El Boulevard de Clichy en Montmartre.
Las luces se desparramaban, en quebrados reflejos, sobre el pavimento húmedo. Rumor de taxis y de sus pitidos; murmullo de una muchedumbre que se deslizaba, en una especie de irregular confusión. Las orquestas chillaban compitiendo con las radios. Los platillos golpeaban sobre mesas de mármol, en cafés de ventanas sucias, de clientela aún más mugrienta. Pero las embadurnadas ventanas resplandecían de luz. Los pisos, olían a serrín, había muchos espejos, la cerveza era aguada y abundaban parroquianos de largas patillas. Alejados del ruido, los vendedores ambulantes gritaban ofreciendo corbatas de seda a cinco francos, debajo de los centelleantes faroles a gas. Jóvenes damas visitantes, envueltas en blancas capas y llevando perlas, caminaban cuidadosamente sobre las resbaladizas canaletas húmedas. Transeúntes de rostro circunspecto, de quietos ojos oscuros, se sentaban frente a vasos de café, y parecían meditar. Nostálgicamente, un débil organillo de mano murmuraba el retintín de una musiquita. Buhoneros, roncos de tanto hablar, exhibían juguetes de cartón, que cacareaban como gallos cuando se les tiraba de un cordel, o esqueletos de papel que bailaban el can-can cuando se les acercaba un fósforo. Los anuncios eléctricos, amarillos y rojos, se encendían con monótona alegría. Y la rueda escarlata del Moulin Rouge giraba en el cielo nocturno.
El Boulevard de Clichy, en Montmartre. Espigón y pulso de la vida nocturna, centro de todas las pequeñas calles, donde los famosos clubs nocturnos trepan hasta la colina. Rué Pigalle, rué Fontaine, rué Blanche, rué de Clichy, todas en su círculo resplandeciente, donde los sorprendidos visitantes se precipitan por pavimentos empedrados. La cabeza gira en el torbellino de jazz. Se está borracho, o se desea emborracharse. Se tiene una mujer, o pronto se encontrará alguna. Gente poco reflexiva podrá decir que París ha perdido su brillo nocturno. En Berlín, en Roma, en Nueva York —dicen—, grandes y resplandecientes templos de la diversión han convertido los rincones de París en algo barato y sombrío; señalan esto, como señalarían la superioridad de una nevera eléctrica sobre un fresco manantial. Como si la eficiencia tuviera por objeto que los hombres se emborracharan, o que hicieran el amor, o que hicieran los tontos. ¡Dios guarde a esos alegres caballeros!… Si tal es su propósito, jamás se divertirán de la manera zumbona, escurridiza, con que París hace estas cosas. El misterio infantil, el ruido, el húmedo olor de árboles frescos y de viejo serrín, esta facilidad de haga lo que le dé la gana, el derrame de luces de colores, jamás les harán volver la cabeza; pero no tendrán recuerdos en la vejez.
Aquella noche miré sobriamente el Boulevard de Clichy. Sin embargo, penetró en mi sangre con golpeteo inquieto. Palpar la llave de plata en el bolsillo de mi chaleco blanco, o el bulto del antifaz, que llevaba también en el chaleco, trajo una helada ráfaga de aventura.
Bencolin cambió de plan en el último momento. Había conseguido del primer comisionado un plano —debe haber un archivo para todos los lugares semejantes— del Club de los Antifaces. Tenía únicamente una puerta. Sus habitaciones, sin ventanas al exterior —si se exceptúan algunas ventanas de imitación—, rodeaban un patio que formaba un espacio abierto. En el centro del patio, como una casa separada, se erguía una enorme construcción, con una cúpula de cristal como techo. Este era el gran salón de paseo, que comunicaba con el cuerpo principal por dos corredores: uno al frente, que iba hacia las dependencias, y otro al fondo, comunicando con el despacho del director. Para mayor claridad, he aquí un plano del primer piso:
Se observará que todas las habitaciones privadas del primer piso se abren, por una simple puerta y ventana, sobre el estrecho patio en el que se eleva la gran cúpula. Podrá verse también que se llega hasta estas habitaciones por cuatro puertas, una en cada esquina del gran salón, de modo que los dueños de las habitaciones pueden llegar hasta ellas sin volver a cruzar el vestíbulo. Sin embargo, los que tienen cuartos en los dos pisos superiores deben llegar hasta ellos por la escalera que se encuentra en el vestíbulo, señalada en el plano por un cuadrado negro, al lado del bar. Una mirada nos mostrará que la habitación número 18, donde Galant debía encontrarse con Gina Prévost, se encontraba inmediatamente encima de la habitación señalada con el número 3 en el dibujo, y la habitación de Robiquet, o sea la número 19, estaba situada encima de la número 4.
Al principió, Bencolin pensó colocar un dictógrafo en la habitación número 18. Pero el plano mostraba, al igual que las informaciones obtenidas, que era una tentativa demasiado peligrosa. Debían tenderse cables desde la ventana hasta el techo. Teniendo en cuenta que los empleados del club estarían doblemente en guardia, que no existían ventanas al exterior, y que todo movimiento sospechoso en el salón sería observado, debimos abandonar la idea. Bencolin se enfureció. No creía tropezar con tan enormes obstáculos, y era demasiado tarde para sobornar al personal del club.
Se decidió finalmente que yo acudiría y permanecería escondido en la habitación 18 hasta que la pareja llegara. Era una tarea excitante, porque toda la casa me era desconocida. Si me descubrían, sería como si me atraparan en el interior de un pozo. De ninguna manera podría comunicarme con el exterior. Tampoco podía estar armado. A causa de presumibles arrebatos de celos en maridos que quisieran entrar enmascarados, comprendimos que se haría revisar cuidadosamente a los asistentes por algunos boxeadores corteses, vestidos de etiqueta.
Si hubiera reflexionado, me habría considerado un tonto. Pero las perspectivas eran demasiado seductoras. Además era demasiado pronto aún para ese denso, semiagradable martilleo que surge en el pecho ante la aproximación del peligro. Los relojes habían dado apenas diez campanadas cuando caminé por el Boulevard de Clichy, hacia el Moulin Rouge. Nos habíamos asegurado de que la representación de la señorita Prévost comenzaba a las once de la noche, prolongándose hasta las once y cuarto; teniendo en cuenta la posibilidad de algún «bis», podría durar cinco minutos más. Por lo tanto, acudiendo al Moulin Rouge, yo tendría tiempo de ver el fin de su número y llegar antes que la pareja a la habitación 18. Por su teléfono —que teníamos bajo control— nos habíamos enterado de que aparecía como de costumbre: era imposible equivocarse al calcular el tiempo.
Subí las escaleras alfombradas de rojo, bajo las brillantes luces del Moulin Rouge; compré mi billete, entregué el sobretodo y el sombrero de copa en el vestiaire, y me encaminé hacia el estruendo del jazz. Este sitio ya no es un teatro, aunque sobre el escenario de cortinas rojas brillen pequeños espectáculos de género revisteril. El recinto consiste principalmente en un salón encerado, de ostentosas decoraciones iluminadas por reflectores que rasgan con sus rayos azules y blancos la niebla del tabaco. Ahora todo se estremecía ante las contorsiones de un jazz de negros, donde predominaban címbalos, tamboriles y espantosas cornetas de bronce, que maullaban como gatos. Creo que esta música se llama hot jazz. Jamás he podido saber el motivo de este nombre, como no sea por el sudor de éxtasis de los ejecutantes. Pero debo reconocer que no tengo talento para apreciar la música negra, incluyendo los spirituals; por lo tanto, sólo puedo decir que los travesaños del techo temblaban, el suelo se sacudía con el golpetear de los pies, el polvo se agitaba en las manchas de luz de los reflectores, las botellas del bar tintineaban y una confusión de gritos partía de los bailarines. Me senté en una loge junto a la pista de baile y encargué una botella de champagne.
Las manecillas de mi reloj se arrastraban lentamente. Había más gente, más calor, más humo. Los gritos se convirtieron en chillidos; una orquesta argentina precipitó a los bailarines en un tango; nuevas damas de la noche abandonaron sus asientos junto al bar y se deslizaron junto a las loges con miradas provocativas. Cada tic-tac del reloj acercaba el momento de la partida… Después, las luces se oscurecieron, el ruido se convirtió en un murmullo, y anunciaron a Estelle. Antes de que oscureciera noté la presencia de un hombre en uno de los palcos lejanos. Era el capitán Chaumont. Estaba inmóvil, con los codos apoyados en la barandilla, mirando el escenario.
En una penumbra pesada de calor y de olor a polvo, una luz blanca iluminó a Estelle, de pie junto a las cortinas rojas. Vestía de blanco y llevaba un tocado de perlas. Estaba demasiado lejos para ver la expresión de su cara, pero imaginé a la muchacha de ojos azules y rostro trastornado, de rojos labios y voz ronca, cuya voluptuosa figura había transformado esa tarde la casa del Boulevard de los Inválidos. Podía notarse el húmedo brillo, de sus ojos moviéndose sobre el público. Su aparición ante la concurrencia era vital, calurosa, intensa, hasta dejar la garganta seca. Parecía un contacto eléctrico; se desparramaba sobre el auditorio en cálidas corrientes, dejando, en el silencio admirativo, un confuso y vasto crujido y un enorme murmullo de pechos oprimidos, que era la respuesta del auditorio. Los violines tocaban una soñadora melodía, que se profundizaba y sollozaba.
La muchacha cantaba bien. La caricia de su voz alcanzaba a todos los nervios; despertaba penas antiguas; recordaba el dolor, la piedad, la compasión. Cantaba con el abandono de la Mistinguett, con el sofocante descuido de la Meller, dejando caer las palabras desdeñosamente, como cae la ceniza de un cigarrillo. Pero era una locura anunciarla como cantante americana. Sus canciones eran cantos de amor del viejo París, ritmos que sugerían calor y pasión, golpes y alcantarillas; bodegas, éxtasis y lloviznas heladas. Gritos de pesar surgieron de los expertos violines y una voz ronca cantó. El pesar hería el corazón como un cuchillo sin filo, que no logra cortar. Cuando las últimas notas se estremecieron y acabaron; cuando el tenso cuerpo de Gina Prévost descansó, casi tiré la silla al suelo al levantarme. Quería retirarme mientras duraran los aplausos, que surgían en furiosas ráfagas desde la platea. Mis manos temblaban. Arrojé dinero al camarero y busqué el camino en la oscuridad. Podía oír el rugido que estremecía las vigas, las oleadas de aplausos que surgían, morían y volvían a surgir. En un instante, recogí el sombrero y el sobretodo.
Me preguntaba lo que pensaría Chaumont. Me preguntaba también si el terror de la muchacha surgía en sus canciones, si sus rodillas temblaban ahora, cuando saludaba elegantemente al público. En esta mujer había profundidades insospechadas por la mañana; el amargo brillo de sus ojos, o el capricho de su boca carnosa y llena podían enloquecer. «¡Oh mística rosa de fango!». Una bocanada de aire helado me golpeó al salir a la calle; vi confusamente la mano enguantada de blanco del portero, elevándose para llamar un taxi. Entre el recuerdo de Gina Prévost surgieron las palabras de Bencolin: «Tome allí un taxi, como hizo Galant, y cuente el tiempo hasta llegar al club». La coartada de Galant…
Mecánicamente alcé los ojos para mirar enfrente. Vi una sucia joyería, en cuya ventana se veía la esfera iluminada de un reloj, cuyas manecillas señalaban las once y cinco. Entré en el coche y dije:
—Rápido, a la Porte Saint Martin. —Y miré mi reloj, comparándolo con el otro, en el momento de cerrar la puerta del taxi. Eran las once y cinco.
«Rápido». Esta palabra, dicha a un chófer parisiense, es una palabra potente. En la inclinación de los hombros del hombre, en el terrorífico salto con que retrocedimos y avanzamos luego para sumergirnos en la rué Fontaine, comprendí lo que podía esperar. Fui levantado y sacudido de un sitio a otro, mientras los escaparates de las tiendas se desvanecían. Pero la verdadera aventura golpeaba ahora mi pulso. Las ventanillas del taxi se sacudían salvajemente, se golpeaban los resortes, y yo empecé a cantar una canción francesa, en la que pronto me acompañó él chófer. Cuando por fin llegamos al Boulevard Poissonière, miré otra vez mi reloj. Habían transcurrido nueve minutos, yendo a esta velocidad, y pasarían doce antes de llegar a la Porte St. Martin. La coartada de Galant era buena. Demasiado buena.
Sentí la garganta seca mientras caminaba por el Boulevard de Sebastopol, y mis piernas tenían una curiosa ligereza. Más allá del resplandor de las luces de la esquina, el bulevar era tenebroso. En la confusa luz de la puerta de un cine paseaban algunos holgazanes, que parecían observarme. Aquí estaba la puerta, la profunda sombra. No imaginé que nadie estuviera allí oculto, pero tanteé, temiendo chocar con alguna persona. Hasta que hurgué en el bolsillo, buscando la llave de plata, no me di cuenta de que mis dedos temblaban. Metí la llave, y la puerta se abrió fácilmente y sin ruido.
Recibí un soplo de la pesada humedad del corredor. Estaba completamente oscuro, pero todo el lugar parecía respirar crimen. Seguramente no encontraría allí espectros, pero sólo el imaginarlos —verdosos y fosforescentes espectros con cuchillos en la mano y gesto amenazante— me era desagradable. Tampoco oí ruidos. Me pregunté si el viejo Augustin vagaría en su museo. Veamos: ¿había acaso-socios que tuvieran la costumbre de encender las luces del corredor —las ocultas detrás de la puerta— al entrar? Posiblemente, porque nada podía verse después de cerrar la puerta. Era probable que pudieran apagarse desde el club por otra llave. Oprimí el botón.
La luz lunar que caía desde los tirantes mostró las piedras del piso. En un lugar, exactamente frente a la puerta del museo, habían fregado significativamente el suelo; la limpia mancha se destacaba más que la misma sangre. ¡Al. diablo! ¡No podía evitarse el ruido! Escuché el eco de mis pasos, mientras avanzaba ajustándome el antifaz, que ponía un sello a todo. Instintivamente, miré a la puerta del museo, que estaba cerrada. Mi imaginación se movió entre las verdes grutas del lugar, hasta aquella gran entrada con la letra «A» formada por las luces eléctricas del techó. Debía estar casi desierto. Pero la señorita. Augustin estaría aún sentada en el pequeño refugio de cristal, con un sombrío traje negro, con el rollo de billetes azules bajo el codo y el portamonedas entre sus fuertes, blancas y capaces manos. Probablemente, un alud de gente morbosa había concurrido al museo esta tarde, y la muchacha estaría cansada. ¿Qué pensaría detrás de sus inescrutables ojos? ¿Qué pensaría…?
Alguien intentaba abrir el picaporte de la puerta del museo. Lo había estado mirando mientras marchaba por el corredor; ahora, por primera vez, percibí, en la luz confusa, que el picaporte se movía lentamente de arriba abajo.
Nada está tan cargado de terror en la noche como el débil crujido de un picaporte en el silencio. Por un segundo se me ocurrió esperar. No; era ridículo pensar que podía ser el asesino. Era, sencillamente, algún socio del club… Pero ¿por qué no abría la puerta? ¿Por qué movía el picaporte, indeciso? No podía esperar. No debía despertar sospechas. Ajustándome el antifaz, avancé hasta la puerta de la derecha del corredor.
Al colocar la llave en la otra cerradura, súbitas imágenes invadieron mi mente. Imágenes del mal y de peligros, de encontrarme encerrado con la nariz roja de Galant en un callejón sin salida, y escuchar el suave ronroneo de gato de su voz. ¡Demasiado tarde! Ya empujaba la puerta.
En el momento de abrir, la luz del corredor se extinguió detrás de mí. Debía apagarse automáticamente. Me encontraba en el vestíbulo del club; procuré parecer despreocupado detrás del antifaz, y recordar exactamente la distribución del piso bajo… Era un vestíbulo amplio, de unos seis metros de elevación, con columnas de mármol azulado, surgiendo de un piso de mosaicos azul-dorado. La luz, que emanaba en pálidas guirnaldas desde lo alto de las columnas, dejaba en penumbra la parte de abajo. A la izquierda percibí un guardarropa; lejos, a la derecha, vi el arco de una puerta, adornada con Cupidos, en un pesado estilo eduardiano. Recordé que, en el plano, esta puerta conducía al interior. Detrás podía escucharse el rumor de mucha gente paseando sobre tupidas alfombras, risas sofocadas y el apagado murmullo de una orquesta. El aire era denso y olía a cosméticos. Una atmósfera de tanto lujo, oculto detrás de lisas paredes, en una calle mortecina, confundía la razón, llenando el cerebro dé exóticas imágenes, como brillantes y venenosas orquídeas. Estimulaba los nervios…; abandono, una pizca de peligro como en una danza loca, una contracción del corazón mientras se veía…
Me detuve. Unas figuras gigantescas en la luz confusa se inclinaban hacia mí, casi sin provocar ruido en el resplandeciente suelo de mosaicos. ¡Guardias! Seria examinado ahora, por esta gente que parecía haber surgido de la nada.
—¿Su llave, señor? —preguntó una voz.
Llevaban correctos trajes de etiqueta y antifaces blancos. Pero en todos ellos se percibía un bulto debajo del brazo izquierdo, donde guardaban la pistola. Bencolin me había dicho que eran dé calibre 44 y que todas tenían silenciador. Sentí sus miradas clavarse en mí; eran hombres de emboscada, que parecían inclinados hasta cuando se mantenían erguidos con los ojos moviéndose inquietos detrás de los agujeros del antifaz. La idea de que las pistolas tenían silenciador los volvía aún más siniestros. Entregando el sombrero y el sobretodo al cuidador del vestuario —quien se cercioró, imperceptiblemente, de que yo no llevaba armas—, les mostré la llave. Uno de los hombres murmuró: «Diecinueve». Consultaron un libro; por un instante, mi corazón golpeó furiosamente, mientras todos los ojos me examinaban. Después se disolvió el círculo de antifaces blancos. Los hombres se confundieron con las sombras. Pero oí el apagado sonido de la funda de cuero de una pistola, y sentí pupilas clavadas en mí, mientras entraba.
Ya estaba dentro; mi reloj señalaba las once y dieciocho minutos.
Me encontraba en otro largo vestíbulo, más bien estrecho, iluminado aún más turbiamente. Tenía colgaduras de terciopelo negro. La única luz provenía de un resplandor escarlata que surgía de los ojos y de las bocas de unas figuras de bronce, con forma de sátiros, que llevaban ninfas en brazos. Estas estatuas eran de tamaño natural; trajeron a mi mente la imagen del sátiro del museo; el resplandor escarlata de sus ojos y de sus bocas temblaba con cambiante magia sobre el negro cortinaje. A unos diez pies de distancia, a la izquierda, vi grandes puertas de cristal; sabía que estas puertas comunicaban con el corredor techado que conducía hasta el gran patio. Sentí perfume de flores encerradas: el corredor estaba lleno. Como en la habitación donde se encontraba el ataúd de Odette…
Detrás de estás puertas aumentaba el murmullo de la orquesta. Oí el zumbido de dentro, y alguien rió locamente. Un hombre y una mujer, del brazo —ambos llevaban antifaces negros—, se deslizaron por las dependencias hasta el corredor. Parecían hipnotizados por las inquietas sombras rojas y negras, y en los labios de la mujer se había fijado una débil sonrisa. Ella parecía vieja y él joven y nervioso. Otra pareja, con vasos de cóctel en las manos, se sentaba en un rincón. Súbitamente la orquesta cambió de ritmo; resonó el compás sensual de un tango, y toda la muchedumbre invisible pareció respirar con algo de su murmullo y de su histeria. Después, en un resplandor, vi otra figura…
Estaba quieta, de pie, con los brazos cruzados, junto a la escalera de mármol negro del fondo del recinto. Detrás, uno de los sátiros de bronce lanzaba su luz escarlata sobre uno de los pilares de la escalera: iluminaba unos hombros pesados y una cara con antifaz rojo, que había sido cortado para dejar paso a una nariz protuberante y descolorida. El hombre sonreía…
—¿Su número, señor? —murmuró una voz en mi oído.
Sentí la garganta seca. Creí que Galant, de pie junto a las escaleras, me haría interrogar, por sospechas. Aunque no se había movido, pareció crecer de tamaño. Dándome la vuelta vi a mi lado a una mujer de antifaz blanco —parecía que éste era el distintivo de los empleados— que llevaba un vestido negro, de escote bajo. Su perfume aturdía; mientras el tango golpeaba y repercutía en las cuerdas, me encontré mirando un par de ojos castaños, de largas pestañas.
—Diecinueve —dije.
Mi voz parecía sorprendentemente alta, y me pregunté si Galant la habría oído, aunque estuviera lejos. Después recordé que durante la entrevista de Galant y Bencolin yo no había despegado los labios. Por otra parte, si Galant conocía al verdadero Robiquet… La mujer se movió hacia un lado, dónde abrió las cortinas de una pequeña alcoba. Dentro había un tablero iluminado, con botones numerados. Apretó uno, y dejó caer otra vez la cortina.
—La puerta del cuarto del señor está abierta —dijo. ¿Había acaso alarma, sospecha, intriga, en sus miradas?
—Gracias —dije despreocupadamente.
—El señor querrá algo para beber. —Cuando me puse en marcha, ella se me adelantó, sonriendo obsequiosamente—. Serviré al señor en el gran salón.
—Sí, claro está. Un cóctel de champagne, por favor.
—Gracias, señor.
Se alejó en dirección al bar. Peligro. Parecía una tentativa de atraerme. Pero debería examinar el gran salón, por lo menos durante unos minutos. Saqué un cigarrillo de mi pitillera y lo encendí cuidadosamente, vigilando a hurtadillas a la mujer. Al encaminarse al bar, ella se aproximaba a Galant. Se detuvo un instante, volvió la cabeza, y habló unas palabras…
Mi pecho parecía oprimido por fuertes ligaduras. Deliberadamente, apacigüé el temblor de mi mano, puse la pitillera en el bolsillo y me encaminé hacia las puertas de cristal. Todos los sátiros de aliento rojo habían adquirido una mirada sardónica. La música del tango se convertía en un feroz golpear de tambores. Después vi agrupadas detrás de Galant, ocultas en la sombra, otras figuras.
Apaches.
La guardia de Galant, sin duda. No el viejo apache, que es casi una canción de music-hall, sino la nueva generación que la postguerra engendró en St. Denis. Nacidos en el hambre. Nunca, a diferencia del pistolero norteamericano, han sido amparados por la policía, o por algún señor del bajo mundo. Su criminal dureza se ha agudizado, porque jamás han ganado el dinero fácilmente. Son raquíticos y fríos, de vacíos ojos, y tan mortíferos como una tarántula. Se los puede ver en los centros deportivos, en las puertas de París, en los mercados y en los cafés jugando al dominó. Sus trajes son chillones y desarrapados; raras veces hablan; en lugar de cuello usan un pañuelo anudado descuidadamente… Pero ¡cuidado!… Allí guardan el cuchillo. Tres de estos hombres estaban sentados en un compartimiento, próximos a Galant. Estaban limpios, y eso parecía una señal de decadencia. Vi sombríamente el brillo de las colillas de sus cigarrillos. Los antifaces blancos ocultaban su lividez, pero no podían disimular la pálida e imbécil quietud de sus ojos de serpiente. Ninguna mirada aterroriza tanto como la de los imbéciles.
Debí soportar esto. Avancé lentamente hacia el corredor adornado de flores, que se prolongaba un trecho en la oscuridad. Al final, podía oír el rumor que tapaba la orquesta; tenía eco, como si el gran salón fuera muy amplio; pude distinguir fantasmagóricos enmascarados moviéndose en la penumbra: antifaces negros, verdes, rojos… gente que procuraba olvidar su hogar por una hora o dos… Miré mi reloj. ¡Dios mío! ¡Las once y veinticinco! No tenía tiempo de tomar el cocktail. Gina Prévost podía llegar en cualquier momento. Y allí estaba Galant, al pie de la escalera. ¿Sospechaba algo? Si era así, yo no podría huir. No había posibilidad de hacerlo. Extendí las manos hasta tocar las flores de un lado del corredor; estaba a mitad del camino, en la penumbra, y podía distinguir los antifaces blancos. El redoblar de los tambores parecía una advertencia.