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ALGUNAS ENCANTADORAS COSTUMBRES DE NARIZ-ROJA

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Apenas atendí las palabras de Bencolin. Supe que hablaba por' teléfono, pero lo escuché como se escucha un programa de radio cuando se está absorto en un libro. Más que ninguna otra persona, tiene el poder de sugerir con las palabras. Unas pocas frases golpean el cerebro, como campanas, y después repercuten en infinitos ecos en cada rincón de la mente, hasta formar espectros. El corredor, blanqueado e iluminado de luz verdosa, parecía ahora más fantástico que antes. El súbito salto del criminal desde su nicho oscuro adquiría una sugestión salvaje y animal. Sentí la horrorosa impresión, como un golpe en el corazón, que Claudine Martel debió sentir cuando aquello, hombre o mujer, avanzó. Y aún más espantoso era la escena de la moribunda muchacha gritando el nombre de su asesino a las paredes mudas…

—La señora Duchêne y el señor Robiquet —por primera vez comprendí las palabras. Bencolin había encendido la luz que colgaba sobre su escritorio; su resplandor amarillo dejaba en sombras todo el Cuarto, exceptuando la mesa con su confusión de papeles. Se sentó al lado, en una cómoda silla; era una preocupada imagen de pesados párpados, cara sombría y duramente arrugada, con el canoso pelo partido al medio y retorcido, como cuernos. Una mano yacía cansadamente sobre la mesa. Delante, mientras Bencolin miraba a la puerta, vi brillar sobre el papel secante una pequeña llave de plata.

Un asistente hizo pasar a la señora Duchêne y a Robiquet. Bencolin se levantó para saludarlos, indicándoles las sillas contiguas al escritorio. A pesar del mal tiempo, la mujer estaba admirablemente vestida: abrigo de piel de foca, perlas y un apretado sombrerito negro, que rejuvenecía su cara. La hinchazón de sus ojeras podía ser efecto de la sombra, igual que su angustiado semblante. Apenas se parecía a la mujer desolada, de marcadas facciones, que habíamos visto esa mañana. Noté que sus ojos no eran negros: eran nebulosamente gris oscuro. Extendiendo su mano enguantada, golpeó con un periódico en el escritorio; al golpear, su cara húmeda se ensombreció, como desesperada…

—Señor Bencolin —dijo con su voz seca—. Me he tomado la libertad de venir a verle. Un inspector de policía que me visitó esta tarde se permitió ciertas insinuaciones. No las comprendí. Las habría olvidado completamente, si no fuera porque… he visto esto. —Nuevamente señaló el periódico—. Le he pedido a Paul que me trajera aquí.

—Así es —dijo Robiquet nerviosamente. Estaba arropado en un grueso sobretodo y miraba la llave de plata.

—El placer es mío, señora —dijo Bencolin.

Ella hizo un ademán, como indicando que dejaran de lado las cortesías.

—¿Será usted sincero conmigo?

—¿Sobre qué señora?

—Sobre la muerte de mi hija y la de Claudine Martel —añadió sin aliento—. Usted no me contó eso esta, mañana.

—¿Para qué hacerlo, señora? Tenía usted ya bastante pesar, y otra noticia dolorosa…

—¡Por favor, no evite el asunto! Debo ser informada. Seguramente, ambos crímenes se relacionan. Es una treta de la policía que hayan encontrado a Claudine en un museo de figuras, ¿verdad?

Bencolin estudiaba a la mujer con las manos en las sienes. No contestó.

—Comprenda usted —prosiguió ella con esfuerzo—. Yo he sido socia de ese Club de Antifaces. ¡Hace tiempo! Quince años. No es una institución nueva, aunque imagino —añadió amargamente— que ahora la dirige otra gente. Sé dónde está situado. El museo… no, jamás he sospechado del museo. Pero a veces sospeché que Claudine Martel era socia del club. Y cuando me enteré de su muerte… y pensé en la muerte de Odette…

Se humedeció los labios con la lengua. Su cara era ahora sombría. Seguía golpeando espasmódicamente con el periódico…

—Súbitamente comprendí. Sabía. Las madres siempre sabemos. Sentí que había algo malo. Me refiero a Odette. ¿Era socia?

—No sé, señora. Tal vez… inocentemente.

«Hasta… ¿Cómo es? … hasta la tercera y cuarta generación». Nunca he sido, religiosa. Ahora creo en Dios. Sí. En su ira, que cae sobre mí.

Temblaba. Robiquet estaba tan pálido que su cara parecía de cera; hundió el mentón en el cuello del sobretodo y dijo con voz velada:

—Ya le. he dicho, tía Beatriz, que no debía haber venido. Es inútil. Estos caballeros hacen todo lo que pueden y…

—Esta mañana —prosiguió ella apresuradamente— debí haber comprendido, cuando usted envió a su amigo a escuchar la conversación entre Gina y ese hombre. Naturalmente, Gina está complicada. Su comportamiento… ¡su espantoso comportamiento! Mi pobrecita Odette… Todos están complicados…

—Seguramente se equivoca, señora —observó gentilmente el detective—. El mero hecho de que un hombre visite su casa y que la señorita Prévost le vea…

—Le confesaré una cosa: tuve una gran impresión al oír Ja voz de ese hombre.

—¿Sí? —interrumpió Bencolin. Sus dedos golpeaban suavemente el escritorio.

—Esa voz me hizo pensar. La he oído antes.

—¿Conoce usted al señor Galant?

—No lo he visto nunca. Pero he oído su voz cuatro veces.

Robiquet miraba hipnotizado la llave de plata, mientras ella proseguía imperturbable:

—La segunda vez fue hace diez años. Yo estaba arriba, y Odette, una chiquilla entonces, me acompañaba aprendiendo labores. Mi marido leía en la biblioteca; yo percibía el aroma de su cigarro. Llamaron a la puerta. La doncella hizo pasar a un visitante; oí la voz de éste en el vestíbulo. Era una voz agradable. Mi marido lo recibió. Oí que hablaban, pero no pude entender qué. Varias veces el visitante rió. Después la doncella lo hizo salir… Oí que se reía aún al retirarse. Pocas horas más tarde sentí olor a pólvora en lugar de humo de cigarro, y subí. Mi marido había usado un silenciador en el revólver, al matarse, porque… porque no quiso despertar a Odette…

»Entonces recordé la primera vez que había oído aquella voz. Fue en el Club de los Antifaces… ¡Era socia antes de casarme, lo juro! Era la voz de un enmascarado, que reía.

Hace veintitrés o veinticuatro años. Lo recuerdo porque aquel hombre tenía en el antifaz un agujero para dejar pasar su nariz, que era horrible, roja y torcida; verlo era como una pesadilla; jamás olvidé aquel hombre, ni su voz…

Inclinó la cabeza.

—¿La tercera vez señora? —preguntó Bencolin.

—La tercera vez —dijo ella con dificultad— fue hace seis meses, a principios del verano. Me encontraba en casa de los padres de Gina Prévost, en Neuilly. Fue en el jardín, al anochecer. El cielo era amarillo, y se veía un pabellón de verano al final del camino, destacándose oscuramente. Oí una voz en el pabellón. Tenía un tono amoroso, pero los altos árboles parecieron enfriarse y el sol oscurecerse cuando la reconocí. Corrí. Le aseguro que corrí. Pero alcancé a ver a Gina Prévost, que salía sonriente del pabellón. Entonces me dije que estaba equivocada e histérica.

»Hoy, cuando volví a oírla, lo recordé todo. Comprendí. No lo niegue. Mi pequeña Odette… No presté atención a sus fáciles explicaciones. Cuando leí lo que dice este periódico sobre Claudine…

Lo miré intensamente. Bencolin permaneció quieto, con el codo apoyado en el brazo del sillón y las manos en las sienes, mirándola con brillantes ojos fijos. Cuando pasó el momento de emoción, ella dijo:

—¿No tiene nada que decirme? —Su voz era ansiosa.

—Nada, señora.

Otro silencio. Oí el tic-tac de un reloj.

—Comprendo —dijo la mujer—. Esperaba que usted habría de negarlo. En cierto modo, aún, lo esperaba. Pero ahora comprendo. —Sonriendo débilmente, se encogió de hombros, golpeó inconscientemente el cierre de su bolso y miró alrededor salvajemente.

—Señor: he leído en el periódico que Claudine fue encontrada en los brazos de una figura que se llama «El sátiro del Sena». Esa es la impresión que tengo de ese hombre. No comprendo la alusión al Sena, pero, ciertamente, se trata de un sátiro, de un diabólico…

Robiquet interrumpió apresuradamente:

—Es mejor que nos retiremos, tía Beatriz. Abusamos del tiempo de Bencolin. Nada bueno podemos hacer.

Ambos se levantaron, cuando lo hizo la mujer. Esta continuaba sonriendo vagamente. Bencolin tomó la mano que le extendía. Hizo una leve inclinación.

—Temo no poder proporcionarle consuelo, señora —murmuró—, pero puedo prometerle —alzó levemente la voz y estrechó la mano— que antes de que transcurran muchas horas tendré a ese hombre donde se me ocurra. ¡Y juro por Dios que nunca más la molestará a usted ni a otra persona! ¡Buenas tardes y… valor!

Su cabeza estaba todavía inclinada cuando la puerta se cerró tras ellos. La luz brillaba sobre su espesa cabellera canosa. Se dirigió lentamente hacia el escritorio y volvió a sentarse.

—Envejezco, Jeff —dijo súbitamente—. Hace algunos años me habría permitido una secreta sonrisa con esa mujer.

—¿Sonrisa? ¡Dios mío!

—Me salvo de odiar al género humano, como Galant, porque puedo reírme de los hombres. Esa es la diferencia esencial entre nosotros.

—¿Se compara usted con…?

—Sí. El ve un mundo mal dirigido, y lo detesta; cree que golpeando algunas pocas caras blandas, destruye algo de este mundo de acero. ¿Y qué hago yo, Jeff? Continúo riéndome, como un organillo roto; ciegamente hago girar el manubrio y arrojo mis pequeñas disonancias contra la pasión, la piedad y la angustia que me rodean en la calle. Páseme ese coñac, como un buen muchacho, y déjeme decir tonterías por un momento. Tengo pocas ocasiones de hacerlo. Sí. Yo me reía porque temía a la gente, temía entonces sus opiniones o sus burlas…

—Permítame —dije— que esa idea me haga reír a mí.

—Pero es así. Por miedo a que me creyeran menos de lo que soy, procuré ser más, como tantos otros. ¡Pero mi inteligencia era fuerte, y eso me condenó! Me esforcé en ser más de lo que soy. Tenemos a Henry Bencolin… temido, respetado, admirado (¡oh, sí!), y detrás de él empieza a surgir un frágil fantasma, preguntándose qué es esto.

—¿Preguntándose qué?

—Preguntándose, Jeff, por qué ha sido considerado un hombre sabio, aquel idiota diabólico que dijo: «Conócete a ti mismo». Examinar la propia alma y el corazón, explotarlos completamente, es una doctrina envenenada; enloquece a los hombres. El hombre que piensa demasiado en sí mismo, se prepara su propia celda en el manicomio. Porque la mente es más mentirosa que cualquier hombre: engaña a su dueño. La introspección es el origen del miedo, y el miedo construye paredes de odio o de alegría, y hace que me teman… Y yo a mi vez he pagado muchas veces, temiendo… No importa.

Estaba de un humor extraño. Había dejado salir las palabras de una manera confusa. No comprendí el porqué, pero sentí que, últimamente, esos arrebatos de negra depresión eran más frecuentes. Pareció buscar algo que lo distrajera, y cogió la llave de plata. Con un asombroso cambio de humor me dijo:

—Jeff, le he dicho que pondríamos esta noche a una persona en el Club de los Antifaces para que escuchara la conversación entre Galant y Gina Prévost. ¿Cree usted que podría hacerlo?

—¿Yo?

—¿Por qué no? ¿Lo hará?

—Nada podría agradarme más —dije—. Pero, teniendo aquí tantos hombres diestros, ¿por qué confía en mí?

Me miró caprichosamente.

—No sé. Tal vez porque es usted de la misma estatura y cuerpo que Robiquet, y ésta es su llave, y deberá someterse a una pequeña inspección bajo el antifaz, cuando entre. Otro motivo es que deseo saber cómo se conducirá usted, que no tiene mi carácter variable, ni mis nervios, cuando se encuentre en el fuego. Le prevengo que es peligroso.

—Ese es el verdadero motivo, ¿verdad?

—Creo que sí. ¿Qué me contesta?

—Con el mayor gusto —dije entusiasmado. Una ocasión de examinar aquel club, el fuerte atractiva de la aventura, y los brillantes ojos del peligro… Vio mi expresión y me miró ásperamente.

—Escuche. ¡Le prevengo que no se trata de una broma!

Me tranquilicé completamente. Su ágil cerebro seguía ya nuevas rutas.

—Le daré instrucciones. Le diré, en primer lugar, lo que puede esperar. Puede que Gina Prévost sepa o no sepa quién es el asesino; usted ha escuchado mi teoría, pero es sólo una teoría. No tenemos ninguna prueba. Pero si ella sabe, Galant le sacará el nombre mucho mejor que cualquier miembro del Departamento de Policía. Si pudiéramos grabar un disco…

—Bencolin —pregunté—, ¿quién es el asesino?

Era un ataque directo al punto más flaco de su vanidad; sabía que, si estaba tan perplejo como suponía, habría de decírmelo; pero también comprendía que esto le enfurecería más allá del límite.

Lentamente contestó:

—No sé. No tengo idea.

Después de una pausa añadió:

—Creo que es eso lo que me exaspera.

—Por lo tanto, ¿de ahí provienen sus filosofías?

Se encogió de hombros.

—Tal vez. Pero deje que le diga cuál es el motivo del asesinato, lo que logro imaginar. Eso es lo que me irrita. Puedo trazar la escena del crimen, las escenas anteriores y las que siguieron. Pero la cara del asesino sigue siendo un misterio. Veamos…

Dio la vuelta a la silla, tomó otro trago, y se aproximó al asunto como si excavara debajo de una pared.

—Hemos llevado la descripción del crimen hasta el momento en que el asesino ataca y Gina Prévost huye. La primera vez que vi el corredor comprendí que, pese a la historia del viejo Augustin de que las, luces se habían apagado a las once y media, alguien las había encendido en el museo, durante un momento, por lo menos. Las manchas de sangre en la pared, el desordenado bolso en el piso, todo llevaba directamente a la puerta del museo. La luz, aunque confusa, provenía de allí, para que el asesino pudiera ver a su víctima y hurgar en su bolso. Interrogué a la señorita Augustin, y ésta admitió haber encendido las luces durante cinco minutos. Esto nos lleva a una importante deducción. El asesino devolvió el bolso. ¿Qué buscaba? No tocó el dinero. No buscaba nada escrito, como una carta, o una tarjeta…

—¿Por qué no?

—¿No está usted de acuerdo en que la luz era tan débil que difícilmente podía reconocerse una cara? —preguntó—. ¿Cómo podía entonces, entre la confusión de sobres y papeles que contenía el bolso, descubrir el que buscaba? Allí no podía leer ni una línea. Y no llevó el bolso ni su contenido hasta el museo, junto al sátiro, donde la luz era buena. Arrojó todos los papeles al suelo. No. Se trataba de un objeto. Antes de decidir de qué objeto se trataba y si lo encontró o no, permítame hacerle una pregunta: ¿para qué llevó el cuerpo al museo?

.—Aparentemente, para ocultar que había sido asesinada en el corredor. Para que no se sospechara del Club de los Antifaces.

Bencolin me miró, con las cejas levantadas. Después suspiró.

—Querido amigo —dijo tristemente—, es usted a veces tan brillante que… Bueno. Así que sacó el cuerpo del corredor para que se creyera que había sido asesinada en el museo, ¿verdad? ¿Y al hacerlo dejó un bolso en medio del corredor, con el contenido desparramado? ¿Dejó abierta la puerta del museo para que todos se enteraran? Ese hombre…

—¡Basta! Tal vez haya tenido que salir apresuradamente.

—Sin embargo, tuvo tiempo de poner el cuerpo en los brazos del sátiro, de arreglar el manto que lo cubría, de cuidar perfectamente los detalles… Le digo que no. No es eso. No le importaba dónde se encontrara el cuerpo. Lo llevó al museo con un propósito determinado; después se le ocurrió colocarlo en los brazos del sátiro. Piense. ¿Qué notó en el cadáver?

—¡Dios mío! La cadena de oro que pendía del cuello, rota.

—Así es. El objeto buscado colgaba de esa cadena. ¿Comprende? El asesino creyó que se encontraba en el bolso, pero no encontró nada. Pensó que la muchacha lo llevaba consigo, en alguna parte. Posiblemente en los bolsillos. En la pálida luz, no distinguía los bolsillos de la chaqueta, no sabía dónde los llevaba. Por lo tanto.

Asentí:

—… por lo tanto, la llevó al museo, donde la luz era buena.

—Había otro motivo. Sabía que Gina Prévost, sin saber, claro está, que se trataba de ella, le había visto apuñalar a la muchacha. Temió que hubiera huido a llamar a la policía. No podía permanecer allí toda la noche, exponiéndose. Alguien había encendido las luces del museo; ese camino era peligroso, pero menos peligroso que permanecer en el corredor, porque podía arrastrar el cadáver de la muchacha hasta el museo y cerrar la puerta. Siempre podía esconderse, en caso de apuro. Y no estaba dispuesto a salir por la puerta del bulevar, hasta haber encontrado lo que buscaba. Por lo tanto, se encaminó hasta el rellano situado detrás del sátiro. Un segundo más tarde, descubrió la cadena de oro… y el objeto.

—¿Supongo que ahora me dirá qué era ese objeto?

Bencolin se recostó en su sillón y miró pensativamente las luces.

—Naturalmente, no estoy seguro. Pero hay detalles muy sugestivos. Además de la afirmación de la señora Martel de que Claudine no usaba pendientes u otra clase de alhajas, podemos tener la certeza de que no llevaba una medalla, o alguna chuchería como las que los hombres suelen llevar en las cadenas de los relojes. Como ya le he dicho, la cadena era fuerte. La partieron en dos, demostrando así que se trataba de un objeto fuerte, y no de una bagatela. Seguro, era una de estas cosas.

Recogió la llave de plata de sobre la mesa. Miré el agujero redondo que sostenía su pulgar. Asentí, mirándolo.

—Se buscaba la llave de Claudine Martel —añadió, dejando la de, Robiquet sobre el escritorio—. Admito que se trata de una simple conjetura, pero, al no presentarse otras hipótesis, sugiero la de la llave. ¿Para qué la quería el asesino? ¿Para qué corrió espantosos riesgos de ser descubierto con tal de apoderarse de ella?… La historia se completa pronto. Encuentra la llave. Se le ocurre la idea de poner el cuerpo en los brazos del sátiro. Lo hace; y ¿qué ocurre? Cómo en una fantasmal caída de telón, las luces se apagan: la señorita Augustin ha comprobado que no ocurre nada anormal en el museo. No han transcurrido más de cinco minutos desde que apuñaló a su víctima. Abre la puerta del museo, se desliza por el corredor y escapa por el bulevar. Y debe haber estado terriblemente sorprendido de que aquella muchacha, la intrusa que le vio apuñalando, no haya llamado a la policía.

—Si su hipótesis es cierta, ¿por qué no lo hizo?

—Porque temía una investigación policial y sus consecuencias en el caso de Odette Duchêne. No quería verse envuelta en hechos sospechosos alrededor del club, o en nada que pudiera explicar su presencia allí. Usted, seguramente, adivinará, 16 que hizo…

—Puedo adivinarlo —admití. (En realidad no lograba adivinarlo completamente, pero se me cruzó otra idea y olvidé el asunto de Gina Prévost en mi prisa por expresarla).

—En su plan de acción hay algo que me parece incoherente. ¿Dice usted que creyó, desde el primer momento, que el asesino había entrado esa noche en el museo, antes de que se cerrara?

—Sí.

—¿Y entró por la puerta principal, comprando el billete?

—Sí.

—¿Por qué diablos usted no preguntó entonces a la mujer Augustin, si ella estuvo junto a la puerta toda la noche, quién había visitado esa noche el museo? No podía haber mucha gente; nunca la hay. ¡Esa mujer debe haber visto entrar al asesino!

—Porque no nos hubiera dicho nada y habría servido para prevenir al asesino. Vea —golpeó con la llave en el escritorio, acentuando cada palabra—: creo que el asesino es socio del club. La señorita Augustin protegería ampliamente no sólo a un asesino, sino a todos los miembros de la organización. Si fracasara en proteger a alguno de ellos sobre cualquier investigación, sería el fin de su lucrativo negocio. Supongamos que uno, dos, tal vez media docena de socios hayan entrado esa noche por el museo: ¿cree que nos daría una descripción de ellos?

—Creo que no —admití.

—Bueno. Sabiendo que buscamos a uno de ellos, ella podría —he dicho podría— dar la voz de alarma a todos los socios que entraron esa noche por el museo. ¿Cuántas veces debo repetirle, Jeff, que nuestra salvación está en que todos, la policía inclusive, crean que el motivo de este crimen ha sido un robo, o un rapto? ¿No recuerda? Sugerí esa idea a la señorita Augustin diciendo, distraídamente, que era posible que la señorita Martel jamás hubiera pisado el museo. Respiró más tranquila a partir de ese momento… ¡Por Dios! No olvide que entre los socios de ese club se encuentran los primeros nombres de Francia. No queremos escándalo. No podemos hacer sudar la verdad a la gente, como le agradaría a su rudeza americana… Hay otro punto. Estoy convencido de que, de algún modo, la señorita Augustin desempeña un papel importante en este asunto. Todavía no sé cuál. ¡Pero juraría que allí hay fuego escondido! Creo que, aunque venda tranquilamente entradas, esa mujer pesará en nuestros pensamientos antes de que el asunto esté terminado. Si su padre supiera…

Encendió nuevamente su cigarro, que varias veces se había apagado esta tarde; esta vez, su mano dio un salto en el aire y de detuvo. Permaneció inmóvil hasta que la llama creció y después disminuyó de tamaño. Pero Bencolin no percibió nada. Sus ojos habían adquirido una fijeza helada y sorprendida.

En un murmullo, como probando palabras increíbles, repitió:

—Vendiendo entradas… Si su padre…

Sus labios se movieron, sin hablar. Se levantó con un movimiento espasmódico, echó atrás el cabello y miró al frente.

—¿Qué ocurre? ¿Qué…? —pregunté y me interrumpí mientras él hacía un gesto de fiereza. Pero aún no me veía. Avanzó unos pocos pasos, saliendo y entrando en la sombra. En un momento dejó escapar una risa incrédula, pero se contuvo. Le oí murmurar:

—La coartada… Esa es la coartada —añadió—. ¿Quién será el joyero? Tenemos que encontrar al joyero…

¡Escuche!

—¡Ah, sí! Pero… —dijo volviéndose y dirigiéndose a mí como si tuviera sentido lo que decía—, si usted tuviera uno, sería inevitable. Tenga en cuenta la pared. ¿Qué otra cosa habría servido?

—Tal vez un poco de bromo-seltzer —sugerí—. Estaba brillante y las palomas revoloteaban en la tormenta. ¡Al diablo!

Me senté de mala gana. Su mal humor había pasado. Se frotó las manos alegremente. Después tomó su vaso y lo levantó en alto.

—Acompáñeme: brindemos. Brindo a la salud del asesino más sportsman que he encontrado y el único que, deliberadamente, deja huellas.