiguió—. Lee los diarios.
Silencio. No me atrevía a espiar otra vez por la ranura, de miedo a delatarme, con algún ademán torpe.
La mujer dijo con voz baja, incrédula:
—Tú hiciste… eso…
—Te ruego que me escuches. Desde el momento de la caída de Odette, temí que ocurriría esto: te atemorizarías, te acosarían los remordimientos e irías a la policía a explicar el accidente. La señorita Martel, no me equivocaba al pensarlo, era más de fiar. Pero tú podías perdernos a todos. Mientras que si estuvieras obligada a guardar silencio…
—Tú apuñalaste a Odette…
—Bueno, bueno; es posible que haya apresurado su muerte. De todos modos, no habría vivido más de unas horas.
Galant se divertía, y oí ruido de champagne llenando otra vez su copa.
—¿Creíste que la llevaría al hospital y traicionaría a todos? ¡No, no! La policía tiene demasiadas ganas de hacerme algún cargo. Era mejor terminar con ella en el patio. Entre nosotros… eso es lo que hice. ¿Recuerdas que no la viste, después de haber caído?
Miré nuevamente. La postura de la muchacha era rígida, y no podía verle la cara. Galant miraba divertidamente su copa, mientras hacía girar el contenido. Detrás de su complacencia se adivinaba una fría cólera. Sentí, instintivamente; que jamás le perdonaría una cosa: la ofensa a su vanidad. Levantó unos ojos velados, que en este momento tenían la claridad amarillenta de los de un gato.
—El cuchillo que utilicé es… característico. La torce-dura de la hoja deja una marca especial. De algún modo, ese cuchillo ha ido a parar a tu camerino. No lo encontrarás fácilmente. ¡Pero la policía puede encontrarlo!…, ¡Maldita tonta! —añadió, tratando de contener un arrebato de ira—¡Te culparán a ti de los dos crímenes!… Es decir, si yo les pongo sobre la pista. ¡Anoche, cuando Claudine Martel fue asesinada, pusiste la cabeza bajó la cuchilla de la guillotina! ¿Cómo no te has dado cuenta? Y sin embargo, tienes el coraje, la impudicia, la maldita pretensión de…
Por un momento pensé que iba a arrojarle el vaso a la cara. Luego, con un esfuerzo, tranquilizó su convulso rostro, pareciendo algo alarmado de su propia furia.
—No se consigue nada con agitarse, ¿verdad, querida? No. Escucha, por favor. Después del crepúsculo, la saqué en mi auto y la tiré al río. Ni el menor indicio me acusa. ¡Pero tú, en cambio!…
—¿Y Claudine?
—Gina, yo no sé quién mató a Claudine. Tú me lo dirás inmediatamente.
Esta vez no se sentó en el diván al lado de ella. Colocó una silla enfrente, de manera que la luz de la lámpara ponía grotescas sombras en su nariz. Se golpeó las rodillas y, desde la sombra, la gata blanca avanzó para treparse a ellas. Por unos momentos, Galant permaneció callado, acariciando la piel de la gata y sonriendo oscuramente a la copa de champagne.
—Ahora, querida, si tu emoción se ha calmado, proseguiré. Te diré exactamente lo que deseo de ti. Al colocar esa prueba contra ti, únicamente me he protegido para el caso de que cayera sobre mí alguna sospecha. Yo nunca debo ser sospechoso, querida Gina; jamás podrán probar nada en mi contra… Ahora, al final de una larga y provechosa carrera, me preparo a abandonar París…
—¿A abandonar París?
Galant rió.
—En breve pienso retirarme, querida. ¿Por qué no? Soy un hombre bastante rico, y jamás codicié mucho dinero. Por un tiempo no pensé retirarme hasta haber sellado cuentas con un hombre: tu amigo Bencolin… que me hizo este obsequio. —Y señaló su nariz—. Mi ambición ha sido conservarla… como acicate. Después, mi éxito con las damas (hasta contigo también, querida mía) se ha debido, por extraño que parezca, en gran parte a esta desfiguración. ¿A qué se debe? Un borrón en una hermosa cara siempre las atrae. —Se encogió de hombros—. En cuanto a mi buen amigo Bencolin…, esta prudencia, que tanto parece disgustarle, y que me ha salvado el pellejo, querida, mientras otros se encuentran en la Isla del Diablo, esta prudencia —tenía una detestable y riente manera de acentuar la palabra— me aconseja evitar conflictos con él.
Galant se deleitaba ahora construyendo frases complicadas. Siempre que repetía prudencia sonreía y la miraba de soslayo.
—Por lo tanto, me iré. Creo que a Inglaterra. Siempre he soñado con llevar la vida de un caballero campesino. Escribiré hermosos libros junto a un río, en un jardín lleno de laureles. Un cirujano retocará mi nariz y volveré, a ser hermoso y… ¡Pardiez! ¡Ninguna mujer reparará en mí!
—¡Dios mío!, ¿qué quieres decir?
—Ya sabes —prosiguió tranquilamente— que tengo intereses grandes, muy grandes, en este establecimiento. Sí. Ahora tengo un socio, cuya identidad, probablemente, no sospechas. Naturalmente, ¿habrás notado que no tengo relaciones con la oficina de la gerencia? Otra vez prudencia. La dirige mi socio… Bueno, querida, he vendido mi parte.
—¿Qué tengo yo que ver en eso?… Por favor…
—Paciencia —movió la mano, gentilmente. Luego, su voz cambió. Pareció revivir con una especie de débil odio.
—Quiero que sepas esto, porque concierne a toda tu tonta, podrida tribu. ¿Sabes lo que quiero decir? He sido dueño de este lugar por algunos años. Conozco a todos los miembros; conozco asuntos privados de hombres y mujeres; conozco todos los escándalos, todas las perversiones… Bueno. ¿He usado esta información para lo que se llama chantage? Sólo levemente. Mis fines eran más importantes. Publicar, Gina. Publicar los escándalos, con propósito altruista. Mostrar —su voz se elevó horriblemente—, mostrar qué carnavalada de gusanos rastreros y ladrones son los seres humanos, y…
El hombre estaba loco. Viendo su cara, a través de la hendidura, yo no podía dudarlo. ¿Era que había tramado algo? ¿La soledad? ¿Represiones? ¿Acaso era un idealista desencajado, un hombre sensible y brillante, sacudiéndose en la prisión de su propio cerebro? Sus ojos amarillos parecían fijarse exactamente en los míos, ardiendo desde el fondo de las cuencas, y por un momento creí que me veía. La gata dio un maullido cuando le pellizcó el pescuezo, y se deslizó de sus rodillas. Esto pareció despertarlo. Se recobró y miró a la muchacha, que se había acurrucado en el diván.
—Te he disfrutado —dijo él, lentamente— por un año. Podría reconquistarte ahora, si quisiera. Porque he viajado, y he leído, y porque sé hacer frases bonitas, caíste en la trampa. Aprendiste una gloria que tu pobre cabeza tonta no soñaba; la aprendiste baratamente, de segunda mano. Puse a Catulo en un manual, para ti. Hice descender a Petrarca hasta tu entendimiento; y también lo hice con Musset y con Coleridge, y con otros. ¿Entiendes? Te enseñé las canciones que cantabas, y cómo debías cantarlas, puse en música el Donec gratus eram tibi y lo traduje a mejor francés que el de Ronsard, para que tú lo cantaras. Grandes emociones, pálidos amantes, fidelidad. Ahora, ambos sabemos la maldición de todo eso, ¿verdad? Y ya sabes lo que pienso de la gente…
Galant dio un profundo suspiro.
—En mi caja fuerte —continuó, volviendo a su manera burlona— tengo cierto número de manuscritos. Están en sobres cerrados, listos para ser enviados a cualquier diario de París. Son historias de personas… historias verdaderas. Y saldrán a luz pronto, después de mi partida.
Hizo una mueca.
—Me los pagarán. Serán las novedades de la década, si se atreven a publicarlas. Y tienen bastante…
—Estás loco —interrumpió ella, bruscamente—. ¡Dios mío, no sé qué decirte! Sabía que lo estabas. Pero no suponía que lo fueras completamente.
—Lamento, naturalmente —prosiguió él—, que eso delatará a este club, y que nadie se atreverá a acercarse por aquí otra vez. Pero, pecuniariamente, ya no me interesa; será asunto de mi socio… Ahora, querida, seamos prácticos. Tal vez haya novedades acerca de ti, en ese paquete. Pero, por otra parte, tu nombré no necesita figurar para nada… ¡Gina, la intachable!… Sí…
Ella se volvió hacia él. Habría recobrado en absoluto su calma.
—Siempre pensé, Etienne —dijo—, que tarde o temprano aparecería eso.
—… me dices quién mató a Claudine Martel.
—Un lindo discurso Etienne.
La ronca voz se volvía atormentadora.
—¿Realmente crees que voy a decírtelo? Etienne, que-árido mío, ¿para qué quieres saberlo? Si piensas convertirte en un respetable caballero campesino…
—Creo que lo sabes.
—¿Y qué?
—Recuerda la deliciosa palabra prudencia. Yo siempre he sido cauto, querida. Puede que en el futuro necesite dinero. Y los padres de quien yo creo asesino son, no sólo orgullosos, sino también inmensamente ricos. Ahora dime…
Ella sacó, fríamente, un cigarrillo de su bolso; yo imaginé sus cejas arqueadas. La gran mano del hombre se agitó:
—Gina, confirma mi creación de que el asesino es el capitán Roberto Chaumont.
Mis rodillas se debilitaron, y vi el rostro de Galant, como en un espejo deformante. Chaumont. Chaumont. Este nombre no podía sorprenderla a ella tanto como a mí. Sin embargo, la oí dar un leve grito. En la larga pausa, la orquesta de abajo comenzó a tocar de nuevo. La escuchó, suavemente amortiguada por las ventanas.
—Etienne —dijo ella, riéndose convulsivamente—, ahora estoy convencida de que estás loco. ¿Por qué razón… por qué…?
—¿Seguramente sabes, Gina —indicó él—, que este crimen es una venganza? La venganza por la muerte de Odette Duchêne. Venganza contra la muchacha que la arrastró a la muerte; ¿Quién es la persona que tiene más motivos para vengarse? ¡Vamos! ¿Tengo razón?
Hacía mucho calor. Yo me fatigaba contra la hendidura, con el cerebro atormentado por resplandores y visiones del pasado, donde se destacaba el extraño comportamiento de Chaumont. Temí que Gina Prévost murmurara algo y yo no pudiera oírlo, porque la orquesta había comenzado otro tango, cuyos acordes golpeaban confusamente las ventanas. Galant estaba de pie, delante de la muchacha, mirándola…
Entonces, casi a mis pies, sentí un quejido. Algo peludo se restregaba contra mis piernas, girando. El quejido se elevó otra vez, inhumanamente, y vi unos ojos amarillos.
La gata.
Todo movimiento se heló en mi cuerpo. No podía retirar los ojos de la hendidura; en el primer momento, quedé tieso; después, mi cuerpo pareció de gelatina. Galant se irguió. Miró hacia el biombo. Mariette, la gata, daba vueltas alrededor, siempre maullando…
—Hay alguien… detrás… de… ese biombo —dijo Galant. Su voz era demasiado alta.
Otra pausa. El cuarto parecía haber adquirido siniestros rumores. Gina Prévost no se movió, pero su mano, que llevaba el cigarrillo a la boca, temblaba.
«Hay alguien… detrás de ese biombo». La frase resonaba aún, hueca y monótona. La luz de la lámpara formaba arabescos en la cama de Galant; sus ojos se agrandaban, con fría expresión, y los labios, lentamente, se apartaban de los dientes.
Rápidamente su mano se dirigió al interior de la chaqueta.
—Es un condenado espía de la policía.
—Quieto —dije yo. No reconocí mi propia voz. Había hablado instintivamente, y las palabras se escaparon.
—No se mueva, o lo mato. Usted está en la luz.
Espantosos segundos martillearon mis oídos. Había que engañarlo. Había que engañarlo, o todo había terminado. Él miró las sombras que me rodeaban, que bien podían ocultar un revólver. Su gran cuerpo luchó como si estuviera maniatado. Sus ojos se enrojecían alrededor del iris, con la oleada de sangre que llenaba las grandes venas de su frente. Lentamente, su labio superior se levantó, mostrando dos grandes dientes delanteros. La indecisión lo mantenía maniatado y furioso.
—¡Arriba las manos! —grité—. ¡Bien arriba! No llame. ¡Pronto!
Sus labios se torcieron para escupir una palabra de desafío, pero la prudencia intervino. Por un segundo, una mano tembló bajo la mesa. Después, lentamente, ambas se levantaron.
—¡Dése la vuelta!
Galant dijo:
—Ya sabe usted que no puede salir de aquí.
Yo había llegado a un punto en que todo parecía una pura broma loca. Tal vez mi carrera sólo duraría unos instantes más; entre tanto, sentí ganas de reír, y el corazón me saltaba en el pecho. Salí de detrás del biombo. El cuarto gris, con sus paneles dorados y sus muebles tapizados de azul, surgió con agudos colores; hasta las sombras tenían un contorno duro, y recuerdo que los paneles representaban los amores de Afrodita. Galant estaba de pie, dándome la espalda, con las manos levantadas. Gina Prévost, sentada en el diván, se inclinaba hacia delante; me lanzó una rápida mirada, y en ese mismo instante recordé que tenía el antifaz sobre la frente. Vi el triunfo y el aliento en sus ojos. Hizo un gesto en el aire. Rió al ver que yo no llevaba armas, y las largas cenizas de su cigarrillo sé desparramaron.
Me uní a sus risas. Lo único que podía hacer era atacar a Galant por atrás, y arriesgar una lucha, antes de que pudiera llamar pidiendo ayuda, o que sacara su arma. Cogí una pesada silla. Súbitamente Galant habló en inglés:
—No temas, Gina. Estarán aquí en un instante. He apretado un botón debajo de la mesa… ¡Bien, muchachos!
La puerta del corredor se abrió de golpe. Me detuve, con el corazón estremecido. El amarillo resplandor de la luz del corredor mostró antifaces blancos, contra los que se destacaba la silueta de Galant, con los brazos levantados.
Vi cabezas sobre pecheras… cabezas que parecían salirse del cuello, como serpientes, y ojos vidriosos a la luz de la lámpara. Había cinco de estas cabezas.
—Está bien, muchachos —dijo Galant, con voz complacida, baja—. Vigílenlo. Tiene un revólver. ¡Pronto! ¡Sin ruido!
Se dio la vuelta para tenerme; su nariz parecía una espantosa oruga, colgando de su cara. Sus hombros se inclinaron, dejó caer los brazos e hizo una mueca. Como un tambor, la sangre golpeó mis oídos. Las figuras avanzaron, manchando la luz y arrojando sombras de largos pescuezos sobre el piso. Los pasos producían un rumor sibilante en la alfombra. Gina Prévost reía aún, con los puños apretados. Retrocedí hasta la ventana, conservando en mis manos la pesada silla.
Siguió aquel rumor, como si los hombres de antifaces blancos se arrastraran sobre el vientre. La mueca de Galant se agrandó. Las figuras parecieron aumentar. Entre las carcajadas estremecedoras de Gina Prévost surgieron estas palabras:
—¡Todavía te ganará, Etienne, todavía te ganará!
—No tiene revólver. Deténganlo.
Contra la luz amarilla, figuras de abultados ojos saltaron, como en una oleada. Balanceando la silla, di un golpe en la ventana. Los vidrios se rompieron, crujió la madera y la cerradura se soltó. Retrocediendo, hice girar la silla y la arrojé contra la figura principal. Hubo un resplandor en la luz, y un ruido de cuchillo golpeó las molduras de encima de mi cabeza. Vi el cuchillo estremecerse allí, mientras yo alcanzaba el alféizar de la ventana y, protegiéndome con el brazo la cara contra los vidrios rotos, salté al vacío.
Aire helado, un borroso torbellino gris. Después, envolviéndolo todo, un golpe, que quebraba los huesos, martilleó mis tobillos. Me tambaleé contra una pared de ladrillos y caí de rodillas, vencido por una espantosa náusea. ¡Levantarse! ¡Levantarse! Pero sólo sentí dolor, piernas que se negaban a sostenerme y ceguera…
Estaba en un trampa. Podían rodear la casa: yo no podría escapar. Tarde o: temprano, inexorablemente cercado por el círculo de las máscaras, me arrinconarían. ¡Qué diablos! ¡Tendrían que atraparme! Nos divertiríamos, un poco. Estaba mareado: debí de golpearme la cabeza.
Comencé a correr, renqueando, por el patio. ¡El gran salón! En algún lugar había puertas que llevaban al gran salón. Si corría allí, entre los huéspedes, no me atraparían aún. ¡Correr! ¿Dónde estaba la puerta? Algo me enturbiaba la vista; debía ser sangre… ¡Un antifaz blanco al frente!…
Venía hacia mí, inclinándose. Sus zapatos arañaban los ladrillos, mientras corría. El dolor desbordó en fría cólera. Tomé aliento a través de unos pulmones que se sentían apuñalados; sólo tenía conciencia de que odiaba, todos los antifaces blancos, todas las burlas de los apaches, y sus cuchillos que se clavaban en la espalda. Turbiamente vi que llevaba un traje a cuadros. Su pálida mandíbula se levantaba, y su mano voló hacia la pechera de su camisa, mientras corría.
Relampagueó el cuchillo, con el dedo pulgar del hombre apoyado en la hoja. Mi puño izquierdo golpeó bajo y directamente su vientre, mientras el derecho, diez pulgadas más arriba, con todo el peso de mi brazo y de mi hombro, apuntaba a su mandíbula. Su aliento se entrecortó y murió en un murmullo. Le oí caer sobre los ladrillos, sordamente, como si se le rompieran los huesos. Después corrí de nuevo. Oía pasos detrás de mí. Una pegajosa humedad se espesaba en mis ojos. Una puerta iluminada. El hombre la debía haber custodiado. Tanteando, busqué el picaporte; ahora sólo sentía una cálida, glutinosa humedad en mi frente, en mis ojos, en mi nariz. Traté de limpiarla, pero se espesó, y en mi cabeza zumbaban explosiones. Se me ocurrió la absurda idea de que no debía enfermarme en aquellos lujosos sitios. Tuu, tuu, tuu, tuu… aproximándose, llenando el patio con su rugido. Abrí violentamente una cerradura, y golpeé una puerta detrás de mí. Descendería en un instante…
Un corredor. Había música en alguna parte; estaba a salvo; debía encontrarme cerca del salón principal. El enorme golpeteo de mi corazón parecía partir los tímpanos. No podía ir más lejos, porque no podía ver. Tambaleante, me arrinconé contra la pared. El piso se balanceaba bajo mis pies, y mis piernas parecían dé goma. Tanteando, busqué el bolsillo trasero del pantalón, en busca de un pañuelo, y fieramente me restregué los ojos.
Me enderecé en el momento que centelleó una luz. Caía más sangre… ¡Dios mío! ¿Cómo podía haber tanta sangre en el cuerpo humano?… Y mi camisa estaba manchada. De golpe comprendí dónde me encontraba. Detrás de mí había un pasaje cubierto, sin flores. Oí detrás un murmullo y la música de una orquesta. Delante se encontraban las luces de una gran habitación. Alguien —lo percibí confusamente— estaba de pie en el pasadizo, y la luz formaba un pequeño círculo sobre el mango de la pistola. Me encontraba exactamente en la oficina de la gerencia, justamente en la trampa, atrás… Tuu, tuu, tuu, tuu, un rumor apagado ahora, pero siempre aproximándose.
. Desesperadamente, restregué el pañuelo contra mis ojos, enjugué la frente y traté de enderezarme. ¿Y si me encañonaban con un revólver? Sí, era mejor caer golpeando a alguien.
En mi turbia visión surgió una figura que no comprendí. La figura que llevaba el arma era la de una mujer. Una-mujer con un traje color llama. Estaba de pie, en medio de una habitación con colgaduras. Sus oscuros ojos eran tranquilos y estaban muy abiertos. Oí un confuso tumulto detrás de mí; y alguien golpeaba la puerta, que yo, instintivamente, había cerrado. ¡Esta mujer! —súbitamente comprendí—, la soda de Galant, la nueva propietaria del club… El resurgimiento de la esperanza, la posibilidad de que, tal vez podría escapar, iluminó mis zumbantes ideas.
—Quieto —dijo la mujer. Reconocí su voz.
—No creo —dije firmemente—, no creo que usted me traicione, señorita Augustin.