Debí haberme estremecido con aquel contacto. Hasta el día de hoy no sé cómo no me traicioné, y si no me hubieran hablado, seguramente lo habría hecho.
—El cocktail de champagne, señor—dijo una voz llena de reproche.
El alivio me ahogó. Vi confusamente a la muchacha llevando una bandeja. Pero ¿qué hacer ahora? No podía decirle que llevara adentro el cocktail: los minutos eran preciosos. Por otra parte, subir ahora solo las escaleras sería una locura, especialmente cuando Galant estaba al pie de los escalones, montando guardia contra probables espías policiales. Entonces, la muchacha habló de nuevo:
—Señor —murmuró—: tengo que comunicarle algo acerca del número diecinueve. Temo que haya ocurrido un pequeño accidente…
—¿Un accidente?
—Sí, señor —contestó humildemente—. La habitación del señor no se ha usado en varios meses. Hace uno o dos días una criada, por descuido, rompió la ventana. ¡Lo lamento mucho! ¡Mucho! ¿Le molestará mucho, señor? Aún no ha sido reparada…
Otra vez me sorprendió mi tranquilidad. Esta era la razón por la que se tomaban tantos cuidados. Este era el motivo por el que había hablado a Galant. ¿Había alguna otra razón? ¡Un momento! ¡El cadáver de Odette Duchêne, con cortes de cristales en la cara, cayendo desde una ventana! Crimen dentro del club; crimen cometido, probablemente, en aquella habitación…
—Es molesto —dije refunfuñando—. ¡Caramba! Y conozco el reglamento para las otras habitaciones. No importa. Déme el cocktail. Iré inmediatamente a echar un vistazo.
¡Hurra! Las cosas se presentaban mejor. Bebí el cocktail de un trago, pasé severamente junto a la muchacha y me encaminé al salón. Mi pulso saltaba acelerado, pero conseguí no apresurar el paso. ¡Otra vez hurra y al diablo con Galant! Me encaminé a su encuentro apretando los labios dignamente, como un huésped de hotel que ha encontrado cucarachas en su cuarto; después, en el último momento, mi ánimo pareció vacilar, y subí las escaleras con violencia. Galant continuó impasible, y sus apaches seguían fumando en el rincón.
¡Tranquilidad! Me encontraba a salvo arriba, pero debía encontrar el camino entre los vestíbulos tenebrosos, de tupidas alfombras. El número 19 estaría a la vuelta, en el extremo más distante. Esperaba no tropezar con asistentes que pudieran notar mi indecisión y, sobre todo, que las puertas estuvieran numeradas. ¡Un momento! Otra complicación. Habíamos supuesto que ninguna de las puertas de las habitaciones estaría cerrada con llave. Ahora parecía que había que oprimir alguno de los botones de abajo para soltar el picaporte. Por otra parte, si oprimían el botón tan pronto como el cliente llegaba para evitarle ulteriores vergüenzas, la puerta de Galant debía encontrarse ahora abierta. La puerta y la ventana, en las habitaciones de la planta baja, se encontraban situadas en la misma pared; aquí, según el plano, cada habitación tenía dos ventanas que miraban al patio, con la puerta en la pared opuesta, Aquí estaba: dieciocho. Por un instante no me atreví a tocar el picaporte. Pero la puerta estaba abierta. Me deslicé en la habitación de Galant y cerré la puerta detrás de mí.
Estaba oscuro. Puede distinguir un resplandor tras una ventana, cuyas hojas estaban abiertas. El rumor de la orquesta flotaba débilmente. ¿En dónde diablos estaba la llave de la luz? ¡No, un momento!… ¡No debía arriesgarme encendiendo la luz aquí! ¡Podía haber guardianes que supieran que Galant se encontraba todavía abajo! Pero debía encontrar un lugar para esconderme. ¡Vaya una habilidad! Me había metido en una situación diabólicamente peligrosa, para conseguir pruebas, sin saber siquiera si encontraría dónde esconderme. Fatigué mis pupilas en la penumbra. Las pestañas se introducían incómodamente en los agujeros del antifaz, y la visión se hacía difícil. Levantándolo sobre la frente, corrí hasta la ventana abierta y aceché. El vidrio era opaco y rojo oscuro. «Trocitos de vidrio roto encontrados en la cara de Odette Duchêne, y una ventana rota en la habitación contigua», recordé. Aspiré profundamente el aire frío, que era grato a mi rostro ardiente, y miré afuera. Libre del sofocante calor de abajo, se podía pensar con claridad… Alrededor, en un marco oblongo, paredes sombrías se elevaban contra las estrellas, con el resplandor de sus ventanas. Habría unos seis metros de distancia desde esta ventana hasta el patio de piedras de abajo. A unos dos o tres metros de distancia de las paredes se elevaba la gran cúpula acristalada del salón principal. Emergía un poco más alto que mi ventana, de manera que no podía ver más que la parte de abajo del salón: sabía que a la derecha debía encontrarse el corredor que conducía a él, y más lejos, a la izquierda, el corredor que llevaba a los fantásticos dominios del gerente. Desde mi puesto, el techo de cristal era demasiado elevado para que pudiera ver directamente el salón desde arriba. Vi únicamente la luz confusa a través de sucios paneles, y oí el ruido de la orquesta.
Brillaba la luna. Su palidez verdosa se deslizaba sobre los techos, plateándolos, para penetrar luego en el estrecho pasillo. El aire me heló el corazón bajo la pechera húmeda: abajo, una figura quieta, de antifaz blanco, miraba hacia la ventana. El antifaz parecía azulado y espantoso. Débilmente oí el rumor del tránsito en los bulevares…
Espiaban. Di un salto, apartándome de la ventana, y miré alrededor, ansiosamente. La luz de la luna caía en una amplia raya sobre la alfombra; rozaba pesados sillones de roble tallado, y un biombo chino, bordado en filigrana de seda, parecía sacudir burlonamente sus resplandecientes dibujos. Aún no podía percibir los perfiles de las cosas, pero con aquella figura enmascarada en el patio, acechando las ventanas, no debía encender la luz. Adelanté un paso, tropecé con una silla. Sería una locura esconderse detrás de aquel biombo… era el primer lugar que registrarían. En ese momento la orquesta cesó de tocar. Se hizo un silencio absoluto, que agarrotaba los brazos, y sólo el viento crujió en las ventanas; se añadió, por fin, un siniestro cierre de puertas a esta prisión. ¿Estaba acaso en una trampa?
Se oyó el ruido de una cerradura, y una línea de luz se extendió sobre el piso. ¡Dios mío! ¡Ya llegaban!
Sólo podía hacer una cosa. El biombo chino estaba a dos pies de la ventana. Me escondí detrás con una fría sensación de sofocación y de mareo. Silencio. Escuché los latidos de mi corazón…
—Mi querida Gina —dijo la voz de Galant—, empezaba a preocuparme tu demora. Espera que encienda las luces.
Pasos sobre la tupida alfombra. El ruido de la cadena de una lámpara. Un débil círculo de luz se extendió sobre el techo. Apenas disipaba la oscuridad; el biombo continuaba en la sombra. Entonces… ¿aún no sabía? El tono de su voz era perezoso, tranquilizador, imperturbable. Esperemos. Nuevos pasos se acercaban. Su codo golpeó el biombo…
—Cerremos la ventana —dijo. Después añadió, tiernamente—: ¡Mariette, nena! ¡Ven aquí, nena! ¡Echate aquí!
Traía a la gata consigo. Oí una especie de resoplido. Después, las persianas se cerraron de golpe: oí bajar el pesado pasador. Vi luego un pequeño resplandor vertical que cortaba el biombo de arriba abajo, en la unión de los dos paneles. Espiando por allí, podía verse un fragmento de la habitación.
Gina Prévost se sentó en un diván acolchado, dándome la espalda y reclinándose como si estuviera espantosamente cansada. La luz iluminaba su cabello dorado y la negra piel de su capa de noche. Sobre la mesita de la lámpara había dos largas copas y, más lejos, un trípode sostenía un cubo para helar botellas de champagne. No sé por qué milagro no lo tiré todo al suelo cuando atravesé la habitación en la oscuridad. Galant se colocó ante mi vista. Se había quitado el antifaz. En su gran cara se extendía nuevamente una expresión de complacencia, como aceite fino. Según su costumbre, se acarició la nariz; sus ojos amarillo-verdosos estaban llenos de solicitud, su boca parecía contenta. Por un momento permaneció de pie, estudiando a la mujer.
—Pareces enferma, querida —murmuró.
—No sería extraño. —La voz de ella era fría, monótona; parecía retraída. Levantó la mano que sostenía un cigarrillo; una profunda bocanada de humo enturbió la luz.
—Un amigo tuyo se encuentra aquí esta noche, querida.
—¿Quién?
—Pensé que te interesaría saberlo. —Parecía suplicar—. Se trata del joven Robiquet.
Ella no contestó. Él la estudió nuevamente, parpadeando un poco, como ante una cerradura que no se abre con la combinación habitual. Prosiguió:
—Le dijimos que una de sus ventanas fue rota… por una sirvienta. Las manchas de sangre, naturalmente, han sido limpiadas.
Una pausa. Ella apagó lentamente su cigarrillo en el cenicero.
—Etienne —en su voz había una nota de mando—, Etienne, dame una copa de champagne. Luego, siéntate a mi lado.
Él abrió la botella y sirvió dos copas, observándola con mirada torva, como preguntándose qué significaba aquello. Cuando se sentó a su lado, ella se volvió. Pude ver la hermosa cara, sus rosados labios y sus ojos imperturbables, cuando lo miraba…
—Etienne, voy a dar cuenta a la policía.
—¿Qué? ¿Cuenta de qué?
—De la muerte de Odette Duchêne… Esta tarde lo he decidido. Jamás había sufrido una emoción verdadera en mi vida. ¡No me interrumpas! ¿He dicho alguna vez que te amaba? Te miro ahora —le miró de una manera extraña, y prosiguió, como castigando—, y lo único que veo es un hombre bastante desagradable, con una nariz roja. —De pronto soltó la carcajada—. ¡Que yo jamás haya sentido nada! Lo único que sé es cantar. He puesto tanta emoción en eso, ¿oyes?… Fui tan romántica siempre, que lo concebía todo en términos de una gran pasión; en realidad soy una neurasténica aprensiva, y, por lo tanto…
Hizo un ademán, derramando el champagne.
—¿Qué quieres decir?
—¡Y anoche! ¡Anoche vi a mi caballero sin miedo! Fui al club a encontrarme con Claudine, y entré en el corredor en el momento que la apuñalaban… ¿Sabes, Etienne?
—¿Qué? —La voz de Galant se elevaba, peligrosa y ronca.
—Enfermé de terror. ¿Qué más? Huí del club; por el bulevar… te encontré en tu coche. Tú eras la seguridad, el apoyo; me eché en tus brazos porque apenas podía tenerme en pie… ¿Y qué hace mi Titán cuando escucha la historia? —Se inclinó hacia delante, sonriendo fijamente—. Me deja en su coche y me dice que le espere. ¿Acaso ha ido al club a enterarse de lo ocurrido? ¿Es que piensa escudarme?… No, Etienne. Mi héroe corre a un conveniente cabaret, donde podrá sentarse tranquilamente y ofrecer una coartada, para él, si llega a ser interrogado. Y permanece allí, mientras yo estoy desmayada en su coche.
Antes de escuchar esto, no me agradaba Galant. Pero no había sentido nunca la rabia asesina que se apoderó de mí al oír aquello. Ya no temí ser descubierto. ¡Oh, deshacer aquella nariz hasta convertirla en una pulpa aún más rojiza contra su cara!… Sería un placer agudísimo. Se respeta la maldad valerosa, como la de Richard Humpback… ¡Pero esto! Su duro rostro parecía hinchado cuando la miró.
—¿Qué más tienes que decir? —preguntó, con un esfuerzo.
—Nada —dijo ella.
Su pecho se agitó y sus pupilas se tornaron vidriosas, cuando vio avanzar la gran mano por el respaldo del diván.
—No lo hagas, Etienne. Deja que te diga una cosa. Antes de dejar el teatro esta noche, he enviado un pneumatique a un hombre llamado Bencolin…
La enorme mano se cerró, y los tendones de los músculos parecieron hacer estallar la muñeca. De su cara yo no podía distinguir más que las contracciones de su mandíbula, pero sentí que la tormenta estaba próxima a estallar…
—Contenía cierta información, Etienne. No te diré cuánta. Pero si algo me pasa, irás a la guillotina.
Un silencio. Después ella dijo sombríamente:
—Cuando pienso que yo creía… que en la vida… Y hoy he visto el ataúd de Odette, y he recordado… cómo la he criticado por ser tan hogareña. Creía que era una tontita que debía despertar, la odiaba porque se divertía con cosas, pequeñas… ¡Ah, la expresión de su cara!
Pensativamente, Galant asintió. Su mano se había aflojado.
—Por lo tanto, querida, piensas informar a la policía. ¿Qué les dirás?
—La verdad. Fue un accidente.
—Comprendo. La señorita Odette murió en un accidente. Y tu otra amiga, Claudine, ¿murió en otro?
—Ya sabes que no. Ya sabes que fue un crimen premeditado.
—¡Parece que empezamos a entendernos! Por lo menos, admites eso.
Algo en la voz del hombre sacó a la muchacha de su sopor. Otra vez se volvió: vi las dilatadas ventanas de su nariz. Comprendía que Galant amenazaba suavemente, como un hombre que sacude el látigo antes de golpear.
—Querida —prosiguió—: confía en mí. ¿Cómo ocurrió ese accidente?
—¡Como si no lo supieras! ¡Condenación! ¿Qué quieres…?
—Reconocerás que no me encontraba en la habitación cuando eso ocurrió. Tranquilamente puedo decir esto: tú y tu buena amiga la señorita Martel detestabais a la excelente Odette… ¡Por favor, querida, guárdate ese desprecio teatral! Es demasiado dramático. Ninguna de vosotras entendía por qué ella deseaba un marido y niños, una aburrida casa de campo en Neuilly, o un sitio aún más aburrido en las colonias. Por lo tanto, ambas preparasteis una pequeña recepción aquí.
—¡No había nada malo en eso! Ya te he dicho que estoy dispuesta a ir a la policía…
Él apuró su vaso de champagne y se inclinó para acariciarle la mano. Ella la retiró, pero temblaba.
—Debo admitir que el espíritu de acción —dijo él con un gesto magnánimo— era la señorita Martel. No podían traerla aquí más que con un pretexto, que la señorita Martel se encargó de encontrar, repitiendo una mentira, hasta que Odette se puso histérica… Era, querida mía, que el capitán Chaumont frecuentaba este club. ¿Odette dudaba? Ustedes se encogían de hombros. Que averiguara por sí misma… ¡Qué broma divertida! ¡Cómo se enfrentaría con la vida verdadera! Traerla, emborracharla, presentarle más tarde algún galán… ¿Que no quería venir aquí de noche? Era lo mismo que viniera por la tarde, porque podía dársele mucho champagne, antes de la noche…
Gina Prévost se había cubierto los ojos con las manos.
—No conozco exactamente vuestros planes, querida —resumió Galant—. Estoy sencillamente, adivinando. Pero vuestro comportamiento decía mucho. Sin embargo —añadió encogiéndose de hombros—, la idea no me pareció mal. Permití que la trajeran; que, sin llaves, pudiera cruzar la guardia. Pero lo ocurrido en ese cuarto (usaron el cuarto de monsieur Robiquet porque éste se encontraba en Londres y positivamente no podría venir), lo ocurrido en ese cuarto, yo no lo sé.
—¿No te lo he dicho?
—Tranquilízate, mi querida Gina. Te excitas demasiado. ¿Me lo dijiste?
—No sé lo que intentas. Me das miedo… Fue un accidente, ya lo sabes. Fue culpa de Claudine. Odette se puso histérica cuando nosotras… la convencimos de que no le era posible ver a Roberto Chaumont…
— ¿Y entonces?
—Claudine había bebido y estalló. Le dijo a Odette que no debía preocuparse, que nosotras le conseguiríamos un hombre mejor que Chaumont. Fue horrible. Yo sólo quería bromear. Sólo quería ver qué impresión le causaba. Pero Claudine siempre la había detestado, y se enfureció. Vi que el asunto iba más lejos de lo que había pensado, y me asusté. Claudine dijo: «Te daré un poco de sentido común, hipócrita llorona» y…
Se atragantó y miró salvajemente.
—Claudine corrió hacia ella. Odette saltó sobre la cama para huir, y tropezó, y… ¡Dios mío!… ¡Cuando vi aquel vidrio roto y la cara de Odette! Oímos que caía en el patio…
Hubo un silencio terrible, de agonía. Me aparté del biombo, sintiéndome enfermo.
—¡Yo no quería!… ¡Yo no quería!… —murmuró la muchacha—. Pero ya sabes. Viniste y dijiste que te harías cargo de ella. Dijiste que estaba muerta, y que te encargarías del asunto para que ambas no fuéramos a la guillotina. ¿No es así?
—Por lo tanto —dijo Galant pensativamente—, murió por accidente, ¿verdad? ¿Se rompió acaso la cabeza al caer por la ventana?… Querida… ¿Has leído los diarios?
—¿Qué quieres decir?
Él se levantó y la miró.
—Tarde o temprano, la caída la habría matado. Pero vete a saber lo que ocurrió allí. ¿No has visto en los diarios que la causa de la muerte fue una puñalada en el corazón?
El suave balanceo de su mano continuaba, retrocediendo para el golpe de látigo. Sus labios estaban apretados y sus ojos se enturbiaron.
—No se ha encontrado el cuchillo que la apuñaló —dijo—, y no me sorprende. Creo que es tuyo. Si la policía busca, lo encontrará escondido en tu camerino del Moulin Rouge… Ahora, querida mía, espero que no habrás dicho demasiado al señor Bencolin…